"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 27 de marzo de 2016

TESTIMONIO SOBRE LA COMPROBADA EXISTENCIA DE DARTH VADER


No sólo creo que existe; empiezo a pensar que es realmente invencible y que cualquier resistencia, como diría él mismo, es inútil. Darth Vader ya es más que un mito o una franquicia. Empieza a ser tan ubicuo como la mirada del GPS. Y es culpa de todos; también es culpa mía.
La cultura de bucle y reciclaje que está imponiendo la industria cinematográfica estadounidense, con sus precuelas, reboots y demás, ha dado un paso más hacia la lobotomía neokafkiana del ciudadano global. JJ Abrams es un peligro, efectivamente; y los cinéfilos que aún creían (¿pero por qué?) en Lawrence Kasdan deben reflexionar de forma muy seria. Abrams y Kasdan han creado un perfecto producto de supermercado, que aniquila cualquier concepto de riesgo creativo y no te deja ni siquiera servicio de atención al cliente. Pobre Lucas, por mucho dinero que haya ganado.
Ni siquiera me esforzaré en denostar con más argumentos el bodrio desechable de Star Wars VII; esa es una reacción perfectamente prevista por Disney. Ellos saben que hay un protocolo que consiste en volver a la pureza original para mantener vivo el bucle. No debemos ceder, por tanto.
Probablemente, la milicia intelectual y literaria que aún queda en el mundo decidirá, por consenso pero también por necesidad ansiolítica, que no hay que malgastar energías humanísticas en enfrentarse a ese tipo de enemigos. Que el novelista puede ser perfectamente ajeno porque su competición es otra. Que el alarmismo es, muchas veces, sólo es un efecto de la histeria del que siempre quiere ser el centro de atención. Y que perder el tiempo en esa hostilidad tiene algo de falta de fe en el camino elegido.
Puede ser, y así lo creía yo hasta ahora. Pero me parece que la tiranía numerocrática en la que vivimos, la homologación brutal entre lo masivo y lo (supuestamente) bueno, está anegando de forma irreversible la vieja cultura humanística dentro de la cultura del ocio y su albedrío liberal (que no libre). Sí, la cultura del ocio, aparentemente igualitaria y accesible, está ganando la batalla, aplastando con la fuerza del número y aprovechando, viralmente, la mala conciencia del humanista atormentado y autocrítico.
Pongamos que hay tres grandes bandos en la batalla de la cultura hoy: los liberales que creen que el mercado es, al final, la solución más democrática y que hay que aceptar sus reglas de juego, porque elige el ciudadano, aunque no nos guste su elección; los conservadores culturales, más eurocéntricos y elitistas, que se resisten a perder el control del canon (el Templo Universal de la Cultura), y los rebeldes, que aparentemente defienden lo popular, lo subalterno, lo antihegemónico, etc. (vamos, la Escuela del Resentimiento de Bloom). Políticamente, yo podría sintonizar con este último bando, pero temo que culturalmente estoy cada día más con los humanistas clásicos. Sin embargo, lo que más me llama la atención es cómo abundan los quintacolumnistas en los dos bandos no liberales: los rebeldes viven al fin y al cabo de la moda (académica), y los conservadores parecen muchas veces confundir la pérdida de sus privilegios con el triunfo de la barbarie, por lo que no dudan en simpatizar con el liberalismo cuando se trata de vender y darse a conocer. Claro que entre los liberales también hay más de uno que está, digamos, confuso: véase el caso de Vargas Llosa y su muy singular manera de entender la "civilización del espectáculo".
Sea como sea, Darth Vader es ya el mejor blasón de los liberales. Quizá hoy es, a nivel planetario, cuantitativamente más importante que Shakespeare, o está cerca de serlo, y quizá sólo uno de los dos sobrevivirá dentro de cien años, cuando casi todo esté sumergido y sólo flote lo más liviano, lo más asequible (la épica primitiva y simplona), y no el significado denso, pesado y sobre todo triste. Tal vez estemos ante el Aquiles de una nueva era de la ficción.

Lord Vader, el líder de los liberales, tiene su sable láser siempre a mano. Lo he visto acompañado por Virgilio, y el poeta-guía, ahora, tiene miedo de que le corten la cabeza.

domingo, 20 de marzo de 2016

SENTIRSE COMO UN FLOPPY DISK

Según la calculadora de Windows (ya no me salen bien las operaciones matemáticas ni con los dedos), he pasado dos tercios de mi vida en el siglo XX y uno en el XXI. Planteado así, no debería sentirme tan obsoleto. Pero mi creciente melancolía de MS-DOS indica lo contrario. Me veo de color sepia cuando me miro al espejo.
Por mucho blog y mucho Facebook que quiera tener, soy un hombre del lejano, triste y utópico siglo XX. Del boom literario latinoamericano, el rock progresivo inglés, Colombo, el cine de izquierdas italiano y el de Vietnam, el potaje y la conciencia de clase. Soy de los que creían que el dinero era intrínsecamente negativo y no debía ser el eje de la vida. Que la democracia debía parecerse más a la meritocracia que a la demoscopia. Que el médico y el profesor eran los que sabían del tema más que yo y por tanto había que escucharles. Soy de los que, sin saber apenas jugar, admiraban a los ajedrecistas y encontraban legítimo e instructivo el aburrimiento.
El siglo XXI, en cambio, va demasiado rápido para mí. Mis ídolos se han apolillado y cada día me cuesta más gritar las convicciones. Incluso estoy empezando a perdonar a los enemigos de siempre, porque todo lo que me interesa suena a prescrito.
Ni siquiera me da tiempo a rentabilizar mi nostalgia como buen friki que revende los productos de su infancia en el mercadillo de la cultura: ya otros lo están haciendo, y parece irles bien. Pero es que hay mucho más. Por ejemplo: ahora, asombrosamente, se privatiza lo público y se publicita lo privado. No entiendo que no haya más intranquilidad ante una realidad así. Hemos entrado en una nueva fase de la vulgaridad: hoy, queramos o no admitirlo, todos los vulgares nos reconocemos unos a otros y sabemos que nuestros secretos no tienen mayor interés, aunque se haga el máximo de ruido con ellos. Pronto llegará la pandemia de tristeza y los anacoretas se pondrán de moda.
Además, en la carrera constante del día a día, me he quedado a medias, entre la élite de los neandertales y la nueva mesocracia chillona y logorreica; ya no alcanzo a los escritores consagrados ni a los catedráticos, y me empiezan a rebasar, no sé si con doping, los de Podemos, los youtubers, los de la cultura fusión, los dialogantes y narcisistas de todo tipo y los Homo Digitales, con su adanismo y su pulgar ultrarrápido.
Probablemente ningún tiempo pasado fue mejor y por eso quizá ahora vivamos en el posnihilismo. Pero yo necesito algo anacrónico, estable y reparador.

Necesito ostracismo analógico. Necesito una siesta. Voy a apagar el ordenador.

domingo, 13 de marzo de 2016

BIENVENIDOS AL CONGRESO DE LITERATURA


¿Cómo explicar a alguien que no pertenece al gremio en qué consiste un congreso de literatura? ¿Cómo dar a entender el profundo fracaso actual de los estudios literarios, su mezcla de pomposidad, inoperancia y narcisismo, su colosal superfluidad? ¿Cómo ejemplificar, sin asustar al lector, el revoltijo de estudios insignificantes y perecederos con los que se ha saturado el mercado académico, convertido en zoco de baratijas?
Yo mismo estoy en ese gremio (de algo hay que vivir), o sea que no pretendo eximirme de responsabilidad. Pero todo tiene un límite. Admito que no tengo datos rotundos, pero intuyo que en lo que llevamos de siglo se ha publicado más bibliografía, al menos sobre estudios literarios hispánicos, que en todo el siglo XX. Para los muchos sujetos subalternos y periféricos del mundo es sin duda un gran éxito, y hay que aceptarlo, pero no sé si a la hora de la verdad hemos conseguido un cambio científico de paradigma o estamos sólo en un batiburrillo de vanidades intelectuales. Si los estudios literarios deben dar respuesta a la crisis de las humanidades en el mundo actual, estamos acabados. No es de extrañar que hoy en día la literatura importe poco, y que el poder literario esté en manos de mercaderes y mandarines, muchos procedentes de esos sectores oprimidos.
A los jóvenes que ahora empiezan hay que decirles estas verdades, para que sepan a qué atenerse y no se traguen dócilmente el discursito oficial del fárrago académico. Los popes del humanismo y sus lacayos, sobre todo de las universidades top (que no son las españolas, por si alguien no lo sabe todavía) reaccionarán con desdén, si llegan a leer esto, con su típica condescendencia de cátedra bien pagada. Lógico: defienden su negocio, que no es menor, sobre todo si establecemos la proporción entre horas de trabajo, sueldo y ego.
Comparar un congreso de literatura con uno de ciencia es muy revelador. Sheldon Cooper podría perfectamente oficiar de Alain Sokal y engañarnos a todos los literatoides sin demasiada dificultad; basta recurrir a un generador aleatorio de títulos de ponencias y presentarse con cara de desmitificador literario, como si se fuera inmune a cualquier emoción dostoievskiana.
Un congreso de literatura tiene algo de magia y mucho de teatro (o guiñol). Pero la magia en realidad es sólo truco, y se basa en la ilusión compartida (y hasta cierto punto esotérica, sí) de que se hace algo útil y con sentido, aunque luego nadie se ponga de acuerdo sobre en qué consiste esa utilidad, si es social, ideológica, estética o mística. En realidad, importa poco: todos en el gremio saben que en una sociedad como la capitalista el trabajo académico, incluso con la degradación que está sufriendo hoy (otro día hablaré de eso), es un privilegio incuestionable por el que valen la pena los codazos, las puñaladas y toda la amplia gama de imposturas que van desde el plagio, el autoplagio y el refrito hasta la verborrea inane y el falso redentorismo de sujetos oprimidos.  Vale la pena, puesto que, para qué nos vamos a engañar, en la universidad la jornada de ocho horas, al final, no la cumple nadie. Por eso hay que mantener el tiovivo en movimiento y defender teorías ad hoc para llenar de estudiantes los programas, sobre todo de posgrado.
Todos sabemos que si necesitas mantener un posgrado de humanidades, lo más fácil es recurrir a la interdisciplinariedad más o menos encubierta para que cualquiera que sepa juntar letras pueda inscribirse. Quizá eso explique, por ejemplo, el auge de los estudios culturales más allá de las supuestas intenciones teórico-políticas, que seguramente tuvieron sus pioneros pero que hoy en día están más acartonadas que el indigenismo de florero de algunas universidades estadounidenses.
En el congreso, esa illusio, ese ritual de sabios de tribu, se consigue a base de pseudociencia, de erudición engañosa y empacho teórico, pero no faltan los resabios medievalistas de veneración a la eminencia que siempre abre o cierra el congreso, y que normalmente es una momia adinerada que en plan vedette repite en cada congreso el mismo rollo con leves variantes. A la momia se le escucha, se le aplaude y se le homenajea. Y en la cena, los aduladores se pelean por sentarse a su lado en la mesa y servirle el vino.
Pero antes de eso, la comedia suele empezar con el cóctel de bienvenida, donde todas las variantes zoológicas de la fauna académica empiezan sus movimientos estratégicos. A los españoles, educados en la rutina del vasallaje endogámico, se les detecta rápido porque berrean mucho y porque no saben inglés; también porque siguen creyendo que el premio Cervantes es realmente el Nobel de lengua española y que Francisco Rico es mejor que Umberto Eco. A los latinoamericanos emigrados a Estados Unidos se les ve la cara de confort, que tratan de ajar durante el congreso a base de rictus de concentración y compromiso político para demostrar solidaridad con sus países de origen. A los gringos de tenure-track y a los europeos no hispanohablantes les delata su fascinación cateta y simplona por Roberto Bolaño, que es el tótem al que adoran para orientarse entre tanto canon que no tienen tiempo de leer ni de digerir.
Luego están los poetas frustrados que, con su metalenguaje lírico y redundante, hablan de poetas publicados a los que envidian y, si pueden, enmiendan la plana; los culturalistas de magazine que, al estilo wiki, parecen saber de todo: de sextinas, de marxismo, de planos-secuencia y de grafitis; los positivistas de raíz pidaliana que creen merecer una medalla por haber encontrado aquella carta del escritor que se cayó por la rendija trasera del cajón del escritorio y que sin embargo parece ser trascendental para saber si el escritor defecaba bien o no, lo que tiene, sin duda, grandes consecuencias en su escritura. Y los cazadores de líneas de currículum que suelen terminar la ponencia en el avión copiando y pegando deprisa y que luego se quejan porque les limitan el tiempo para hablar en la mesa de ponentes; y las feministas, ay, con las que no voy a meterme porque me tienen acomplejado desde hace tiempo y yo soy muy cobarde (y patriarcal).
   A partir de ahí, con todos en acción, se levanta el telón y empieza el espectáculo: los rostros del público disimulando mal el sopor infinito; las preguntas de ese mismo público que en realidad nunca esperan respuestas porque son microponencias en sí mismas; los aplausos mecánicos que parecen pregrabados de sitcom; las felicitaciones hipócritas (“qué interesante tu ponencia”); las negociaciones (que parecen sutiles pero son de lo más descarado) para publicar o para ser invitado; los faroles en forma de investigaciones in progress supuestamente espectaculares; la fatuidad de los que pertenecen a las universidades supuestamente prestigiosas y buscan, con discreción, sólo a sus homólogos, no sea que se aplebeyen con profesores de provincia…
En el congreso, todo el mundo habla y nadie escucha a nadie. Ese es el gran secreto del éxito. Ése, y creerse más listos que los propios escritores, claro.
Lo peor de todo es que el poder neoliberal se está aprovechando de estas debilidades para estrangular todavía más, a base de burocratización y rentabilización extrema, lo poco de espíritu crítico y creativo que podían albergar la universidad y en particular las humanidades.

Que alguien me diga dónde está el botón de reset, por favor.

domingo, 6 de marzo de 2016

LA MARMOTA ESPAÑOLA


Se acabó febrero. Si pocas cosas hay más previsibles para la pedantería literaria que aquello de abril es el mes más cruel, febrero, en España, es el mes del 23-F.
No ha sido 2016 el año más intenso a la hora de producir humo sobre el tema, pero no han faltado, como siempre, los fabricantes de leyendas en serie, dispuestos a mantener vivos los supuestos enigmas y a deleitarnos con el revival de toda la escenografía. Debemos estar preparados para 2031, desde luego; si sobrevive, El país preparará un dossier gigantesco, que titulará “Tentaciones”, o algo así. Con Juan Cruz al frente, seguro.
Javier Cercas, Jordi Évole y tantos otros han mantenido viva la rentabilidad de la gran epopeya de la España constitucional, sobre todo para un determinado público que se siente de izquierdas y que necesita de vez en cuando combustible moral y rápidas lecciones de repaso de pedagogía política. El revisionismo histórico, en España, es un buen negocio que ayuda a ocultar los muchos tapujos del presente y a tranquilizar las conciencias. Pero en este punto creo que estoy más cerca de las nuevas generaciones –podemitas o no- a los que el aplanamiento sincrónico en el que viven les hace pensar que el mundo anterior a Internet es sólo virtual. En mi caso, yo sí escuchaba la radio cuando entró Tejero, y aún conservo el mismo aparato de radio, heredado de mi abuelo. Pero no tengo nada más que añadir. No le veo más interés narrativo al asunto, después de tanto manoseo y tanta parábola.
¿Por qué ha seducido y seduce tanto el relato del 23-F? ¿Por su complejidad política, por su ambigüedad multiforme, por su diseño mitológico? ¿Por su trascendencia y su abismo, acaso? No. El 23-F gusta tanto porque termina bien, y es un catecismo perfecto para Cuéntame cómo pasó; terminó sin un solo muerto, y con una feliz democracia acompañada de movida y reconversión industrial. Tan simple como eso. No es nuestro Tlatelolco, ni siquiera nuestro asesinato de Kennedy. Tiene algo de Eva Perón, en todo caso: la afectación que ha generado, por ejemplo.
Es un relato tan absolutamente inofensivo que ya a nadie molesta. Hace mucho que es inofensivo, de hecho; y, como ombligo patriótico, es perfecto para la conciencia política española, tan tibia y autocomplaciente desde ese año hasta hoy. El verdadero relato (la verdadera novela) que está pendiente es otro: se llama terrorismo de ETA, y a ver quién se atreve.