"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 16 de octubre de 2016

NICARAGUA (y II)

Podría completar mi crónica de viaje con más detalles sobre la belleza del país y la hospitalidad de la gente, hospitalidad que es afortunadamente muy común en casi toda América Latina y de la que deberíamos aprender más en la ruda España. Pero temo que se me agote la capacidad descriptiva, que nunca ha sido mi mejor virtud retórica, y además me parece menos previsible dedicar algún tiempo a reflexionar sobre otro nivel de experiencia turística, aunque sea uno sin duda más pedante: me refiero a la que ha sido una primera aproximación, lógicamente muy superficial, al mundo de la literatura nicaragüense, más allá de las figuras reconocidas como Rubén Darío, Ernesto Cardenal o Sergio Ramírez.
Creo que no está de más recordar a los lectores españoles la interminable complejidad de la cultura latinoamericana, que desde España es vista como una amalgama confusa llena de errores geográficos y antropológicos. Poco ayudan algunas ideas estúpidas y neocoloniales, como la obsesión por hablar todos los días de Venezuela o la política del premio Cervantes, que menoscaba vergonzosamente la riqueza del continente al reducir más de veinte países a la mitad de premios, cuando la otra mitad se los lleva solamente España.
En ese sentido, tener un primer contacto directo con la realidad cultural de un país que no es dominante dentro de la propia América Latina conlleva una inicial sensación de ignorancia a la que luego acompaña una creciente curiosidad. Tengo cierta experiencia de inmersión en la cultura mexicana y algo menos en la de otros países latinoamericanos, pero el caso de Nicaragua ofrece una perspectiva muy diferente, al tratarse de un país objetivamente pequeño, con unos códigos de comportamiento literario muy específicos y en ocasiones rígidos. Un país, además, bastante encastillado en una tradición nacionalista y que ha tratado de convertir su debilidad en fortaleza, reforzando muy enfáticamente su autonomía frente a otras literaturas más expansivas y poderosas industrialmente, como la mexicana. El resultado es en muchos sentidos curioso: si uno lee Memorial de los 60, las memorias de juventud de uno de los críticos e intelectuales más importantes del país, Jorge Eduardo Arellano, verá con cierta sorpresa que el texto está escasamente permeado por los acontecimientos más destacados de una época de fervor latinoamericanista: en los años del boom y de la euforia por la revolución cubana, de Cien años de soledad y Rayuela, de Mundo Nuevo y Casa de las Américas, la joven intelectualidad nica parece poco involucrada en el fenómeno, lo que demostraría un determinado orden de prioridades, más nacional que, digamos, bolivariano o guevariano. Quizá sea esa la fórmula para fortalecer una tradición local, aunque no sé si los poetas fundadores, como Rubén Darío o Salomón de la Selva, estarían de acuerdo con esa actitud autárquica.
En realidad, estudiar la literatura nicaragüense es una práctica muy útil para comprender las ventajas innegables de las metodologías socioliterarias frente a los mitos románticos y místicos de la creación artística. Pocos países ofrecen como Nicaragua la posibilidad de analizar todo un sistema literario en una escala más o menos manejable, con sus luchas por la hegemonía literaria (entre las elites de Granada y León, por ejemplo), con sus vínculos entre el poder político y literario (antes Sergio Ramírez, hoy Rosario Murillo) o con el peso canonizador de unas instituciones que son pocas y escasamente autónomas, y en las que suelen repetirse, y no por casualidad, los mismos apellidos. Más interesante aún quizá sea ver cómo el capital social y familiar acaba generando capital simbólico en algunos casos: recordemos que Ernesto Cardenal es sobrino de José Coronel Urtecho y primo de Pablo Antonio Cuadra, dos poetas decisivos en la vanguardia nicaragüense y muy influyentes durante todo el siglo (lo que ha contribuido a oscurecer el valor vanguardista precursor de Salomón de la Selva, tema sobre el que yo mismo he hablado en alguna ocasión reciente).
Por supuesto, no todo en literatura se puede explicar de forma mecanicista, y la prueba más importante sería justamente la aparición inesperada en un pueblo remoto de ese niño superdotado que fue Rubén. Pero sí hay relaciones de causa y efecto: la gloria rubeniana, por ejemplo, ha favorecido la posición central que la poesía ha tenido en la tradición literaria nacional, a diferencia de la novela y del teatro. De hecho, la revolución sandinista, con todos sus testimonios y sus relecturas más épicas o más críticas, pudo impulsar una tradición novelística propia sólida y exportable, pero, a pesar de Sergio Ramírez, parece claro que ser novelista en Nicaragua no es un destino fácil y que el repertorio de posibilidades está bastante limitado, tanto desde la producción como desde el consumo. Eso me ha llevado a preguntarme qué parte de la realidad nacional tematizaría y qué soluciones formales utilizaría si yo fuera aspirante a novelista en Nicaragua. La triste paradoja es que quizás la situación más o menos pacífica del país en las últimas décadas, en comparación con otros países de la zona, haya impedido el surgimiento de una novela problematizadora y crítica. No muy lejos, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya ha rentabilizado estéticamente la violencia de su país, lo que le ha permitido –merecidamente- una proyección internacional, y algo parecido podría decirse del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Espero poder dedicarle más tiempo a estos temas sin caer en la horrible obligación de escribir artículos encorsetados con forma y sentido de churro matutino para revistas peer-reviewed, artículos que leerán y juzgarán profesores que seguramente saben menos de Nicaragua que yo mismo. Y así tendré la excusa perfecta para regresar al país, naturalmente.

domingo, 9 de octubre de 2016

VAMOS A HACER UN EXPERIMENTO

Ha llegado la hora de probar cosas nuevas y de arriesgar un poco. A partir de mañana, iré colgando por entregas en este blog una novela cuyo primer capítulo ya adelanté aquí mismo en febrero y que tiene una especie de título-spoiler: Yo no he muerto en México. Empezaremos con un tratamiento razonable: una triple dosis cada semana (lunes, miércoles y viernes). Luego veremos si se ralentiza o se acelera, dependiendo también de factores técnicos o profesionales. Prometo llegar hasta el final, eso sí, y reconozco que es legítimo que alguien entienda esta promesa como una amenaza.
¿Por qué voy a hacerlo? No sé si la pregunta es relevante, pero en todo caso diré que la vida es corta y el mundo editorial está muy atascado ahora mismo. Desde luego, la literatura digital puede ser una erupción pasajera del ego literario en esta época de obesidad mórbida de la cultura, pero tampoco tengo del todo claro que la mejor alternativa sea la inhibición por simple timidez o por elitismo. Por tanto, no veo nada que perder en este ataque de generosidad literaria, salvo parecer muy narcisista, y cualquier bloguero lo es desde el primer momento. Además, creo que, a diferencia de otros proyectos que tengo en marcha, la estructura de la novela e incluso su tono general están bastante cercanos a lo que suele ser este blog, por lo que la coherencia puede al menos ser una posible justificación.
Admito que la novedosa interacción con los lectores me tienta y me inquieta al mismo tiempo. Las estadísticas de visitas, una ventaja de los blogs, tal vez acaben siendo en este caso muy frustrantes si compruebo que van desapareciendo los lectores con el paso de las entregas; con los libros en papel, al menos tienes la ventaja de que el editor siempre se olvida misteriosamente de enviar las liquidaciones, lo que te libra de conocer los datos del fracaso (no es fácil llegar a ser un Javier Marías, que tiene la suerte de controlar que ha vendido “unos siete millones de copias” de sus libros, según dice). Pero, en realidad, no importa; empezaremos el juego de todos modos. La verdad es que no tengo por qué intentar engañar a nadie: siento un inmenso placer nostálgico por recuperar el encanto primario de las historias por entregas. O sea que allá vamos. Hasta mañana.


domingo, 2 de octubre de 2016

UN MAL QUE YA NO SE CURA VIAJANDO

Durante los primeros catorce años de mi vida, la lengua catalana fue algo muy secundario, esporádico y casi exótico. Pocos en mi entorno social y familiar de Barcelona hablaban en esa lengua y el único medio de comunicación importante en catalán, el canal TV3, se veía mal (y en blanco y negro) en nuestro hogar; de hecho, de su programación, bastante precaria todavía, sólo nos interesaba saber quién había intentado asesinar a JR Ewing en Dallas (una serie infravalorada pero que ilustra muy bien las corruptelas del capitalismo avanzado que hoy son comunes en España). Yo me había educado con los cómics de Bruguera y desdeñaba Cavall fort; había leído Tintín pero nunca Massagran. Por supuesto, mi barrio era un barrio informe, desestructurado y mal asfaltado, con muchos inmigrantes andaluces o gallegos llegados especialmente en los años sesenta. Es una historia bastante común y conocida, y quien quiera familiarizarse con el imaginario y la topografía de esa generación charnega puede documentarse bien en los textos de Javier Pérez Andújar, que precisamente ha estado en el centro de una lamentable polémica en los últimos tiempos.
Sin embargo, la entrada en el bachillerato me cambió radicalmente la perspectiva sociológica: casi todos los profesores eran catalanohablantes y muchos de los estudiantes, procedentes de otros barrios como Horta o el Congrés, también. A partir de ahí, empecé a comprender (ya sé que a veces soy lento) la intrahistoria lingüística de todo mi entorno; me di cuenta de que casi la mitad de los vecinos de nuestro edificio con aluminosis eran también catalanohablantes pero siempre nos habían hablado en castellano e incluso se habían presentado a sí mismos con sus nombres castellanizados, fuera por simple cortesía o por miedo a los rescoldos más o menos inconscientes de la represión franquista. Incluso fui conociendo poco a poco casos de familiares o vecinos, siempre mujeres, que habían renunciado totalmente al uso doméstico de la lengua catalana al casarse con maridos castellanohablantes.
Quizá de ahí nazca un tipo de deuda moral que muchos hemos sentido hacia la tierra de acogida (acogida siempre según normas burguesas, no lo olvidemos) y que nos ha hecho muy difícil tener una actitud resistencialista frente al cansino fervor patriótico desatado intensamente en los últimos cuatro años en Cataluña, en lo que se ha llamado con solemnidad litúrgica “el proceso soberanista” y que ahora mismo se encuentra en una posición complicadísima que sólo augura un aumento de la frustración, la monserga mediática y el hooliganismo. Para muchos de nosotros, cualquier reacción frente a la obsesión identitaria catalanista suponía un riesgo mayor, el de homologarse de algún modo con la catalanofobia fomentada descaradamente desde los medios de comunicación madrileños (y, ay, sevillanos, también). Esa España fanática, patriotera y rancia era el polo opuesto para toda una tradición de pensamiento izquierdista que nos atraía y que al menos había podido encontrar en Cataluña una cierta oxigenación sazonada de modernidad pretendidamente nórdica. Hoy esa percepción (heredada de la leyenda de la gauche divine, seguramente) es casi imposible y el nacionalismo catalán está mostrando tenazmente su condición simétrica con respecto al nacionalismo españolista.
La cuestión de la lengua es, evidentemente, un asunto muy sensible y más en un país como España en el que el cosmopolitismo nunca ha sido tendencia y en el que a la RAE sólo ha faltado sacarla en procesión. En ese sentido, la preocupación por los problemas de la cultura catalana tiene muchísimos respaldos históricos. Sin ir más lejos, por poner una anécdota de mi gremio, hace poco he tenido noticia de unos memorables textos de 1884: las cartas de Benito Pérez Galdós al novelista catalán Narcís Oller, en las que don Benito se pone garbancero de verdad y le reprocha a Oller que escriba en catalán: “Lo que sí le diré es que es tontísimo que Ud. escriba en catalán. Ya se irán Uds. curando de la manía del catalanismo y de la “renaixença”… La novela debe escribirse en el lenguaje que pueda ser entendido por mayor número de gente (..). El catalán, por lo que poco que yo entiendo de él, no tiene construcción propia (…) La sintaxis, la construcción, son las nuestras. No difiere más que en las palabras, cuya tosquedad y dureza hieren el oído.” (William Shoemaker, “Una amistad literaria: la correspondencia epistolar ente Galdós y Narciso Oller”, Butlleti de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, 30 (1963-64) pp. 267 y 273). Lo más valioso de la anécdota, en mi opinión, es que el sermón lo pronuncia el escritor que pretende ser realista (de hecho, naturalista en esos años); es decir, un escritor realista le dice a otro que debe reflejar en castellano la realidad de los catalanohablantes del momento. ¡Bendita ilusión mimética!
Ahora bien, la situación de perfectibilidad de la cultura catalana hoy es un diagnóstico razonable muy alejado de las visiones apocalípticas sobre el “aniquilamiento” de esa cultura o su extinción a medio o largo plazo, con la que el independentismo intenta vorazmente sumar argumentos emocionales a los supuestos agravios económicos que impiden que Cataluña tenga el nivel de vida de Dinamarca. Conscientes de que el asunto es delicado y de que puede asustar a muchos indecisos a los que la codicia sí les tienta, el independentismo se muestra vago a la hora de precisar el estatuto que tendría el castellano en una hipotética Cataluña independiente. Sin embargo, las elites académicas y los sectores más duros lo tienen bastante claro: catalán y, en todo caso, aranés serán las únicas lenguas oficiales. Se trata, desde luego, de un problema crucial, que el independentismo quiere postergar para el momento utópico en el que desaparezca cualquier injerencia del Estado español en favor de unos concretos intereses culturales.
De todos modos, muchos de los defensores acérrimos de la teoría apocalíptica de la cultura catalana deberían preocuparse más por los problemas endógenos actuales y recordar que el humorista Eugenio hizo más por esa cultura que muchos de los artistas "comprometidos" de hoy. La homogeneización estratégica del sistema cultural catalán está propiciando una cerrada equivalencia, cada vez más cateta, entre Catalunya, Generalitat, TV3 y Barça; una fórmula que ha incrementado visiblemente el chovinismo y la atrofia de la cultura entendida como ejercicio crítico o riesgo estético. El “todos somos Messi” es la mayor aberración de una obsesiva tendencia a reforzar símbolos identitarios y a exaltar la dimensión mágica, romántica y más simplona del proyecto independentista. No importa que Quim Masferrer y Juan y Medio sean casi intercambiables, como las chirigotas gaditanas y Polònia. Se trata de encastillar un sistema para dar impresión de unidad y hacer verosímil la fantasía modelo Braveheart de “la libre voluntad del pueblo”; un pueblo más preocupado por el fútbol que por leer, por ejemplo, al mismo Oller.
Ahí entra en juego la función decisiva de una intelligentsia cada vez más autoconsciente y poderosa que ha encontrado una mina en los debates políticos y las conjeturas futuristas. Igual que en Madrid se instaló hace mucho una lista de intelectuales cortesanos que gozan de su cercanía con el gran capital y el famoseo de la villa y corte, y que han sido los perfectos mercenarios de las trincheras de Cebrián o Pedro J., Barcelona está consolidando su propia milicia de patriotas intelectuales que, como tantas otras veces en este siglo y el anterior, en España y en cualquier parte, tienden a confundir los intereses de su clase con los de una población de la que se sienten intérpretes y a la que arengan o amonestan con aparente convicción. Esos opinantes (que probablemente fueron los que engatusaron, por ejemplo, al conde de Godó, propietario de La vanguardia) sueñan con tener por fin un gran mercado propio nacional de verdad en el que vender su producción simbólica con menos competencia y acaparar la oferta, y por eso han intentado con todos sus recursos hacer verosímil la fantasía de la independencia y la posibilidad de una “revolución de terciopelo” que suavice cualquier trauma histórico y las feas comparaciones con otros casos de patriotismo fanático. Así, llevan cuatro años sublimando el diletantismo en tertulias y periódicos y gozando con la resemantización permanente y camaleónica de los conceptos, lo que de paso garantiza una novedad para cada Sant Jordi. Contribuyeron, con éxito, al marketing político perfeccionando retóricamente la ambigüedad de conceptos como el “derecho a decidir”, “el soberanismo”, la “radicalidad democrática” y el "mandato democrático"; teorizaron desde todos los ángulos sobre la democracia y la legalidad encontrando mil salidas, incluso metafísicas (recordemos que TV3 busca a menudo a sacerdotes y monjas para la causa), a todos los dilemas, y han dicho Diego una y otra vez sobre consultas, referendos, plebiscitos, mayorías, minorías y hojas de ruta, todo para mantener activa la maquinaria propagandística en un momento que parece de empate virtual entre secesionistas y unionistas. Con ello han conseguido perpetuar su alianza con el poder político, controlar la opinión pública catalana y consolidar el perfecto rival catalán de la famosa "Brunete mediática" española.

En momentos como el actual, de impasse en el que los movimientos del independentismo han de ser muy calculados, sobre todo con vistas a Europa, y en el que tal vez hay que marear la perdiz con mucho estilo para simular movimiento donde no lo hay, las voces de la intelectualidad (y algunos contemporizadores que también se suman al negocio para jugar el papel de intermediarios, que también es rentable hoy) se vuelven especialmente importantes para mantener alta la moral de la masa y robustecer la palabrería política en la batalla simbólica. Tienen un argumento a su favor, desde luego; y ese es la cerrazón mental del españolismo hegemónico, que no le teme al pulso. Pero el juego de las simetrías sólo sirve para aumentar una presión social cada vez más agobiante, para jugar peligrosamente con las fronteras de la subversión y la desobediencia y, en definitiva, para certificar la triste seducción religiosa que el nacionalismo sigue manteniendo a ambos lados del Ebro.