"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 17 de marzo de 2024

NOTAS DEL DESPRENDIMIENTO (I) 

¿Empezar un diario? ¿Para qué? ¿Para hacer el ridículo compitiendo con Piglia o Chirbes?

El ejemplo de estos dos creadores ya patrimonialmente anagramáticos me llena de perplejidad. El entusiasmo con el que se los relee y se aprende de su elocuencia post mortem es un fracaso en el que nadie repara. Parece que necesitamos que nos hablen los muertos, ya que los vivos aportan poco. La fiereza crítica, la sagacidad, la coherencia quedan así mejor domesticadas. No niego los méritos intrínsecos; solo me preocupa lo que tienen de retroceso de arma de fuego. Ingenuamente, algunos creen que con esos diarios se llena un vacío reflexivo-crítico. Grave error: el vacío ya sucedió y no se puede rellenar ahora. Lo no dicho cumplió su función deprimente. De poco sirve la redención actual.

Por suerte, yo aún no estoy muerto.

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Volver a la lucha, después de unos años satisfactorios en otros sentidos. Porque la lucha en las aulas no es suficiente, por desgracia. Y el mercado me ha segregado de manera quizás definitiva. Soy como una cinta de casete esperando la segunda vida vintage.

Necesitamos intensificar la lucha literaria, aun a riesgo de erupción narcisista. Vista la indolencia de mis colegas de profesión (y no me refiero solo a los críticos mamporreros), vista la logorrea actual, visto también el peligroso aplanamiento cultural de nuestro tiempo, me parece oportuno experimentar de nuevo con la prédica en el desierto. Porque la metáfora del desierto es más reveladora de lo que parece.

No hay nada que perder porque la batalla está perdida. Razón de más para defender la razón. Aun a costa de caer en lo que es más que un susurro entre el ruido global.

Veremos qué tal.

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Confesaré ahora alguna envidia y después la matizaré.

Veo (y conozco) a lectores verdaderamente tenaces, que presumen, justificadamente, de leer más de un libro a la semana. Algunos han asumido el rol de sherpas para sobrevivir al supermercado actual de la cultura; no lo hacen del todo mal. Es posible que necesitemos contrarrestar el efecto negativo de booktubers y goodreads con la exposición de lecturas honestas y con un mínimo de criterio. Creo, de todos modos, que esos lectores pueden estar cayendo en una trampa: les gusta tanto la literatura que ya no ven la mala literatura. Disfrutan tanto de su labor de arbitraje que carecen de fuerza para salir de unas reglas de juego que ellos no han decidido y que no se atreven a cuestionar. Sus percepciones están fuertemente automatizadas y no se dan cuenta de sus necesidades de ostranenie.

Para bien o para mal, no va a ser, desde luego, mi caso. Defiendo metodológicamente una alergia preventiva a la novedad como primera fase de una cierta moral de resistencia literaria. Las compulsiones consumistas son muy penetrantes y es difícil escudarse frente a ellas: todos los días se nos insiste en la nueva serie de Netflix que HAY QUE VER o la novela de Anagrama que es un MUST. Es una situación penosa y francamente irritante, ante la cual el desprecio verbalizado no parece suficiente. En ese sentido, yo mismo veo mi obsolescencia a la hora de reclamar las virtudes de cierto distanciamiento, pero no se me ocurre otra cosa que perseverar en la derrota.

La petrificación de lo nuevo debería hacernos pensar en la victimización lectora de nuestro tiempo. Pero es una cuestión más seria: leer más textos, aunque es obviamente positivo, no garantiza el conocimiento sobre el estado actual de la literatura. Yo diría que necesitamos trabajar con unidades más complejas (sumas de textos creativos y críticos, tomas de posición políticas y mercantiles, etc.), en vez de la atomización lectora de tal o cual catálogo.

En otras palabras: que no pienso reseñar novedades, salvo cuando crea que hay algo realmente interesante. Que nadie espere que hable de lo nuevo de Murakami, o lo nuevo de Mariana Enríquez, o lo nuevo de Cercas. 

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 El desprendimiento: esa es la metáfora elegida, para bien o para mal. No es solo que yo me esté desprendiendo de ciertas conductas literarias (la ansiedad utópica, la resistencia clasicista y melancólica, el resentimiento justificado pero a la larga inofensivo para los triunfadores del sistema), sino que el proceso es bidireccional: es la literatura, con sus nuevos guardianes y su nueva avanzadilla, la que se desprende de mí, convirtiéndome en algo residual, fácilmente eliminable. No llego ni a ser una piedra peligrosa que cae por una ladera; soy un guijarro más de los muchos que van cayendo.

Cómo encontrar un camino justo que evite el lloriqueo y preserve la dignidad ética y estética: ese es el reto. Quizá el mutuo desprendimiento permita un reencuentro en otras condiciones. O quizá no.


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