"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 18 de diciembre de 2016

ALMA MATER (II)

Hace unos meses dediqué una entrada a comentar brevemente la situación de la universidad española, pero temo que la magnitud del problema me obligará a convertir esa entrada en la primera de una larga serie. De hecho, yo diría que la reflexión sobre el tema es importante no sólo para los lectores que pertenezcan a mi gremio, sino también para todos aquellos ciudadanos preocupados por los ataques constantes al sector público español por parte de los defensores de la utopía neoliberal.
En ese sentido, dos noticias de las últimas semanas son especialmente relevantes y es conveniente ponerlas en relación aunque aparentemente estén desconectadas. Por un lado, tenemos el descubrimiento del bochornoso currículum plagiador del rector de la Universidad Rey Juan Carlos, que ofrece pocas dudas científicas, por mucha presunción de inocencia que se quiera plantear cautelarmente, y que se agrava todavía más por la patética resistencia del sujeto a dejar su poltrona. No creo que sea el único caso en un futuro próximo: la creciente digitalización de fondos bibliográficos sacará los colores a más de uno/a que aprovechó la vieja cultura analógica para apañar publicaciones copiando de textos añejos o recónditos que creyó que serían eternamente de difícil acceso. Por ese motivo hay que entender que la compulsión plagiadora del rector es más que un hecho constatable: es también la sinécdoque de toda una estructura de poder académico opuesta por principio de Peter a la meritocracia intelectual y que explica en buena medida la instauración de la mediocridad y el nepotismo como normas generales de la universidad española durante décadas. Los rectores españoles, como otras tantas instituciones españolas de la democracia, han gozado genéricamente de una cierta inmunidad que les ha permitido llevar a la práctica sus modelos feudales y crear una clase social de auténticos privilegiados que en ocasiones (lo sé porque lo he visto) no pasan de trabajar una docena de horas a la semana. Digo una docena en total (incluyendo preparación de clases y, ejem, investigación).
Sin embargo, la denuncia de los evidentes privilegios de que ha gozado durante décadas una parte del profesorado universitario español no puede llevarnos a ser indiferentes ante las nuevas medidas neoliberales de ataque a la universidad pública, que ya hace tiempo muchos veníamos intuyendo aunque se han cocinado lenta y discretamente, y que se suman a las aplicadas, por imperativos tecnocráticos europeos, en otras áreas esenciales del Estado. Porque la otra noticia reciente a la que me refería es la publicación de los nuevos requisitos para acceder a los puestos de profesorado universitario funcionario: la Agencia Nacional de Evaluación y Calidad de la Acreditación ha subido notoriamente los niveles de exigencia de las acreditaciones previas que permiten presentarse a cualquier oposición a profesor titular. Aclaro que a mí personalmente no me afecta, pero lo cierto es que yo mismo no cumpliría hoy (después de quince años de experiencia posdoctoral) los criterios, y temo que muchos catedráticos (incluso de los buenos) tampoco. No voy a extenderme en detalles técnicos, pero algunos de los criterios parecen más ambiciosos que los de los tenure de Estados Unidos y son de difícil cumplimiento en áreas donde los posgrados son escasos o donde apenas hay recursos para la investigación y el calendario académico es tan exigente que impide cualquier estancia en centros de investigación internacionales.

Evidentemente, la competitividad universitaria es ineludible desde una perspectiva científica, y, por tanto, es razonable elevar el nivel para seleccionar y motivar óptimamente el talento académico. El primer problema es que el aumento de exigencia y la búsqueda de “excelencia” obligará a trabajar arduamente como docente y como investigador (es decir, en dos facetas cada vez más separadas logística e intelectualmente) sin que eso suponga, en principio, una mejora en los salarios. Pero el asunto es bastante más grave y profundo desde una perspectiva socioeconómica: la inversión durante años (los de vacas gordas) en formación predoctoral y posdoctoral en España ha creado una masa de investigadores y profesores que el sistema ya no puede absorber, porque el sector público debe ajustar sus gastos y hay que minimizar en todos los sentidos el funcionariado, que al parecer vive demasiado confortablemente y es poco productivo sin la sensación de un buen látigo neoliberal sobre la espalda. Por eso, esta situación de atasco es ideal para aplicar medidas implacables que, con la excusa de la necesidad de subir el nivel científico, logren una precarización evidente de investigadores y docentes ahorrando gastos y la vez manteniendo al personal joven con la espada de Damocles del despido o el recorte. Desde esa perspectiva, la carrera académica en España, que hace décadas era comodísima para algunos gracias al enchufismo salvaje, empieza a volverse enormemente complicada y desmotivadora. No hace falta pensar mucho para prever el futuro inmediato: muchos investigadores se irán al extranjero y no será raro que al final quienes entren en el sistema académico sean aquellos que, desde una posición económica familiar más desahogada, se puedan permitir el ejercicio de la paciencia. Con este panorama de colapso universitario, noticias como la desfachatez de algunos altos cargos académicos son especialmente irritantes porque confirman que el reajuste del sistema universitario se va a hacer al revés de como debería ser y, como tantas otras veces, ensañándose con el más débil.

domingo, 11 de diciembre de 2016

 SIMONE

Perezosamente, intento superar mis desfases en el conocimiento de la literatura latinoamericana actual aproximándome a obras que posean algún tipo de aval no demasiado contaminado de mercantilismo; en otras palabras, que no tengan faja con citas de críticos a la violeta y datos borreguiles de ventas. Por esas precauciones, y también por las restricciones de una presbicia desbocada, he llegado tardíamente a la novela ganadora del premio Rómulo Gallegos de 2013, Simone, del puertorriqueño Eduardo Lalo, que he leído en la edición argentina pero que, por lo que he descubierto, acaba de ser publicada en España. Para lectores no especialistas, hay que decir que el Rómulo Gallegos sí es un premio literario de verdad, muy a menudo irrefutable y casi siempre –como en el caso de la edición de 2013- respetable.
SIMONE (NOVELA): LALO, EDUARDO

Ignoro si el premio tuvo algo de cuota geopolítica al premiar a una de las literaturas nacionales menos conocidas a nivel hispánico. De cualquier modo, la novela compone algo así como un paradigma de la frustración literaria del escritor puertorriqueño contemporáneo, burocratizado por el pro pane lucrando de la vida universitaria, mortificado por el infantilismo de la sociedad de consumo, pero sobre todo irritado porque ese tipo de agravios son especialmente difíciles de sobrellevar en los países no hegemónicos y aún más en los que tienen todavía traumas coloniales, como es el caso de Puerto Rico. Descapitalizado simbólica y económicamente, el narrador sin nombre pero nada lejano del propio autor trata de sublimar su alienación analizando la multiforme realidad urbana de San Juan y cotejando su autocastigo con las diversas formas de la lobotomía colectiva. Un amor misterioso –no digo más- alterará las leyes de ese movimiento rutinario.
En ese sentido, la novela formaría parte del excedente de textos metaliterarios y autoficcionales con los que a menudo el escritor actual –es posible que yo mismo lo haya hecho alguna vez- trata de compensar su miopía sociológica y su inseguridad política con el ensimismamiento crítico y autocrítico y algún toque pseudopolicial de enigmas semióticos y misterios textuales. A Lalo le salva, desde luego, la virtud de su prosa, porque parece que se maneja mejor en la dicción que en la ficción, y en ese punto los resultados son ejemplares, como corresponde a un autor que también es poeta y aforista. Hay otro aspecto interesante, y más novedoso, que es el contenido orientalista, en concreto chino, que tal vez sea algo así como un yacimiento literario del nuevo siglo, acorde con la creciente importancia mundial de ese país, y sobre el que habrá que pensar con calma pronto.
Pero mi mayor placer lector con esta novela no deriva de esos esfuerzos, sino del evidente ajuste de cuentas con el que Lalo se despacha en la parte final de la novela, en la que el resentimiento literario se desata y explaya, gozosamente para él y para lectores como yo, contra la pinza terrible que hoy forman el sistema universitario estadounidense y la industria editorial española, dos focos de poder y codicia para el escritor puertorriqueño (pero también de otros muchos países) ante los cuales la resistencia es cada día menor. Lalo ridiculiza y caricaturiza la fatuidad del profesorado hechizado por el posestructuralismo más vacuo y por la tentación del mandarinato, pero es aún más vengativo con el sistema literario español, que resume en la figura de un personaje llamado Juan Rafael García Pardo que parece la quintaesencia del escritor español consagrado por la euroeconomía: arcaico que finge apertura de miras, paternalista y a la vez ignorante hacia lo latinoamericano, condescendiente hasta la náusea, indulgente con un mercado que acepta en virtud de un concepto perverso de democracia, servil con el poder y carente de todo riesgo creativo o existencial. No queda clara la alusión á-clef, pero no costaría demasiado desmontar el retrato robot a partir del canon de la literatura española de la democracia.
Es cierto que el desahogo de Lalo no es precisamente sutil y que a la diatriba se le ven mucho las costuras narrativas, pero esa toma de posición hostil me parece ante todo oportuna frente a la tiñosa mojigatería de tanto escritor o crítico español socialdemócrata de boquilla y neoliberal a la hora de cobrar, y en general frente al capitalismo cultural español, tan prepotente y fanfarrón. Que un escritor latinoamericano se sume a la necesaria impugnación del sistema de poder literario que en España nos ha intoxicado durante décadas gracias, especialmente, al holding de PRISA y al catetismo ilustrado de las universidades españolas, es más que una reacción defensiva de escritor celópata: significa una coincidencia feliz con la labor que desde este lado del océano se está llevando a cabo para desarticular el cuento de hadas de la cultura de la democracia. Ya está bien de jactancia triunfalista por una cultura domesticada de escritores que hacen publicidad para bancos y jamás critican los oligopolios, pero que se escandalizan ante el horrible populismo; una cultura que ha consagrado obras fungibles, ha repartido prebendas y lujos fomentando egos –véase a modo de ejemplo el grotesco espectáculo reciente de Rico vs. Pérez-Reverte-, y que ha promovido con todo el cinismo una hipotética superioridad del libre mercado sobre cualquier racionalización del valor estético. 
Muchos escritores latinoamericanos, tentados comprensiblemente por el poder editorial español, han aceptado las condiciones del mercado, muy a menudo neocoloniales; me alegra comprobar que alguno rompe con la ancestral cortesía latinoamericana y se atreve al menos a hablar del nuevo traje del emperador, aunque sea con excesos epatantes y algo de maximalismo: "cuando murió Franco y se estableció la democracia (...) la literatura española no pudo continuar justificando sus minusvalías y ya no pudo seguir sobrevalorándose a partir de la política de sus autores (...) En una generación, ante el vacío conceptual que creó el fin del franquismo, la literatura española no ha hecho otra cosa que hundirse y mostrar a esa supuesta cultura hispánica su nulidad" (p. 189).
Ojalá cunda el ejemplo.

(Nota para suspicaces: la edición española es de Fórcola, no de Random House o equivalentes.)

domingo, 4 de diciembre de 2016

SAUDADE

Dudo mucho que acabe yo cediendo a la tentación, tan vulgar hoy, de escribir novelas sobre personajes o acontecimientos reales para tratar de vender en las tiendas de los aeropuertos sin forzar mucho la imaginación, pero si así fuera se me ocurren algunos nombres interesantes precisamente porque ya no interesan a casi nadie. Uno de los que más me fascina, por remoto y tenaz, es el filósofo marxista húngaro Georg Lukács.
Acabo de leer la transcripción de un debate radiofónico de 1969 en el que Lukács, desde Budapest, se reencuentra, cincuenta años después, con su antiguo discípulo Arnold Hauser, autor de la famosa Historia social de la literatura y del arte, que habla desde Londres, donde lleva viviendo muchos años. Por supuesto, ha sucedido muchísimo en ese tiempo de separación: Hauser, por ejemplo, pasó diez años haciendo de chico para todo en una oficina de la ciudad inglesa para sobrevivir y Lukács tuvo sus problemas (¡él!) con la ortodoxia soviética. Hauser tiene 77 años y Lukács 84. Pero la conversación termina así:
Lukács: (…) y por lo que se refiere a nuestra discusión quisiera hacer una última pregunta. En Occidente ha surgido últimamente el término “pluralismo” –a mi parecer desprovisto de todo sentido-. La verdad, sin embargo, siempre se da únicamente en el singular.
Hauser: Al menos dentro de las ideologías individuales.
Lukács: Por otro lado, aquí existe el prejuicio de que la verdad se puede determinar de un golpe y literalmente en virtud de la decisión de cualquier institución; un prejuicio tan peligroso como el pluralismo. La verdad es lo que tenemos que reanimar y resucitar mediante el marxismo. Habrá que resolverlo en extensas polémicas; aunque discutamos por una cuestión durante treinta años, el resultado será, al fin y al cabo, solamente una verdad.
Hauser: Y de todas formas a tal verdad solo se llega después de haber transformado la sociedad.
Lukács: ¡Exacto!
Hauser: Seguramente no se puede cambiar primero una cosa particular y en consecuencia, después, la sociedad. No se puede encaminar un nuevo arte sin haber pensado anteriormente en la transformación del camino. Ese es el núcleo del problema, la esencia de nuestro proyecto.
Lukács: Puede ser con seguridad la base de una colaboración plena de discusiones.
(Arnold Hauser, Conversaciones con Lukács, Madrid, Guadarrama, 1978, p. 22. Cursiva del autor)
¿Es tierno o es monstruoso? ¿Es absolutamente anacrónico o tiene algo así como una vigencia oblicua?


Por cierto, dicen que ha muerto Fidel Castro.

domingo, 27 de noviembre de 2016

NUEVA DIALÉCTICA DEL MIEDO

Hoy en día cualquier preocupación se vuelve fácilmente multitudinaria, por la multiplicación inmediata del discurso, y en ese sentido no faltan los ruidosos que auguran un porvenir mundial ennegrecido por el neofascismo básicamente xenófobo y hasta presienten la llegada de una nueva Edad Media que revierta el camino racional moderno. Sin necesidad de ser apocalíptico y por tanto demasiado estridente, lo cierto es que Trump, el brexit, la amenaza lepenista y la indulgencia en España con la corrupción sistémica serían ejemplos coetáneos de una reacción conservadora que aúna de forma terrible legitimidad democrática e irracionalismo, poniendo contra las cuerdas y desconcertando a los diferentes impulsores del cambio sociopolítico, que no acaban de coincidir en el programa de acción de una hipotética agenda emancipatoria que ya no se sabe si ha de ser global, local o glocal.
Por supuesto, lo más fácil es recurrir a la denuncia de la ignorancia colectiva, de la insuficiencia educativa y la toxicidad de los medios hegemónicos. Pero las viejas teorías sobre la alienación parecen no ser tan útiles ya en la “sociedad del conocimiento”, que tantos apologetas optimistas e interesados defienden hoy en día. Esos mismos cándidos que se entusiasmaron con la Primavera Árabe y la función de las redes sociales en los acontecimientos, ahora deberían replantearse hasta qué punto los albores de esa nueva sociedad sólo están facilitando una obesidad mórbida de la cultura, en la que los discursos complejos se fragmentan y comprimen sólo para acabar cediendo ante viralidades que muchas veces son precisamente eso: patologías de la razón atontada.
Del mismo modo, el debilitamiento del proyecto europeo, con evidencias como la crisis de los refugiados, está poniendo de manifiesto la vanagloria de una fantasía de capitalismo humanizado y redentor que supuestamente iba a devolver a Europa la grandeza de sus mejores momentos de progreso (sus pocos momentos, en realidad). Pero sabemos, a pesar de tanta propaganda, que nada de eso es ni será sostenible en un mundo de competencia brutal e interminable, y en ese sentido tampoco debe extrañar que la ciudadanía adopte ciertas actitudes de resistencia que a algunos (pongamos de izquierdas) nos parecen irracionales y egoístas, pero que responden al miedo comprensible a una globalización amenazante en la que la opulencia prometida no llega y en la que algunos hacen concesiones y sacrificios pero otros no. Sí, la insolidaridad de los nuevos tiempos es penosa, pero la agotadora carrera de la competencia capitalista también lo es, y no parece que todo el mundo esté igual de ilusionado ante la incertidumbre de un mundo futuro basado en dogmas cada vez más opresivos, como el maldito culto a la "innovación" -o a la "calidad"-, que ofrecerá progreso (en según qué aspectos), pero a costa de un cansancio infinito.

En este caso, el miedo no es excusa, pero sí es causa. Algunos políticos saben manejar y aprovechar ese miedo, y nada más fácil para ello que carecer de categorías solidarias útiles, como lo fue (y debería seguirlo siendo) la de clase trabajadora, en la que nadie parece querer reconocerse ya. Así nos va.

domingo, 20 de noviembre de 2016

EL EJE DEL MAL

¿Qué se puede añadir sobre el tema global del año, la inquietante victoria en Estados Unidos de esa versión anaranjada de Jesús Gil? La inundación logorreica de chistes y análisis de todo tipo deja a estas alturas poco espacio para la originalidad y casi condena cualquier nuevo esfuerzo intelectual o simplemente retórico. El miércoles pensé empezar esta entrada augurando más absurdos, como un premio Nobel para Trump  -de la paz o de literatura, cualquier cosa es hoy posible- y ese mismo día ya alguien de muy poco talento me pisó la idea. Quizá habría que replantearse de nuevo la función estratégica del silencio en un mundo hipertrofiado de voces, pero la tentación narcisista de opinar es a veces invencible.
El resultado electoral es, desde luego, peligroso en muchos sentidos y, sobre todo, supone una gran decepción desde la perspectiva de la razón digamos ilustrada, pero también habría que templar algunas percepciones a la espera de los acontecimientos que han de venir. El fracaso de las encuestas, en cambio, es menos sorprendente de lo que parece en sociedades cada vez más caóticas y confusas, que mezclan la ansiedad y la improvisación de forma impredecible. No sé quién se extraña de que el poder de las encuestas se cortocircuite por culpa de la arrogancia que sustenta esos sistemas y que está llegando a extremos de saturación. Yo mismo estoy esperando que me llame Metroscopia algún día para decir exactamente lo contrario de lo que pienso y así contribuir al fracaso de esas encuestas tan cansinas como tóxicas.
De todos modos, aunque haya evidentes motivos para la indignación mundial, quizá esa indignación de ahora es en muchos sentidos curiosamente simétrica a la ingenua euforia generada por el triunfo de Obama, y es posible que ambos sentimientos sean igual de hiperbólicos. Al fin y al cabo, podría decirse que los estadounidenses, en su volubilidad, sólo han cambiado el juguete de marca Obama por el juguete de marca Trump. Para la progresía adoradora de Michael Moore (a ambos lados del océano), puede ser inconcebible y aberrante, aunque seguramente se rieron cuando Trump fue anfitrión de su celebrado Saturday Night Live. Pero lo cierto es que no entendieron en su momento la segunda victoria de Bush, y olvidan que, de no haber nacido en Austria, quizá Schwarzenegger hubiera ocupado también la Casa Blanca. Por ello, se escandalizaron en esta campaña con algunas declaraciones de su sabio de referencia, el ubicuo Zizek, y se olvidaron de pensar, entre otras cosas, en la comprensible irritación que produce que Beyoncé y tantos glamourosos también millonarios y más guapos que Trump defiendan a Hillary Clinton (o Klingon). Algo parecido, por cierto, a lo que pasó en España con el nefasto sindicato de “la ceja”.
En especial, la pseudoizquierda de las burbujas universitarias, acostumbrada a hablarse siempre a sí misma y a lavar su mala conciencia arielista con sus aburridos estudios culturales, ahora se rasga las vestiduras, asustada al comprobar la insignificancia de sus heroicos esfuerzos frente a la tiranía numerocrática y la pereza mental de la sociedad de consumo. Tampoco es muy distinto de lo que ha pasado en España, donde también se han magnificado respuestas como el 15-M que luego han sido rebajadas por los datos electorales. Parece evidente que algo falla en la razón democrática y que el conservadurismo (con su dosis evidente de egoísmo e ignorancia) resiste y aun se fortifica internacionalmente. Tanto el diagnóstico como la solución del problema están lejos de ser fáciles, desde luego, porque implican ante todo asumir muchos fracasos intelectuales y sociales frente a la cruda realidad de eso que hay que seguir llamando “las masas”.

Veremos si Trump acaba siendo peor que el presidente de La zona muerta o el de House of Cards. Se avecinan tiempos difíciles, seguro. Pero cuándo no ha sido así.

lunes, 14 de noviembre de 2016

ALMA MATER

En uno de los últimos días de su carrera, el campeón del mundo de ciclismo en ruta y ganador de una Vuelta a España Abraham Olano llegó agotado y desmotivado en el grupo de los últimos, y un periodista se apresuró a preguntarle si un campeón como él se sentía humillado de llegar con los colistas. El ciclista, que había apuntado ni más ni menos que a sucesor de Induráin, respondió algo como esto: “bueno, al fin y al cabo el último en llegar a la meta es el que ha pasado más tiempo esforzándose sobre la bicicleta, y eso también tiene su mérito”. Seguramente era la mejor respuesta para un mal día, y para una pregunta con mala fe.
La cultura depredadora de la competición en la que vivimos es profundamente arbitraria, y en la mayoría de los casos no sirve para nada el fair play de “lo importante es participar”, puesto que lo importante es generar la mayor ansiedad posible y machacar al perdedor, obviando el dato nada menor de que siempre alguien será el último. En estos tiempos, la obsesión medidora y tecnocrática está expandiéndose a los rankings educativos, generando una presión que debería ser positiva pero que, aparte de generar nuevas formas de estrés, corre el riesgo de crear otros órganos de poder que serían esas “agencias de calificación” del mundo universitario, cuyos criterios, aunque valiosos, no son infalibles. Así, por ejemplo, el famoso ranking de Shanghai privilegia la presencia de premios Nobel como alumnos o profesores (lo que está muy bien, pero beneficia objetivamente el rendimiento a corto plazo de las universidades dominantes, porque un premio Nobel no se consigue de la noche a la mañana), así como las publicaciones en revistas hegemónicas como Nature o Science, cuyo creciente poder tampoco está libre de sospecha (yo soy de letras y tengo poco criterio en el tema, pero alguno de ciencias ya lo ha señalado).
Los medios de comunicación empiezan ahora a prestar atención a los resultados anuales de esos rankings, que constituyen noticias jugosas y muy propicias para la chulería o el catastrofismo. En el caso español, después de demasiados años de bochornoso desinterés en el tema, se está consolidando y publicitando por fin la idea de que las universidades españolas están lejos del liderazgo internacional. La idea es indiscutible, desde luego, y no me dejaré llevar por el corporativismo para negar la evidencia, entre otras cosas porque tengo, aunque sea de manera atomizada, parte de responsabilidad. Los diferentes rankings pueden ser polémicos y cuestionables, pero sea cual sea la metodología coinciden básicamente en sus conclusiones: ninguna universidad española está, como mínimo, entre las cien mejores del mundo y pocas entre las quinientas. Por supuesto, siempre hay quien está peor, y no hay que olvidarlo: véase lo que ha sucedido en México, donde el mismísimo presidente de la República tiene un título académico de una triste universidad obtenido con una tesis plagiada casi en un tercio (y no dimite). Y también es cierto, según se explica aquí, que algunos indicadores no sitúan tan mal la producción investigadora española a nivel europeo (en ese sentido, el sistema estadounidense es como la NBA).
La verdad es que no necesitamos ningún ranking para detectar problemas que conoce cualquiera que forme parte del sistema académico español -otra cosa es que quiera admitirlo-. A diferencia, por ejemplo, de la sanidad pública, la universidad tiene un bajo nivel de prestigio para los propios españoles y eso se debe en buena medida a que, como institución, en muchos aspectos se ha modernizado desde el franquismo menos que el ejército. Además, ante el aumento evidente de la presión mediática por la imposibilidad de evitar las comparaciones, las universidades han respondido con lavados de imagen bastante arteros, como el programa Campus de Excelencia Internacional, que, exagerando un poco, vendría a ser algo así como si yo declarara mi piso de alquiler Patrimonio de la Humanidad o mi madre me nombrara Míster Universo.
Abundan las interpretaciones sobre las causas de esta situación. Podría decirse que buena parte del problema es presupuestario, y sin duda es así, aunque es significativo que en estos años de crisis las universidades españolas mantengan más o menos las mismas posiciones cuando las condiciones de trabajo han empeorado objetivamente: congelación de salarios, falta de incentivos y de promoción, recortes en ayudas a investigación, precarización de los jóvenes investigadores, aumento de carga docente, etc. Lo que nos lleva a un factor más endógeno, que en realidad es el decisivo, aunque por suerte parece que está remitiendo. Y ese factor no es otro que la célebre endogamia, peste que ha corroído el sistema universitario español desde hace décadas y que aún sigue ejerciendo su influencia deletérea.
Los niveles de perversidad y prevaricación disimulada que ha alcanzado la endogamia en España son bastante conocidos, y yo podría imitar la melancolía del androide moribundo de Blade Runner: “he visto…” . Pero combatir el problema no es fácil, entre otras cosas por la permisividad vergonzosa de los ilustrísimos y excelentísimos rectores, que han amparado el vasallaje neofeudal con la excusa de una lectura maliciosa del concepto de autonomía universitaria. Así, desde los años ochenta del pasado siglo (el proceso está bien explicado aquí), las universidades españolas se poblaron de una caterva de haraganes fatuos que, lejos, de romper con la bajeza de la universidad franquista, han perpetuado el servilismo más descarado, el derecho de pernada y el dedazo, casi siempre con un evidente tono falocéntrico. Hablamos de un perfil típico: profesor/a que ha hecho la licenciatura y el doctorado en la universidad en la que ahora trabaja; que carece de experiencia internacional y a menudo ni sabe inglés; que aduló indignamente al poderoso en su momento y consiguió meter el pie en el departamento, por delante de otros con tantos méritos o más; que fabricó su currículum publicando en la revista y en la editorial de la misma universidad, y que ha hecho todo tipo de triquiñuelas para simular un currículum más amplio (autoplagios, refritos, etc.); que finalmente ganó una oposición sin oposición, siendo el único candidato y con una plaza descaradamente orientada a su perfil, independientemente de las necesidades docentes o investigadoras de la universidad; y que con el tiempo olvida el estigma de su enchufe y sobreactúa quejándose de lo mal que están las cosas, exacerbando su vanidad y perpetuando el sistema a la hora de ejercer el poder que siempre estuvo deseando tener.
Por suerte, algunas cosas están cambiando, entre otras cosas porque en el contexto europeo ya no se pueden tapar todas las vergüenzas. Por ejemplo, la creación en 2007 de la Agencia Nacional de Evaluación y Calidad de la Acreditación (la odiada ANECA) ha impuesto unos estándares mínimos que le dan algo de objetividad a los procedimientos de contratación y ponen algo más difícil el amiguismo, aunque no lo han borrado del todo. El sistema es, desde luego, mejorable, sobre todo por su burocratización y por el énfasis en la cantidad más que en la calidad, pero al menos ha servido para poner un cierto límite al descaro de décadas de nepotismo. No obstante, la brutal competencia académica actual, entre otras cosas, está obligando a muchos jóvenes a “sobrepublicar”, con lo cual aparecen nuevas modalidades del problema; y a ello habría que añadir otros muchos peligros. Pienso en la campaña periodística de crítica a la universidad española, que puede esconder un interés espurio: renovar el sistema, sí, pero para aplicar criterios de rentabilidad empresarial y orientar la competitividad en un sentido estrictamente privatizador, que significaría sustituir la endogamia por la ley de la selva.

La cuestión de la prensa no es menor. Por ahí llegamos a otro aspecto del problema universitario español, que no produce sólo atraso científico y tecnológico. Hay una vertiente menos fácil de cuantificar y que no tiene que ver con los rankings, pero que sin duda es asimismo importante. Buena parte de la mediocridad y la ramplonería de la esfera pública española en el llamado "régimen del 78" se explica si recordamos que muchos novelistas, poetas, críticos literarios o de arte, intelectuales, pensadores e incluso políticos famosos de ayer y de hoy han sido favorecidos por ese sistema endogámico, que les ha permitido lleva una vida desproblematizada y ajena a las dificultades reales de la sociedad que supuestamente analizan o representan. Engolados y presuntuosos gracias a un sistema que les ha premiado por su conformismo, su claudicación y su endeblez teórica, han contribuido de manera lamentable al raquitismo del debate público en el país e, indirectamente, han engrandecido a figuras como García Calvo o Aranguren. Hay que recordar que la universidad no sólo educa a alumnos o genera investigación, sino que debe, sobre todo en el área humanística, producir discurso de altura crítica que también sea un beneficio social. No deberían olvidarse estos aspectos cuando los mass-media presentan con ostentación a los que predican y amonestan con su título de “profesor de universidad”. Y es que puede que acabemos siendo los últimos en la competición, pero quizá sea más grave que no tengamos a nadie que nos haga entender por qué y para qué estamos compitiendo.

domingo, 13 de noviembre de 2016

CONTRACULTURA Y DESENCANTO


(Éste es el prólogo que escribí para el libro, recién publicado por Libros en su tinta ediciones, de Víctor Mercado, Contracultura y desencanto. El hippie, el yuppie y el serial killer para una construcción de la identidad cultural posmoderna. Más información sobre el libro aquí: https://www.facebook.com/Libros-En-su-tinta-Ediciones-224380637757387/ .)


¿Qué ha quedado de la contracultura? ¿Cómo entender la contracultura hoy: desde la arqueología, desde el rescate, desde la nostalgia, desde la resistencia? ¿Cabe recurrir a ella en tiempos de sarro cultural y logorrea tecnológica? ¿Hay que restaurar el bastión, aunque sea para orientarnos en el mapa?
Nunca hemos tenido tanto acceso a la cultura y tantas posibilidades textuales, y, sin embargo, quizá nunca como ahora hay que insistir en la metáfora de los árboles y el bosque. Es verdad que muchos experimentos del siglo XX parecen ya lejanísimos. No nos engañemos: nadie habla hoy de Herbert Marcuse, y menos aún de Guy Debord. Cualitativamente, quiero decir: seguro que mucha gente, a todas horas, en la galaxia de discursos de hoy, habla de ellos, pero como se habla de cualquiera con nombre y apellidos en la sociedad del narcisismo y la cornucopia textual; nada que ver con una posición de vanguardia. Su jerarquía se ha debilitado y una epidemia de obsolescencia los ha hundido, sometiéndolos, como a tantos otros, al sello industrial de la caducidad y postergándolos para garantizar que no se siga su ejemplo. El antiautoritarismo sesentayochista, por su parte, parece haber encontrado un hueco cómodo y dócil en la pedagogía y en general en la batalla educativa. Los asesinos en serie generados por la nueva sociedad posmoderna han tenido más suerte: la huella de Charles Manson fecunda en cientos de asesinos literarios y audiovisuales que son el fermento de un estupendo negocio en la sociedad del ocio.
¿Es el momento de volver a esos filósofos, de revitalizarlos para que compensen en alguna medida tanta liquidez o tanta gelatina como la que inunda del mundo actual? Víctor Mercado, en Contracultura y desencanto, lo intenta y lo consigue. Pero en realidad se remonta mucho más, hasta Schiller, por lo menos, para encontrar lo que podríamos considerar, con una dosis aceptable de ingenuidad, un ideal: sensibilizar la razón, racionalizar la sensibilidad. Ese ideal es el punto de partida del itinerario intelectual –pero también político, no lo olvidemos- que lleva a cabo en este libro. Un itinerario que nos conduce finalmente a las encrucijadas del presente, con sus síntomas inquietantes: la crisis tal vez definitiva del humanismo tradicional, las nuevas formas de barbarización masiva, los ultrasofisticados mecanismos actuales del poder.
 Su trabajo, en la buena tradición del ensayo como género, tantea y es consciente de la provisionalidad de las ideas, pero logra un camino bien trazado sobre un tema, la contracultura, poco desarrollado en España (quizás haya sido por falta de rival). El autor despliega un repertorio amplio de referencias y las conecta para introducirnos en una problematicidad radical y a la vez oportuna: ¿hacia dónde puede o debe ir la cultura occidental, después de tantas oscilaciones? Y para que el resultado no abuse del utillaje conceptual y la parafernalia verbal, nos documenta el proceso con interesantes ejemplos literarios y artísticos: del Accionismo Vienés a Houellebecq, pasando por dos calas literarias significativas que ya es tiempo de releer de otra manera: American Psycho, de Bret Easton Ellis, e Historias del Kronen, de José Ángel Mañas. Dos obras que a finales del siglo XX agitaron sus respectivos mercados literarios con intentos de estetización de la nueva violencia del mundo posmoderno, con su imaginario de snuff movies y culto yuppie al dinero. Puede que en ambos casos el valor estético fuera magnificado y distorsionado por la eficacia mercantil, pero no cabe duda de que, de algún modo, los dos textos respondieron alguna pregunta que había en el horizonte de los lectores. Y creo que tanto la pregunta como la respuesta están bien expuestas en estas páginas que siguen.
Aquellos años finales del siglo XX iniciaron, según Francis Fukuyama, el Fin de la Historia, y puede que tuviera razón, al menos como cambio de paradigma. Pero, por ejemplo, las snuff movies –signo-pesadilla de una época- no han sido el final del horror, sino sólo una etapa más, ahora continuada, entre otros indicios, por la aparición de una nueva escala de terrorismo. Mientras tanto, la tecnocracia neoliberal sigue extendiéndose y colonizando todos los aspectos de la vida: su control progresivo de la cultura ha sido eficiente y astuto, gracias entre otras cosas al desprestigio del marxismo como herramienta de análisis, que nos ha dejado inermes en buena medida ante las estrategias codiciosas de tanto sedicente intelectual de hoy (sobre todo en países como España). Para colmo, el humanismo tradicional ha caído en la trampa de su propia costumbre autocrítica, y, acomplejado, malvive en el wikimundo, aplastado entre una miríada de formas de erudición pintoresca. Los melancólicos defensores del Templo de la Cultura ven con asombro que su elitismo ya no es un signo de distinción, y todo un conjunto de advenedizos entusiastas creen que las nuevas tecnologías les permitirán acceder al poder y humillar a esa aristocracia volviéndola mesocracia. La universidad, el arte, la filosofía, la propia idea de crítica, están siendo acosadas y arrinconadas por la cultura del ocio, y la democracia acabará convirtiéndose a este paso en demoscopia. Y eso no es todo: el hostigamiento hacia los bienes públicos y compartidos impone cada vez más el marco cognitivo del individualismo y el culto a la privatización y la competitividad.
En cambio, los liberales sonríen y disfrutan: la mercadotecnia es para ellos la solución posnihilista a todos los problemas. Un producto cultural es bueno si se convierte en masivo; ergo, si es masivo será automáticamente bueno. Así nos va; tenemos millones de opinantes, expertos y artistas en potencia o en acto. El ciudadano de la democracia se cree culto y opina de todo, y la oferta cultural se expande sin aparente límite. Podría ser la realización de una utopía, y sin embargo sabemos que no lo es.

El humanismo fracasó, hay que admitirlo, y los sueños contraculturales de la razón también han producido monstruos. Pero ese diagnóstico, en sí mismo, contiene alguna semilla. La legitimidad de la crítica se mantiene indemne, sobre todo frente a los múltiples signos de simpleza y papanatismo que nos rodean a todas horas. Leer, discutir, respetar la complejidad del pensamiento y de cualquier solución: esa es la receta. Víctor Mercado cumple con el protocolo. La cultura sigue, y la lucha sigue.

domingo, 6 de noviembre de 2016

BALANCE DE OTOÑO

Lo más descorazonador del momento político español tal vez sea la necesidad de admitir el asombroso triunfo de la inanidad estratégica de Mariano Rajoy. Con su débil elocuencia y su parsimonia permanente, Rajoy ha acabado consolidando un liderazgo inverosímil, una especie de mediocridad napoleónica, que ha borrado incluso a la oposición interna de su partido (¿quién se acuerda ahora de las ambiciones políticas de Ruiz Gallardón o Aguirre?). Gobernará en minoría, sí, pero cuenta con el respaldo básico de la muleta de Ciudadanos, cuya vacuidad ideológica garantiza el servilismo en los temas fundamentales, y con la desesperada necesidad de ganar tiempo por parte de un PSOE desorientado cuyo aparato no sabe cómo disimular ya el cínico acomodo en el establishment. Cualquier mínima recuperación del empleo –gracias a la basura contractual, por supuesto- ayudará a que la legislatura avance con pocos traumas, y el recrudecimiento de la obsesión independentista –por ejemplo, cuando Carme Forcadell, merecidamente, sea inhabilitada, o cuando vuelva la cantinela de otro referéndum, “esta vez el bueno”- le dará a Rajoy la munición necesaria para satisfacer los peores instintos de sus votantes (y de muchos de Susana Díaz).
En ese panorama no hay buenas noticias; ni siquiera la enésima constatación de la degradación moral y deontológica de PRISA y Felipe González. A Cebrián y sus secuaces escritores y profesores (puro canon de la cultura española) les va perfecto un gobierno en minoría, al que puedan sermonear y amenazar cuando se desvíe mínimamente del proyecto fundamental, que es mantener y aumentar en lo posible ciertos beneficios materiales muy particulares. Visto así, el Régimen del 78 languidece pero sobrevive, como sobrevive la cleptocracia después del control de daños, y desde luego es inmune a las toscas provocaciones de la pseudoizquierda que hoy lidera (en la burricie de las redes sociales) alguien como Gabriel Rufián, tan bochornosamente emblemático de lo que el independentismo quiere ser y en realidad es.
De hecho, las posibilidades de transformación sociopolítica a corto plazo han quedado enormemente dañadas, y no sólo desde el horizonte utópico, sino desde el más estrictamente moderado y posibilista. El único gobierno mínimamente alternativo a la vista (PSOE-Podemos) tiene que demostrar que es deseable pero sobre todo que es viable, cosa nada fácil a estas alturas. EL PSOE ha perdido toda su capacidad de iniciativa: con González aprovechó la ventaja de la modernización, y Zapatero aún supo aprovechar durante algunos años las ventajas simbólicas de la socialdemocracia en términos de derechos y civismo. Pero la trampa de la macroeconomía europea asfixió el discurso buenista y al PSOE, ya fatalmente envenenado de liberalismo económico, se le ocurrió que la última ventaja que le quedaba para distinguirse de la derecha era lograr la victoria simbólica de una mujer como candidata a la presidencia (operación Díaz). Mientras tanto, mientras la crisis económica la gestionaban otros, eligieron a un candidato de transición sin carisma ni experiencia ni brillantez (algo sabemos ya de su doctorado), que encontró de manera inesperada su mejor imagen en una improvisada tenacidad que al final le ha convertido en víctima pero que a cambio le ha dado vigor narrativo a su flojísima trayectoria política.
De todos modos, poco se puede esperar del PSOE desde hace ya muchos años; su embotamiento político es previsible y seguramente irremediable. Más interesantes son los dilemas y las ambigüedades de la autoproclamada oposición verdadera. Después de capitalizar astutamente la indignación, Podemos ha descubierto su techo electoral y empieza a asumir que Pablo Iglesias genera demasiado rechazo como para ser algún día presidente. La lectura positiva para ellos es que nunca en la democracia una fuerza tan irritante para las oligarquías había tenido tanta presencia parlamentaria y pública, y a ello hay que añadir que han absorbido sin demasiada dificultad a Izquierda Unida, por lo que ya pueden presumir del monopolio de la resistencia. Así, las hoces y los martillos están cada vez más escondidos y tal vez sea adecuado para la táctica política del podemismo: no se asaltarán los cielos pero puede que se logre cierto margen de intervención que al menos ponga algunos límites a la voracidad de los poderes económicos.
Sin embargo, Podemos debería tomar nota de cómo el exceso de plasticidad ideológica ha acabado desdibujando al PSOE y desmotivando a su confundido electorado. La disolución progresiva del Partido Comunista de España es en este aspecto muy importante, porque afecta gravemente a la percepción que la sociedad puede y debe tener sobre lo que es el desgarro vertical del mundo contemporáneo en la nueva fase de capitalismo, tema el que Podemos se mueve en la calculada ambigüedad. En otras palabras: la cuestión política fundamental de nuestro tiempo es el debilitamiento del Estado en la era del capitalismo financiero. Y esa cuestión es especialmente intrincada y ambivalente en el contexto europeo.

Porque cuando los burdos intoxicadores antipodemitas de la prensa sacan el ejemplo griego, tienen razón pero al revés de lo que creen. La lección de Varoufakis demuestra las tristes limitaciones del margen de acción de los Estados nacionales frente a las sombrías instituciones de la Unión Europea, y el fracaso evidente del sueño de la Europa próspera y solidaria que nos venden películas tramposas pero eficaces como Intocable. El podemismo es, creo, perfectamente consciente de ello, pero también de que un Brexit a la española es sencillamente impensable por la inmensa deuda económica pero también emocional que España tiene con Europa. Por ello, en este punto concreto del debate es necesario más que nunca racionalizar la indignación, y es ahí donde la toma de conciencia política es más decisiva, aunque sea asumiendo pública y honestamente la derrota, porque quizá no haya otra forma depurar el lenguaje político de las múltiples seducciones que cada día ofrece el neoliberalismo. Seguramente sin esa toma de conciencia se puede actuar de muchas maneras todavía, pero hay que tener mucho cuidado con el riesgo de conducir una ilusión política a una (otra más) frustración total.

domingo, 16 de octubre de 2016

NICARAGUA (y II)

Podría completar mi crónica de viaje con más detalles sobre la belleza del país y la hospitalidad de la gente, hospitalidad que es afortunadamente muy común en casi toda América Latina y de la que deberíamos aprender más en la ruda España. Pero temo que se me agote la capacidad descriptiva, que nunca ha sido mi mejor virtud retórica, y además me parece menos previsible dedicar algún tiempo a reflexionar sobre otro nivel de experiencia turística, aunque sea uno sin duda más pedante: me refiero a la que ha sido una primera aproximación, lógicamente muy superficial, al mundo de la literatura nicaragüense, más allá de las figuras reconocidas como Rubén Darío, Ernesto Cardenal o Sergio Ramírez.
Creo que no está de más recordar a los lectores españoles la interminable complejidad de la cultura latinoamericana, que desde España es vista como una amalgama confusa llena de errores geográficos y antropológicos. Poco ayudan algunas ideas estúpidas y neocoloniales, como la obsesión por hablar todos los días de Venezuela o la política del premio Cervantes, que menoscaba vergonzosamente la riqueza del continente al reducir más de veinte países a la mitad de premios, cuando la otra mitad se los lleva solamente España.
En ese sentido, tener un primer contacto directo con la realidad cultural de un país que no es dominante dentro de la propia América Latina conlleva una inicial sensación de ignorancia a la que luego acompaña una creciente curiosidad. Tengo cierta experiencia de inmersión en la cultura mexicana y algo menos en la de otros países latinoamericanos, pero el caso de Nicaragua ofrece una perspectiva muy diferente, al tratarse de un país objetivamente pequeño, con unos códigos de comportamiento literario muy específicos y en ocasiones rígidos. Un país, además, bastante encastillado en una tradición nacionalista y que ha tratado de convertir su debilidad en fortaleza, reforzando muy enfáticamente su autonomía frente a otras literaturas más expansivas y poderosas industrialmente, como la mexicana. El resultado es en muchos sentidos curioso: si uno lee Memorial de los 60, las memorias de juventud de uno de los críticos e intelectuales más importantes del país, Jorge Eduardo Arellano, verá con cierta sorpresa que el texto está escasamente permeado por los acontecimientos más destacados de una época de fervor latinoamericanista: en los años del boom y de la euforia por la revolución cubana, de Cien años de soledad y Rayuela, de Mundo Nuevo y Casa de las Américas, la joven intelectualidad nica parece poco involucrada en el fenómeno, lo que demostraría un determinado orden de prioridades, más nacional que, digamos, bolivariano o guevariano. Quizá sea esa la fórmula para fortalecer una tradición local, aunque no sé si los poetas fundadores, como Rubén Darío o Salomón de la Selva, estarían de acuerdo con esa actitud autárquica.
En realidad, estudiar la literatura nicaragüense es una práctica muy útil para comprender las ventajas innegables de las metodologías socioliterarias frente a los mitos románticos y místicos de la creación artística. Pocos países ofrecen como Nicaragua la posibilidad de analizar todo un sistema literario en una escala más o menos manejable, con sus luchas por la hegemonía literaria (entre las elites de Granada y León, por ejemplo), con sus vínculos entre el poder político y literario (antes Sergio Ramírez, hoy Rosario Murillo) o con el peso canonizador de unas instituciones que son pocas y escasamente autónomas, y en las que suelen repetirse, y no por casualidad, los mismos apellidos. Más interesante aún quizá sea ver cómo el capital social y familiar acaba generando capital simbólico en algunos casos: recordemos que Ernesto Cardenal es sobrino de José Coronel Urtecho y primo de Pablo Antonio Cuadra, dos poetas decisivos en la vanguardia nicaragüense y muy influyentes durante todo el siglo (lo que ha contribuido a oscurecer el valor vanguardista precursor de Salomón de la Selva, tema sobre el que yo mismo he hablado en alguna ocasión reciente).
Por supuesto, no todo en literatura se puede explicar de forma mecanicista, y la prueba más importante sería justamente la aparición inesperada en un pueblo remoto de ese niño superdotado que fue Rubén. Pero sí hay relaciones de causa y efecto: la gloria rubeniana, por ejemplo, ha favorecido la posición central que la poesía ha tenido en la tradición literaria nacional, a diferencia de la novela y del teatro. De hecho, la revolución sandinista, con todos sus testimonios y sus relecturas más épicas o más críticas, pudo impulsar una tradición novelística propia sólida y exportable, pero, a pesar de Sergio Ramírez, parece claro que ser novelista en Nicaragua no es un destino fácil y que el repertorio de posibilidades está bastante limitado, tanto desde la producción como desde el consumo. Eso me ha llevado a preguntarme qué parte de la realidad nacional tematizaría y qué soluciones formales utilizaría si yo fuera aspirante a novelista en Nicaragua. La triste paradoja es que quizás la situación más o menos pacífica del país en las últimas décadas, en comparación con otros países de la zona, haya impedido el surgimiento de una novela problematizadora y crítica. No muy lejos, el salvadoreño Horacio Castellanos Moya ha rentabilizado estéticamente la violencia de su país, lo que le ha permitido –merecidamente- una proyección internacional, y algo parecido podría decirse del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.

Espero poder dedicarle más tiempo a estos temas sin caer en la horrible obligación de escribir artículos encorsetados con forma y sentido de churro matutino para revistas peer-reviewed, artículos que leerán y juzgarán profesores que seguramente saben menos de Nicaragua que yo mismo. Y así tendré la excusa perfecta para regresar al país, naturalmente.

domingo, 9 de octubre de 2016

VAMOS A HACER UN EXPERIMENTO

Ha llegado la hora de probar cosas nuevas y de arriesgar un poco. A partir de mañana, iré colgando por entregas en este blog una novela cuyo primer capítulo ya adelanté aquí mismo en febrero y que tiene una especie de título-spoiler: Yo no he muerto en México. Empezaremos con un tratamiento razonable: una triple dosis cada semana (lunes, miércoles y viernes). Luego veremos si se ralentiza o se acelera, dependiendo también de factores técnicos o profesionales. Prometo llegar hasta el final, eso sí, y reconozco que es legítimo que alguien entienda esta promesa como una amenaza.
¿Por qué voy a hacerlo? No sé si la pregunta es relevante, pero en todo caso diré que la vida es corta y el mundo editorial está muy atascado ahora mismo. Desde luego, la literatura digital puede ser una erupción pasajera del ego literario en esta época de obesidad mórbida de la cultura, pero tampoco tengo del todo claro que la mejor alternativa sea la inhibición por simple timidez o por elitismo. Por tanto, no veo nada que perder en este ataque de generosidad literaria, salvo parecer muy narcisista, y cualquier bloguero lo es desde el primer momento. Además, creo que, a diferencia de otros proyectos que tengo en marcha, la estructura de la novela e incluso su tono general están bastante cercanos a lo que suele ser este blog, por lo que la coherencia puede al menos ser una posible justificación.
Admito que la novedosa interacción con los lectores me tienta y me inquieta al mismo tiempo. Las estadísticas de visitas, una ventaja de los blogs, tal vez acaben siendo en este caso muy frustrantes si compruebo que van desapareciendo los lectores con el paso de las entregas; con los libros en papel, al menos tienes la ventaja de que el editor siempre se olvida misteriosamente de enviar las liquidaciones, lo que te libra de conocer los datos del fracaso (no es fácil llegar a ser un Javier Marías, que tiene la suerte de controlar que ha vendido “unos siete millones de copias” de sus libros, según dice). Pero, en realidad, no importa; empezaremos el juego de todos modos. La verdad es que no tengo por qué intentar engañar a nadie: siento un inmenso placer nostálgico por recuperar el encanto primario de las historias por entregas. O sea que allá vamos. Hasta mañana.


domingo, 2 de octubre de 2016

UN MAL QUE YA NO SE CURA VIAJANDO

Durante los primeros catorce años de mi vida, la lengua catalana fue algo muy secundario, esporádico y casi exótico. Pocos en mi entorno social y familiar de Barcelona hablaban en esa lengua y el único medio de comunicación importante en catalán, el canal TV3, se veía mal (y en blanco y negro) en nuestro hogar; de hecho, de su programación, bastante precaria todavía, sólo nos interesaba saber quién había intentado asesinar a JR Ewing en Dallas (una serie infravalorada pero que ilustra muy bien las corruptelas del capitalismo avanzado que hoy son comunes en España). Yo me había educado con los cómics de Bruguera y desdeñaba Cavall fort; había leído Tintín pero nunca Massagran. Por supuesto, mi barrio era un barrio informe, desestructurado y mal asfaltado, con muchos inmigrantes andaluces o gallegos llegados especialmente en los años sesenta. Es una historia bastante común y conocida, y quien quiera familiarizarse con el imaginario y la topografía de esa generación charnega puede documentarse bien en los textos de Javier Pérez Andújar, que precisamente ha estado en el centro de una lamentable polémica en los últimos tiempos.
Sin embargo, la entrada en el bachillerato me cambió radicalmente la perspectiva sociológica: casi todos los profesores eran catalanohablantes y muchos de los estudiantes, procedentes de otros barrios como Horta o el Congrés, también. A partir de ahí, empecé a comprender (ya sé que a veces soy lento) la intrahistoria lingüística de todo mi entorno; me di cuenta de que casi la mitad de los vecinos de nuestro edificio con aluminosis eran también catalanohablantes pero siempre nos habían hablado en castellano e incluso se habían presentado a sí mismos con sus nombres castellanizados, fuera por simple cortesía o por miedo a los rescoldos más o menos inconscientes de la represión franquista. Incluso fui conociendo poco a poco casos de familiares o vecinos, siempre mujeres, que habían renunciado totalmente al uso doméstico de la lengua catalana al casarse con maridos castellanohablantes.
Quizá de ahí nazca un tipo de deuda moral que muchos hemos sentido hacia la tierra de acogida (acogida siempre según normas burguesas, no lo olvidemos) y que nos ha hecho muy difícil tener una actitud resistencialista frente al cansino fervor patriótico desatado intensamente en los últimos cuatro años en Cataluña, en lo que se ha llamado con solemnidad litúrgica “el proceso soberanista” y que ahora mismo se encuentra en una posición complicadísima que sólo augura un aumento de la frustración, la monserga mediática y el hooliganismo. Para muchos de nosotros, cualquier reacción frente a la obsesión identitaria catalanista suponía un riesgo mayor, el de homologarse de algún modo con la catalanofobia fomentada descaradamente desde los medios de comunicación madrileños (y, ay, sevillanos, también). Esa España fanática, patriotera y rancia era el polo opuesto para toda una tradición de pensamiento izquierdista que nos atraía y que al menos había podido encontrar en Cataluña una cierta oxigenación sazonada de modernidad pretendidamente nórdica. Hoy esa percepción (heredada de la leyenda de la gauche divine, seguramente) es casi imposible y el nacionalismo catalán está mostrando tenazmente su condición simétrica con respecto al nacionalismo españolista.
La cuestión de la lengua es, evidentemente, un asunto muy sensible y más en un país como España en el que el cosmopolitismo nunca ha sido tendencia y en el que a la RAE sólo ha faltado sacarla en procesión. En ese sentido, la preocupación por los problemas de la cultura catalana tiene muchísimos respaldos históricos. Sin ir más lejos, por poner una anécdota de mi gremio, hace poco he tenido noticia de unos memorables textos de 1884: las cartas de Benito Pérez Galdós al novelista catalán Narcís Oller, en las que don Benito se pone garbancero de verdad y le reprocha a Oller que escriba en catalán: “Lo que sí le diré es que es tontísimo que Ud. escriba en catalán. Ya se irán Uds. curando de la manía del catalanismo y de la “renaixença”… La novela debe escribirse en el lenguaje que pueda ser entendido por mayor número de gente (..). El catalán, por lo que poco que yo entiendo de él, no tiene construcción propia (…) La sintaxis, la construcción, son las nuestras. No difiere más que en las palabras, cuya tosquedad y dureza hieren el oído.” (William Shoemaker, “Una amistad literaria: la correspondencia epistolar ente Galdós y Narciso Oller”, Butlleti de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, 30 (1963-64) pp. 267 y 273). Lo más valioso de la anécdota, en mi opinión, es que el sermón lo pronuncia el escritor que pretende ser realista (de hecho, naturalista en esos años); es decir, un escritor realista le dice a otro que debe reflejar en castellano la realidad de los catalanohablantes del momento. ¡Bendita ilusión mimética!
Ahora bien, la situación de perfectibilidad de la cultura catalana hoy es un diagnóstico razonable muy alejado de las visiones apocalípticas sobre el “aniquilamiento” de esa cultura o su extinción a medio o largo plazo, con la que el independentismo intenta vorazmente sumar argumentos emocionales a los supuestos agravios económicos que impiden que Cataluña tenga el nivel de vida de Dinamarca. Conscientes de que el asunto es delicado y de que puede asustar a muchos indecisos a los que la codicia sí les tienta, el independentismo se muestra vago a la hora de precisar el estatuto que tendría el castellano en una hipotética Cataluña independiente. Sin embargo, las elites académicas y los sectores más duros lo tienen bastante claro: catalán y, en todo caso, aranés serán las únicas lenguas oficiales. Se trata, desde luego, de un problema crucial, que el independentismo quiere postergar para el momento utópico en el que desaparezca cualquier injerencia del Estado español en favor de unos concretos intereses culturales.
De todos modos, muchos de los defensores acérrimos de la teoría apocalíptica de la cultura catalana deberían preocuparse más por los problemas endógenos actuales y recordar que el humorista Eugenio hizo más por esa cultura que muchos de los artistas "comprometidos" de hoy. La homogeneización estratégica del sistema cultural catalán está propiciando una cerrada equivalencia, cada vez más cateta, entre Catalunya, Generalitat, TV3 y Barça; una fórmula que ha incrementado visiblemente el chovinismo y la atrofia de la cultura entendida como ejercicio crítico o riesgo estético. El “todos somos Messi” es la mayor aberración de una obsesiva tendencia a reforzar símbolos identitarios y a exaltar la dimensión mágica, romántica y más simplona del proyecto independentista. No importa que Quim Masferrer y Juan y Medio sean casi intercambiables, como las chirigotas gaditanas y Polònia. Se trata de encastillar un sistema para dar impresión de unidad y hacer verosímil la fantasía modelo Braveheart de “la libre voluntad del pueblo”; un pueblo más preocupado por el fútbol que por leer, por ejemplo, al mismo Oller.
Ahí entra en juego la función decisiva de una intelligentsia cada vez más autoconsciente y poderosa que ha encontrado una mina en los debates políticos y las conjeturas futuristas. Igual que en Madrid se instaló hace mucho una lista de intelectuales cortesanos que gozan de su cercanía con el gran capital y el famoseo de la villa y corte, y que han sido los perfectos mercenarios de las trincheras de Cebrián o Pedro J., Barcelona está consolidando su propia milicia de patriotas intelectuales que, como tantas otras veces en este siglo y el anterior, en España y en cualquier parte, tienden a confundir los intereses de su clase con los de una población de la que se sienten intérpretes y a la que arengan o amonestan con aparente convicción. Esos opinantes (que probablemente fueron los que engatusaron, por ejemplo, al conde de Godó, propietario de La vanguardia) sueñan con tener por fin un gran mercado propio nacional de verdad en el que vender su producción simbólica con menos competencia y acaparar la oferta, y por eso han intentado con todos sus recursos hacer verosímil la fantasía de la independencia y la posibilidad de una “revolución de terciopelo” que suavice cualquier trauma histórico y las feas comparaciones con otros casos de patriotismo fanático. Así, llevan cuatro años sublimando el diletantismo en tertulias y periódicos y gozando con la resemantización permanente y camaleónica de los conceptos, lo que de paso garantiza una novedad para cada Sant Jordi. Contribuyeron, con éxito, al marketing político perfeccionando retóricamente la ambigüedad de conceptos como el “derecho a decidir”, “el soberanismo”, la “radicalidad democrática” y el "mandato democrático"; teorizaron desde todos los ángulos sobre la democracia y la legalidad encontrando mil salidas, incluso metafísicas (recordemos que TV3 busca a menudo a sacerdotes y monjas para la causa), a todos los dilemas, y han dicho Diego una y otra vez sobre consultas, referendos, plebiscitos, mayorías, minorías y hojas de ruta, todo para mantener activa la maquinaria propagandística en un momento que parece de empate virtual entre secesionistas y unionistas. Con ello han conseguido perpetuar su alianza con el poder político, controlar la opinión pública catalana y consolidar el perfecto rival catalán de la famosa "Brunete mediática" española.

En momentos como el actual, de impasse en el que los movimientos del independentismo han de ser muy calculados, sobre todo con vistas a Europa, y en el que tal vez hay que marear la perdiz con mucho estilo para simular movimiento donde no lo hay, las voces de la intelectualidad (y algunos contemporizadores que también se suman al negocio para jugar el papel de intermediarios, que también es rentable hoy) se vuelven especialmente importantes para mantener alta la moral de la masa y robustecer la palabrería política en la batalla simbólica. Tienen un argumento a su favor, desde luego; y ese es la cerrazón mental del españolismo hegemónico, que no le teme al pulso. Pero el juego de las simetrías sólo sirve para aumentar una presión social cada vez más agobiante, para jugar peligrosamente con las fronteras de la subversión y la desobediencia y, en definitiva, para certificar la triste seducción religiosa que el nacionalismo sigue manteniendo a ambos lados del Ebro.

domingo, 25 de septiembre de 2016

NICARAGUA (I)

La mecedora, más que la hamaca, es el mueble Ikea de la pachorra en Granada, la hermosa ciudad colonial, gozosa de su primacía histórica entre las ciudades americanas de tierra firme. Granada, ahora lo sé, es un topónimo que no decepciona nunca; al otro lado del océano, puedes stendhalianamente cegarte de luminosidad colonial y de maravilla telúrica. Por ejemplo, hay edenes de juguete creados por los muy ricos en las isletas del gran lago, aunque cuando uno navega por esas aguas interiores piensa que en cualquier momento puede encontrarse también al coronel Kurtz y a sus soldados. El mundo digital, en cambio, llega muy poco a poco al país. En cierto sentido, no importa: Google, con todo su magma, nunca podrá suplantar a los volcanes de verdad.
En Granada hay pocos científicos pero abundan los poetas (pronúnciese "puetas"), aunque no parecen haber aprendido mucho del cosmopolitismo del héroe Rubén. Se comunican entre ellos en lo que parece una parodia de la ciudad letrada de Ángel Rama: “sí, pueta”, “gracias, pueta”, “¿cómo estás, pueta?”. Los ciudadanos-poetas de esa república dejan abierta casi siempre la puerta de la casa, y así, sentados en las mecedoras, crean y multiplican los chismes de cada día, mientras luchan contra la humedad que pesa como una piel de plomo.
Al igual que la humedad, Daniel Ortega es omnipresente. La propaganda inunda las calles y promete una Nicaragua “cristiana, socialista y solidaria”, aunque en ocasiones el mensaje parece más una santísima trinidad del nacionalismo de mercado, que también tiene mucho de sacro. En el fondo, los marxistas siempre tuvieron razón: la economía es lo más importante. Daniel, por eso, trata bien a los ricos. Sí, Daniel cada vez rima más con Fidel, pero para compensar, Rosario Murillo es la Hillary Clinton del sandinismo 2.0. Así es la nueva política: se vota pero no se elige.
Los viejos exsandinistas, todos "puetas", se quejan en sus mecedoras de cómo han acabado las cosas, pero la indignación, en realidad, es tibia y casi fatalista. Daniel les ha arrebatado la bandera y tal vez también el relato. Ellos recuerdan los tiempos heroicos pero la biología es infalible: ya no hay energías. Aunque Daniel Ortega sí parece ser inmune al cansancio y sabe perfectamente cómo tantalizar el progreso y la democracia real.
Es cierto que los no sandinistas tuvieron dieciséis años para aplicar sus recetas liberales y no parece que los resultados sean ejemplares. Los vestigios del subdesarrollo continúan: servicios públicos deficientes, universidades mediocres “de zaguán” que prometen una inverosímil excelencia, y un mundo permanente de señores y criados que sigue exhibiendo su oprobio desde los tiempos de la colonia. Sea como sea, eso no importa a los muchos jubilados extranjeros que compran e invierten allí, como tampoco les importa que Granada sea una ciudad sin semáforos. Lo importante es que no hay secuestros-exprés y que es un buen lugar para morirse con la sensación de ser muy rico.

 Seguramente ya no habrá otra revolución nunca, y quizá todo es ahora más o menos aceptable. Pero alguien tendría que preguntarle a las mujeres. Ellas tienen mucho que decir, y apenas lo dicen. También ellas son Nicaragua.

domingo, 11 de septiembre de 2016

ACTUALIDAD DE LO MISMO

Ya llegó ese gran lunes que es septiembre y toca resignarse a la desprestigiada hospitalidad del tedio. Alguno de los gurúes de la nueva era de la autoayuda 2.0 o post-Coelho dirá que no es bueno abusar del rol de cascarrabias y que debo salir de “la zona de confort” para afrontar riesgos y retomar la iniciativa. Esos fulleros vendedores de humo, esos videntes de las quimeras capitalistas, son peores que Luis Rojas-Marcos, el psiquiatra que durante años sacaba lo peor de mí mismo con su defensa del buen rollo terapéutico. 
Ahora resulta que el confort es malo y que arriesgar es positivo: supongo que por eso el Estado del bienestar se está convirtiendo en el del malestar. Me imagino que todos los funcionarios deberían dimitir en masa para convertirse en felices emprendedores y dejar de echarle la culpa al Estado de su situación, y en general todos los trabajadores deberían renunciar a su privilegiada estabilidad para entrar en el rico mundo de las oportunidades. Se empieza con una hipoteca, claro. A partir de ahí, todo son alegrías.
Innovación, emprendimiento, resiliencia: sólo de pensar en esas recetas de la nueva lobotomía me esclerotizo en mi zona de confort, esperando la quiebra de Telecinco o la de El país. Aunque, bien mirado, ¿confort? ¿Qué confort? ¿El del profesor de universidad, en una España descompuesta que sólo premia la corrupción y la fatuidad? ¿El del escritor al que ni su agente responde los mensajes? ¿El del catalán que vive en Sevilla y tiene que aguantar la profunda ignorancia del nacionalismo sea españolista o catalanista? Lo peor de todo es que, objetivamente, no puedo quejarme, teniendo en cuenta, por ejemplo, la consolidación infame del nuevo precariado europeo, que en España se está poniendo a prueba con resultados esperanzadores para el gran capital.  
Por supuesto, como saben los que me conocen, mi alergia ante los optimistas tiene mucho de teatral, pero en realidad pretende ser, más que nada, una modesta aportación al equilibrio cósmico en unos tiempos en los que el papanatismo consumista (véase el penoso espectáculo de la promoción periodística del videojuego del verano) y las ilusiones más necias del egoísmo se expanden y difunden sin apenas contrapeso.
Lo preocupante es que el escenario político debería imponer más gravedad a las conductas, aunque sólo fuera porque hay bastante en juego. Nada bueno ha pasado en España desde junio; el póquer político continúa en situación de pulso permanente y hay pocas esperanzas después del fracaso del sorpasso, que, aunque no fue tan desastroso como se ha dicho, ha desmoralizado visiblemente a la izquierda real. Por otro lado, la jugada de diablillos del PP de poner las hipotéticas terceras elecciones en el día de Navidad ofende hasta a un ateo como yo. Y en cuanto a Cataluña, hoy es otro día de matraca independentista, con el mismo error de base: confundir una respetable manifestación (con niños, eso sí) con un referéndum.

Nada nuevo bajo el sol. La decadencia continúa y se reafirma como el espectáculo más digno de ser visto.

domingo, 26 de junio de 2016

CIERRE (POR DESCANSO DEL PERSONAL)


Después de seis meses de prueba, llega el momento de reflexionar y de darle un reposo a este blog, y la casualidad o una traición inconsciente han hecho que coincida ese momento con una fecha tan importante para España como es la de hoy. Habrá tiempo de comentar con calma los resultados y las perspectivas; porque –lo adelanto- es seguro que volveré en septiembre.
Estos meses de debut bloguero han sido de tanteos y de consolidación de unas pautas, que, para bien o para mal, espero mantener el futuro y que se resumen en tres prioridades: evitar el amontonamiento de entradas peregrinas y narcisistas que abusen de la paciencia lectora; escapar, salvo excepciones, de la adicción frenética a la actualidad y a la novedad en todos los órdenes (incluido el literario); y no incurrir en la invectiva grosera y el sarcasmo de brocha gorda que tanto abundan hoy en la red. La intención es continuar así en septiembre, añadiendo algún posible experimento, como podría ser la publicación aquí por entregas de una nueva novela, que es una idea que hace tiempo que me seduce.

Hasta entonces, saludos a todos (especialmente, a los misteriosos lectores que han llegado a este blog desde Luxemburgo o Israel) y feliz verano. En la medida de lo posible, claro.

domingo, 19 de junio de 2016

¿QUÉ HACER?

La primera tentación a la hora de hablar del horizonte político español es recurrir a la clásica fatalidad, porque hay tantos motivos para la crítica y la decepción que al final todos se amazacotan en un pesimismo metafísico y castizo: como tantas veces y de tantas maneras se ha dicho, España no tiene solución. Y Cataluña tampoco, por cierto. El debate televisivo del pasado domingo (cosmético, monológico, falsario) confirmaría nuestra ubicación real fuera del GPS: estamos sencillamente en un laberinto y todas las posibles salidas son engañosas y taimadas.
El ciego optimismo histórico de nuestra europeización en estos treinta y cuatro años (¿alguien se acuerda ahora de los que protestaban contra el Tratado de Maastricht?) ha dado paso a la profunda desilusión de descubrir que estamos en un posición vulnerable, a medio camino de todo, en la parte pobre del club de los ricos, desorientados por la boba esperanza de un progreso y una abundancia ilimitados y la triste realidad de que no se puede escapar al dominio de la implacable tecnocracia económica, porque las cuentas no salen: la masa salarial no crecerá más ni que sea lentamente, como tampoco el gasto social. Es la socialdemocracia encarnada en el PSOE la que peor ha sabido asimilar los nuevos rumbos: seducida en su momento por los cantos de sirena liberales del crecimiento económico (la creación de riqueza que sustituyó al mito de la redistribución), se ha encontrado sin discurso genuino, estrangulada por su propio pragmatismo y por su exceso de empatía con las oligarquías económicas. Strauss-Kahn y tantos otros amigos del lujo y la opulencia (muchos de ellos españoles) han debilitado enormemente el prestigio moral de esa socialdemocracia que aspiraba, ni más ni menos, que a humanizar el capitalismo. Cuánta ingenuidad. O mala fe.
En España, la socialdemocracia resucitó en 2004 gracias a la vehemencia del impulso antiaznarista, pero Rodríguez Zapatero dilapidó todo su capital político en la segunda legislatura, con decisiones gravísimas, como la traicionera reforma del artículo 135 de la Constitución, error histórico que pagará el socialismo español durante muchos años, y que además merece pagar. A partir de ahí, el derrumbe (la “pasokización”) parece imparable, hasta el punto de que Podemos, en otra de sus metamorfosis tacticistas, le está arrebatando delante de las narices y con insultante facilidad las credenciales socialdemócratas.
Tampoco le ha ido muy bien el nuevo siglo a Izquierda Unida, después de más de veinte años ejerciendo la parte más visible pero a la vez la más ingrata de la resistencia política española. Su mejor destino, a corto plazo, es la supervivencia; objetivamente no le quedaba alternativa al pacto con Podemos. Es posible que haya pecado de inmovilismo y no haya sabido leer los nuevos tiempos, pero hay que recordar que Izquierda Unida se había esforzado no en ser el partido de los guapos y de la telegenia, sino el del debate teórico y la coherencia programática más allá de los encandilamientos del europeísmo codicioso e insolidario. Sin embargo, el juvenilismo tecnológico y lampiño está arrumbando lo que quedaba de comunismo, cosa que algún día lamentaremos. Pero ya sabemos que el mundo de hoy es el de La Sexta noche, no el de La clave.
De todos modos, hay que reconocer que el fenómeno Podemos tiene algo de milagroso. Que en sólo dos años de actividad política Pablo Iglesias pueda convertirse en presidente o al menos en alternativa real de poder es un objeto de estudio interesantísimo para politólogos. Entre otras cosas, el éxito demostraría que la democracia liberal no es del todo predecible, lo que admite una lectura positiva en países de baja calidad democrática, como España. En algunos aspectos, con todo, lo han tenido más fácil de lo que parece: el hartazgo social y la simplificación de los mensajes en la nueva sociedad audiovisual favorecen las soluciones mesiánicas (como han favorecido el independentismo catalán), pero es que además la descomposición moral del bipartidismo, cada vez más escaso de ejemplos cívicos y modelos convincentes de honestidad y compromiso, exige una ventilación inmediata de la clase política. A ello hay que añadir que Podemos ha sabido astutamente utilizar mecanismos de autocorrección: no sólo sus frecuentes giros programáticos, sino, y sobre todo, la eliminación de su perfil más agresivo y tosco, encarnado de forma clara por Juan Carlos Monedero.
Como experimento y desafío imprevisto, Podemos está, se diga lo que se diga, muy lejos de las extravagancias de Donald Trump, y de la misma manera está lejos del partido más radical del escenario político español, la monolítica y pintoresca CUP catalana, que sí se toma en serio el anticapitalismo, aunque lo mezcle con el hipernacionalismo. Podemos, en cambio, adolece de indefinición en muchos aspectos y esa ha sido una estrategia deliberada, para ampliar su espectro de votantes incluyendo todo tipo de indignados y desencantados. Pero esa estrategia también puede ser la tumba del partido a medio plazo. Su calculada ductilidad les ha permitido aglutinar una cierta unidad popular sin recurrir a la vieja conciencia de clase, pero habrá que ver qué bases teóricas (sobre todo en la relación con Europa y el capitalismo) garantizan la cohesión de sus votantes a partir de ahora. Ese es, sin duda, un punto débil claro, y que lo vayan resolviendo sobre la marcha los dirigentes sólo indica que quizá el modelo no sea el chavismo sino el siempre confuso y maleable peronismo argentino.
Es posible que tengan (como todos los partidos, de hecho) una agenda visible y otra agenda oculta; la visible sería la moderada y transversal, tan amable como sospechosa; la oculta sería la radical, centrada en su núcleo dirigente, del cual no sabemos hasta qué punto se mantienen las ideas antiliberales de hace algunos años. Sea como sea, cualquiera de las dos agendas es difícilmente viable dentro del contexto europeo, y les espera por tanto el mismo destino que a Varoufakis. Es evidente que el sueño de una Europa capitalista y paradisiaca se agrieta cada día más y muestra sus evidentes falacias, pero la verdadera transformación social no dejará de ser quimérica si la resistencia es tan ambivalente y fluctuante como en el caso de Podemos.

Lo mejor que le podría pasar a Podemos es, desde luego, no llegar al poder, sino quedarse como líderes de la oposición, manejando cuotas de poder local y autonómico. Pero eso puede significar la terrible consecuencia de que Rajoy, el hombre que no se sabe si sube o baja las escaleras, gobierne otros cuatro años, lo que ahora mismo no es descartable. Y es que, como acaba de demostrar el caso del Perú, que hace apenas dos semanas estuvo a punto de volver, por vías democráticas, a las tinieblas del fujimorismo, bajar la guardia  a la hora de votar sigue teniendo sus altos riesgos. Soy de los que cree que el nihilismo tiene casi siempre razón; pero en política procuro desmentirme a mí mismo.