"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 23 de marzo de 2024

       OTROS AÑOS DE PENITENCIA

           

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Parece que la distopía del COVID se ha diluido y ha sido consumida, como todo en nuestro tiempo voraz y mutante; los profetas del Apocalipsis (muy laicos, esta vez) se equivocaron de nuevo. En lo que a mí respecta, la pandemia fue una experiencia inolvidable en diversos sentidos, pero por suerte todo mi entorno escapó a las uñas heladas de la enfermedad en su versión más grave. Aun así, el COVID me impidió acudir a un funeral en 2020: el de mi maestro y amigo, el poeta y profesor Joaquín Marco, que falleció de cáncer (un segundo cáncer, después de otro que sí superó veinte años antes). Desde entonces, siento que le debo un homenaje, pero también otra cosa, algo así como una sinécdoque: la de Marco como resumen de toda una etapa de mi vida, porque recordarle siempre me lleva a pensar en mis tiempos de estudiante y mis primeras experiencias de profesor e investigador.

Hubo en 2020 diversas necrológicas (por ejemplo, la de Jordi Amat en La vanguardia, que me menciona), todas elogiosas y cálidas, pero temo que no escribir de manera inmediata me da ahora ciertas ventajas, como la de poder hablar sin límites periodísticos ni incitaciones panegíricas. Y, de paso, también me permite ensayar una especie de memorias universitarias, recordando mis años en la Universitat de Barcelona, escasamente gratificantes más allá de los títulos académicos. Es posible que ya no esté yo en la edad de las ambiciones sino en la de las recapitulaciones, y por eso no quiero que se pierdan del todo los recuerdos de esos tiempos, con sus personajes y sus personajillos, algunos francamente detestables.

De hecho, ya un par de años atrás intenté analizar, en un artículo largo y para especialistas, la trayectoria crítica de Joaquín Marco, y diría que lo hice de manera ecuánime, tratando de evitar las bochornosas adulaciones del feudalismo académico español, que han generado documentos vergonzosos como alguna tesis doctoral que circula por ahí. Diría que en ese primer texto no caí en la idolatría y el servilismo; espero seguir libre de esos defectos en estas páginas.

Siguiendo esa pretensión de objetividad, tengo que decir que Joaquín Marco no fue el mejor profesor que he tenido; tampoco fue el mejor especialista en literatura latinoamericana de su época, quizá ni siquiera es el mejor poeta de su generación; incluso diré, honestamente, que nuestra amistad funcionó mucho mejor desde que se jubiló y perdió todo poder cultural o académico, en un proceso que nos acercó y homologó en un estatus de perdedores. Además, a diferencia de tantos otros casos de las universidades españolas, no le debo un dedazo que me permitiera gandulear a costa del Estado con una plaza de funcionario regalada. En realidad, mi amistad con Joaquín Marco pasó dos fases muy diferentes: una primera rígida y fría, en la que lo veía como una solemne figura magistral que en cierto modo contrastaba radicalmente con la de mi padre (que era más o menos de su edad y que no pudo ni completar la educación primaria), y una segunda en la que las jerarquías se fueron difuminando, llegó por fin el tuteo y nos acostumbramos a beber whisky juntos y a alternarlo con la confesión de desengaños de todo tipo. En esa época -en la que, por cierto, mi padre ya no estaba- fue donde pude calibrar mejor la magnitud de sus éxitos (que los tuvo) y de sus fracasos (también) y donde intuí su soledad, esa soledad que, sin duda, es lo que más justifica volver a hablar hoy de él.

No me parece objetable decir que Joaquín Marco fue una figura importante en el ámbito literario, como crítico, editor, poeta y profesor, en los años finales del franquismo y primeros de la democracia. Es fácil demostrarlo bibliográficamente. Aún en 1992, cuando yo todavía era estudiante de licenciatura, organizó en Barcelona un espectacular congreso para conmemorar aquello que se llamó con hipocresía felipista y neocolonial el “encuentro entre dos mundos”. Fue la primera vez que escuché en persona a Mario Vargas Llosa, aunque creo que también estuvieron en el congreso Octavio Paz, Adolfo Bioy Casares y otros muchos (como un tal Juan Carlos de Borbón). Lo que vino después biográficamente solo puede calificarse con objetividad como declive; que coincidiera con el inicio de su dirección de mi tesis doctoral y mi llegada a su despacho como becario es, quiero suponer, una simple casualidad.

En un artículo reciente, Anna Caballé -albacea de su legado y biógrafa, entre otros, de Umbral- trata también de interpretar, con supuesto rigor, la trayectoria de Marco y se pregunta por las razones de esa decadencia; decadencia ciertamente inusual por la que pasó de manera progresiva a una posición marginal en todas las esferas en las que antes había destacado públicamente. Yo también sé que hay un misterio y, desde luego, no tengo las respuestas, pero dudo mucho que Caballé sea metodológicamente la persona adecuada para encontrarlas (se movió mejor, sin duda, en su pelea con Luis García Montero).  


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Una ética de la docencia (no hablo de pedagogía) implica también una ética del conocimiento basada en algunos valores: uno de ellos sin duda sería el reconocimiento de la deuda con los maestros, incluso si ellos no pueden sentirse ya reconocidos en nuestras palabras. Yo, después de veinticinco años de docencia casi ininterrumpida, sé algo sobre profesores. Veo mi pasado y tengo claro cuáles son las virtudes y los defectos de un profesor. En la primaria, en un colegio público de barrio periférico, tuve la suerte de que uno de mis profesores, el bueno de Pedro Cuesta Escudero (¡un saludo, si milagrosamente Google te lleva a mí!), fuera doctor en historia, lo que suponía un plus de calidad y conocimientos absolutamente inusual para la época. En secundaria, no fui al Jaume Balmes (el más famoso instituto público de Barcelona), pero pude matricularme en un instituto recién inaugurado, el Barcelona Congrés, perfecto ejemplo de los progresos sociales en la Barcelona preolímpica. Eran los tiempos previos a la LOGSE, naturalmente (soy así de viejo); imagino que la mayor parte de esos profesores sufrieron los cambios educativos posteriores y sospecho su frustración ante el desperdicio de los contenidos tan costosamente adquiridos por ellos. De haber nacido unos años más tarde, tal vez no hubieran opositado sino que hubieran entrado como yo en algún doctorado. En cualquier caso, hoy creo que tenían, por lo general, un buen nivel de conocimientos en sus especialidades. Entre las mejores deudas diría no sólo que aprendí el catalán y conocí la literatura catalana (Rodoreda, por ejemplo, aunque no fui justo con Calders), sino que ahí leí el Quijote por primera vez (entero). El latín aún era obligatorio al menos un curso y yo hice tres, lo que a punto estuvo de conducirme a la filología clásica. Nunca aprendí a hacer una raíz cuadrada, pero descubrí a Poe, a Camus, a Steinbeck, a Martín Santos (fuera de las aulas, leía a Hesse, por supuesto).

Vivimos ahora mucho mejor que en aquellos tiempos de balbuceante democracia y complejos ante Europa, pero creo que los profesores se sentían entonces más recompensados por su trabajo y su esfuerzo. El fracaso escolar era significativo; sin embargo, varios profesores de universidad salieron de aquellas aulas, aunque también hubo algún skinhead que pasó por la cárcel. De los problemas educativos de la España actual hablaré tal vez otro día con calma. Del bullying que sufrí y del que hice (porque de las dos cosas hubo), también.

Cuando entré en la universidad, sentí una inicial fascinación, impregnada difusamente de ascenso social. No era ya el mundo de la protagonista de Nada, pero debo decir que, frente al aberrante y temible servicio militar obligatorio, la universidad era para mí la perfecta antítesis, la alternativa para una adultez libre e ilustrada, con la que quería ordenar algunos caos interiores y una rebeldía a ratos comunista y a ratos existencialista. No negaré que los rituales de lo que parecía una casa de altos estudios me hicieron sentir a la vez humilde y ambicioso; vi que otros poseían el conocimiento y deseé adquirirlo. Los profesores masculinos llegaban, casi sin excepción, trajeados y encorbatados a clase y, en la tradición de la lección magistral, esperaban medievalmente a que se hiciera el silencio absoluto en el aula para empezar a hablar (dictar, en la mayoría de los casos). Aún se podía fumar en los exámenes, e incluso alguna profesora, Victoria Cirlot (hija del poeta Juan Eduardo) fumaba orgullosa, ilegal y sensualmente en clase (nada que ver con el ridículo espectáculo apologeta del tabaquismo que le he visto en otros lugares recientemente, por ejemplo, a Francisco Rico).

Debo decir que en los primeros tiempos para mí la lección magistral tenía, cómo decirlo, aura. Y el famoso patio de Letras donde habían estudiado Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Manuel Sacristán o Juan Goytisolo guardaba (sobre todo en el bar del sótano) alguna reminiscencia de tiempos más oscuros pero también más heroicos. Entre los profesores legendarios que se dejaban ver por el patio mi preferido era José María Valverde, aunque no recuerdo haber asistido a sus clases, y lo cierto es que no sé por qué, ahora mismo. Tampoco fui alumno de José Manuel Blecua, el patriarca del clan filológico de los Blecua, pero me lo crucé muchas veces ya como becario cuando él estaba jubilado y se veía tiernamente viejo; ni fui alumno de la otra leyenda, Martín de Riquer, cuyo prestigio totémico abrumaba más o menos igual. Sí tuve a Antonio Vilanova (que perdió en 1959, junto a Guillermo Díaz-Plaja, una histórica oposición a titular frente a Blecua) en doctorado; tengo buen recuerdo de sus clases, pero no de sus diversos discípulos, todavía dominantes hoy, por desgracia. En aquellos años no habían cambiado de universidad Rafael Argullol (el sex-symbol del profesorado, diría yo) y Jaume Vallcorba -el fundador de El Acantilado y Quaderns Crema-, un profesor caótico pero lleno de entusiasmo contagioso. Había también asignaturas exóticas: estudié euskera con un experto, Ibon Sarasola. Debo decir que saqué la nota más alta y sin embargo no fui capaz de aprender más de tres o cuatro frases que hoy ni recuerdo.

Sin embargo, el aura fue poco a poco deteriorándose. Aprobar era tan fácil que hacía verosímil la leyenda de que una mula, matriculada en broma, aprobó la carrera. Poco esfuerzo me costaba sacar buenas calificaciones y (sé que no debería decirlo, y menos aún presumir de ello) me acostumbré a preferir el futbolín a las clases. Adquirí poco a poco una actitud ambivalente hacia la intelectualidad y jugué a la coquetería de ser iconoclasta y provocador. La admiración por los profesores decayó, y no lo atribuyo únicamente a mi creciente narcisismo de escritorcillo pretencioso. No quiero excederme ajustando cuentas con los muertos, pero lo cierto es que empecé a encontrar profesores cuyo prestigio me parecía absolutamente incomprensible, como el sedicente poeta Lluís Izquierdo (y eso que yo no conocía entonces su pobrísimo currículum académico). Igualmente, me di cuenta del atraso colosal en cuestiones como teoría literaria o lingüística (por ahí andaba un tal Sebastià Serrano, que acabó grotescamente de tertuliano en las tardes de TV3). En literatura latinoamericana sucedía lo mismo, aunque tardé más en descubrirlo. En realidad, esas deficiencias eran generales en todo el sistema universitario español, más franquista en cierto sentido que el ejército, que se había modernizado algo, al menos. Con los años, descubrí y catalogué los puntos débiles de muchos profesores: no sólo su absoluta y chulesca incapacidad didáctica, sino su falta de seriedad a la hora de cumplir, por ejemplo, con los horarios; su fatuidad y su vanidad, que no podían encontrar respaldo en currículos caseros e inflados gracias a revistas o editoriales nepotistas (sin excluir abundantes autoplagios, refritos, libros propios puestos como lectura obligatoria, etc.); y, por encima de todo, el inverosímil lloriqueo por supuestos agravios o injusticias, tan incoherente con lo ligero de su jornada laboral y el valor económico de sus escasas horas de trabajo, completadas habitualmente con los sobresueldos de las reseñas en prensa y conferencias repetidas hasta la saciedad. Ya en el doctorado, conocí desde dentro el sistema de prevaricaciones disimuladas que sostiene la mayoría de los privilegios; Andrés Sánchez Robayna, otro antiguo alumno, lo explicó en uno de sus diarios (Mundo, año, hombre. Diarios, 2001-2007, Madrid, FCE, 2016, pp. 210-211). Álvaro Salvador, Javier Aparicio Maydeu, Domingo Ródenas, Jordi Amat y otros muchos, todos mejores que yo, han sido damnificados en mayor o menor medida por ese sistema, el más endogámico que he conocido en mi vida académica. Y que ha tenido consecuencias no sólo en la formación de generaciones de filólogos, sino también en un ámbito como el de la crítica literaria, donde esa universidad -más que otras, seguramente- ha aportado (salvo un par o tres de excepciones) críticos en su mayoría nocivos y lerdos, con criterios escasamente fundamentados y una óptica lectora predeterminada por esos mismos cínicos privilegios, responsables en no poca medida de lo peor de la evolución de la literatura española de las últimas décadas. 

Es, efectivamente, el mundo que tanto echa de menos Jordi Llovet (otro que tal) en su melancólico y llorica Adiós a las humanidades, libro que solo puede engañar a los ilusos que no conocen por dentro el sistema clásico del clientelismo universitario español, que está muy bien, desde luego, cuando te beneficia a ti (como en el caso de Llovet). Yo, en cambio, no tengo la misma perspectiva y creo que la universidad que conocí todavía mantenía muchos de los hábitos sórdidos que cuenta Carlos Barral en sus memorias. O los de los tiempos de la pobre Andrea, de la novela de Laforet. De ahí que el médico me prohibiera ver esa serie horrible y cursi, Merlí: Sapere Aude, filmada en unas aulas para nada entrañables.


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¿Y los estudiantes? Como es lógico, había mucho estudiante -yo uno de ellos- contagiado de sarampión literario. Con mis amigos Ricardo Fernández Romero -hoy profesor en la universidad de St. Andrews- y Rudolf Ortega -lingüista y columnista en prensa-, fundamos en los últimos años de carrera una revista literaria en la que volcamos nuestros caprichos neobohemios y jugamos, algunos más que otros, al malditismo. La revista (que era bilingüe y vagamente anarcoide) fue, evidentemente, un fracaso, pero en ella colaboraron de una manera u otra nombres como los de Javier Pérez Andújar, Toni Montesinos o Francesc Fuguet, que después han publicado y bastante, junto a un Parnaso de sujetos sin prosperidad literaria pero con personalidades en ocasiones excéntricas, como algún que otro neurótico en estado avanzado, algún genio malogrado y algún que otro friki en tiempos en los que no existía ni siquiera el concepto. Con todo, para mí aquella revista tan amateur fue un primer contacto con los lectores reales; apenas había en aquel entonces talleres literarios ni másteres de escritura creativa, o sea que fue un buen aprendizaje para pulir el oficio y sobre todo recibir críticas (y más aún: indiferencia, algo muy instructivo a la larga).

Ya entonces abundaba el independentismo, aunque creo que era menos potente que en la Universitat Autònoma. No era difícil encontrar a los atorrantes piojosos que jugaban a hacer política y seudorrevoluciones de litrona y pañuelo palestino. Por suerte, todavía la universidad no se había rendido al independentismo, como sí hizo cuando ofreció sus instalaciones para la infamia sediciosa del 1 de octubre de 2017, en una perfecta demostración de los delirios del momento. Lo más gracioso es que entre aquellos politicuchos de mis años de estudiante no figuraba, que yo recuerde, una de las alumnas más célebres de mi promoción, y no precisamente por motivos admirables: me refiero a Laura Borràs, la expresidenta del Parlament de Catalunya y una de las voces más reveladoras del fanatismo independentista. No recuerdo hablar nunca con ella, aunque tenía cierta notoriedad, en parte por su físico singular y en parte por la fama de empollona ambiciosa. El resto de su carrera académica es bastante conocido, y Jordi Llovet sabe mucho al respecto. No diré nada, no sea que se entere Gonzalo Boye.

Pero nuestra promoción aún tenía otra figura ilustre, que seguramente ha acabado siendo el escritor más famoso surgido de la universidad en las últimas décadas (con permiso de A.R-F.): Jorge Javier Vázquez. Tampoco hablé mucho con él, aunque sí tuvimos amigas comunes. Admito que fue toda una sorpresa descubrirlo en Aquí hay tomate, muchos años después. Su elocuencia y su capacidad para la ironía sin duda revelan huellas de filólogo; otra cosa es la notoriedad que incomprensiblemente ha adquirido como ejemplo de una supuesta izquierda televisiva. En cualquier caso, hoy en día utilizo su caso en mis clases para contrastar dos modelos de éxito con los estudios filológicos: el suyo y el mío. Dos Españas, dos mundos, dos universos.

 

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Recibí inesperadamente una beca predoctoral de formación de investigadores de la Generalitat en 1994 para estudiar la obra de Ernesto Sabato; la beca era inesperada, entre otras cosas, porque existía el prejuicio (casi digno de El Mundo) de que la Generalitat no concedía becas para investigación en español, o concedía menos. Yo había renunciado a Cervantes como tema de tesis, acomplejado por la magnitud del tema, y me pasé al boom latinoamericano, que me pareció la única alternativa lo bastante estética para mi ego. Elegí a Joaquín Marco como director de tesis; era el único del departamento con algunas credenciales latinoamericanistas. Había prologado o editado libros de o sobre Cortázar, García Márquez, Borges o Neruda, y eso parecía mucho en aquellos tiempos en los que no había en Cataluña ni siquiera una cátedra de literatura latinoamericana.

Sabato, en realidad, no le gustaba nada a Marco, mucho más devoto de Borges y poco amigo de existencialismos y tormentos metafísicos, como pronto descubrí. Y tampoco diré que mi elección de tema fuera muy vocacional: ahora ya puedo reconocer que escogí a Sabato porque era el único autor cuya obra narrativa completa conocía, lo que era muy importante a la hora de preparar con prisas un proyecto de tesis y cumplir con los plazos del papeleo.

Yo no me daba cuenta de nada, pero Joaquín Marco ya había iniciado su caída, agravada en poco tiempo por varios problemas graves de salud, que le obligaron a dejar de fumar en pipa, uno de sus hábitos más intimidadores para un joven dubitativo como yo, que empezaba a ser tentado entonces por la seguridad profesional y personal de la carrera académica. De cualquier forma, Joaquín Marco era entonces la persona socialmente más importante que yo había conocido: un hombre que había llenado el Paraninfo de la universidad presentando a Jorge Luis Borges, que había participado en la caputxinada, que había formado parte del “comité de los sabios” de Seix Barral, que era amigo de uno de mis escritores españoles preferidos (Manuel Vázquez Montalbán), y que guardaba en su casa la copia mecanografiada del original de Cien años de soledad, que Carmen Balcells le confió (o regaló, nunca lo supe bien) para que Pere Gimferrer hiciera la primera reseña de la novela en España, en la revista Destino.

No sé muy bien por qué, pero nunca llegué a ver esa copia, aunque no tengo dudas de que existió. Sea como sea, Joaquín Marco parecía a mis ojos incautos una puerta de entrada ni más ni menos que a los mitos de la literatura en español de la segunda mitad del siglo XX, a pesar de comportamientos difícilmente aceptables para mí como el hecho de que publicara de manera regular en ABC. El tiempo matizó esa imagen inicial de gran catedrático, por supuesto; a medida que pasaron los años empecé a relativizar los méritos y a cribar las leyendas, del mismo modo que supe su implicación nada inocente en algunas conductas clientelares de la universidad. Pero mis primeros desafíos a la auctoritas llegaron por la vía política, curiosamente. Antes dije que Marco era en aquellos años la persona más importante que yo había tratado asiduamente; creo también que era la más rica (hasta que conocí algunas fortunas mexicanas, claro). Su trabajo como editor en Salvat le había permitido un patrimonio impresionante para mí. No era de extrañar por eso que discutiéramos sobre Julio Anguita, al que yo defendía con entusiasmo y admiración en los tiempos finales del felipismo e iniciales del aznarismo. En esos momentos, era clarísimo en Marco el resentimiento de excomunista que pasó por la cárcel a principios de los sesenta y que se hartó después de la disciplina de partido. Yo podía entenderlo, pero mi obligación moral era defender a Anguita de todas las campañas injustas en su contra. Lo que no suponía yo es que treinta años después, los nombres de aquellas diatribas, Cristina Almeida y Diego López Garrido (capitanes del submarino anticomunista, aliados con el nefasto Rafael Ribó) se reencarnarían en Íñigo Errejón y Yolanda Díaz. Pero no insistiré en esas cíclicas traiciones de la socialdemocracia, porque ese es ya otro tema, mucho más mugriento.

Poco a poco, fui humanizando la figura del maestro y se niveló nuestra amistad. Se convirtió en la primera y única persona que ha prologado uno de mis libros, pero, por encima de eso, mi interés pasó del erudito institucionalizado al hombre de carne y hueso -tan sabio como vulnerable-, y del mito inicial quedó lo esencial: una experiencia vital larga y apasionante, en el cruce de lo catalán, lo español y lo latinoamericano (el mismo lugar en el que me siento yo ahora, seguramente). Y a ello habría que añadir más de cincuenta años de publicaciones, por ejemplo. De ahí mi certeza de que él era una profecía encarnada, una advertencia de la vanidad de las glorias literarias y académicas. 

Tal vez, como el propio Carlos Barral, Joaquín Marco vivió amargamente el hecho de no ser por encima de todo un poeta. Desde el cambio de siglo, percibí su progresivo desencanto y sus reacciones a esa evidencia. Reacciones casi siempre equivocadas, a mi juicio: el exceso de orgullo o el victimismo (tan típico de algunas figuras letradas españolas), por ejemplo. Es cierto que confió, en lo emocional y en lo profesional, en personas que no estuvieron a la altura. Pero tampoco le negaremos sus propios errores. Otra cosa es que yo quiera explicarlos aquí, en detalle. Yo también me he equivocado muchas veces y prefiero que me recuerden como recuerdo hoy a Joaquín Marco: como un amigo con una de las vidas más interesantes que he conocido. Aprendí mucho de él, en la universidad y fuera de ella. Y mi homenaje puede no ser perfecto, pero al menos es sincero.

Durante los últimos años de su vida trabajó en unas memorias que no terminó y que seguramente no saldrán a la luz nunca. No tenemos, por tanto, esos recuerdos, que podrían conformar una travesía por varias Españas muy diferentes entre sí. Solo espero que los recuerdos míos planteados aquí ayuden a atenuar ese vacío.


domingo, 17 de marzo de 2024

NOTAS DEL DESPRENDIMIENTO (I) 

¿Empezar un diario? ¿Para qué? ¿Para hacer el ridículo compitiendo con Piglia o Chirbes?

El ejemplo de estos dos creadores ya patrimonialmente anagramáticos me llena de perplejidad. El entusiasmo con el que se los relee y se aprende de su elocuencia post mortem es un fracaso en el que nadie repara. Parece que necesitamos que nos hablen los muertos, ya que los vivos aportan poco. La fiereza crítica, la sagacidad, la coherencia quedan así mejor domesticadas. No niego los méritos intrínsecos; solo me preocupa lo que tienen de retroceso de arma de fuego. Ingenuamente, algunos creen que con esos diarios se llena un vacío reflexivo-crítico. Grave error: el vacío ya sucedió y no se puede rellenar ahora. Lo no dicho cumplió su función deprimente. De poco sirve la redención actual.

Por suerte, yo aún no estoy muerto.

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Volver a la lucha, después de unos años satisfactorios en otros sentidos. Porque la lucha en las aulas no es suficiente, por desgracia. Y el mercado me ha segregado de manera quizás definitiva. Soy como una cinta de casete esperando la segunda vida vintage.

Necesitamos intensificar la lucha literaria, aun a riesgo de erupción narcisista. Vista la indolencia de mis colegas de profesión (y no me refiero solo a los críticos mamporreros), vista la logorrea actual, visto también el peligroso aplanamiento cultural de nuestro tiempo, me parece oportuno experimentar de nuevo con la prédica en el desierto. Porque la metáfora del desierto es más reveladora de lo que parece.

No hay nada que perder porque la batalla está perdida. Razón de más para defender la razón. Aun a costa de caer en lo que es más que un susurro entre el ruido global.

Veremos qué tal.

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Confesaré ahora alguna envidia y después la matizaré.

Veo (y conozco) a lectores verdaderamente tenaces, que presumen, justificadamente, de leer más de un libro a la semana. Algunos han asumido el rol de sherpas para sobrevivir al supermercado actual de la cultura; no lo hacen del todo mal. Es posible que necesitemos contrarrestar el efecto negativo de booktubers y goodreads con la exposición de lecturas honestas y con un mínimo de criterio. Creo, de todos modos, que esos lectores pueden estar cayendo en una trampa: les gusta tanto la literatura que ya no ven la mala literatura. Disfrutan tanto de su labor de arbitraje que carecen de fuerza para salir de unas reglas de juego que ellos no han decidido y que no se atreven a cuestionar. Sus percepciones están fuertemente automatizadas y no se dan cuenta de sus necesidades de ostranenie.

Para bien o para mal, no va a ser, desde luego, mi caso. Defiendo metodológicamente una alergia preventiva a la novedad como primera fase de una cierta moral de resistencia literaria. Las compulsiones consumistas son muy penetrantes y es difícil escudarse frente a ellas: todos los días se nos insiste en la nueva serie de Netflix que HAY QUE VER o la novela de Anagrama que es un MUST. Es una situación penosa y francamente irritante, ante la cual el desprecio verbalizado no parece suficiente. En ese sentido, yo mismo veo mi obsolescencia a la hora de reclamar las virtudes de cierto distanciamiento, pero no se me ocurre otra cosa que perseverar en la derrota.

La petrificación de lo nuevo debería hacernos pensar en la victimización lectora de nuestro tiempo. Pero es una cuestión más seria: leer más textos, aunque es obviamente positivo, no garantiza el conocimiento sobre el estado actual de la literatura. Yo diría que necesitamos trabajar con unidades más complejas (sumas de textos creativos y críticos, tomas de posición políticas y mercantiles, etc.), en vez de la atomización lectora de tal o cual catálogo.

En otras palabras: que no pienso reseñar novedades, salvo cuando crea que hay algo realmente interesante. Que nadie espere que hable de lo nuevo de Murakami, o lo nuevo de Mariana Enríquez, o lo nuevo de Cercas. 

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 El desprendimiento: esa es la metáfora elegida, para bien o para mal. No es solo que yo me esté desprendiendo de ciertas conductas literarias (la ansiedad utópica, la resistencia clasicista y melancólica, el resentimiento justificado pero a la larga inofensivo para los triunfadores del sistema), sino que el proceso es bidireccional: es la literatura, con sus nuevos guardianes y su nueva avanzadilla, la que se desprende de mí, convirtiéndome en algo residual, fácilmente eliminable. No llego ni a ser una piedra peligrosa que cae por una ladera; soy un guijarro más de los muchos que van cayendo.

Cómo encontrar un camino justo que evite el lloriqueo y preserve la dignidad ética y estética: ese es el reto. Quizá el mutuo desprendimiento permita un reencuentro en otras condiciones. O quizá no.