SOBRE LA LANGUIDEZ DE LAS HUMANIDADES (ELEMENTOS PARA LA AUTOCRÍTICA)
En una entrada anterior traté de
comentar cómo las interferencias “externas” -capitalistas, sobre todo- y la
aglomeración de candidatos a entrar están poniendo en crisis la autonomía del
arte y en concreto de lo que más me interesa a mí y más conozco: la república
de las letras, ese espacio virtual compartido durante siglos y en el que se
ponen en juego saberes y procedimientos específicos que son forzosamente
minoritarios porque exigen tiempo y voluntad (y algo de talento, por supuesto).
No estoy diciendo que esa república atea fuera un paraíso de felicidad (de
hecho, abundan el odio, la envidia y el resentimiento en la historia de la
literatura), pero, al menos, era otro lugar, vinculado a ciertas
propuestas utópicas que a veces se cumplían y a unos ideales basados en la
exploración ambiciosa y arriesgada de las posibilidades del lenguaje. Aunque
los distintos poderes históricos siempre trataron de invadir y controlar esa
república, nunca consiguieron debilitar su autonomía como en estos tiempos que
vivimos, en los que las reglas de juego se han vuelto más democráticas hasta
producir una confusión generalizada y paradójica por la cual todo el mundo es
artista y toda la realidad se ha estetizado (como dicen Lipovetzky y Serroy),
pero el arte parece agonizar.
Por eso, de un tiempo a esta parte, los
ateos y republicanos del arte nos sentimos condenados a un camino difícil,
porque no tenemos mesianismos ni providencias que nos amparen y las recompensas
materiales no parecen llegar por ninguna parte. Los capitales simbólicos y
económicos se nos escapan por todas partes: el reconocimiento se multiplica
tanto que ya no hay prestigio que valga porque todo el mundo se cree escritor,
y lo único que distingue realmente (el dinero) va siempre a unas pocas manos,
las de los que saben moverse mejor en el mercado, poniendo buena cara en las
entrevistas y presentaciones de libros y buscando con descaro el algoritmo más
beneficioso.
Con todo, la inmensa
minoría culta es hoy, probablemente, más grande que nunca antes en la Historia,
y eso es positivo; no es cierto, por tanto, que la alta cultura no se consuma.
El problema -aparte de que el número N de escritores empieza a igualarse al
número N de lectores- es, como dije en la entrada anterior, que su crecimiento
es lento en comparación con el avance de otras formas culturales que se
expanden masivamente, y sobre todo que se está produciendo una suplantación muy
peligrosa de esa alta cultura por otras expresiones en mi opinión bastante
menos sublimes y elaboradas, con frecuencia poco reflexivas, estructuralmente
más simples o en ocasiones brutal y asquerosamente comerciales, lo que puede
culminar en un reseteo general de la cultura por el que Taylor Swift sustituya
a Mozart y Darth Vader a Hamlet. Puede que no importe, desde luego, que la
cultura del vino se convierta en cultura del vino en tetrabrik, que seguramente
emborracha más; quizá el problema es solo mío, porque sueño con una sociedad en
la que la alta cultura se consuma más que Telecinco y en la que disfrutemos de
los clásicos no sólo como “ciencia del buen hablar y el buen escribir”, a la
manera de Nebrija, sino como parte de nuestra autocomprensión como seres
sociales e históricos. Sí, sueño con una sociedad en la que haya más Habermas y
menos García Ferreras; en la que la opinión sea resultado de una argumentación
sólidamente documentada y de un respeto severo a la complejidad de los
significados, y no sea un exabrupto fanático e impaciente de consumidor
acostumbrado a llevar siempre la razón como cliente que es. Pero puede que el
liberalismo y la democracia, por su propia fuerza expansiva y su autoridad
estadística, nos conduzcan de manera irremediable a ese escenario en el que yo
siempre pierdo y ganan Telecinco y los presentadores de televisión metidos a
novelistas.
Las elites en crisis
En cualquier caso, la supuesta elite
protectora del Templo de la Cultura tiene que hacer su autoanálisis y
preguntarse si algo ha hecho mal para que la simple opinión (el like)
y el algoritmo estén aplastando la erudición y el saber acumulado sobre arte,
debilitando su capacidad de influencia. Tal vez la flaqueza moral y la
hipocresía de la clase intelectual, académica y artística tienen algo que ver;
tal vez hay muy poca resistencia porque, en el fondo, a casi todo el mundo le
gusta la sociedad de consumo, aunque presuma de izquierdista y de vocero de
ideales progresistas. Tal vez, en el fondo, el problema sea que la disyuntiva
entre la izquierda y la derecha en los países con democracias liberales
consolidadas y abundancia capitalista se parece cada día más a la añeja
disyuntiva entre católicos y protestantes, porque todos parten siempre de un
dogma falaz y fantasioso; en un caso, la resurrección de Cristo, en el otro, la
superioridad del libre mercado como expresión de la racionalidad humana.
Y es que la absorción de las humanidades
por el capitalismo triunfante es otra parte más de la estrategia de negocio por
la cual el ocio del trabajador ha pasado a ser un nicho de mercado poderosísimo
que facilita que los individuos puedan (aparentemente) realizar sus deseos como
nunca antes: ser escritor, ser experto en cualquier bricolaje físico o mental,
ser médico, ser psicólogo, ser historiador, ser entrenador de fútbol. Sin
embargo, el desprestigio actual o la obsolescencia de determinadas formas de erudición
tiene también otras causas derivadas de los códigos de comportamiento de los
propios artistas e intelectuales, abducidos por el ensueño de las plusvalías y
por el confort de la profesionalización. Es lógico: ser escritor o intelectual
profesional es uno de los mejores trabajos disponibles en la relación
tiempo/salario/ego. Y no hablemos de los mandarines académicos.
Pero el problema va más allá de la
torpeza perceptiva, la hipocresía y la falta de sincera empatía social de buena
parte de la clase letrada; por desgracia, el tema es más amplio y difícil de
tratar en estas páginas. Me limitaré aquí a la literatura y a los peligros
graves que afectan a la universidad como institución secular que podía proteger
esos valores humanísticos. Y es que la decadencia de la universidad como centro
de producción de conocimiento e influencia es bastante evidente a nivel global.
Ha perdido su condición de fortaleza aislada y amurallada, asaltada por la grey
democrática, que también quiere sentirse sabia, amén de artista. En ese
sentido, el arte y la universidad estarían unidos en su crisis, en la pérdida
de su autonomía ante el cerco masivo. Porque todo el mundo se cree experto y
artista en aquello que le interesa, y no va a aceptar tan rápidamente que
alguien se lo discuta por mucha experiencia o reconocimiento que tenga en su
ámbito especializado.
Aprender a aprender a aprender…
Era inevitable esa crisis desde el
momento en que la universidad pierde su exquisitez y abre sus puertas a la
mayoría, sometiendo sus reglas de funcionamiento a los intereses de esa
mayoría. El acceso a la educación superior, incluso a los doctorados, se ha
expandido espectacularmente, y la ley de la oferta y la demanda ha provocado
múltiples formas de devaluación. En un mundo cada vez más complejo en el que la
cultura es, como sabemos, una segunda naturaleza, las bases sólidas de
conocimiento requieren más tiempo de lectura y asimilación: ¿quién puede
realmente saber hoy de algo sin dedicarse al estudio adulto durante diez o
quince años? Yo no, desde luego. Pero una sociedad dedicada al estudio libre
parece insostenible económicamente (¿quién financia esos estudios y a una
población improductiva dedicada a leer y a estudiar con calma para producir
conocimiento a largo plazo? ¿El Estado?) y, por si faltara poco, luego vienen
los pedagogos a intentar demostrarnos que con aprender a aprender ya es
suficiente y que todo lo demás vendrá solo. De ahí la penosa idea en países
como España de reducir los grados y potenciar másteres a menudo de peor calidad
que los grados. Y de ahí que ahora salgan doctores como setas y que los
doctorados sean tinglados banales, en los que la tesis se defiende deprisa y
mal, con un tribunal de amigotes, porque lo importante no es la aportación al
conocimiento sino la urgencia de colocarse en la carrera académica, que hoy en
día funciona a codazos. Por no hablar de los aspirantes a doctores que en
realidad no quieren producir conocimiento, sino simplemente recibir un título
por investigar cualquier cosa que les apetece y dar rienda suelta a su
curiosidad, u opinar sobre lo que les parece mal en el mundo (en América Latina
este tipo de doctorandos son una epidemia).
Es evidente que estamos ante el declive
quizá definitivo de toda una tradición educativa, la pedagogía que nació en el
Renacimiento con los studia humanitatis, es decir, los estudios de
lo humano, en especial del lenguaje, que es lo que distingue a los humanos de
los animales (algo así decían en aquellos tiempos). Era ese un ideal de
ciudadanía y libertad intelectual basado en la comprensión y asimilación de unos
modelos considerados superiores en fondo o forma. Pero hoy, el reino de
la nueva pedagogía y del utilitarismo neoliberal certifican la defunción de esa
tradición, bajo la extrañísima premisa de que todos los problemas de la
Humanidad proceden del viejo modelo educativo y hay que renovarlo como sea,
justo cuando, por fin, la educación es masiva y esos ideales humanísticos
podrían crecer como nunca (¿será casualidad?).
Ahora resulta que el profesor es el
culpable de todo, y que todo lo bueno de la Humanidad en materia educativa ha
llegado a pesar del profesor, no gracias a él y a la
escolarización progresiva conseguida a través de esfuerzos políticos de siglos;
es más, ya no importa que el profesor tenga los conocimientos, sino solamente
que los facilite al alumno, que podrá ser Einstein o Leonardo Da Vinci cuando
se lo proponga. Ahora, según los pedagogos y burócratas de la educación,
la creatividad del estudiante bien orientado le permitirá alcanzar todos los
conocimientos que se proponga; es decir, que saldrán neurocirujanos y
traductores de Hegel gracias a vídeos de YouTube. Es innecesario que el
profesor acumule conocimientos de su materia, si el estudiante los puede
adquirir fácilmente con su smartphone. Frente a ello, uno intenta
no incurrir en la ridiculización de la nueva pedagogía y escuchar con la mejor
actitud las propuestas renovadoras por una simple higiene mental antidogmática.
Comprende que el objetivo social e igualitario de la educación implica no
abandonar a estudiantes con necesidades o dificultades específicas, e incluso
está dispuesto a aceptar que puede haber algo de razón en la crítica al
profesorcentrismo. Sin embargo, tampoco puede dejar de empatizar con un
colectivo, el docente, que corre serio riesgo de desmoralización y que está
empezando a sentir la ansiedad de saber que la innovación docente, la nueva
doxa, nunca termina y le va a obligar a pagar las culpas siempre de todos los
problemas, mientras siguen sin bajar las ratios y sin subir las dotaciones
económicas (en nóminas y recursos).
Además, la devaluación de los contenidos
docentes en virtud de las famosas competencias (o los ámbitos) atenta
gravemente contra la autonomía de la educación como sistema reglado e
insustituible, por el cual se preservan valores que son de interés público (la
diferencia entre ciencia y no ciencia, la conquista de derechos, la capacidad
de comprensión textual) y que no deben ser manipulados por intereses políticos
o empresariales. Esa degradación de la escuela o de la universidad como espacio
fuerte en el que mandan los expertos y en el que la autoridad intelectual
comprobada científicamente es la fuente de legitimidad significa, en pocas
palabras, ceder el control del conocimiento a Google o su futuro sustituto
privado y multimillonario. No creo necesario insultar a mi lector explicándole
más en detalle lo peligroso que puede ser que el lento conocimiento bien
sedimentado y construido sea aplastado por el didactismo de un estúpido influencer,
o por las demandas infantiloides de los consumidores, o por academias
patrocinadas por complejos empresariales.
Enseñar literatura, por ejemplo, implica
afinar sensores muy delicados de la conciencia humana, que están usualmente
oxidados por la acción embrutecedora de los lenguajes dominantes en cualquier
momento histórico; implica también problematizar el mismo lenguaje, con lo que
ello significa de encrucijada intelectual, de duda y temor ante terrenos
peligrosos y desconcertantes a veces. Por ejemplo, terrenos como el del texto
remoto y antiguo, con su extrañeza y su alambrada críptica, que se nos ofrece
como un arduo reto al que difícilmente se llega sólo jugando y
bailando, porque se necesita una tenacidad de alpinista. No diré que esa
sea una misión sagrada, pero desde luego no se aprende a base de vídeos.
Alternativas universitarias
Visto así, nos encontramos con que la
educación vive, como el arte, una peligrosa pérdida de autonomía, con una
exasperante tendencia a la igualación simplista y a la novedad mecánica en
virtud de supuestos ideales democráticos y antiintelectuales ingenuamente
utópicos sobre cuyas bases financieras se pasa curiosamente de puntillas casi
siempre. Igual que el canon artístico, las humanidades se ven seriamente
amenazadas en estos tiempos.
Además, al aplicarse estrategias
brutales de competencia, eficiencia y rentabilidad, el mundo académico ha
entrado en una permanente ansiedad de graves consecuencias. Es cierto que la
aplicación de controles para la producción en el área de humanidades (indicios
de calidad en las revistas, evaluación anónima por pares, índices de impacto,
indicadores bibliométricos) ha reajustado positivamente algunos aspectos de la
carrera investigadora, imponiendo unos criterios de objetividad superiores a
los que durante muchos años se han utilizado, y que han permitido currículos
endogámicos, llenos de fraudes, plagios, autoplagios, investigaciones
superfluas o caprichosas (ya hablé en otra entrada de la
chusma que conocí en la Universitat de Barcelona, y cuya herencia sigue
apestando). En un país como España, donde la endogamia prevaricadora
creada en el franquismo generó durante décadas un sistema clientelar y corrupto
de reparto de privilegios del que por desgracia aún no nos hemos librado,
escandaliza o repugna ver las quejas de algunos que lamentan con descaro el
deterioro de ese sistema feudal, que no pocas veces adquiría forma de derecho
de pernada y que ha otorgado escandalosos beneficios a ineptos y gandules.
Bastantes críticos de prensa e intelectuales orgánicos españoles han surgido de
esa universidad en la que las plazas de funcionario se otorgaban descaradamente
a dedo, lo que situaba al profesor en una posición comodísima; es cierto que el
sueldo nunca fue espectacular, pero el buen profesor corrupto made in
Spain sabía compensarlo con diferentes truquitos: poner su libro
(publicado en la propia editorial de la universidad, o la de un amigo) como
lectura obligatoria para tener cada año un mercado cautivo, crear una red de
contactos con los pares para poder repetir la misma conferencia veinte veces y
cobrar veinte veces por ella, destinar el tiempo a cobrar reseñas en vez de a
publicar gratuitamente en revistas internacionales con revisión por pares
(algún poetastro que fue profesor mío llegó a catedrático con un currículum de
reseñillas), pagarse viajes y ordenadores con superfluos proyectos de
investigación, plagiar disimuladamente en manualitos o textos divulgativos para
ganar dinero fácil… Y no olvidemos las comilonas en las lecturas de tesis
doctorales, cohecho muy típicamente español en el que hay auténticos
especialistas pantagruélicos.
La introducción de nuevos criterios para la producción
investigadora en humanidades tuvo al principio un resultado positivo, al
obligar a los investigadores españoles a someterse a nuevas reglas. Sin
embargo, la aplicación de los métodos derivados de las ciencias ya está
empezando a cosechar resultados inequívocamente negativos. La terrible
competencia actual para el acceso a puestos estables en cualquier universidad
(de todo el mundo, en realidad) ha impuesto una voraz carrera por publicar
deprisa para cumplir con las expectativas: es el nuevo publish or
perish. De ahí la hipertrofia de publicaciones, que, en mi ámbito, el de la
literatura en español, es evidentísima; yo diría que en lo que llevamos de
siglo se ha publicado el triple de todo lo publicado en el siglo pasado. Se
trata de investigaciones que a veces se limitan a ser poco más que breves
estudios de caso preferentemente de una obra actual, para que el estado de la
cuestión sea más fácil de dominar y el resultado se pueda transferir con
rapidez a la sociedad. La difuminación de fronteras y los enfoques
culturalistas facilitan además las mixturas y los cambalaches, de forma que la
bibliografía sobre cualquier tema está creciendo exponencialmente y se vuelve
inmanejable.
Así, los jóvenes investigadores (no solo
en España) publican desesperadamente, aprovechando la proliferación de
congresos sobre los temas más estrambóticos y peregrinos y las nuevas revistas
de bajo coste. Hoy se organizan congresos sobre cualquier cosa; los objetos de
estudio son infinitos y, por tanto, los nichos de mercado también (sobre todo
si hay conceptos aparentemente imaginativos y cool: nanofilología,
gastronarrativa, necropolítica…). El mundo académico es en la actualidad una
feria o un circo: nadie escucha a nadie y nadie lee a nadie, en realidad. La
cultura, sin duda, es inmensa y eso se está reflejando en la inmensidad de la
bibliografía acumulada, en la que se amontonan estudios con títulos que
pretenden ser sugerentes y enfoques pintorescos que nadie va a criticar
porque en el fondo no hay tiempo de criticar.
Y al final los investigadores no tan
jóvenes se ven (nos vemos) amenazados también, obligados a renovarse
pedagógicamente y a la vez a producir conocimiento de manera urgente para no
quedarse atrás. El resultado de todo ello es un batiburrillo de fruslerías
académicas, de logros efímeros o minúsculos que realmente a casi nadie
importan. Los investigadores producen conscientes de la superfluidad y
provisionalidad de sus trabajos, obsesionados por la cantidad y no por la
calidad. En el fondo es lógico que suceda, teniendo en cuenta la actual
hegemonía de los criterios bibliométricos. Pero lo cierto es que abunda la mala
praxis en sus muchas variantes: se busca afanosamente (incluso se negocia) la
cita o la reseña del amigo o discípulo, se intenta el simple clickbait para
ganar visibilidad y "transferencias", se trocea la investigación
o se refríe para mantener vivos los indicadores, se eligen los temas fáciles y
rápidos antes que los difíciles y lentos; por no hablar del hecho lamentable de
que a menudo las publicaciones hay que pagarlas (yo lo hice en su momento), es
decir, que el trabajo a veces no solo no da dinero, sino que a veces cuesta
dinero, para beneficio de algunas editoriales que han visto bien el nuevo
chollo. Así, los estudios literarios y en general los humanísticos se han
mecanizado peligrosamente en aras del rigor científico y hemos creado estudios
insignificantes y miopes que atascan el sistema y perjudican otro tipo de
trabajos más libres y arriesgados y sobre todo más críticos, es decir, menos
convencionales.
No voy a librarme yo de esa crítica: me
puedo permitir la redacción de este ensayito porque he alcanzado cierta
estabilidad profesional que me permite no seguir la carrera competitiva y pasar
a una etapa de barbecho en espera de recuperar la fe (o de colgar las
zapatillas definitivamente). Ya me desahogué sobre el tema en otra entrada hace algún tiempo. Se me ocurre hoy que deberíamos
apostar por una epojé bibliográfica para ventilar los estudios
literarios y plantearse al menos como hipótesis la necesidad de nuevas
actitudes críticas. Porque la especialización “científica” del estudioso
de la literatura ha creado otras muchas perversiones: los latinoamericanos no
leen a los españoles y viceversa, los de Siglo de Oro no leen a los
contemporáneos y viceversa, los hombres no leen a las mujeres y viceversa. Los
idólatras del carisma creador siguen pensando en el autor y lo adoran
secretamente (sobre todo si está vivo y pueden acceder a información
privilegiada a través de él), mientras que los que, en sus sueños íntimos,
quisieran ser creadores y/o libertadores se arman hasta los dientes de
filosofías para demostrar que ellos son mejores que los artistas y que una
lectura filosófica de la obra es preferible a la obra misma.
Con todo ello, la coacción a la que el
mundo académico está siendo sometido ha acobardado el talento para arriesgar,
para ofrecer alternativas y pensar la crítica desde posiciones inestables o
impugnadoras que no sean las previsibles marginalidades de los queer o
los subalternos, cada día menos convincentes. Muchísimos estudiosos se entregan
ciegamente al culto a la novedad editorial, que les permite elaborar a toda
máquina un paper supuestamente audaz; esos mismos son los que
critican el canon pero contribuyen incautamente a la perpetuación del poder de
las industrias culturales con su publicidad encubierta de Anagrama o Random
House. A menudo niegan la estética como conjunto de saberes, y por ello se
pierden en la interdisciplinariedad más oportunista; mezclan un poco de todo
con la esperanza de que nadie pueda descubrir todas las inferencias tópicas y
superficiales con las que salpican sus textos. De ahí que, sin saber realmente
de cine o de antropología o de sociología o de etnología o de meteorología, aderecen
sus trabajos con cruces de todo tipo que simulan erudición y que les sirven,
básicamente, para crear un cóctel crítico tan decorativo como insustancial. Por
supuesto, tienen un profundo menosprecio por lo que llamaríamos los
procedimientos técnicos: presumen de antiestilísticos y posestructuralistas
pero son incapaces de entender cómo funcionan las posibilidades técnicas del
campo literario en un momento determinado. No entienden ni quieren entender
cómo funciona el artificio literario, ya que la literariedad les parece, en el
fondo, algo de poca monta, insignificante frente a la posibilidad de ser ellos,
los críticos, los verdaderos creadores, como intérpretes de la Historia con
mayúscula. Naturalmente, los estudios literarios actuales están también
infestados de escritores frustrados, empeñados en crear hermenéuticas
pretenciosas y arrogantes (casi todas afrancesadas) para convertirse ellos
mismos en autores y re-crear impunemente cualquier texto de modo que siempre
quedan como más listos que los propios escritores.
No soy un nostálgico que desea un mundo
con unos pocos popes humanistas heteronormativos que nos guíen y nos enseñen
qué es la belleza (estilo Ortega o Edmund Wilson, que, dicho sea de paso, no
entendió, por ejemplo, a Kafka), pero también me parece que el desbarajuste
actual de los estudios literarios presenta ciertos peligros que extrañamente
casi nadie denuncia, quizá por miedo a quedarse fuera del banquete en un
momento en el que la lista de invitados es por fin extensa, después de tantos
siglos de minorías humanistas. El peligro básico no es, desde luego, la
democracia en sí misma, y tengo que insistir en ello; sino la claudicación del
pensamiento crítico en manos de criterios mercantiles, a partir del silogismo
tácitamente admitido de que lo que es bueno en términos de desarrollo económico
y material lo es también, automáticamente, en el terreno de aquellas formas
complejas de cultura que entendemos cautelarmente como arte o humanidades.
La crisis de las humanidades tiene, por
tanto, que analizarse no solo desde la perspectiva de una supuesta
barbarización universal, sino también desde dentro del sistema, desde las
ambivalencias de un mundo académico que es más rico y amplio que nunca pero que
precisamente por eso ha perdido su coherencia y su vigor como sistema,
entregado al narcisismo teórico y a una prisa patológica por publicar y vender
productos “nuevos”. En realidad, las humanidades están más expandidas que
nunca, solo que se han desperdigado en el magma de nuestro tiempo perdiendo su
agresividad y su función crítica y corriendo serio riesgo de disolución a largo
plazo, cuando todo sea cultura sin rango y jerarquía y la aventura de leer y de
pensar se vuelva sencillamente un entretenimiento en dura pugna con la Play
Station modelo X.
La universidad ha agrietado sus murallas
y hace aguas, por lo que no se me ocurre otra cosa que bunkerizarla. Habría que
crear la universidad dentro de la universidad, es decir, fortificar el núcleo
defensivo de los valores humanísticos con independencia de los poderes
económicos. Desgraciadamente, la burocratización de las tareas docentes y la
falta de incentivos materiales y simbólicos dificultan que la libertad de
pensamiento fluya a determinados niveles como en otros tiempos. Por eso quizá
los ateos de la universidad y los del arte debemos reunir fuerzas para
encontrar el espacio común de resistencia, renunciando al mainstream y
luchando por la autonomía crítica aun a riesgo de caer en el ostracismo, sufrir
alguna que otra privación y no tener followers. Pero, por supuesto,
solo unas condiciones materiales mínimamente dignas pueden permitir ese
ejercicio de libertad; un profesor atenazado por el miedo a perder su puesto de
trabajo y obligado a la publicación compulsiva difícilmente podrá mantener esa
independencia intelectual. De ahí que sea especialmente vergonzosa la
autocompasión de los intelectuales y demás miembros de la clase letrada que,
gozando de un aceptable confort económico (varias veces superior al salario
medio), se arrastran ante los medios de comunicación y holdings culturales,
promoviendo la indulgencia ante determinados artistas y consagrando las
opciones fáciles y más respaldadas por el propio mercado.
¿Quieren nombres? No me cabrían en estas
páginas. Pero tampoco es importante, en realidad. Convertirse en hater empieza
a ser sospechosamente previsible hoy. Más importante, para mí, es la toma de
conciencia de las contradicciones que tenemos en el ámbito humanístico. Hay que
pensar en el medio y el largo plazos, y para ello quizá necesitemos algo así
como una dieta blanda en el terreno académico; una cierta ascesis
resistencialista por la cual no hay que ceder a la tiranía del paper precipitado
y, en cambio, hay que regresar a los trabajos de largo alcance y lenta
gestación, ajenos a la invasiva realidad del mercado y sus doctrinas
permanentes de shock y ansiedad. Tenemos que retomar la iniciativa. Demostrar
convicción. Confiar en la lucha, sin temer a la derrota. Al fin y al cabo, la
historia de las humanidades está llena de derrotas, es decir, de ideales
siempre postergados o incumplidos.