lunes, 21 de octubre de 2024

EL MISTERIO DEL DETECTIVE CON UN OJO DE CRISTAL


En 1926, cuatro años antes de morir, Arthur Conan Doyle publicó dos de los más curiosos cuentos de los 56 de la serie de Sherlock Holmes: “El soldado de la piel descolorida” y “La melena de león”. Digo curiosos, aunque debería decir que, en cierto modo, son los más desafortunados y los que más deslucen el talento del escritor. ¿Por qué? Porque en ellos Conan Doyle, ya en la fase final de su trayectoria, intenta cambiar la fórmula que le había dado éxito y convierte al propio Holmes en narrador (Simenon también lo hace con Maigret, en una sola ocasión). No es una decisión menor; hasta entonces habíamos tenido siempre la perspectiva externa de Watson sobre el detective. La narratología (demasiado subestimada en el mundo académico de hoy) es decisiva una vez más: recordemos que el narrador de los famosos relatos no era realmente el protagonista, sino el doctor Watson, convertido en narrador-testigo (y esa sería la diferencia con el caso de Simenon). 

Con ese sencillo truco, Conan Doyle aprovechaba la restricción cognoscitiva del narrador para crear un efecto retardatorio de la solución del enigma. Pero el truco va más allá del control de la información meramente policial: la interioridad genial y casi superhumana de Holmes, vista solo externamente, contrastaba con la bonhomía y la mediocridad de Watson. El personaje del detective brillaba por fuera y era enigmático y sugerente por dentro (por eso, más adelante y hasta hoy, la ignota sexualidad de Holmes sería fuente de secuelas más o menos ocurrentes). 

Cuando Holmes es el narrador, en cambio, llega la desilusión: nos encontramos con un personaje decepcionante y más vulgar de lo previsto, incluso en su uso del lenguaje, que carece de estilización y que no delata su condición de superdotado intelectual. Nada interesante se sugiere de su vida interior, sus ideas o emociones, más allá de su conocida capacidad deductiva; las particularidades del personaje no se enraízan en ningún realismo psicológico. El misterio del personaje se deshace en esos dos cuentos y el texto desaprovecha su increíble potencial literario, que nos hubiera permitido conocer algo más de la conciencia de un ser excepcional. Cuatro años después del flujo de conciencia de Molly Bloom en Ulises, en la misma década del surrealismo y de las grandes audacias para representar el mundo psíquico, nos quedamos con las ganas de saber algo más de la soledad de Holmes, de su pasado, de sus inquietudes o deseos, de su primer violín, de su primera experiencia con las drogas, de sus fantasías eróticas. 

No se me ocurre mejor prueba de las limitaciones del género policiaco y de la necesidad, urgencia incluso, de ponerlo hoy un poco en su sitio en estos tiempos de relativismo anticanónico en los que parece que hay que cuestionarlo todo excepto las leyes del mercado y el placer del consumidor, ese placer que curiosamente es la vez democrático y sagrado. Sí, vivimos en una tiranía numerocrática más cercana al TripAdvisor que a la tradición humanística, y en ese movimiento fuertemente antiintelectual el género policiaco y sobre todo ese anglicismo, el thriller (que para mí se asocia más que nada a Michael Jackson bailando con zombis) es un instrumento decisivo de las poderosas industrias del ocio, que hoy buscan ante todo historias que puedan funcionar bien desde un punto de vista audiovisual; es decir, novelas fáciles de adaptar a otro medio, sea cine o televisión o incluso cómic, con lo que eso implica de beneficios mercantiles.

Que Pérez-Reverte ponga sus zarpas en el género debería ser ya una señal de peligro, mucho más todavía que en el caso de Javier Cercas y su vergonzoso premio Planeta, pero nadie parece tampoco sorprenderse de que un autor millonario como Don Winslow presuma de que sus novelas son subversivas y políticas; tal vez sea yo el que tiene un problema de percepción al ver un oxímoron en el concepto “millonario subversivo”. En cualquier caso, me sorprende la benevolencia predominante y la falta de discursos críticos contra la automatización evidente del género, convertido en una de las fuentes habituales de mala literatura de Amazon y pronto, quizá más pronto de lo previsto, de chat GPT. 

Inventarse policías e investigadores pintorescos, originales o redentores de colectivos y añadirle crímenes ultraviolentos no es ya una garantía de originalidad, sino todo lo contrario: la prueba de que damos vueltas en círculo mientras algunos aprovechan el yacimiento económico del policiaco gracias a las estructuras prefabricadas de barracón literario y a las ventajas de ese factor tan útil hoy en cualquier mercado que es la “etiqueta”. Pero es que además el género policiaco es responsable en gran medida de la inflación actual de la novela, sobre todo en España, y también, en mi opinión, de la pobreza del realismo contemporáneo, incapaz de plantear los problemas sociales sin acogerse a la cómoda plantilla policiaca, es decir, acomodando cualquier voluntad denunciatoria al esquema ya demandado previamente por los lectores, y reduciendo por tanto el análisis político a las condiciones comerciales de recepción de la obra. Y si a eso le añadimos la hipertrofia de productos policiales en las plataformas televisivas, tendremos un panorama asfixiante y monótono de relatos clónicos, perfectos, eso sí, para satisfacer una infantiloide demanda previa y por tanto para confirmar el triunfo del mercado sobre la autonomía de los valores estéticos.

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El error de Conan Doyle confirma que es fundamental dejar a veces que los personajes de ficción mantengan su misterio y su elipsis para no estropearlos. Hay que reconocer que algunos personajes policiacos son excesivamente caricaturescos (pensemos en Nero Wolfe, por ejemplo), pero otros son realmente interesantes —pienso en Isidro Parodi o el padre Brown—, y, entre ellos, más misterioso aún que Holmes es el teniente Columbo (Colombo en España).

La televisión, sobre todo estadounidense, ha deparado una miríada de detectives e investigadores y la lista contiene asimismo ejemplos curiosos y audaces: el neurótico Monk, el hierático devoto del bushido Martin Castillo de Miami Vice, el naif agente del FBI Dale Cooper que descubre pistas en sueños, graba mensajes para su secretaria Diane en su grabadora y es tan fanático de las rosquillas como Homer Simpson, e incluso tenemos a algún existencialista trasnochado, como el metafísico Rusty Cohle de la primera temporada de True detective, en la que escuchamos sus peroratas vagamente nihilistas en las que parafrasea de paso al escritor Thomas Ligotti. Pero ninguno de ellos, en mi opinión, ha alcanzado la extraña perfección estructural de Colombo, tanto del personaje como de la serie.

Tan misterioso es el personaje que los frikis de la serie se esforzaron al límite para descubrir por fin su nombre de pila, y lo consiguieron ampliando un fotograma de uno de los episodios, en el que se ve su placa de policía (parece que el nombre es Frank). Sin embargo, el resto sigue siendo ambiguo y confuso: su familia, su ascendencia italiana, su hogar, su propio ambiente de trabajo (en el que, a pesar de su porcentaje asombroso de éxitos, nunca asciende), la verdad sobre sus complejos y traumas. Todo es opaco, aunque inofensivo y hasta cierto punto entrañable. Por eso Colombo es perfecto como signo televisivo, con su gabardina (al parecer, de marca Cortefiel, y que usó durante 25 años para su papel en la serie), su cochambroso coche de importación, su cigarro barato, sus hábitos de lumpen y, como se ha dicho más de una vez, su “estética de cama deshecha”. Todo forma parte de su efectivo escudo semiótico, que le protege frente a los otros personajes pero que, de algún modo, lo protege de la curiosidad de los espectadores, y que resulta tan identificable por su simplicidad. Parece inmensamente solitario sin serlo, y sin embargo contiene una verdad en su interior hermético: un significado concreto e inigualable, que no necesita de veleidades metafísicas ni afectivas. Por eso seguramente el personaje funciona muy mal en algunas versiones novelísticas que he leído y que, por suerte, no han sido traducidas al español, como The Game Show Killer, de William Harrington. No, si Colombo funciona es precisamente porque no es un personaje de novela, porque no debe ser narrado por una voz como la de Watson, sino que debe ser visto, encuadrado por una cámara.

(estatua de homenaje a Peter Falk en Budapest)

 Como es sabido, el éxito internacional de Colombo, que lo ha convertido en un clásico de la televisión, se basa en el personaje pero también en el actor que lo interpretaba, el inolvidable Peter Falk, con su físico nada apolíneo y su ojo de cristal (perdió el ojo de niño a causa de un tumor). A él mismo le debemos una comparación con el detective de Baker Street: “I do think of Columbo as an American Sherlock Holmes. He uses his mind  -not bullets. Holmes was tall, Columbo is short. Holmes has a long neck, Columbo has no neck. Holmes smoked an expensive Meerschaum pipe, Columbo pufs on cheap cigars. Holmes is articulate, lucid and uses elegant words. Columbo is still working on his basic English. But both of then have this insatiable curiosity –in that sense they are like children beacuse what you and I take for granted, the find interesting. Both are obsessed with getting answers for questions” (Geoff Tibbals, The Boxtree Encyclopedida of TV Detectives, London, Boxtree, 1992, p. 98).

No obstante, tampoco todo consiste en el personaje y el actor, porque hay que tener en cuenta más factores: primero, la fórmula de los episodios, en la que —salvo en un par de excepciones— importa más, por decirlo a la inglesa, el howdunnit que el whodunnit; es decir, el cómo antes que el quién. En cada episodio hay una primera parte, de unos quince minutos, en la que conocemos la identidad de asesino y víctima y las motivaciones del crimen, casi siempre racionales; lo que viene después es la tenaz persecución del teniente Colombo, que aprovecha sus trucos de “gnomo astuto” (así se dice en el episodio piloto) para acorralar al asesino. Su intuición nunca falla, aunque en ocasiones le beneficia un golpe de suerte o un mínimo error que impide el crimen perfecto. El asesino, además, suele cometer el error fatal de subestimar al feo y desaliñado detective. Sea como sea, no hay violencia, ni disparos, ni persecuciones. Colombo (y en eso se parece a Gil Grissom, de CSI) no lleva pistola, y el criminal suele aceptar su derrota con elegancia y fair play, aunque la victoria del detective suele incluir evidentes inconsistencias jurídicas o forenses (nada que ver con el hipertecnicismo de tantas otras series actuales).

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Repetiré algunos wikidatos. El primer actor que interpretó a Colombo no fue Peter Falk, sino un actor más corpulento y de aspecto menos descuidado, Bert Freed, y sucedió en un episodio de The Sunday Mistery Hour (1961) titulado “Enough Rope”; de ahí pasó sin demasiado éxito al teatro con el título Prescription: Murder, interpretado por Thomas Mitchell. La versión televisada de esa obra se emitió el 20 de febrero de 1968 en la NBC; Peter Falk fue el elegido para interpretar al personaje, una vez que los otros candidatos (Lee J. Cobb y Bing Crosby) fueron descartados. En ese episodio piloto, los signos del personaje aún no están bien configurados: la gabardina se ve poco y el teniente no utiliza tan sagazmente como años después la estrategia del despiste y la humildad hiperbólica. Tres años más tarde, el personaje reaparece en otro telefilme, “Ransom for a Dead Man”, un telefilme que, como el anterior, no está incorporado a las habituales reposiciones televisivas españoles ni a algunas ediciones en DVD.

El siguiente episodio (“Murder by the Book”) fue dirigido por un talentoso joven llamado Steven Spielberg, antes de su ópera prima Duel. Otro joven que luego sería premiado con un Oscar, Jonathan Demme, dirigiría también un episodio más adelante. Pero entre la lista de directores encontramos otros nombres como los de Richard Quine y Jack Smight, directores de cine de nivel medio pero muy respetables. También hay directores poco conocidos que trataron de darle más complejidad a los episodios y, respetando la fórmula, evitar la mecanización excesiva, como es el caso de James Frawley. Y, sobre todo, en la lista de directores figura, bien escondido, el nombre de un amigo de Peter Falk que en 1975 sacaría de él una interpretación admirable en una película portentosa (A Women Under the Influence): John Cassavetes, que dirigió, con pseudónimo, un episodio en el que también interpretaba al asesino. Otros amigos del grupo de Cassavetes, como Ben Gazzara, Fred Draper o la sensacional Gena Rowlands (fallecida hace poco) también colaboraron en alguna ocasión en la serie.

Entre 1971 y 1978, la primera etapa de Colombo funcionó espectacularmente, alternándose con las series de otros policías como McMillan o McCloud, que hoy en día no tienen tantos devotos. La otra clave del éxito eran las estrellas invitadas, por supuesto. Hoy nadie se acuerda de Roddy McDowall o Robert Vaughn, pero eran figuras célebres incluso en España y garantizaban que cada episodio, aun siguiendo la misma fórmula al estilo Crimen perfecto, de Hitchcock, tuviera un interés intrínseco. Colombo era lo permanente y las estrellas invitadas lo variable: una dialéctica infalible. Falk consiguió así salario de estrella y ganó cuatro Emmys, pero siguió trabajando en el cine, con Cassavetes pero también en esa parodia policiaca (con un memorable papel de Truman Capote) que fue Un cadáver a los postres. A partir de 1979, cerrada la serie porque la fórmula parecía agotada, la productora Universal quiso intentar una secuela marcada por una curiosa simetría: una serie protagoniza por la esposa de Colombo, en la que el detective no apareciera nunca. La serie, con el título Kate Loves a Mistery y protagonizada por Kate Mulgrew, fue un fracaso y duró apenas unos meses. No es de extrañar: no tenía ninguna de las virtudes de la serie previa.

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En Colombo, el criminal siempre es derrotado y el orden queda confirmado. Un orden social, sí, pero en cierto modo también un orden freudiano de represión y castigo. Porque Colombo es, en cierto modo, un instrumento del inconsciente político y una alegoría social. ¿Y por qué digo esto? Porque los criminales responden a un patrón específico. Nadie, que yo sepa, ha recalado hasta ahora en algo que podría parecer políticamente incorrecto, y más en Estados Unidos, y es que, de los más de 70 asesinos a los que Colombo atrapa a lo largo de las dos épocas de la serie, ninguno es negro. Hay mujeres, sí, incluso un mexicano (Ricardo Montalbán) y un árabe, pero ninguno de los dos reside en Estados Unidos. No hay ni un solo negro, como tampoco hispano; tampoco nadie de clase popular, en realidad.

En ese sentido, la sociología de la serie es muy significativa: la mayoría de los asesinos (sobre todo en la primera etapa de la serie) pertenecen a una clase social alta. Pero pocas veces son aristócratas o grandes empresarios: la mayor parte de las veces pertenecen a lo que podríamos llamar burguesía intelectual o artística, bien instalada socialmente. Tenemos dos asesinos con un plus intelectual, el título de doctor en psicología: el Dr. Bart Keppel (Robert Culp) y el Dr. Eric Mason (Nicol Williamson). Pero muchos son también artistas famosos, reputados y casi siempre más sensibles en el arte que en el respeto a la ley o a la ética: un poeta irlandés miembro del IRA (Clive Revill), un fotógrafo artístico (Dick Van Dyke), un arquitecto (Patrick O’Neal), un pintor mujeriego con reminiscencias picassianas (Patrick Bauchau), dos famosos actores ingleses que interpretan Macbeth (Richard Basehart y Honor Blackman), otros actores de éxito en cine y televisión (Anne Baxter, Janet Leigh, William Shatner), dos novelistas del género policiaco (Ruth Gordon y Jack Cassidy, en un episodio en el que la víctima es interpretada por Mickey Spillane, el creador de Mike Hammer), un director de orquesta parecido a Leonard Bernstein (John Cassavetes), un crítico de arte que es una especie de Carlos Boyero (Ross Martin), otro crítico pero gastronómico (Louis Jourdan), un cantautor acosado por sus fans (Johnny Cash, ni más ni menos), un niño prodigio director de cine (Fisher Stevens). Y aún podríamos añadir aquí a algún genio de la magia y del ilusionismo (Jack Cassidy, en otro papel).

Sin embargo, el teniente Colombo no solo se dedica a rebajar la superioridad del artista consagrado socialmente. Muchos de sus enemigos tienen algún otro tipo de excepcionalidad no artística: un campeón del mundo de ajedrez (Laurence Harvey, en su último papel antes de morir), el mejor torero de México (Montalbán), un ambicioso político aspirante a senador (Jackie Cooper), un héroe de la guerra de Corea (Edward Albert), un importante agente de la CIA (McGoohan), el director de un think-tank (José Ferrer) o el líder de un club de superdotados (Theodore Bikel). Toda esa elite más o menos opulenta y arrogante es igualmente derrotada y sometida al orden vulgar y democratizador. Todos ellos tienen algo de nietzscheano o dostoievskiano, aunque sea en versión pop. No en vano los creadores de la serie, Richard Levinson y William Link, se inspiraron para crear a Colombo en el perseverante juez de Crimen y castigo, Porfiri Petrovich. Eso no significa que estemos ante dos creadores geniales: también son los responsables de otra serie policiaca, también muy famosa, pero ridícula en comparación: Murder, She Wrote (Se ha escrito un crimen).

Sea como sea, actor, personaje, guest star y fórmula policial forman una estructura sólida que además propicia un código hermenéutico totalmente distinto al de tantos productos policiacos. El espectador de la serie no puede reaccionar igual que en cualquier otro policiaco más o menos clásico: no hay enigma sobre la identidad del asesino o sus motivaciones. La investigación que el espectador lleva a cabo es de otro tipo y se basa no solo en el juego intelectual, sino también en aprovechar el rencor social de la diferencia de clase. Los asesinos son guapos, ricos y famosos, incluso presumen de un cociente intelectual muy superior a la media; pero son derrotados por el feo y torpe descendiente de inmigrantes italianos. La estructura policiaca, por tanto, adquiere otro sentido: no es el enigma lo importante, sino un concepto ético por el cual se castiga la hybris de artistas, intelectuales y ricachones.

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La segunda época de Colombo empezó en 1989 y se mantuvo de forma irregular hasta 2003. La vejez del actor es aquí inocultable y resulta poco convincente que el personaje siga en activo a pesar del tinte en el pelo. El nivel de los episodios es, por lo general, mucho más bajo, salvo en los dirigidos nuevamente por James Frawley, en los que, más allá de la estructura policiaca, hay un cierto interés por desarrollar la psicología de los personajes incluso secundarios, lo que da resultados interesantes desde el punto de vista dramático. Sin embargo, los intentos de renovar la fórmula suelen ser desastrosos, como la introducción de la voz en off de la asesina en Rest in Peace, Mrs. Columbo, por no hablar del peor de los 69 episodios, No Time to Die, un espantoso y vulgar ejemplo de tosca acción policial, con Colombo tratando de salvar a su sobrina de un secuestro, es decir, un episodio de acción sin duelo intelectual entre el detective y el criminal.

Tampoco los actores invitados son ya igual de célebres: repiten William Shatner, Patrick McGoohan y George Hamilton y se suman algunos nombres populares de la televisión de la época como los de Robert Foxworth, Dabney Coleman, Rip Torn o George Wendt (el Norm de Cheers, cuya esposa, como la de Colombo, nunca aparece en la serie). Quizá solo tres fichajes realmente llaman la atención: Anthony Andrews, el inolvidable actor de Brideshead Revisited junto a Jeremy Irons, Billy Connolly, en el penúltimo episodio de la serie, y Faye Dunaway, otra gloria del cine acuciada por la triste costumbre de la falta de papeles para actrices maduras.

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Dos actores tienen el curioso y envidiable honor de haber interpretado a villanos en Colombo y en películas de James Bond: Louis Jourdan y Donald Pleasence. Podríamos incorporar a Patrick Bauchau, pero no es realmente el antagonista de Bond en Live and Let Die. Lo curioso es que sí hay una chica Bond que interpreta a una asesina en la serie: Honor Blackman, la inolvidable Pussy Galore de Goldfinger.

Y el récord de interpretaciones criminales lo tiene otro clásico de la televisión: el fenomenal Patrick McGoohan, que ya había alcanzado la inmortalidad televisiva con aquella serie kafkiana y desconcertante titulada The Prisoner, tan superior a los churros de hoy de Netflix o Amazon. En Colombo, McGoohan dirigió varios episodios (no los mejores, en mi opinión), y fue antagonista en cuatro. No es, sin embargo, el rostro invitado que más se repite en la serie: la viuda de Falk, Shera Danese, aparece en seis, aunque solo es realmente asesina o cómplice de asesino en dos.

Todavía quedan varios actores vivos de la primera época de la serie: Dick van Dyke, que va camino de ser centenario, Clive Revill, George Hamilton, William Shatner, Joyce Van Patten, Hector Elizondo y Trish van Devere.

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¿Podría hacerse un remake de Colombo, ahora que la televisión abunda en resurrecciones casi siempre penosas, como las de Dallas, Twin Peaks o Expediente X (o la misma The Prisoner)? No me sorprendería una precuela horrible y afrentosa del tipo El joven Colombo, que empezara con la adquisición de su gabardina.

Habría que buscar un actor capaz de aceptar el reto de competir con el inolvidable desaliño y la falta de glamour de Falk. Joe Pesci hace unos años hubiera sido idóneo, diría yo. Hoy quizá podría servirnos Paul Giamatti. O Martin Freeman. El físico de Peter Dinklage lo determina excesivamente, en mi opinión, Y, aunque es por supuesto inviable, no niego que he soñado con Franchella o Eduard Fernández arrebujados en la gabardina.

¿Actores para los papeles de villanos? Tendrían que ser estrellas del nuevo milenio, guapos o como mínimo carismáticos. Y cerebrales, sin duda. Se me ocurren algunos con madera criminal: John Hamm, Robin Wright, Matthew McConaughey, Benedict Cumberbatch, Karl Urban, Idris Elba, Viola Davis, Brian Cox, Lena Headey, Mads Mikkelsen, Terry O’Quinn, Christopher Waltz, Gary Sinise. Y la cuota latina, con Sofía Vergara.

Colombo se enfrentaría ahora a otros perfiles sociales que seguramente revelarían de manera indirecta la evolución de la cultura actual: un influencer, un cantante de trap, un gurú de Silicon Valley, un creador de videojuegos, artistas tipo Banksy o Jan Fabre (que, por cierto, ha tenido problemas reales con la justicia), un presentador de late night, un productor de Netflix o equivalente.

Aunque, puestos a imaginar, mi mayor placer sería un crossover o un fanfiction. ¿Colombo contra Lex Luthor? ¿O contra los hipócritas ricachones como Tony Stark o Bruce Wayne? ¿Contra Don Draper o Frank Underwood? ¿Contra el Fumador de Expediente X?

Mejor aún: contra Tom Ripley.

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Los colombófilos fetichistas de la serie tienen en internet multitud de datos eruditos y listas. No quiero competir con ellos, pero sí tengo mi propia lista:

El mejor final de episodio: Colombo y el asesino disfrutando de un buen vino en Any Old Port in a Storm (muy cerca, Colombo elogiando la música del personaje de Johnny Cash en Swan Song).

El momento más visualmente vanguardista: el plano de pantalla dividida en Death Lends a Hand.

El episodio con más sentido dramático: Murder, a Self-Portrait.

El episodio con más contenido estético (sobre cine y vida): Murder, Smoke and Shadows.

El asesinato más sofisticado: el crimen que utiliza la percepción subliminal en Double Exposure.

El mejor momento de Colombo como personaje: su incomodidad con una nueva gabardina en Now You See Him.

El asesino más orgulloso en la derrota: Trish Van Devere, en Make Me a Perfect Murder (en dura competencia con Patrick McGoohan en By Dawn's Early Light).

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Just one more thing…

Ya no sé si Colombo es un mito o una idea platónica. Sea como sea, a veces siento que ha sido una sombra a lo largo de mi vida. De niño, me desconcertaban su lentitud metódica y su manera de convertir en juego algo siniestro. De adulto, se convirtió en un resumen esquizoide de muchos aspectos de mi vida: orden y rebeldía, pureza e impureza, centro y márgenes. Hoy lo veo como un misterioso oráculo.

Siento su inminencia y me preparo para el largo y fluctuante interrogatorio. Algo tiene apuntado en su bloc de notas; algo sobre mí. Soy culpable, y él lo sabe.




domingo, 22 de septiembre de 2024

 

NOTAS DE HOY SOBRE LA VIOLENCIA DE SIEMPRE


Parece que la competición por el liderazgo del boom de la literatura femenina latinoamericana la está ganando Random House por delante de Anagrama y Planeta, pero no hay que dar la liga por ganada antes de tiempo y la historia de la literatura dictará su propia cuenta de resultados dentro de un tiempo. En cualquier caso, Selva Almada es otro de los activos de la editorial que lidera la liga ahora mismo y No es un río ha sido uno los logros importantes (finalista del Booker Prize, por ejemplo). Admito que ha sido mi primer contacto con la obra narrativa de esta autora argentina y ahora tal vez me convendría leer la primera parte de su trayectoria, cuando publicaba en la edición independiente, es decir, antes de ser absorbida (gozosamente, entendemos) por el Gran Imperio Editorial.

Se trata de una novela con fogonazos de estilo admirables, pero que, en conjunto, ofrece poco material novedoso más allá de un ecofeminismo bastante hipotético. No intentaré una sinopsis, teniendo en cuenta la información fácilmente disponible en la galaxia digital. Baste decir aquí que nos presenta un mundo telúrico y violento, notoriamente patriarcal y vagamente quiroguiano, centrado en un isla imprecisa en la que diversos personajes se mueven sin otro horizonte que sus impulsos y sus rutinas de pescadores hasta que la ferocidad latente se desata. La naturaleza vuelve a tener protagonismo e impone su rigor antropológico frente a la cultura, como en otras épocas literarias americanas. Por suerte, no hay idealización del mundo rural, a diferencia de productos tan decepcionantes como esa reciente cursilada paternalista que es la película La estrella azul, con una visión absolutamente ingenua de la realidad interior latinoamericana. Pero tampoco encontramos una retórica nueva de lo natural; es evidente que eso ya no es fácil, y que la naturaleza de Pedro Páramo (o de Meridiano de sangre) es literariamente difícil de igualar, pero también habría que plantearse los riesgos de caer de nuevo en un cierto nativismo obviando la poderosa tradición transculturadora latinoamericana, que, de hecho, incluye también la obra de escritoras como Sara Gallardo, que en Eisejuaz (1971) ofrecía un mundo rural argentino mucho más inesperado y sugerente que el de esta novela (al menos) de Almada.

Naturalmente, en aquellos tiempos había otras expectativas literarias y un crítico como el brasileño Antonio Cândido hablaba de la importancia de la “conciencia lacerada de subdesarrollo”, entendida como una fase de la autocomprensión del escritor latinoamericano que conllevaba un impulso transformador a la vez en lo social y en lo estético. Más de cincuenta años después, parece que seguimos atascados en esa conciencia de subdesarrollo, exotizando el atraso y la violencia, pero no se ve el impulso transformador por ninguna parte, más allá de algo que está fuera del texto: el éxito incuestionable de la narrativa femenina como nueva vanguardia. En muchos sentidos, América Latina parece condenada a una conciencia “fatalista” de subdesarrollo que corre el riesgo de perderse en una reiteración de motivos y temas finalmente inocuos fuera de las cifras de ventas.

En términos microliterarios, qué duda cabe de que No es un río es un típico producto digerible de nuestra época: saldrán centenares de trabajos académicos de jóvenes investigadores sobre la obra, si no han salido ya. En términos macroliterarios, que son los realmente importantes y están mejor manejados por las editoriales que por los críticos y académicos, no ofrece ninguna disrupción o disidencia que altere el plácido curso de la corriente hegemónica; en todo caso, revela la supervivencia de viejos modelos literarios, modelos que ya no aportan respuestas imprevistas a los problemas que deberían interesar a autores y lectores de hoy. Ni siquiera es sorprendente el toque de ambigüedad fantástica, que en No es un río provoca un final ambiguo y demasiado confuso. Y no acaba ahí la mecanización de cierto tipo de narrativa actual que es también visible en esta novela: algún día habrá que hablar de la proliferación actual de narraciones simultáneas (es decir, en presente), no muy extensas (es decir, fácilmente vendibles) y particularmente de escritoras; sería el caso de Distancia de rescate, por ejemplo, pero también de Boulder, de Eva Baltasar (otra finalista del Booker, por cierto). Tengo una teoría sobre cómo esa decisión diegética tiene consecuencias -porque se relaciona con el problema esencial del punto de vista o focalización y por tanto de la ideología-, pero no hay tiempo de formularla aquí.

En cambio, el otro producto Random House que me ha interesado este verano tiene más interés tanto micro como macroliterario. Se trata de El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, en el que la escritora mexicana reconstruye las circunstancias del asesinato, a manos de un exnovio, de su hermana Liliana, ocurrido treinta años antes, cuando ella acababa de entrar en la universidad. Es una atroz historia de duelo, por supuesto, y parece difícil encontrarle defectos a un esfuerzo de este tipo, bien apoyado sin pedantería en la teoría sobre la violencia de género y con una estructura sencilla pero no monótona. Como literatura sobre el duelo, no tiene la altura lírica y filosófica de Mortal y rosa, por ejemplo, pero el discurso es más sofisticado y creativo que El olvido que seremos, por establecer otra comparación más o menos fácil. Y sobre todo es una curiosa y revitalizadora mixtura de dos géneros que (perdonen la profecía) caminan hacia su inexorable saturación, no comercial pero sí estética: la autobiografía y el policiaco. Frente a los vomitorios literarios en los que tanto escritor de hoy en día recurre al desahogo y el ajuste de cuentas (familiar, literario, afectivo) para rentabilizar calculadamente su frustración y crearse una marca reconocible -piénsese en Ordesa o También esto pasará-, el ejemplo de Rivera Garza implica otra moral de la forma autobiográfica, que no quiero sublimar con el adjetivo “honesta”, pero que sí me parece al menos ajena al lloriqueo y a los niveles de narcisismo de tanto escritor confesional de hoy (sobre todo en la España autocomplaciente). Y el complemento policiaco, a partir de la investigación realizada por la narradora, le aporta al texto esa narratividad fluida y casi amena, si no fuera por lo terrible del tema trágico.

Capitalizar literariamente una tragedia verificable puede generar debates de muchos tipos, y nunca sería mi ideal literario, pero en realidad ese es solo un vector de los problemas que provoca un texto como este, macabramente invencible. Porque no puedo negar que me pareció inobjetable por su fuerza ética: es decir, no se me ocurre cómo podría ser mejor el texto, dónde meter el escalpelo crítico para separar la condición de documento humano y el artificio verbal. Y tampoco tengo claro cómo analizar y/o juzgar al personaje que Rivera Garza crea de sí misma. Se trata, en cierto modo, de un pseudochantaje al lector, que puede quedar (así me sucedió) inerme ante la urgencia de la lectura empática, que subsume todo lo demás en una especie de hipotética perfección. ¿Diríamos que es una perfección literaria? No lo sé, pero en cualquier caso me parece que una obra de este tipo plantea un límite, un grado cero de la escritura actual, ante la cual no es fácil encontrar una posición; un paradigma con visos de futuro de las relaciones entre literatura y realidad. Es en ese sentido que me parece que su importancia, en términos macroliterarios, es mucho mayor incluso que los propios textos anteriores de la misma autora. Puede ser el signo de una nueva manera de plantear literariamente la violencia, pero también puede que empiece a generar imitadores más o menos espurios. Habrá que esperar para saberlo.

 

(Nota final: ¿me iría mejor en la competición literaria si cambiara mi nombre por algo así como Urbano Sánchez?)




miércoles, 7 de agosto de 2024

 

LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO (PERO DENTRO DEL MUNDANAL NEGOCIO)


Cualquier lector con cierto criterio sabe que hay que desconfiar férreamente y sin lugar a la más mínima duda de los fajines de promoción y los textos de contracubierta en las novelas de nuestro tiempo (sobre todo conociendo a la crítica literaria española). Sin embargo, hay ocasiones en los que es tan clamoroso el desajuste entre la burda publicidad y los méritos intrínsecos del texto, que se vuelve urgente un contraataque crítico y hay que ejercer el derecho de réplica. Con asombro, leo que Elogio de las manos, de Jesús Carrasco, ganadora del premio Biblioteca Breve 2024, es una “novela tan extraordinaria como la peripecia de sus protagonistas”. Difícil ser menos exacto y más hiperbólico; ni siquiera está claro que sea una novela.

Estamos ante el relato de un narrador sin nombre pero descaradamente identificable con el autor en el que explica cómo, después del triunfo de su primera novela (Intemperie, obviamente, aunque no se diga el título) y ya convertido en escritor profesional, alquila una casa en el campo para pasar el tiempo con su familia, lo que le lleva a la hipotética “aventura” de descubrir una nueva realidad primaria, gozosa, y ajena —supuestamente— a las hipocresías e impurezas del artificial mundo contemporáneo. A partir de ahí, la narración cubre diez años de relación con ese espacio pintoresco, tan amable y grato para toda la familia, y particularmente con las formas de la vida natural y con todas las actividades manuales de arreglo y mantenimiento de la casa y su entorno. El narrador y su familia se vinculan así con el ambiente rural y disfrutan de él hasta que tienen que abandonar la casa. Y poco más. Que conste que no estoy adelgazando la sinopsis: no hay spoiler posible (lo cual, en realidad, no es necesariamente negativo).

No, el problema es otro. Desde luego, la obra contiene páginas muy logradas cuando el autor intenta un ensayo sobre el sentido casi antropológico de todo lo que podríamos entender como esfuerzo artesanal. Pero el conjunto, más allá de esos aciertos y de la esperable corrección estilística, no supera la dimensión superficial y plana, la pobreza semántica propia de un texto tan ligero que se cae de las manos (nunca mejor dicho) del lector. La sencillez que domina el texto no tiene pliegue oculto ni segundo nivel y, aunque a algún lector ingenuo le cautiven las posibles sutilezas neobucólicas y los subrayados metaliterarios, lo cierto es que no estamos ante una obra en la que se aprovecha el potencial simbólico de lo aparentemente intrascendente, que puede esconder sin embargo recovecos y trasfondos más o menos inquietantes o enigmáticos (pienso en esa maravilla que es Perfect days, de Wim Wenders, o, por poner una rápida comparación literaria, Historia del pelo, de Alan Pauls). En ese sentido, debo decir, honestamente, que hacía tiempo que no leía un texto tan poco interesante (desde lo último que aguanté de Aira, me parece) y tan fácilmente olvidable. La mezcla de autoficción (con poca ficción, en realidad), exaltación de la vida pueblerina, ecologismo simplista y optimismo de bienestar familiar no atenúa la global sensación de inanidad, la percepción de que se trata de un texto que no sólo es alérgico a cualquier sentimiento trágico de la vida, sino que va poco más allá de una apología del turismo rural. Y sí, ya sé que los pesimistas somos también monótonos, pero al menos nadie nos premia ni se nos promociona.

Es más: se pueden sacar otras conclusiones preocupantes de esta pseudonovela, que tienen que ver con el perfil bajo y la peligrosa inflación de la novelística española actual. Me refiero al modo en el que las editoriales hegemónicas caramelizan sus productos para que haya armonía entre el confort del autor y el de sus lectores cerrando así el Circuito de la Felicidad Editorial. En España, hace mucho que el escritor-mártir pasó de moda (puede que Aliocha Coll fuera el último), y seguramente eso fue positivo para arrinconar los trasnochados vicios malditistas, pero temo que se está imponiendo el error simétrico: la exaltación del escritor ufano, redimido de sus ansiedades y bien instalado (Cercas, Vilas, Trueba… quizá La velocidad de la luz inauguró esa tematización del éxito del escritor profesional español que ya no se avergüenza de sus pactos con el mercado).  No se trata solo de que no muerdan la mano que da de comer, porque ese riesgo es insignificante a estas alturas; a lo que vamos es a convertir en rutina la metabolización literaria del éxito, convertido en material perfecto para seguir contando historias cuando hay urgencia por publicar y no se sabe bien qué contar.

Qué duda cabe de que Elogio de las manos es un logro importante en la carrera profesional de su autor. Pero me parece igualmente evidente que es un retroceso en la otra carrera. Dudo que le preocupe al autor y seguramente tiene razón. Pero ni el autor ni un simple lector somos lo más importante en este punto: lo que está en juego es la salud de un cuerpo mayor, eso que llamamos literatura española, cada vez más débil y al mismo tiempo más autocomplaciente.




domingo, 28 de julio de 2024

 SOBRE LA LANGUIDEZ DE LAS HUMANIDADES (ELEMENTOS PARA LA AUTOCRÍTICA)

En una entrada anterior traté de comentar cómo las interferencias “externas” -capitalistas, sobre todo- y la aglomeración de candidatos a entrar están poniendo en crisis la autonomía del arte y en concreto de lo que más me interesa a mí y más conozco: la república de las letras, ese espacio virtual compartido durante siglos y en el que se ponen en juego saberes y procedimientos específicos que son forzosamente minoritarios porque exigen tiempo y voluntad (y algo de talento, por supuesto). No estoy diciendo que esa república atea fuera un paraíso de felicidad (de hecho, abundan el odio, la envidia y el resentimiento en la historia de la literatura), pero, al menos, era otro lugar, vinculado a ciertas propuestas utópicas que a veces se cumplían y a unos ideales basados en la exploración ambiciosa y arriesgada de las posibilidades del lenguaje. Aunque los distintos poderes históricos siempre trataron de invadir y controlar esa república, nunca consiguieron debilitar su autonomía como en estos tiempos que vivimos, en los que las reglas de juego se han vuelto más democráticas hasta producir una confusión generalizada y paradójica por la cual todo el mundo es artista y toda la realidad se ha estetizado (como dicen Lipovetzky y Serroy), pero el arte parece agonizar.

Por eso, de un tiempo a esta parte, los ateos y republicanos del arte nos sentimos condenados a un camino difícil, porque no tenemos mesianismos ni providencias que nos amparen y las recompensas materiales no parecen llegar por ninguna parte. Los capitales simbólicos y económicos se nos escapan por todas partes: el reconocimiento se multiplica tanto que ya no hay prestigio que valga porque todo el mundo se cree escritor, y lo único que distingue realmente (el dinero) va siempre a unas pocas manos, las de los que saben moverse mejor en el mercado, poniendo buena cara en las entrevistas y presentaciones de libros y buscando con descaro el algoritmo más beneficioso.

    Con todo, la inmensa minoría culta es hoy, probablemente, más grande que nunca antes en la Historia, y eso es positivo; no es cierto, por tanto, que la alta cultura no se consuma. El problema -aparte de que el número N de escritores empieza a igualarse al número N de lectores- es, como dije en la entrada anterior, que su crecimiento es lento en comparación con el avance de otras formas culturales que se expanden masivamente, y sobre todo que se está produciendo una suplantación muy peligrosa de esa alta cultura por otras expresiones en mi opinión bastante menos sublimes y elaboradas, con frecuencia poco reflexivas, estructuralmente más simples o en ocasiones brutal y asquerosamente comerciales, lo que puede culminar en un reseteo general de la cultura por el que Taylor Swift sustituya a Mozart y Darth Vader a Hamlet. Puede que no importe, desde luego, que la cultura del vino se convierta en cultura del vino en tetrabrik, que seguramente emborracha más; quizá el problema es solo mío, porque sueño con una sociedad en la que la alta cultura se consuma más que Telecinco y en la que disfrutemos de los clásicos no sólo como “ciencia del buen hablar y el buen escribir”, a la manera de Nebrija, sino como parte de nuestra autocomprensión como seres sociales e históricos. Sí, sueño con una sociedad en la que haya más Habermas y menos García Ferreras; en la que la opinión sea resultado de una argumentación sólidamente documentada y de un respeto severo a la complejidad de los significados, y no sea un exabrupto fanático e impaciente de consumidor acostumbrado a llevar siempre la razón como cliente que es. Pero puede que el liberalismo y la democracia, por su propia fuerza expansiva y su autoridad estadística, nos conduzcan de manera irremediable a ese escenario en el que yo siempre pierdo y ganan Telecinco y los presentadores de televisión metidos a novelistas.

 Las elites en crisis

En cualquier caso, la supuesta elite protectora del Templo de la Cultura tiene que hacer su autoanálisis y preguntarse si algo ha hecho mal para que la simple opinión (el like) y el algoritmo estén aplastando la erudición y el saber acumulado sobre arte, debilitando su capacidad de influencia. Tal vez la flaqueza moral y la hipocresía de la clase intelectual, académica y artística tienen algo que ver; tal vez hay muy poca resistencia porque, en el fondo, a casi todo el mundo le gusta la sociedad de consumo, aunque presuma de izquierdista y de vocero de ideales progresistas. Tal vez, en el fondo, el problema sea que la disyuntiva entre la izquierda y la derecha en los países con democracias liberales consolidadas y abundancia capitalista se parece cada día más a la añeja disyuntiva entre católicos y protestantes, porque todos parten siempre de un dogma falaz y fantasioso; en un caso, la resurrección de Cristo, en el otro, la superioridad del libre mercado como expresión de la racionalidad humana.

Y es que la absorción de las humanidades por el capitalismo triunfante es otra parte más de la estrategia de negocio por la cual el ocio del trabajador ha pasado a ser un nicho de mercado poderosísimo que facilita que los individuos puedan (aparentemente) realizar sus deseos como nunca antes: ser escritor, ser experto en cualquier bricolaje físico o mental, ser médico, ser psicólogo, ser historiador, ser entrenador de fútbol. Sin embargo, el desprestigio actual o la obsolescencia de determinadas formas de erudición tiene también otras causas derivadas de los códigos de comportamiento de los propios artistas e intelectuales, abducidos por el ensueño de las plusvalías y por el confort de la profesionalización. Es lógico: ser escritor o intelectual profesional es uno de los mejores trabajos disponibles en la relación tiempo/salario/ego. Y no hablemos de los mandarines académicos.

Pero el problema va más allá de la torpeza perceptiva, la hipocresía y la falta de sincera empatía social de buena parte de la clase letrada; por desgracia, el tema es más amplio y difícil de tratar en estas páginas. Me limitaré aquí a la literatura y a los peligros graves que afectan a la universidad como institución secular que podía proteger esos valores humanísticos. Y es que la decadencia de la universidad como centro de producción de conocimiento e influencia es bastante evidente a nivel global. Ha perdido su condición de fortaleza aislada y amurallada, asaltada por la grey democrática, que también quiere sentirse sabia, amén de artista. En ese sentido, el arte y la universidad estarían unidos en su crisis, en la pérdida de su autonomía ante el cerco masivo. Porque todo el mundo se cree experto y artista en aquello que le interesa, y no va a aceptar tan rápidamente que alguien se lo discuta por mucha experiencia o reconocimiento que tenga en su ámbito especializado.

Aprender a aprender a aprender…

Era inevitable esa crisis desde el momento en que la universidad pierde su exquisitez y abre sus puertas a la mayoría, sometiendo sus reglas de funcionamiento a los intereses de esa mayoría. El acceso a la educación superior, incluso a los doctorados, se ha expandido espectacularmente, y la ley de la oferta y la demanda ha provocado múltiples formas de devaluación. En un mundo cada vez más complejo en el que la cultura es, como sabemos, una segunda naturaleza, las bases sólidas de conocimiento requieren más tiempo de lectura y asimilación: ¿quién puede realmente saber hoy de algo sin dedicarse al estudio adulto durante diez o quince años? Yo no, desde luego. Pero una sociedad dedicada al estudio libre parece insostenible económicamente (¿quién financia esos estudios y a una población improductiva dedicada a leer y a estudiar con calma para producir conocimiento a largo plazo? ¿El Estado?) y, por si faltara poco, luego vienen los pedagogos a intentar demostrarnos que con aprender a aprender ya es suficiente y que todo lo demás vendrá solo. De ahí la penosa idea en países como España de reducir los grados y potenciar másteres a menudo de peor calidad que los grados. Y de ahí que ahora salgan doctores como setas y que los doctorados sean tinglados banales, en los que la tesis se defiende deprisa y mal, con un tribunal de amigotes, porque lo importante no es la aportación al conocimiento sino la urgencia de colocarse en la carrera académica, que hoy en día funciona a codazos. Por no hablar de los aspirantes a doctores que en realidad no quieren producir conocimiento, sino simplemente recibir un título por investigar cualquier cosa que les apetece y dar rienda suelta a su curiosidad, u opinar sobre lo que les parece mal en el mundo (en América Latina este tipo de doctorandos son una epidemia).

Es evidente que estamos ante el declive quizá definitivo de toda una tradición educativa, la pedagogía que nació en el Renacimiento con los studia humanitatis, es decir, los estudios de lo humano, en especial del lenguaje, que es lo que distingue a los humanos de los animales (algo así decían en aquellos tiempos). Era ese un ideal de ciudadanía y libertad intelectual basado en la comprensión y asimilación de unos modelos considerados superiores en fondo o forma.  Pero hoy, el reino de la nueva pedagogía y del utilitarismo neoliberal certifican la defunción de esa tradición, bajo la extrañísima premisa de que todos los problemas de la Humanidad proceden del viejo modelo educativo y hay que renovarlo como sea, justo cuando, por fin, la educación es masiva y esos ideales humanísticos podrían crecer como nunca (¿será casualidad?).

Ahora resulta que el profesor es el culpable de todo, y que todo lo bueno de la Humanidad en materia educativa ha llegado a pesar del profesor, no gracias a él y a la escolarización progresiva conseguida a través de esfuerzos políticos de siglos; es más, ya no importa que el profesor tenga los conocimientos, sino solamente que los facilite al alumno, que podrá ser Einstein o Leonardo Da Vinci cuando se lo proponga. Ahora, según los pedagogos y burócratas de la educación, la creatividad del estudiante bien orientado le permitirá alcanzar todos los conocimientos que se proponga; es decir, que saldrán neurocirujanos y traductores de Hegel gracias a vídeos de YouTube. Es innecesario que el profesor acumule conocimientos de su materia, si el estudiante los puede adquirir fácilmente con su smartphone. Frente a ello, uno intenta no incurrir en la ridiculización de la nueva pedagogía y escuchar con la mejor actitud las propuestas renovadoras por una simple higiene mental antidogmática. Comprende que el objetivo social e igualitario de la educación implica no abandonar a estudiantes con necesidades o dificultades específicas, e incluso está dispuesto a aceptar que puede haber algo de razón en la crítica al profesorcentrismo. Sin embargo, tampoco puede dejar de empatizar con un colectivo, el docente, que corre serio riesgo de desmoralización y que está empezando a sentir la ansiedad de saber que la innovación docente, la nueva doxa, nunca termina y le va a obligar a pagar las culpas siempre de todos los problemas, mientras siguen sin bajar las ratios y sin subir las dotaciones económicas (en nóminas y recursos).

Además, la devaluación de los contenidos docentes en virtud de las famosas competencias (o los ámbitos) atenta gravemente contra la autonomía de la educación como sistema reglado e insustituible, por el cual se preservan valores que son de interés público (la diferencia entre ciencia y no ciencia, la conquista de derechos, la capacidad de comprensión textual) y que no deben ser manipulados por intereses políticos o empresariales. Esa degradación de la escuela o de la universidad como espacio fuerte en el que mandan los expertos y en el que la autoridad intelectual comprobada científicamente es la fuente de legitimidad significa, en pocas palabras, ceder el control del conocimiento a Google o su futuro sustituto privado y multimillonario. No creo necesario insultar a mi lector explicándole más en detalle lo peligroso que puede ser que el lento conocimiento bien sedimentado y construido sea aplastado por el didactismo de un estúpido influencer, o por las demandas infantiloides de los consumidores, o por academias patrocinadas por complejos empresariales.

Enseñar literatura, por ejemplo, implica afinar sensores muy delicados de la conciencia humana, que están usualmente oxidados por la acción embrutecedora de los lenguajes dominantes en cualquier momento histórico; implica también problematizar el mismo lenguaje, con lo que ello significa de encrucijada intelectual, de duda y temor ante terrenos peligrosos y desconcertantes a veces. Por ejemplo, terrenos como el del texto remoto y antiguo, con su extrañeza y su alambrada críptica, que se nos ofrece como un arduo reto al que difícilmente se llega sólo jugando y bailando, porque se necesita una tenacidad de alpinista. No diré que esa sea una misión sagrada, pero desde luego no se aprende a base de vídeos.

Alternativas universitarias

Visto así, nos encontramos con que la educación vive, como el arte, una peligrosa pérdida de autonomía, con una exasperante tendencia a la igualación simplista y a la novedad mecánica en virtud de supuestos ideales democráticos y antiintelectuales ingenuamente utópicos sobre cuyas bases financieras se pasa curiosamente de puntillas casi siempre. Igual que el canon artístico, las humanidades se ven seriamente amenazadas en estos tiempos. 

Además, al aplicarse estrategias brutales de competencia, eficiencia y rentabilidad, el mundo académico ha entrado en una permanente ansiedad de graves consecuencias. Es cierto que la aplicación de controles para la producción en el área de humanidades (indicios de calidad en las revistas, evaluación anónima por pares, índices de impacto, indicadores bibliométricos) ha reajustado positivamente algunos aspectos de la carrera investigadora, imponiendo unos criterios de objetividad superiores a los que durante muchos años se han utilizado, y que han permitido currículos endogámicos, llenos de fraudes, plagios, autoplagios, investigaciones superfluas o caprichosas (ya hablé en otra entrada de la chusma que conocí en la Universitat de Barcelona, y cuya herencia sigue apestando). En un país como España, donde la endogamia prevaricadora creada en el franquismo generó durante décadas un sistema clientelar y corrupto de reparto de privilegios del que por desgracia aún no nos hemos librado, escandaliza o repugna ver las quejas de algunos que lamentan con descaro el deterioro de ese sistema feudal, que no pocas veces adquiría forma de derecho de pernada y que ha otorgado escandalosos beneficios a ineptos y gandules. Bastantes críticos de prensa e intelectuales orgánicos españoles han surgido de esa universidad en la que las plazas de funcionario se otorgaban descaradamente a dedo, lo que situaba al profesor en una posición comodísima; es cierto que el sueldo nunca fue espectacular, pero el buen profesor corrupto made in Spain sabía compensarlo con diferentes truquitos: poner su libro (publicado en la propia editorial de la universidad, o la de un amigo) como lectura obligatoria para tener cada año un mercado cautivo, crear una red de contactos con los pares para poder repetir la misma conferencia veinte veces y cobrar veinte veces por ella, destinar el tiempo a cobrar reseñas en vez de a publicar gratuitamente en revistas internacionales con revisión por pares (algún poetastro que fue profesor mío llegó a catedrático con un currículum de reseñillas), pagarse viajes y ordenadores con superfluos proyectos de investigación, plagiar disimuladamente en manualitos o textos divulgativos para ganar dinero fácil… Y no olvidemos las comilonas en las lecturas de tesis doctorales, cohecho muy típicamente español en el que hay auténticos especialistas pantagruélicos. 

La introducción de nuevos criterios para la producción investigadora en humanidades tuvo al principio un resultado positivo, al obligar a los investigadores españoles a someterse a nuevas reglas. Sin embargo, la aplicación de los métodos derivados de las ciencias ya está empezando a cosechar resultados inequívocamente negativos. La terrible competencia actual para el acceso a puestos estables en cualquier universidad (de todo el mundo, en realidad) ha impuesto una voraz carrera por publicar deprisa para cumplir con las expectativas: es el nuevo publish or perish. De ahí la hipertrofia de publicaciones, que, en mi ámbito, el de la literatura en español, es evidentísima; yo diría que en lo que llevamos de siglo se ha publicado el triple de todo lo publicado en el siglo pasado. Se trata de investigaciones que a veces se limitan a ser poco más que breves estudios de caso preferentemente de una obra actual, para que el estado de la cuestión sea más fácil de dominar y el resultado se pueda transferir con rapidez a la sociedad. La difuminación de fronteras y los enfoques culturalistas facilitan además las mixturas y los cambalaches, de forma que la bibliografía sobre cualquier tema está creciendo exponencialmente y se vuelve inmanejable.

Así, los jóvenes investigadores (no solo en España) publican desesperadamente, aprovechando la proliferación de congresos sobre los temas más estrambóticos y peregrinos y las nuevas revistas de bajo coste. Hoy se organizan congresos sobre cualquier cosa; los objetos de estudio son infinitos y, por tanto, los nichos de mercado también (sobre todo si hay conceptos aparentemente imaginativos y cool: nanofilología, gastronarrativa, necropolítica…). El mundo académico es en la actualidad una feria o un circo: nadie escucha a nadie y nadie lee a nadie, en realidad. La cultura, sin duda, es inmensa y eso se está reflejando en la inmensidad de la bibliografía acumulada, en la que se amontonan estudios con títulos que pretenden ser sugerentes y enfoques pintorescos que nadie va a criticar porque en el fondo no hay tiempo de criticar.

Y al final los investigadores no tan jóvenes se ven (nos vemos) amenazados también, obligados a renovarse pedagógicamente y a la vez a producir conocimiento de manera urgente para no quedarse atrás. El resultado de todo ello es un batiburrillo de fruslerías académicas, de logros efímeros o minúsculos que realmente a casi nadie importan. Los investigadores producen conscientes de la superfluidad y provisionalidad de sus trabajos, obsesionados por la cantidad y no por la calidad. En el fondo es lógico que suceda, teniendo en cuenta la actual hegemonía de los criterios bibliométricos. Pero lo cierto es que abunda la mala praxis en sus muchas variantes: se busca afanosamente (incluso se negocia) la cita o la reseña del amigo o discípulo, se intenta el simple clickbait para ganar visibilidad y "transferencias", se trocea la investigación o se refríe para mantener vivos los indicadores, se eligen los temas fáciles y rápidos antes que los difíciles y lentos; por no hablar del hecho lamentable de que a menudo las publicaciones hay que pagarlas (yo lo hice en su momento), es decir, que el trabajo a veces no solo no da dinero, sino que a veces cuesta dinero, para beneficio de algunas editoriales que han visto bien el nuevo chollo. Así, los estudios literarios y en general los humanísticos se han mecanizado peligrosamente en aras del rigor científico y hemos creado estudios insignificantes y miopes que atascan el sistema y perjudican otro tipo de trabajos más libres y arriesgados y sobre todo más críticos, es decir, menos convencionales.

No voy a librarme yo de esa crítica: me puedo permitir la redacción de este ensayito porque he alcanzado cierta estabilidad profesional que me permite no seguir la carrera competitiva y pasar a una etapa de barbecho en espera de recuperar la fe (o de colgar las zapatillas definitivamente). Ya me desahogué sobre el tema en otra entrada hace algún tiempo. Se me ocurre hoy que deberíamos apostar por una epojé bibliográfica para ventilar los estudios literarios y plantearse al menos como hipótesis la necesidad de nuevas actitudes críticas. Porque la especialización “científica” del estudioso de la literatura ha creado otras muchas perversiones: los latinoamericanos no leen a los españoles y viceversa, los de Siglo de Oro no leen a los contemporáneos y viceversa, los hombres no leen a las mujeres y viceversa. Los idólatras del carisma creador siguen pensando en el autor y lo adoran secretamente (sobre todo si está vivo y pueden acceder a información privilegiada a través de él), mientras que los que, en sus sueños íntimos, quisieran ser creadores y/o libertadores se arman hasta los dientes de filosofías para demostrar que ellos son mejores que los artistas y que una lectura filosófica de la obra es preferible a la obra misma. 

Con todo ello, la coacción a la que el mundo académico está siendo sometido ha acobardado el talento para arriesgar, para ofrecer alternativas y pensar la crítica desde posiciones inestables o impugnadoras que no sean las previsibles marginalidades de los queer o los subalternos, cada día menos convincentes. Muchísimos estudiosos se entregan ciegamente al culto a la novedad editorial, que les permite elaborar a toda máquina un paper supuestamente audaz; esos mismos son los que critican el canon pero contribuyen incautamente a la perpetuación del poder de las industrias culturales con su publicidad encubierta de Anagrama o Random House. A menudo niegan la estética como conjunto de saberes, y por ello se pierden en la interdisciplinariedad más oportunista; mezclan un poco de todo con la esperanza de que nadie pueda descubrir todas las inferencias tópicas y superficiales con las que salpican sus textos. De ahí que, sin saber realmente de cine o de antropología o de sociología o de etnología o de meteorología, aderecen sus trabajos con cruces de todo tipo que simulan erudición y que les sirven, básicamente, para crear un cóctel crítico tan decorativo como insustancial. Por supuesto, tienen un profundo menosprecio por lo que llamaríamos los procedimientos técnicos: presumen de antiestilísticos y posestructuralistas pero son incapaces de entender cómo funcionan las posibilidades técnicas del campo literario en un momento determinado. No entienden ni quieren entender cómo funciona el artificio literario, ya que la literariedad les parece, en el fondo, algo de poca monta, insignificante frente a la posibilidad de ser ellos, los críticos, los verdaderos creadores, como intérpretes de la Historia con mayúscula. Naturalmente, los estudios literarios actuales están también infestados de escritores frustrados, empeñados en crear hermenéuticas pretenciosas y arrogantes (casi todas afrancesadas) para convertirse ellos mismos en autores y re-crear impunemente cualquier texto de modo que siempre quedan como más listos que los propios escritores.

No soy un nostálgico que desea un mundo con unos pocos popes humanistas heteronormativos que nos guíen y nos enseñen qué es la belleza (estilo Ortega o Edmund Wilson, que, dicho sea de paso, no entendió, por ejemplo, a Kafka), pero también me parece que el desbarajuste actual de los estudios literarios presenta ciertos peligros que extrañamente casi nadie denuncia, quizá por miedo a quedarse fuera del banquete en un momento en el que la lista de invitados es por fin extensa, después de tantos siglos de minorías humanistas. El peligro básico no es, desde luego, la democracia en sí misma, y tengo que insistir en ello; sino la claudicación del pensamiento crítico en manos de criterios mercantiles, a partir del silogismo tácitamente admitido de que lo que es bueno en términos de desarrollo económico y material lo es también, automáticamente, en el terreno de aquellas formas complejas de cultura que entendemos cautelarmente como arte o humanidades.

La crisis de las humanidades tiene, por tanto, que analizarse no solo desde la perspectiva de una supuesta barbarización universal, sino también desde dentro del sistema, desde las ambivalencias de un mundo académico que es más rico y amplio que nunca pero que precisamente por eso ha perdido su coherencia y su vigor como sistema, entregado al narcisismo teórico y a una prisa patológica por publicar y vender productos “nuevos”. En realidad, las humanidades están más expandidas que nunca, solo que se han desperdigado en el magma de nuestro tiempo perdiendo su agresividad y su función crítica y corriendo serio riesgo de disolución a largo plazo, cuando todo sea cultura sin rango y jerarquía y la aventura de leer y de pensar se vuelva sencillamente un entretenimiento en dura pugna con la Play Station modelo X.

La universidad ha agrietado sus murallas y hace aguas, por lo que no se me ocurre otra cosa que bunkerizarla. Habría que crear la universidad dentro de la universidad, es decir, fortificar el núcleo defensivo de los valores humanísticos con independencia de los poderes económicos. Desgraciadamente, la burocratización de las tareas docentes y la falta de incentivos materiales y simbólicos dificultan que la libertad de pensamiento fluya a determinados niveles como en otros tiempos. Por eso quizá los ateos de la universidad y los del arte debemos reunir fuerzas para encontrar el espacio común de resistencia, renunciando al mainstream y luchando por la autonomía crítica aun a riesgo de caer en el ostracismo, sufrir alguna que otra privación y no tener followers. Pero, por supuesto, solo unas condiciones materiales mínimamente dignas pueden permitir ese ejercicio de libertad; un profesor atenazado por el miedo a perder su puesto de trabajo y obligado a la publicación compulsiva difícilmente podrá mantener esa independencia intelectual. De ahí que sea especialmente vergonzosa la autocompasión de los intelectuales y demás miembros de la clase letrada que, gozando de un aceptable confort económico (varias veces superior al salario medio), se arrastran ante los medios de comunicación y holdings culturales, promoviendo la indulgencia ante determinados artistas y consagrando las opciones fáciles y más respaldadas por el propio mercado.

¿Quieren nombres? No me cabrían en estas páginas. Pero tampoco es importante, en realidad. Convertirse en hater empieza a ser sospechosamente previsible hoy. Más importante, para mí, es la toma de conciencia de las contradicciones que tenemos en el ámbito humanístico. Hay que pensar en el medio y el largo plazos, y para ello quizá necesitemos algo así como una dieta blanda en el terreno académico; una cierta ascesis resistencialista por la cual no hay que ceder a la tiranía del paper precipitado y, en cambio, hay que regresar a los trabajos de largo alcance y lenta gestación, ajenos a la invasiva realidad del mercado y sus doctrinas permanentes de shock y ansiedad. Tenemos que retomar la iniciativa. Demostrar convicción. Confiar en la lucha, sin temer a la derrota. Al fin y al cabo, la historia de las humanidades está llena de derrotas, es decir, de ideales siempre postergados o incumplidos.



domingo, 23 de junio de 2024

         NOTAS DEL DESPRENDIMIENTO (II)

 

Dietario: acabo de participar en un congreso sobre Carlos Barral y Julio Cortázar. Todo previsible: como tantas otras veces, un desnivel enorme entre doctorandos y expertos. Nada nuevo bajo el sol académico. Luego están los esperpentos, que también son ya predecibles: impresentables que no se preparan su texto y divagan como si se creyeran genios frente al pobre público cautivo, narcisistas que hablan más de sí mismos que del objeto de estudio, petulantes empachados de filosofía francesa (y formados -es un decir- en mi alma mater) que ignoran deliberadamente toda la tradición crítica y que terminan repitiendo topicazos. Podría ser peor, ciertamente. Al menos el coloquio tenía un regusto canónico que es de agradecer en estos tiempos. Podríamos haber asistido a un congreso de naderías interdisciplinares y líquidas en las que los novatos del gremio hablan de cine, temas queer o política a partir de novelas de moda, sin aplicar el más mínimo sentido crítico y claudicando ante las corrientes dominantes. En fin. Si yo fuera joven ahora, ¿caería en esa inercia? Quiero pensar que no, pero tal vez me guía esa forma nostálgica de la vanidad que implica creer que fuiste inmune a las fuerzas dominantes del pasado.           

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            Visita a la casa de Carlos Barral en Calafell. No soy un fetichista literario, pero admito que, de un tiempo a esta parte, siento más curiosidad todavía por Barral, al que ya le dediqué algunas investigaciones. Barral, como signo, es ante todo una barba. Lo demás (la gorra de marinero, el ego, la poesía hermética) me parece menor. La barba es el significante; el significado es el perdedor. Su declive, físico, social y económico, contrasta con el auge de Herralde, en cierto modo su sucesor. Catálogos impresionantes, los de ambos. Pero la vida de Barral contiene una novela trágica, y no es la que él mismo escribió (la floja y lenta Penúltimos castigos).

            Lo peor de la visita: que la decoración incluya, junto a fotos de aquellos años mitológicos del boom, el listado de los premios Biblioteca Breve y Formentor. Con todos los premios, no solo los otorgados por Barral, sino también los espurios creados en el nuevo siglo, que son un remake afrentoso. Como el remake de El planeta de los simios, más o menos. Y es que los premios Biblioteca Breve y Formentor tuvieron, gracias sobre todo a Barral, un aliento audaz y una fuerza crítica que nadie encontrará en los sucedáneos actuales, tan gratamente incorporados al mercadeo literario más hipócrita y neoliberal.

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Y en el coloquio, como tantas otras veces en los últimos tiempos, la misma pregunta: ¿qué opinas de Mariana Enriquez (sin tilde)? Y yo repito lo mismo, que no entiendo cómo pueden impresionar sus cuentos a alguien que conozca la rica tradición del cuento latinoamericano del siglo XX. No niego el interés de algunas formas de lo que podríamos llamar “terror social”, pero el éxito, como el de Schweblin, revela el reseteo del horizonte de expectativas propio de nuestro tiempo, en el que el lector medio se deja impresionar con mucha facilidad. Es otro riesgo, diría yo, de la “mesetización” de la cultura actual, por la que el nivel medio ha subido pero nadie, ni como lector ni como autor, busca las alturas.

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Microrreseña de Metempsicosis, de Rodrigo Rey Rosa (Alfaguara, 2024): francamente, no la he entendido. Como si fuera un ensamblaje forzado de dos novelas. Otra vez lo de siempre: se publica muy rápido. Modelo Aira frente a modelo Rulfo. Así nos va.

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Lecturas en marcha: ha crecido en los últimos tiempos el interés por la figura de Guillermo de Torre. El vacío de estudios sobre su vida y su trayectoria era evidente y yo mismo acumulé durante años datos sobre las polémicas en las que se vio inmerso. No he tenido la paciencia suficiente para ampliar ese material y redactar algo sistemático, pero siempre me quedó la curiosidad por un tipo que ocupó una posición transatlántica única, a lo que se añade el hecho, tan propicio para la especulación y el juego de contrastes, de ser el cuñado de Borges.

Dos libros recientes tratan de ofrecer una imagen del personaje, con sus luces y sombras. Y, aunque no los he terminado, es obvio que los dos libros incurren en errores académicos graves. No por la falta de referencias, sino por la metodología y, en general, la toma de posición crítica. Domingo Ródenas de Moya, en El orden del azar, comete un error científico que solo se puede explicar por el embrujo que provoca una editorial como Anagrama en cierta intelectualidad, y que la editorial está captando bien para legitimarse y fomentar la medianía consumidora. Ródenas, sin duda un brillante historiador de la literatura española del siglo XX, parece que quiere liberar su yo creativo y prescinde abiertamente del aparato crítico para acercar su texto al modelo del ensayo o la biografía “literaria”. La estrategia, en realidad, es burdamente comercial y sin duda fue un requisito de la editorial, pero sobre todo es una estrategia inútil: los especialistas se quedan decepcionados porque echan de menos las pruebas y las referencias, y el lector no especializado se aburre ante un libro que es excesivo para sus necesidades.

El otro libro, El falso cosmopolitismo, de Antoni Martí Monterde, comete un error similar, aunque con otras intenciones. La erudición también aquí está desenfocada y se elige aviesamente el rumbo equivocado. El rigor teórico escasea (el autor no ha entendido a Pascale Casanova; no debe extrañarnos sabiendo el nivel teórico de la facultad en la que trabaja), pero más grave es la raíz de su planteamiento abiertamente agresivo contra Guillermo de Torre. Por supuesto, Martí tiene parte de razón cuando asume que el cosmopolitismo de de Torre es engañoso y esconde una taimada defensa de la metrópoli frente a los países periféricos. El principal problema es que Martí ignora los otros nacionalismos y sus efectos, incluso en el mismo Borges: a ver cuándo empezamos a admitir, por ejemplo, el desprecio del autor de El Aleph al resto de América Latina (exceptuando su amigo Reyes y tres o cuatro más). En la lógica de Martí, el nacionalismo españolista es, por supuesto, neocolonial y siempre violento; el nacionalismo argentino (como el catalán), en cambio, está exento de toda crítica.

Veremos cómo termina el libro, pero hay que recordar que el chovinismo no se combate con más chovinismo. Eso sí, imagino algunos posibles lectores: Puigdemont, sor Lucía Caram y Dante Albano Fachín. 

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LECCIONES BÁSICAS DE ESTÉTICA PARA FRIKIS

Los frikis (los geeks) están muy chulitos últimamente, convencidos de que el relativismo antiintelectual de hoy juega a su favor y pueden ir con la cabeza bien alta defendiendo que no hay alta ni baja cultura. Siguen empeñados en defender su adanismo infantiloide, por el cual la Historia empezó con Google y los nuevos clásicos son Indiana Jones, Batman, Spock y Iron Man. Pero deberían aprender a tener recursos críticos como los que modestamente algunos tratamos de enseñar y poner en práctica en esa institución fosilizada que llamamos universidad.

El mito George Lucas es, en ese sentido, uno de los más irritantes. La biografía de Brian Jay Jones George Lucas: una vida (Reservoir Books) contiene algunos datos de interés desmitificador que sobre todo ayudan a entender el sentido y valor de determinados productos creativos. El biógrafo explica la improvisación, tan lejana a cualquier genialidad, previa a El retorno del Jedi (que, por cierto, se iba a llamar La venganza del Jedi). No estaba claro el guion, y tampoco era segura la continuidad de Harrison Ford. Y es ahí donde se produce la discusión esencial entre Lucas y el otro productor de las dos primeras películas, Gary Kurtz, discusión en la que se concentra la verdadera lección estética. Kurtz quería seguir en El retorno del Jedi la línea de la segunda película, con su toque de amargura: no quería que reapareciera la Estrella de la Muerte, proponía que Han Solo muriera a la mitad y que el final fuera agridulce, con Leia triunfando pero con Luke Skywalker eligiendo un camino solitario. Todos sabemos qué sucedió: todo lo bueno que proponía Kurtz fue borrado, destruyendo cualquier muestra de fuerza dramática, y el resultado fue una bazofia para niños apenas salvada por el icono erótico de Carrie Fisher. ¿Por qué razón una película que podía ser interesante, dentro de su género, fue abortada así? Por dinero, obviamente; o más exactamente, por merchandising. El propio Harrison Ford reconoció el motivo por el que su personaje no muere finalmente: nadie compraría el muñeco de un héroe muerto.

Los frikis no sacarán conclusiones de algo así, y seguirán con su ceguera autocomplaciente. Sólo espero que algún día se cansen del juguete. O que el juguete se les rompa definitivamente. Y llorarán, desde luego que llorarán.

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