sábado, 14 de diciembre de 2024


UN ESPURIO TESTAMENTO


Manuel Vilas ha decidido, como era de prever, seguir el camino de la literatura del yo con su último libro, titulado, con insuficiente ironía, El mejor libro del mundo. Se trata de una suma de elementos unidos por el egocentrismo sublimado y la coqueta autoconmiseración: un diario sobre las servidumbres y los complejos del escritor, reflexiones ensayísticas a menudo brillantes sobre sus ídolos literarios y culturales (de Kafka a Paul Celan, pasando por Buñuel o Lou Reed), y evocaciones autobiográficas sobre la familia, que conectan de forma muy evidente con Ordesa, su gran éxito de 2018 y que en este nuevo libro él mismo califica con curiosa insistencia como “novela”, quizá con la secreta motivación de alejarse de una etiqueta, la de autoficción, que empieza a estar muy gastada. 

En el caso de El mejor libro del mundo, el truco novelesco consiste en que toda esa suma de textos, esa Enciclopedia Vilas, llega al lector como una especie de testamento porque el personaje “Manuel Vilas”, como se anuncia desde el principio, se suicida después de escribir su catálogo de introspecciones, nostalgias y caprichos. Imaginar la propia muerte del autor en un texto narrativo no es, desde luego, algo novedoso; en español, ya lo hicieron hace tiempo Barral o Aira, y tampoco es novedoso en el caso del propio Vilas, que imaginó como autoficción paródica su muerte en Aire nuestro. Sea como sea, no es ese, ni mucho menos, el principal problema del libro.

Muchas de las referencias culturales y artísticas me resultan sociológica y generacionalmente afines, como ya sucedía con Ordesa, y lo cierto es que, por edad y excesos que algún día tendré que pagar, comparto también algunas inquietudes diríase existenciales. Pero Vilas sabe que no soy su lector implícito, entre otras cosas, porque yo no jugaría ambiguamente con la conciencia de clase como hace él. Para mí, la gran diferencia entre Ordesa y El mejor libro del mundo es, naturalmente, la nueva posición social del autor, su desproletarización definitiva: ahora es ya un escritor perfectamente institucionalizado, con aroma de RAE, y la jactancia de haber llegado a ese estatus no queda disimulada con el repertorio de melancolías y el inconsistente victimismo de un protagonista que tiene que sufrir la soledad en los hoteles cuando va de gira promocional, que debe pelearse con los demonios nada dostoievskianos de Hacienda y que encima todavía no ha conseguido suficiente dinero para comprarse un piso en Madrid. Para colmo, la obra contiene varios gratuitos sermones políticos, sobre todo hacia Pedro Sánchez, cuya egolatría (¡hay que ver cuánto narcisista hay suelto!) critica con saña sospechosa y poco oportuna desde un punto de vista literario.

La mano que da de comer, por supuesto, queda indemne. La aparente autocrítica del escritor profesional y el humor sobre la “comedia” del mundo editorial son inocuos; al fin y al cabo, el sistema funciona bien para los que están dentro, y hay que disfrutarlo a pesar del cotidie morimur. No hay nada parecido al coraje no sólo ya de Annie Ernaux, que parece ser otro de los modelos de Vilas, sino de otros escritores de lengua española que han convertido en tema literario la digestión del éxito literario, como hizo en 2002 otro escritor tenazmente ombliguista, Fernando Vallejo, en La Rambla paralela, una obra mucho más visceral y menos ansiolítica.

Hay, sí, aforismos resultones (“respeta a un suicida porque el suicida es un Dios de la vida”), momentos de prosa poética efectistas y efectivos y puntos de vista lúcidos, sobre todo cuando el personaje Vilas esconde un poco lo que podríamos llamar su “metavanidad”, es decir, su vanidad de desmitificarse a todas horas. Pero, en conjunto, como producto final de todos los componentes ensamblados, como concepto literario, pierde buena parte del crédito acumulado con Ordesa y ofrece poco más que un manual de autoayuda para escritores con mala conciencia, o para profesores de bachillerato necesitados de textos para preparar la Selectividad. Se podrá decir que es mi envidia la que habla, debilitando mis argumentos (otro día contaré cómo conocí a Vilas precisamente en una de esas ferias del libro a las que él acude de forma rutinaria y yo, en cambio, no, y de las que habla también en la obra). Pero creo que hay, objetivamente, dos peligros en que este libro reciba tanta atención: uno, que pasen inadvertidos otros interesantes ejemplos de literatura del yo menos redundantes y acomodados, como Autocienciaficción para el fin de la especie, de Begoña Méndez. Y dos, que los lectores incautos y soñadores se tomen el existencialismo descafeinado de la obra como un ejemplo de malditismo en nuestro tiempo y crean que Vilas es el modelo de escritor atormentado que necesitamos hoy, el Pessoa o el Kafka de estos tiempos líquidos. La literatura es riesgo, dice Vilas, y también en eso yo podría estar de acuerdo. Pero en este libro no veo el riesgo en ninguna parte.