LAS DOS BARAJAS
Pola Oloixarac, enfant terrible de Puan (la influyente Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, que inspiró la divertida película homónima), empezó fuerte en la competencia literaria del nuevo siglo con la sátira culturalista de Las teorías salvajes (2008) y no le costó encontrar un hueco en el joven panorama literario latinoamericano post-Bolaño, necesitado de perfiles carismáticos y desafiantes. El mundo académico también entró entonces en el juego, consciente de que la escritura de Oloixarac, irónica y pedante a la vez, daba para muchos papers. En menos de veinte años, las cosas han cambiado bastante, y yo diría que el fenómeno de la narrativa de terror y violencia de las novísimas escritoras argentinas ha dejado a Oloixarac en un relativo segundo plano, como a otros muchos (y muchas) que parecían tener una posición de vanguardia más o menos segura gracias a Granta e inventos similares.
Necesitada, tal vez, de renovado protagonismo literario, Oloixarac ha probado ahora con un tema delicado y polémico en el que poner a prueba su conocida capacidad para ganarse adversarios (ya demostrada con el kirchnerismo, por ejemplo): el poder del wokismo y la cultura de la cancelación. El tema hierve de tanta actualidad, desde luego (Rubiales, Errejón...). Los/las herejes contra la cultura woke y el feminismo más radical poco a poco están encontrando su nicho de mercado (en España ya se está encargando de ello el provocador más previsible, Soto Ivars), con un público lector que, con más argumentos o menos (o ninguno), piensa que la lucha contra la violencia de género está creando también una nueva tipología de víctimas, masculinas esta vez, y que es necesario que se rompa el discurso supuestamente hegemónico sobre el tema. En ese grupo de disidentes se mezclan machirulos defensores del Antiguo Régimen sexual con escépticos procedentes de la vieja izquierda que desconfían de la moda woke y rechazan los abusos de la corrección política, e incluso no pocas feministas en desacuerdo con algunas derivas del movimiento pero que tienen temor a ser consideradas traidoras a la causa. La batalla simbólica sobre el tema, sobre todo en redes sociales, es muy agresiva y militante. Abunda la pasión justiciera y eso, entre otras cosas, ha expandido tanto la imagen de los hombres como minoría oprimida que necesita portavoces valientes —y Oloixarac se ha ofrecido a ello— como la idea, evidentemente falsa, de que se han invertido de manera absoluta los roles históricos que han constituido el patriarcado.
Con esa intención de meterse sin miedo en la querella sobre la violencia de género, en Bad hombre nos encontramos con que Oloixarac narra (luego hablaré de los otros problemas de género de esta obra, los estrictamente literarios) una serie de casos supuestamente reales de hombres cancelados sin motivo en el mundillo literario o académico. Digo supuestamente porque, por lo que parece, los nombres están modificados. Se trata de bad hombres (el título proviene de una mamarrachada de Trump), hombres con sus defectos e incluso con sus micromachismos, sí, pero finalmente indefensos ante el poder que una denuncia anónima sin garantías legales puede proporcionar a enemigos/as y rivales movidos por el fanatismo o el rencor. La propia Oloixarac también se incluye en el grupo de víctimas y siente que ocupa "el lugar de un hombre", al ser atacada por una antigua compañera que intenta perjudicar su carrera literaria con una acusación sin fundamento. Oloixarac critica así los excesos antijurídicos y oscurantistas de movimientos como el MeToo, sobre todo en entornos puritanos (en Estados Unidos, naturalmente), en los que la competencia profesional y los egos pueden generar manipulaciones torticeras de las causas éticas. A la autora le interesan sobre todo (y eso es lo mejor del libro) los mecanismos sociales y psicológicos de la venganza: de dónde procede en última instancia, cómo se genera y transmite, con qué resorte nace, sea íntimo y sexual, o material y político.
No es nada estrictamente nuevo; el debate sobre el tema es habitual hoy y es perfecto para todo tipo de oportunismos y polarizaciones. Oloixarac, hay que decirlo, no niega la violencia de género a la manera de cierta basura ultraderechista que todos conocemos; ella se sitúa en un feminismo liberal, opuesto radicalmente, eso sí, a Cristina Fallarás o Irene Montero, por ejemplo. Su problema, diría yo, es de foco: focaliza los casos particulares y tiende a convertirlos en norma minimizando los problemas estructurales, como si hubiera homologación entre hombres maltratados y mujeres maltratadas. Solapa sin más los errores del movimiento con los principios del mismo, con lo cual tiene razón en lo micro y no la tiene en lo macro, por decirlo de alguna manera. Y, sobre todo, parece ignorar o ser indiferente a los usos más o menos espurios que ciertos medios y organizaciones reaccionarios pueden hacer del libro para negar lo que otros libros (pienso en El invencible verano de Liliana, que comenté aquí) han puesto de manifiesto con valentía y esfuerzo.
Pero no voy a seguir por ahí, porque tengo miedo de autocancelarme. Lo que a mí me interesa aquí es eso tan añejo de la literatura. En ese sentido, qué duda cabe que toda literatura es política; pero tengo claro también que no toda política es literaria y que la opción de Oloixarac presenta otras complicaciones más allá de de su intento de frenar cualquier dogmatismo feminista. El problema es el mismo de tantas obras que ya he comentado: la pérdida de autonomía de la literatura en aras de una hipotética hibridación. Todo es ficción pero a la vez todo es real en esta obra, nos sugiere Oloixarac. Pues bien: llámenme purista, pero es un poco cansino encontrarse con tanta literatura convertida en jersey reversible.
Por supuesto, este libro hay que clasificarlo en la categoría (ya avalada por el Emporio celestial de conocimientos benévolos) de "inclasificables", perfectos para un target comercial amplio. El lector puede encontrar lo que quiera en esta literatura multiusos: no es una autobiografía, a pesar de que el yo de Oloixarac explique algunas de sus vivencias y de que los protagonistas sean amigos suyos; tampoco es un testimonio, ni una crónica ni un ensayo. Es un cóctel de todo. Para colmo, el establishment liberal, siempre atento, le dio una medallita a la autora nombrándola finalista del VI Premio Bienal Vargas Llosa; un premio de novela, como sabemos. Naturalmente, nadie sabe con certeza científica qué es una novela, y en cierto modo nadie sabe ya nada acerca de qué es literario y qué no lo es (así estamos desde hace un tiempo), pero eso no implica que la etiqueta "novela" valga para todo lo que esté narrado. Oloixarac ficcionaliza de vez en cuando en el libro, cuando reconstruye hechos de los que no fue testigo; pero, aparte de eso, poca tensión novelesca se puede encontrar. La función referencial (en términos de Jakobson) ahoga la función poética, y ese es el principal problema de este y tantos otros textos que desconfían de los viejos géneros literarios pero que creen que es muy fácil conseguir crear un artefacto estético solo con la base de esta desconfianza. La invención literaria puede significar muchas cosas; pero la licencia para inventar lo que se quiera jugando caprichosamente con las fronteras entre lo real y lo ficticio tampoco está libre de críticas.
Por ello, porque no es un ensayo ni un testimonio, etc., el libro es disperso y poco orgánico, incluyendo rellenos extemporáneos, como el dedicado a Victoria Ocampo, una figura femenina con la que, al ser de otra época, las comparaciones resultan algo forzadas. Y esa dispersión tiene que ver, sin duda, con la voluntad utilitaria del texto, convertido en pretexto justiciero con adornos poéticos (que le salen bien a la autora, también es verdad). Independientemente de la causa que defiende Oloixarac, llegamos a otro problema: la naturalidad con la que lo híbrido se está convirtiendo en la nueva norma, en la nueva pureza (lo expuse en otro lugar). Como obra literaria, falta en Bad hombre vigor ficcional y sobran licencias literarias para jugar con dos barajas: por eso la obra no arriesga profundizando en las inquietantes ramificaciones de las falsas acusaciones (como sí hace, se me ocurre, La caza, de Thomas Vinterberg, por ejemplo). En ese sentido, no es ya un problema solo de Oloixarac, sino de la demanda creciente de textos en los que se busca un formalismo con utilidad extraliteraria pensado para el consumo placentero o para el blanqueo de conciencias. La literatura, con ese panorama, no tiene una esfera propia y no defiende sus propias reglas para distinguirse de otros tipos de discurso, sino que ha sido diluida entre la logorrea de nuestro tiempo. Ese no es el problema más grave y delicado al que remite (con razón o sin ella) Bad hombre, pero puede ser el tema crucial de la literatura actual.

