"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 8 de mayo de 2016


1986

Propuesta imposible de sinopsis para un episodio de esa curiosa (por lo absurdo, básicamente) serie titulada El Ministerio del Tiempo, que está gustando mucho a todos menos, creo, a los historiadores de verdad: “unos malvados agentes poscomunistas y anticapitalistas, resentidos con la evolución de la literatura española de la era democrática, quieren viajar a 1986 con el objetivo de impedir que Juan Benet redacte un manifiesto con firmas de intelectuales para pedir el voto afirmativo sobre la permanencia de España en la OTAN. En realidad, no sólo quieren que Felipe González pierda el referéndum y se vea obligado a dimitir, poniendo en peligro la modernización socialdemócrata del país: lo que intentan conseguir los oscuros agentes del Mal es reconducir la cultura española para evitar la concentración en torno al poder político y económico y mantener así una vanguardia intelectual y artística de tipo crítico. Creen que es la única manera de conseguir que la literatura española no claudique ante las exigencias cada vez más tentadoras de la economía de mercado. Los agentes del Ministerio tendrán que proteger a Benet, en especial, cuando trata de conseguir la decisiva firma de Rafael Sánchez Ferlosio”.
En realidad, los regresos al pasado y los bucles temporales que tanto nos ha vendido la cultura cinematográfica estadounidense y que ahora imitamos me resultan profundamente aburridos, pero admito que en alguna de mis novelas inéditas (léase fallidas) intenté, sin recursos fantásticos, situar un capítulo en 1986 con la intención clara de encontrar claves en ese año que compensaran la fascinación reiterativa y monótona por 1981 y el 23-F, de lo cual ya hablé en otra ocasión. Para muchos de nosotros, el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN fue una cala decisiva de la educación político-sentimental. Aprendimos cómo funcionan las batallas propagandísticas en la era democrática y entendimos cómo el pragmatismo empezaba a convertirse en un nuevo marco cognitivo para el español medio deseoso de sentarse en el banquete europeo. Y, sobre todo, aprendimos a perder; porque desde entonces hemos perdido una y otra vez.
Retrospectivamente, podríamos ajustar cuentas con los compromisos adquiridos por los intelectuales y artistas en aquella ocasión fundamental, que supuso más riesgos para Felipe González que el mismo caso GAL, pero comprobar hoy los firmantes de los manifiestos a favor y en contra de la permanencia es un ejercicio curioso que puede deparar más de una sorpresa. Recordemos, por ejemplo, que el líder de la Plataforma Cívica para la Salida de España de la OTAN era ni más ni menos que Antonio Gala (antes de ganar el Planeta, por supuesto).
Es igualmente tentador comparar la actividad de los intelectuales en aquella ocasión con el “No a la guerra” en los años del aznarismo, al tratarse de dos movilizaciones muy visibles y con muchos nombres célebres involucrados. Pero creo que la de 1986 tiene mucha más trascendencia y tal vez ayuda a comprender algunas dominantes culturales de la democracia española. En 1986, los intelectuales anti-OTAN hicieron causa común con el Partido Comunista de España frente a la posición infiel del PSOE. La tremenda derrota de ese frente confirmó que el PCE era un barco que se hundía definitivamente y que había perdido toda la fuerza de atracción que tuvo durante el antifranquismo, por lo que se hizo evidente para muchos que había que buscar nuevas compañías.
No creo que haya prueba mejor de la intemperie en la que quedó la izquierda no socialdemócrata, ya sin liderazgo social, arrinconada por la mayoría absoluta del PSOE y su creciente poder cultural, un poder dedicado en buena medida a fomentar la amnesia colectiva y el europeísmo enfático. No se trata únicamente de la caída del comunismo como doctrina y programa, sino de algo más sutil y menos dogmático: de la devaluación de una específica idea de la cultura como vanguardia crítica e impugnación, como riesgo y problematización, y todo en favor de un nuevo pacto entre autores y público con la imprescindible mediación empresarial. El desprestigio del radicalismo político tuvo así su correlato en el desprestigio de la audacia propositiva sobre todo en literatura, de modo que se confirmara la ilusión de verdad del Welfare State y sus idolatrados consensos.
¿Cómo no relacionar ese declive de la cultura crítica en los ochenta con la progresiva y cada vez más abierta aceptación por parte de muchos escritores e intelectuales de las reglas del mercado y con la política de recompensas simbólicas y materiales que empezaron a recibir por parte de instituciones de todo tipo? El cambio de expectativas lectoras, potenciado por una industria cultural creciente y sabrosa y por la crítica cómplice, se legitimó con la coartada europeísta y generó una inflación de literatura con pretensiones posmodernas, ávida de sumarse al tren de la Historia ganando lectores y no perdiéndolos con textos problemáticos, amargos, indigestos o pesimistas. De Beltenebros, un crítico (y uno de los mejores) llegó a decir que sería la novela policíaca que Borges hubiera escrito de haberse dedicado a la novela. Y no hablemos de la fatuidad de inventos como la “Generación X”.
Se trató, en pocas palabras, de negar cualquier posible indicio de decadencia cultural y practicar al mismo tiempo la más clara homología: si el país y su economía progresaban, su literatura también debía hacerlo, y además anunciarlo de la manera más orgullosa, porque en esa literatura la nueva sociedad podía reconocerse a sí misma felizmente moderna y libre. Lo contrario sería, en cierto modo, ir en contra de la nueva lógica democrática, al desajustar la recién inaugurada y modélica sinergia entre ciudadanos libres, empresas, poder político y escritores. En la zona de nadie, resistiendo, quedaron Vázquez Montalbán, Juan Goytisolo y algunos pocos más (quizá algunos Soldados Desconocidos a los que no he leído y que están enterrados en el subsuelo del canon).
No quiero con ello decir, como hacen algunos casi siempre con seudónimo, que no haya obras valiosas en la literatura española de la democracia. Lo que siempre me ha preocupado es la tendencia centrípeta, homogeneizadora, conformista en último término, que, entre otros muchos efectos negativos, ha convertido la natural aspiración del escritor a la profesionalización en el modelo más respaldado y glorificado de comportamiento literario; esa tendencia tiene consecuencias evidentes sobre las que los críticos –mucho más que los lectores convencionales-, deberían reflexionar, manteniendo siempre la actitud vigilante y selectiva y conteniendo en la medida de lo posible la voracidad sin límites de las oligarquías, sean culturales o políticas o las dos cosas a la vez. Pero ese el gran déficit que seguimos arrastrando: no tanto la calidad de los textos en sí, como la pobreza del debate sobre los valores literarios. Un debate que en otras décadas fue vigoroso e incluso fanático, pero que en la España de la democracia ha sido esporádico, superficial y, por qué no decirlo, cobarde.

(Un planteamiento más extenso sobre éstas y otras cuestiones cercanas, aquí.)

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