"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 11 de noviembre de 2018


REFLEXIONES SOBRE LA INTRIGA NOVELÍSTICA EN LA ERA DIGITAL

(Esta es una versión aligerada -sin notas ni bibliografía- de un trabajo de reciente aparición incluido en el volumen: María Victoria Utrera Torremocha, coord., Pensamiento, ficción e intriga literaria en la narrativa contemporánea. Sevilla, Universidad de Sevilla, 2018, pp. 133-152).

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Admitámoslo: a fecha de hoy, quizás la intriga más importante de todas las nuevas ficciones que circulan por la cultura global, la que más seguidores tiene pendientes en todo el mundo, es la que se centra en saber qué pasará con los Siete Reinos de Poniente, es decir, si realmente la casa Targaryen derrotará a la casa Lannister y la Khaleesi se unirá con el siempre milagroso y afortunado Jon Snow. Me estoy refiriendo, naturalmente, a Juego de tronos, la famosa serie de televisión basada en la serie de novelas de George R. R. Martin que se ha convertido en un fenómeno mundial amparado por los medios de comunicación de masas y las nuevas tecnologías, y que suele terminar cada temporada con una reducción implacable de personajes y con la creación de nuevas incertidumbres a partir de situaciones a medio camino entre lo fantástico y lo sangriento.
Hablo de términos cuantitativos y no cualitativos, porque se trata de un producto cultural de impacto global que empequeñece, en costes de producción y beneficios mercantiles, a cualquier best-seller literario y no digamos a la literatura con pretensiones de exigencia estética. Las magnitudes estructurales de estas series de televisión, además, están creando una amplificación de lo que entendemos por intriga, puesto que la complejidad técnica de este tipo de producto obliga a esperar prácticamente un año para conocer el desenlace, o para seguir postergándolo, lo cual todavía es más jugoso en términos económicos. A ello hay que añadir que la propia naturaleza comercial de las nuevas teleseries tiene otras consecuencias menos decorosas, puesto que la dependencia de los niveles de audiencia puede perfectamente provocar que muchas se cancelen después de una o dos temporadas dejando sin concluir la mayor parte de sus tramas y sin resolver los enigmas iniciales con los que se captó astutamente la atención del espectador. Ejemplos de esa situación hay muchos y no voy a detallarlos porque me alejaría del tema que aquí realmente me ocupa, que no es otro que los dilemas que la intriga novelesca tiene planteados en la situación actual, dilemas que las nuevas tecnologías y los cambios en el mercado cultural han provocado y están provocando de forma acelerada y muchas veces imprevisible. En otras palabras: se podría decir que hoy existe lo que llamaríamos una “presión intermedial”, especialmente en la creación de intriga y suspense, que quizá obligue a algún tipo de replanteamiento de los aspectos técnicos del arte de novelar y también cambie algunos mecanismos de recepción lectora o el mismo horizonte de expectativas.
Desde luego, no me interesa contribuir a la dignificación de Juego de tronos, ante todo porque para eso ya hay miles de fanáticos exhaustivos y minuciosos en sus análisis y en sus homenajes muy a menudo fetichistas. Pero, como demuestra el caso de Vargas Llosa, hay que ser prudente a la hora de criticar la “civilización del espectáculo”, porque nunca se sabe cuándo vas a acabar en la portada de las revistas del corazón. Creo por eso que incluso desde los propios estudios literarios hay que prestar una cierta atención a la popularización de conceptos y términos que influyen hoy en el consumo de ficciones, sean literarias o audiovisuales, sin que esa atención suponga una vergonzosa claudicación ante formas culturales de consumo masivo. Hablo de términos casi siempre en inglés, como cliffhanger, mcguffin y spoiler. Independientemente de la alienación puramente lingüística, la extensión creciente de los términos, sobre todo el último, revela la generalización de prioridades lectoras indisolublemente vinculadas con las nuevas tecnologías de la sociedad del ocio, pero también con la lógica economicista de nuestro tiempo y con sus prácticas, cada vez más expandidas y penetrantes. Podríamos pensar que la autonomía literaria se mantiene indemne frente a esos cambios, pero me da la impresión de que eso es ya más un desiderátum que una certeza.

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No cabe duda de que la ficción televisiva está perdiendo su estigma subcultural hasta el punto de que incluso el filósofo Slavoj Zizek se ha tomado la molestia de analizar una serie como The Wire. De hecho, la gran capacidad narrativa de las series seduce cada vez más a muchos creadores de novelas, aunque a otros más bien les preocupa, probablemente porque les está arrebatando lectores. No es nada extraño leer en diversos medios comentarios y opiniones en las que se ensalza, con más o menos argumentos, la vitalidad narrativa de las series actuales de televisión y se postula su capacidad sustitutiva frente a cierta tradición novelística caracterizada por la ambición y el poder abarcador, que ahora estaría en decadencia, entre otras cosas por el exceso de referencialidad y el déficit de imaginación, que conduce a “relatos reales”, autoficciones y mezclas de literatura y periodismo.
El tema de la intermedialidad está generando, como era de prever, un creciente debate crítico en los estudios literarios y es ya más importante de lo que puede parecer a primera vista, sobre todo si pensamos en la reciente polémica sobre el premio Nobel a Bob Dylan, noticia que ha implicado un reajuste muy visible e intencionado del concepto de literatura que a algunos les parece herético pero que inevitablemente abre nuevas posibilidades difíciles de predecir. No faltan quienes como Alberto Olmos ya auguran un premio Nobel de literatura para los guionistas de The Wire.
En ese sentido, habría que señalar que las posibilidades de artificiosidad narrativa de las series, con intrigas más audaces, imaginativas y sobre todo prolongadas, podrían desbordar algunos de los actuales modelos novelísticos, situándose ahora en una posición dominante, entre otras cosas por la gran cantidad de recursos económicos que generan. En esa situación, los novelistas tienen ante sí un amplio espectro de opciones: desde el encastillamiento desdeñoso y elitista hasta la hibridación con vistas a fecundar nuevos modelos. Podría suceder que, de la misma manera que géneros como el policiaco o nuevas técnicas como el cine han interferido en la evolución de la novela “culta” del siglo XX de diversas formas y en diversos momentos, ahora sea el turno de otro tipo de modelos ficcionales. De hecho, hay que reconocer que la novela policiaca sí goza todavía hoy de evidente buena salud editorial, por lo que podríamos poner en relación este dato con el anterior y de ahí empezaríamos a deducir que en el consumo cultural de la sociedad del entretenimiento la intriga es un recurso privilegiado en el repertorio de opciones creativas, lo que, por ejemplo, puede acabar perjudicando los conceptos más filosóficos o reflexivos de la creación novelística, en franca regresión ante la presión del libre mercado y las nuevas expectativas ideológicas, que han condenado a la obsolescencia muchas teorías del siglo XX sobre la novela como género.
Es un panorama evidentemente conjetural y admito que me puedo perder en vaguedades, pero algunos indicios –en España, por ejemplo– me parecen reveladores de una situación de cambio. Hace décadas sólo algunos pocos como Manuel Vázquez Montalbán, tan respetuoso y tierno siempre con la cultura popular, se ocupaba en El libro gris de Televisión Española de la importancia de los nuevos mass-media y tomaba nota de un primer producto culto de la ficción televisiva, la olvidada pero fascinante serie El prisionero, creada por Patrick McGoohan a finales de los sesenta. Hoy, en cambio, Mercedes Cebrián escribe sobre Verano azul y Javier Pérez Andújar sobre Colombo, y asimismo en la llamada Generación Nocilla y sus aledaños el interés por las series de televisión es bastante notorio, hasta el caso de novelistas y también críticos de televisión como Jorge Carrión o Vicente Luis Mora, a quien debemos algunos de los más lúcidos análisis del tema. La narrativa española está produciendo textos con diversos grados de intermedialidad que ya están siendo analizados por la crítica especializada, como la novela Brilla, mar del Edén, de Andrés Ibáñez, una relectura de la teleserie Lost.
En realidad, no es nada sorprendente: se trata de escritores que reconstruyen su educación sentimental como en otras generaciones sucedió y que por ello asimilan literariamente los repertorios simbólicos de la cultura que les ha tocado vivir. Quizá lo más interesante sea en todo caso la reacción de escritores más canonizados como Javier Marías, que han adoptado una cierta posición defensiva frente al creciente poder de las teleseries y no han dudado en menospreciar en sus artículos el valor de algunas de las joyas de HBO, como son The Wire y True Detective.
Seguramente hay sitio suficiente en el panorama cultural para novelas y series de televisión, como la hay para blogs, tuits y todo tipo de expresiones digitales, pero también podríamos preguntarnos si la creciente cultura del spoiler, es decir, la fascinación actual por el placer narrativo del enigma y la intriga como consumo inmediato y no repetible, puede estar contribuyendo a la pérdida quizás definitiva de autonomía de la literatura y su inclusión en la heterodoxa estructura de la sociedad del ocio, o incluso, si nos ponemos más apocalípticos, a su agotamiento como lenguaje. Sí, la oferta novelística sigue siendo abundantísima, se escribe y se publica más que nunca, y no parece que tenga sentido volver a insistir en la cíclica certificación de la muerte de la novela. Pero esa hipertrofia de creatividad, que ya está desbordando a críticos e instituciones literarias, está siendo sometida cada vez más a reglas de competencia capitalista que tienden a seleccionar y promocionar los productos más fácilmente consumibles y por tanto sustituibles.
Como digo, el fenómeno me parece especialmente relevante en un país como España, cuyo sistema literario ha vivido desde la Transición un proceso evidente de industrialización basado en un nuevo pacto entre autores, editores y lectores para generar un alto consumo; un pacto en el que la mercadotecnia ha aprovechado eficazmente determinadas técnicas y modelos narrativos, lo que ha supuesto una amplia lista de éxitos comerciales que van desde Arturo Pérez-Reverte y Javier Cercas a Matilde Asensi o Ildefono Falcones, por poner ejemplos diversos. La política de concentración empresarial y los oligopolios editoriales generados han fomentado, con la complicidad de una crítica literaria dócil, el triunfo paulatino de una literatura despolitizada y desproblematizada en la que los recursos narrativos más comerciales han funcionado como efectivo reclamo. Un caso especial sería el de la novela policiaca con casos como los de Alicia Giménez-Bartlett o Lorenzo Silva, aunque también habría que recordar la aproximación particular a ese género llevada a cabo por uno de los autores que mejor ha fusionado consumo y valor estético, como es Eduardo Mendoza. Por ese motivo, en pocos países como en España ha sido más claro el acercamiento entre el polo comercial y el polo estético para dar lugar a lo que algunos llaman, con acierto, “literatura de aeropuerto”, que en este país tiene una posición que podemos calificar de hegemónica.
Visto así, se abrirían ahora dos posibilidades hasta cierto punto paradójicas: por un lado, esta evidencia supondría el triunfo de la adaptación de la novela a las condiciones cada vez más absorbentes del mercado y de la búsqueda afanosa de público lector, pero, por otro lado, supondría el riesgo de que precisamente en este momento en el que la “alta” literatura –tomemos el concepto cautelarmente– es más comercial, sea suplantada o destronada como forma hegemónica de contar historias por la ficción televisiva –como ha intuido, entre otros, Juan Francisco Ferré–, lo que la dejaría en una nueva intemperie ante la cual no está clara la salida, ni siquiera en términos de lo que sería el medio físico, ante la creciente importancia de internet y los smartphones.
De cualquier modo, me parece que una comprensión de ese problema actual exige profundizar en la evolución histórica tanto de las técnicas novelísticas como de la relación del novelista con el mercado editorial y los lectores. Sería interesante reinterpretar, por ejemplo, qué ha significado históricamente un recurso como la intriga para la literatura en lengua española (entendida esa literatura como un mercado compartido, como es ahora y fue en varias ocasiones a lo largo del siglo XX); más exactamente, cuál ha sido la función de la intriga como procedimiento narrativo a lo largo del tiempo. Tal vez esa relectura nos ayude a diagnosticar mejor la función que tiene actualmente y a plantear, si realmente es lo que queremos, una toma de posición para el futuro frente a esa “presión intermedial”: ¿es posible y sobre todo deseable hoy una resistencia literaria que no quede convertida en producto minoritario y elitista? ¿Es posible, en la sociedad digital, tan veloz y estresante, preservar la complejidad estética y alcanzar y mantener a la vez un amplio rango de lectores? El asunto no es, desde luego, fácil, y puede ser la encrucijada literaria de nuestro tiempo.

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Por supuesto, podríamos remontarnos al Quijote y al famoso inicio del capítulo IX de la primera parte, e incluso podríamos ir mucho más allá y recordar, como hace García Márquez, que Edipo rey es la primera historia policiaca, pero creo que sería más adecuado acotar el tema al siglo XX y a lo que podríamos llamar la modernidad narrativa en lengua española. Si el cuento a la manera de Edgar Allan Poe ya entra en la literatura en lengua española con los primeros trabajos modernistas de Horacio Quiroga, mucho más importante será la entrada de la literatura fantástica y la policiaca por la vía argentina en la década de los cuarenta. Me refiero, naturalmente, a la importancia crucial de Jorge Luis Borges, con sus textos críticos sobre el género policial, con sus propios experimentos narrativos en solitario o en compañía de Adolfo Bioy Casares y también con su labor editorial en la colección “El séptimo círculo”. No quiero abundar en temas sobradamente conocidos, pero no me parece viable plantear la diacronía del problema sin prestar el debido respeto al modo en el que Borges, y en menor medida Bioy Casares y aun José Bianco introdujeron nuevos modelos narrativos, con lo que ello significaba de afrenta a la doxa regionalista de raíz decimonónica que aún imperaba en la narrativa latinoamericana.
El camino abierto por Borges en su defensa del género policiaco abrió una tradición argentina del tema muy fructífera como sabemos, pero también anticipó la disolución de la frontera entre “alta” y “baja” literatura que después se consolidaría con la aceptación progresiva de la dignidad de la literatura policiaca. Como sabemos, en España correspondió ese trabajo a Manuel Vázquez Montalbán, aunque haya que reconocer los méritos de otros escritores del género, como el muy popular Francisco González Ledesma y el que quizá sea el pionero olvidado, Mario Lacruz, con su novela El inocente.
Ciertamente, poco tiene que ver la práctica del género que lleva a cabo Borges con la de Vázquez Montalbán. Si Borges prioriza el juego intelectual, Vázquez Montalbán y tantos otros después de él incluyen una dimensión de crítica y análisis de la realidad política, que en España fue especialmente oportuna en el gran cambio histórico de la llegada de la democracia. Esas diferencias evidentes, en realidad, no harían más que reforzar la versatilidad del género policiaco y sus diversas funciones a lo largo de la historia literaria, pero, más allá de lo que supuso como introducción de una tradición básicamente anglosajona, la posición de Borges tiene más implicaciones desde el punto de vista de la evolución de la narrativa en lengua española.
Emir Rodríguez Monegal ya destacó hace mucho la importancia del prólogo a La invención de Morel, de 1940, como manifiesto implícito de una narrativa antirrealista basada más en el artificio novelesco que en el valor de la mímesis. Borges defendía ahí la autonomía de la literatura frente a la pretensión de utilizarla como transcripción de la realidad, y desdeñaba los ideales de la novela realista o psicológica, que él consideraba carentes de rigor e informes. La novela de Bioy Casares, en concreto, desplegaba una “odisea de prodigios” y confirmaba que la novela del siglo XX tiene, frente a la del XIX, más capacidad para crear argumentos atractivos sin necesidad de caer en la presión del realismo, tan decisivo desde las ficciones fundacionales latinoamericanas decimonónicas, por su fuerza representativa y constructora de identidades nacionales.
Borges hablaba de los relatos policiales, fantásticos o de aventuras como “ejercicios de imaginación razonada”, marcados por el rigor técnico, lo que suponía, claro, el enaltecimiento de géneros menos centrales en la tradición literaria hispánica. Pero la defensa del artificio literario frente a la ingenuidad de la mímesis no es en absoluto una propuesta trivial o frívola, como algunos le reprocharon a Borges, por ejemplo Ernesto Sabato, que veía en las abstracciones policiales borgianas poco más que una literatura evasionista. La preocupación por el rigor técnico en Borges tiene también una justificación epistemológica, puesto que la autonomía de la literatura conduce finalmente al triunfo total de la ficcionalidad, lo que ha tenido importantes consecuencias incluso filosóficas. Pero además no podemos desligar la crítica al paradigma realista de la operación global que la narrativa latinoamericana lleva a cabo desde los años cuarenta y en la que se adelanta sustancialmente a la española. Esa crítica al realismo conduce a la desconfianza ontológica y por tanto a la visión problemática de la realidad. No debe extrañarnos, por tanto, que la asimilación de que la realidad del mundo moderno es misteriosa (o contradictoria, como en los casos magicorrealistas) produzca un aumento cuantitativo de misterios en la narrativa, sin que ello suponga en absoluto una concesión popularista o comercial. La clave está en la problematización, es decir, en comprender cómo la técnica narrativa es una solución formal a un ejercicio crítico, lo que evidentemente está lejos de ser una simple –aunque perfectamente respetable– estrategia mercantil a la manera de la literatura más claramente de género.
Es más: a partir de Borges, aunque no sólo por su influencia, diversas formas de intriga y enigma entran a formar parte del repertorio de opciones de una narrativa culta latinoamericana cada vez más tecnificada, que, lejos de trivializarse, se convertirá en narrativa canónica y máximo orgullo de la cultura continental. El desprestigio de la vieja omnisciencia realista abrió el camino a diversas formas de experimentación narrativa sobre el control de la información del narrador, las perspectivas o el orden temporal del relato. Me parece muy importante insistir en la función histórica de esas determinadas formas de intriga que, ciertamente, obtuvieron el respaldo del mercado en los años sesenta, pero que siempre fueron consideradas como parte de un proceso de modernización técnica, es decir, como una forma de progreso: en otras palabras, América Latina tenía una economía y una política subdesarrolladas pero una literatura desarrollada. Este desajuste entre progreso económico y progreso literario es esencial, y me parece una correlación muy distinta a la que ha tenido lugar en España, donde no está del todo claro –o es muy discutible, al menos– si al progreso económico le ha correspondido un progreso literario.
Lo cierto es que la revolución técnica que tiene lugar a mediados del siglo XX en la narrativa de lengua española, heredada en buena medida de los autores del modernism, creó intrigas sorprendentes y nuevas fórmulas narrativas que no provocaron únicamente suspense, sino incertidumbre, que es algo más significativo y valioso. Recordemos por ejemplo el caso de Rulfo en Pedro Páramo: la obra ha sido considerada a menudo como una novela de fantasmas, pero habría que insistir en que está plagada de misterios narrativos gracias al brillante uso de la elipsis (es decir, al control de la información narrativa que en ocasiones podría llegar a la paralipsis) y a la laberíntica estructura temporal, con sus conocidas anacronías. Nadie diría que es una novela comercial o pensada para el consumo masivo, y sin embargo recurre de manera casi permanente al misterio o al enigma, hasta el punto de que incluso muchos hechos narrados son confusos o ambiguos. Nada que ver, por tanto, con la literatura de aeropuerto de hoy.
No será este el único ejemplo que rápidamente podríamos encontrar para recordar determinadas estructuras que fomentan la intriga en el lector y que se basan en técnicas de ocultamiento de información narrativa que funcionaron a la vez muy bien en términos estéticos y comerciales. ¿Acaso no podríamos incluir aquí el caso del propio Ernesto Sabato en Sobre héroes y tumbas? Sí, Sabato critica más de una vez en sus ensayos la condición artificiosa del género policiaco, pero recordemos que inicia su segunda novela con una noticia preliminar que plantea el misterio del asesinato de Fernando Vidal y el posterior suicidio de Alejandra. Ya en El túnel, de hecho, había jugado con las convenciones del relato policiaco, desmontando desde los primeros capítulos el enigma sobre la víctima y sobre el asesino, y centrando de ese modo el misterio en las motivaciones turbias, neuróticas y algo sartreanas que llevan a Juan Pablo Castel a cometer el crimen. Evidentemente, Sabato es seguidor de otra posible línea policiaca que empezaría no con Poe sino con Dostoievski. En Sobre héroes y tumbas la intriga sobre la compleja relación incestuosa entre Fernando Vidal y su hija Alejandra funciona como misterio creciente que es esencial en el aprendizaje existencial del joven Martín del Castillo, con lo que el enigma criminal se incorpora al bildungsroman para crear una novela compleja con pretensiones filosóficas pero que, no hay que olvidarlo, tuvo un importante éxito de ventas.
Apenas dos años después, tenemos el caso de la primera novela de Vargas Llosa, La ciudad y los perros. El interés de Vargas Llosa por determinados géneros novelísticos como el de aventuras o el policiaco, desde Alejandro Dumas a Stieg Larsson, es bastante conocido y el novelista peruano lo ha confirmado a menudo, pero quizá valdría la pena insistir en que su primera novela está centrada en torno a un crimen en el microcosmos del Colegio Leoncio Prado: se trata del asesinato del Esclavo. Sin embargo, a pesar de que cualquier lector saca sus conclusiones detectivescas, el asesinato no queda plenamente esclarecido, porque una vez más la información narrativa es limitada o incluso obturada en ocasiones a través de la compleja operación estructural del discurso narrativo. Nuevamente, el ejercicio técnico de combinación de focalizaciones, lejos de proponer una visión objetiva y transparente de la realidad, apunta a una problematización previa de la misma, sólo que en este caso utiliza recursos de raíz faulkneriana y prescinde de la fantasía o de cualquier elemento mágico, a diferencia de Rulfo o Sabato.
Y aun podríamos completar este repaso rápido recordando otro ejemplo de virtuosismo narrativo en torno a un crimen, como es el muy conocido de García Márquez en Crónica de una muerte anunciada. En cualquier caso, se trata de ejemplos de una actitud muy concreta hacia la intriga, una actitud más epistemológica, diríamos, que encontró en la renovación técnica el utillaje perfecto para desautomatizar la percepción de la realidad y de paso romper con una tradición realista visiblemente agotada. En estos casos y en otros que seguro podríamos añadir se produce por tanto una dignificación estética de los mecanismos de intriga: el novelista capta la atención del lector con una serie de misterios –lo que evidentemente le sirve para obtener un público potencial más amplio–, pero la técnica está al servicio de una comprensión de la novela alejada del arte de entretenimiento y arraigada en las necesidades de renovación interna de la propia estética narrativa.
La posmodernidad, como sabemos, descentralizó muchas ideas canónicas sobre la literatura culta y hegemónica y favoreció, entre otras cosas, el prestigio creciente del género policiaco, por ejemplo, hasta llegar al llamado neopolicial de hoy. No desapareció, por supuesto, la literatura de gran complejidad, y ahí tendríamos a Bolaño entre otros muchos, pero me parece que cierta comprensión del enigma como forma y contenido al mismo tiempo sí se ha trivializado o asimilado por la fuerza del mercado, que ha atenuado la dimensión crítica y cuestionadora que la percepción del enigma podía tener para autores convencidos de que la novela es un oficio, sí, pero también una forma de crear una imagen novedosa del mundo. ¿Qué hacer en estos casos? La sociedad digital tal vez esté creando nuevos circuitos de comunicación literaria a través de la red, pero mientras tanto el poder voraz del mercado se agiganta. Algunos como Javier Marías potenciaron los primeros párrafos de algunas de sus novelas para tratar de captar la atención lectora y así retenerla para sus largas digresiones posteriores, pero no me parece que Marías represente en modo alguno ese tipo de novela que aquí defiendo (y lo hago con una carga de subjetividad que tampoco quiero ocultar), basado más bien en la capacidad de la intriga para desvelar progresivamente el pulso oculto de la realidad e introducir al lector en ese conocimiento nada fácil ni cómodo.
Debería haber otras opciones de usos legítimos de recursos como la intriga sin necesidad de rebajar el nivel de complejidad del texto narrativo para hacerlo más digerible y en última instancia consumible. Creo que esa receta sigue siendo válida hoy, desde mi modesta experiencia de novelista y profesor de escritura creativa, porque plantea una especie de utopía literaria, de equilibrio perfecto entre el interés lector y la fuerza crítica del texto. Por supuesto, estamos hablando de un modelo de novela que no ha de ser el único, y que, evidentemente, puede ser compatible con otros, pero me parece que al menos plantea la posibilidad de una literatura problematizada que no asuste al lector y al mismo tiempo no incurra ni en el exceso de hermetismo ni en el delirio pedante de la literatura intelectualoide pensada para consumo y disfrute sólo de los propios profesores. Ese modelo de novela con una moderada intriga sería, por tanto, una moral de la forma apta para sobrevivir en el mercado pero sin incurrir en las peores servidumbres que comporta el sistema literario actual. Ya sé que lo que planteo tiene mucho de ideal y algo de quimera, pero creo que uno de los problemas actuales del mundo novelístico particularmente en España está precisamente en la falta de poéticas del género que tengan además una cierta conciencia ideológica que les permita existir en el mercado (puesto que, al fin y al cabo, parece imposible estar fuera de él), pero conservando una actitud crítica, contestataria o polémica.
No tenemos suficiente perspectiva para juzgar la desbordante producción novelística actual, pero voy a intentar por lo menos ejemplificar mi idea con algún texto reciente. Podría recurrir a la novela de Rafael Reig Un árbol caído, que combina de forma eficiente la intriga con la lectura política sin necesidad de recurrir a detectives, pero optaré por una novela que es una de las más extraordinarias de la narrativa latinoamericana de lo que llevamos de siglo, y que sin embargo demuestra claramente tanto los riesgos como los méritos de una intriga que no sea estrictamente policial ni fantástica. Me refiero a la novela Grandes miradas (2003), del peruano Alonso Cueto.

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La novela de Cueto es una denuncia implacable de los abusos producidos en el Perú durante la dictadura de Alberto Fujimori y orquestados especialmente por su hombre fuerte, el macabro y despiadado Vladimiro Montesinos, que es verdaderamente el gran protagonista de la novela. Cueto, por tanto, trabaja con algunos personajes reales y otros ficticios, pero su obra es una extraordinaria descripción del funcionamiento del poder absoluto, en la mejor línea de su maestro y amigo Vargas Llosa y de tantos otros escritores latinoamericanos. La novela es dura, explícita en torturas y crímenes y en la presentación del horror que vivió el Perú durante la última década del siglo. Es, en muchos sentidos, esa novela política que en España ha escaseado durante la democracia, y no únicamente porque hayamos gozado, por suerte, de una democracia más estable y segura que la de la mayoría de los países del otro lado del océano.
Lo que me interesa especialmente de la novela es cómo la intriga se convierte en una estrategia para esa denuncia política. En el primer capítulo, el narrador explica cómo la protagonista, Gabriela Celaya, de la que tenemos una escasa información, pasa los diferentes controles de seguridad hasta estar en presencia del mismísimo Vladimiro Montesinos, con quien va a tener un encuentro privado e íntimo en el que piensa asesinarlo. El capítulo termina con la alusión a la posible arma asesina: “Baja el brazo. Siente el borde de la navaja”. Ahí tenemos un cliffhanger televisivo clarísimo, incluso facilón, podría decirse.
El siguiente capítulo inicia una larga anacronía y sitúa la acción cinco meses antes, para empezar a explicar el motivo que lleva a Gabriela a querer asesinar a Montesinos: el poderoso jefe de los servicios de inteligencia había ordenado el asesinato de la pareja de Gabriela, el juez Guido Pazos, que se había negado a ser cómplice de la intensísima corrupción del gobierno fujimorista. Junto a ese relato, libremente inspirado en hechos reales, conocemos detalles de la crueldad y la inmoralidad que dominaron en el Perú durante ese periodo. No sabremos el desenlace del intento de asesinato hasta el penúltimo capítulo de la novela, el vigesimosegundo, aunque en realidad en este caso el spoiler no es precisamente un problema, puesto que sabemos que Montesinos, para bien o para mal, sigue vivo hoy, cumpliendo condena.
En mi opinión, la intriga con la que empieza la novela es claramente lo peor de la misma: es una anticipación enfática, descaradísimamente pensada para captar la atención del lector, técnicamente simplista y que, además de esquemática, es esencialmente contradictoria, porque sabemos que Gabriela Celaya no puede matar a Montesinos, ante todo porque este no ha muerto en el mundo real y no es probable que Cueto se comporte como Quentin Tarantino en Malditos bastardos al asesinar a Adolf Hitler. Pero esa estrategia algo burda es sólo el anzuelo inicial y, por suerte, no el procedimiento dominante del texto: la demora al resolver el enigma le permite al novelista explorar la compleja realidad de los deseos y las necesidades humanas sin hacer más concesiones al suspense. La novela se compensa posteriormente con la enorme lucidez del análisis y el poder extraordinario de un estilo conciso que practica con mucha originalidad el sumario en términos de tiempo narrativo, pero que es al mismo tiempo capaz de profundizar en los abismos de la conciencia humana y sobre todo en lo universal del deseo de poder y dominio. En ese sentido, Grandes miradas es una novela curiosamente contradictoria, que revela la tentación del escritor actual de recurrir a una intriga muy evidente, que podría considerarse comercial, pero que al mismo muestra la capacidad de redención de ese mismo escritor, que una vez ha captado la atención del lector le ofrece un relato contundente, lleno de otros hallazgos estilísticos y de capacidad interpretativa de lo que es el plasma humano de una sociedad. Enfrentar a una sociedad a lo peor de sí misma no es tarea fácil, y parece moral y estéticamente perdonable, o sea, legítimo, recurrir a un pequeño truco narrativo para garantizar que ese proceso traumático se pone en marcha.
Es decir: aunque la intriga sea a veces un recurso previsible y hasta cierto punto precario, puede incluirse en un proyecto mayor de gran alcance crítico y ese es el mérito de Alonso Cueto, y el que me sirve como ejemplo más o menos actual de una forma específica de entender la novela que puede y debe sobrevivir. La novela así, quizá resista perfectamente la influencia de la voracidad consumista del mundo digital y mantenga indemne su capacidad inquietante y problematizadora. En tiempos de relativismo estético y numerocracia hedonista, de intermedialidad y transmedialidad, quizá esas son las pequeñas victorias que podemos obtener todavía frente al poderío visual y el desfile de actores y actrices atractivos con que nos inunda cada año Juego de tronos.

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