domingo, 22 de septiembre de 2024

 

NOTAS DE HOY SOBRE LA VIOLENCIA DE SIEMPRE


Parece que la competición por el liderazgo del boom de la literatura femenina latinoamericana la está ganando Random House por delante de Anagrama y Planeta, pero no hay que dar la liga por ganada antes de tiempo y la historia de la literatura dictará su propia cuenta de resultados dentro de un tiempo. En cualquier caso, Selva Almada es otro de los activos de la editorial que lidera la liga ahora mismo y No es un río ha sido uno los logros importantes (finalista del Booker Prize, por ejemplo). Admito que ha sido mi primer contacto con la obra narrativa de esta autora argentina y ahora tal vez me convendría leer la primera parte de su trayectoria, cuando publicaba en la edición independiente, es decir, antes de ser absorbida (gozosamente, entendemos) por el Gran Imperio Editorial.

Se trata de una novela con fogonazos de estilo admirables, pero que, en conjunto, ofrece poco material novedoso más allá de un ecofeminismo bastante hipotético. No intentaré una sinopsis, teniendo en cuenta la información fácilmente disponible en la galaxia digital. Baste decir aquí que nos presenta un mundo telúrico y violento, notoriamente patriarcal y vagamente quiroguiano, centrado en un isla imprecisa en la que diversos personajes se mueven sin otro horizonte que sus impulsos y sus rutinas de pescadores hasta que la ferocidad latente se desata. La naturaleza vuelve a tener protagonismo e impone su rigor antropológico frente a la cultura, como en otras épocas literarias americanas. Por suerte, no hay idealización del mundo rural, a diferencia de productos tan decepcionantes como esa reciente cursilada paternalista que es la película La estrella azul, con una visión absolutamente ingenua de la realidad interior latinoamericana. Pero tampoco encontramos una retórica nueva de lo natural; es evidente que eso ya no es fácil, y que la naturaleza de Pedro Páramo (o de Meridiano de sangre) es literariamente difícil de igualar, pero también habría que plantearse los riesgos de caer de nuevo en un cierto nativismo obviando la poderosa tradición transculturadora latinoamericana, que, de hecho, incluye también la obra de escritoras como Sara Gallardo, que en Eisejuaz (1971) ofrecía un mundo rural argentino mucho más inesperado y sugerente que el de esta novela (al menos) de Almada.

Naturalmente, en aquellos tiempos había otras expectativas literarias y un crítico como el brasileño Antonio Cândido hablaba de la importancia de la “conciencia lacerada de subdesarrollo”, entendida como una fase de la autocomprensión del escritor latinoamericano que conllevaba un impulso transformador a la vez en lo social y en lo estético. Más de cincuenta años después, parece que seguimos atascados en esa conciencia de subdesarrollo, exotizando el atraso y la violencia, pero no se ve el impulso transformador por ninguna parte, más allá de algo que está fuera del texto: el éxito incuestionable de la narrativa femenina como nueva vanguardia. En muchos sentidos, América Latina parece condenada a una conciencia “fatalista” de subdesarrollo que corre el riesgo de perderse en una reiteración de motivos y temas finalmente inocuos fuera de las cifras de ventas.

En términos microliterarios, qué duda cabe de que No es un río es un típico producto digerible de nuestra época: saldrán centenares de trabajos académicos de jóvenes investigadores sobre la obra, si no han salido ya. En términos macroliterarios, que son los realmente importantes y están mejor manejados por las editoriales que por los críticos y académicos, no ofrece ninguna disrupción o disidencia que altere el plácido curso de la corriente hegemónica; en todo caso, revela la supervivencia de viejos modelos literarios, modelos que ya no aportan respuestas imprevistas a los problemas que deberían interesar a autores y lectores de hoy. Ni siquiera es sorprendente el toque de ambigüedad fantástica, que en No es un río provoca un final ambiguo y demasiado confuso. Y no acaba ahí la mecanización de cierto tipo de narrativa actual que es también visible en esta novela: algún día habrá que hablar de la proliferación actual de narraciones simultáneas (es decir, en presente), no muy extensas (es decir, fácilmente vendibles) y particularmente de escritoras; sería el caso de Distancia de rescate, por ejemplo, pero también de Boulder, de Eva Baltasar (otra finalista del Booker, por cierto). Tengo una teoría sobre cómo esa decisión diegética tiene consecuencias -porque se relaciona con el problema esencial del punto de vista o focalización y por tanto de la ideología-, pero no hay tiempo de formularla aquí.

En cambio, el otro producto Random House que me ha interesado este verano tiene más interés tanto micro como macroliterario. Se trata de El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, en el que la escritora mexicana reconstruye las circunstancias del asesinato, a manos de un exnovio, de su hermana Liliana, ocurrido treinta años antes, cuando ella acababa de entrar en la universidad. Es una atroz historia de duelo, por supuesto, y parece difícil encontrarle defectos a un esfuerzo de este tipo, bien apoyado sin pedantería en la teoría sobre la violencia de género y con una estructura sencilla pero no monótona. Como literatura sobre el duelo, no tiene la altura lírica y filosófica de Mortal y rosa, por ejemplo, pero el discurso es más sofisticado y creativo que El olvido que seremos, por establecer otra comparación más o menos fácil. Y sobre todo es una curiosa y revitalizadora mixtura de dos géneros que (perdonen la profecía) caminan hacia su inexorable saturación, no comercial pero sí estética: la autobiografía y el policiaco. Frente a los vomitorios literarios en los que tanto escritor de hoy en día recurre al desahogo y el ajuste de cuentas (familiar, literario, afectivo) para rentabilizar calculadamente su frustración y crearse una marca reconocible -piénsese en Ordesa o También esto pasará-, el ejemplo de Rivera Garza implica otra moral de la forma autobiográfica, que no quiero sublimar con el adjetivo “honesta”, pero que sí me parece al menos ajena al lloriqueo y a los niveles de narcisismo de tanto escritor confesional de hoy (sobre todo en la España autocomplaciente). Y el complemento policiaco, a partir de la investigación realizada por la narradora, le aporta al texto esa narratividad fluida y casi amena, si no fuera por lo terrible del tema trágico.

Capitalizar literariamente una tragedia verificable puede generar debates de muchos tipos, y nunca sería mi ideal literario, pero en realidad ese es solo un vector de los problemas que provoca un texto como este, macabramente invencible. Porque no puedo negar que me pareció inobjetable por su fuerza ética: es decir, no se me ocurre cómo podría ser mejor el texto, dónde meter el escalpelo crítico para separar la condición de documento humano y el artificio verbal. Y tampoco tengo claro cómo analizar y/o juzgar al personaje que Rivera Garza crea de sí misma. Se trata, en cierto modo, de un pseudochantaje al lector, que puede quedar (así me sucedió) inerme ante la urgencia de la lectura empática, que subsume todo lo demás en una especie de hipotética perfección. ¿Diríamos que es una perfección literaria? No lo sé, pero en cualquier caso me parece que una obra de este tipo plantea un límite, un grado cero de la escritura actual, ante la cual no es fácil encontrar una posición; un paradigma con visos de futuro de las relaciones entre literatura y realidad. Es en ese sentido que me parece que su importancia, en términos macroliterarios, es mucho mayor incluso que los propios textos anteriores de la misma autora. Puede ser el signo de una nueva manera de plantear literariamente la violencia, pero también puede que empiece a generar imitadores más o menos espurios. Habrá que esperar para saberlo.

 

(Nota final: ¿me iría mejor en la competición literaria si cambiara mi nombre por algo así como Urbano Sánchez?)




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