viernes, 14 de febrero de 2025

 

LA TIERRA NO ES PLANA, ES VOLCÁNICA

Y Mónica Ojeda fichó por Random House; nada sorprendente en esta nueva fase oligopólica que vivimos. Habrá que ver si la escritora se somete, como tantos y tantas, al ritmo de sobreproducción que está dañando gravemente la literatura actual (salvo a César Aira, que va a ganar a todos por agotamiento). En cualquier caso, hay que agradecer que Ojeda no se repita, de momento: la gótica y juvenil anglofilia de Mandíbula ha dado paso a algo más nativista y andino, y seguramente más maduro desde un punto de vista ideológico. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol tiene un título campanudo, desde luego, y eficaz desde el punto de vista mercadotécnico. Pero al menos confirma la capacidad imaginativa de la escritora, muy superior a la de tantos novelistas de hoy que sólo saben recurrir a la memoria. 



La novela parte del contraste entre dos violencias reales y comprobables: la violencia humana de un país, Ecuador, en descomposición sobre todo por la corrupción y el narcotráfico, y la violencia natural de un volcán, el Chimborazo, que es la fuerza esencial de la novela, en la vieja tradición telúrica. Un grupo de jóvenes que huye de esa primera violencia cree encontrar un refugio en un festival musical, bien suministrado de drogas y folclorismos, en la cercanía del volcán. A partir de esa premisa neohippie, uno se teme que resurja el espíritu de Carlos Castaneda, porque los chicos pasan su tiempo entre místicas lisérgicas y arrobos musicales tan ingenuos como previsibles, y son narradores, en los capítulos impares, de su experiencia, en una polifonía bastante monótona. Pero una de las jóvenes, Noa, tiene otro objetivo en su viaje místico: reencontrarse con el padre que la abandonó años antes, Ernesto Aguavil. Y aquí es donde la novela mejora claramente, como historia esencial y arquetípica de una hija que busca a un padre. En los capítulos pares, titulados “Cuadernos del bosque alto”, conocemos, con su propia voz, a ese personaje, que podría parecer, en primera instancia, el típico ecocretino que quiere más a su perra que a su familia. Por suerte, el personaje es más rico, y sabemos que Aguavil abandonó el horror de la ciudad ultraviolenta para refugiarse en el volcán siguiendo las enseñanzas y los valores de su madre, que incluyen la caza y la taxidermia como formas de integración con ese ambiente natural. Es en esos capítulos donde la prosa de Ojeda sube de altura poética, logrando momentos de fuerza lírica verdaderamente interesantes y definiendo espacios tanto afectivos como filosóficos bastante menos previsibles que los de los desorientados jóvenes, que difícilmente van a sacar al país de su desastre.

Quizá sea, por tanto, este un texto mejor por la dicción que por la ficción, ya que en este último aspecto la receta se ve demasiado claramente. En cualquier caso, no se puede negar que la novela tiene algo de belleza volcánica, en su magma de palabras, más convincente que las propuestas de otras escritoras actuales también muy cotizadas. Solo espero que en adelante Mónica Ojeda piense más en otro tipo de lectores: los que ya no somos jóvenes. Porque, aunque somos un mercado en declive, todavía existimos. Y seguramente no estamos para fiestas ni para drogas, pero sí hemos visto de cerca volcanes.




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