LA MARMOTA ESPAÑOLA
Se acabó febrero. Si pocas cosas hay más previsibles para la pedantería
literaria que aquello de abril es el mes más cruel, febrero, en España, es el mes
del 23-F.
No ha sido 2016 el año más intenso a la hora de producir humo sobre el
tema, pero no han faltado, como siempre, los fabricantes de leyendas en serie,
dispuestos a mantener vivos los supuestos enigmas y a deleitarnos con el revival de toda la escenografía. Debemos
estar preparados para 2031, desde luego; si sobrevive, El país preparará un dossier gigantesco, que titulará “Tentaciones”,
o algo así. Con Juan Cruz al frente, seguro.
Javier Cercas, Jordi Évole y tantos otros han mantenido viva la
rentabilidad de la gran epopeya de la España constitucional, sobre todo para un
determinado público que se siente de izquierdas y que necesita de vez en cuando
combustible moral y rápidas lecciones de repaso de pedagogía política. El
revisionismo histórico, en España, es un buen negocio que ayuda a ocultar los
muchos tapujos del presente y a tranquilizar las conciencias. Pero en este
punto creo que estoy más cerca de las nuevas generaciones –podemitas o no- a los que el aplanamiento sincrónico en el que
viven les hace pensar que el mundo anterior a Internet es sólo virtual. En mi
caso, yo sí escuchaba la radio cuando entró Tejero, y aún conservo el mismo aparato
de radio, heredado de mi abuelo. Pero no tengo nada más que añadir. No le veo
más interés narrativo al asunto, después de tanto manoseo y tanta parábola.
¿Por qué ha seducido y seduce tanto el relato del 23-F? ¿Por su complejidad
política, por su ambigüedad multiforme, por su diseño mitológico? ¿Por su
trascendencia y su abismo, acaso? No. El 23-F gusta tanto porque termina bien,
y es un catecismo perfecto para Cuéntame
cómo pasó; terminó sin un solo muerto, y con una feliz democracia
acompañada de movida y reconversión industrial. Tan simple como eso. No es
nuestro Tlatelolco, ni siquiera nuestro asesinato de Kennedy. Tiene algo de Eva
Perón, en todo caso: la afectación que ha generado, por ejemplo.
Es un relato tan absolutamente inofensivo que ya a nadie molesta. Hace
mucho que es inofensivo, de hecho; y, como ombligo patriótico, es perfecto para
la conciencia política española, tan tibia y autocomplaciente desde ese año
hasta hoy. El verdadero relato (la verdadera novela) que está pendiente es
otro: se llama terrorismo de ETA, y a ver quién se atreve.
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