"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 6 de marzo de 2016

LA MARMOTA ESPAÑOLA


Se acabó febrero. Si pocas cosas hay más previsibles para la pedantería literaria que aquello de abril es el mes más cruel, febrero, en España, es el mes del 23-F.
No ha sido 2016 el año más intenso a la hora de producir humo sobre el tema, pero no han faltado, como siempre, los fabricantes de leyendas en serie, dispuestos a mantener vivos los supuestos enigmas y a deleitarnos con el revival de toda la escenografía. Debemos estar preparados para 2031, desde luego; si sobrevive, El país preparará un dossier gigantesco, que titulará “Tentaciones”, o algo así. Con Juan Cruz al frente, seguro.
Javier Cercas, Jordi Évole y tantos otros han mantenido viva la rentabilidad de la gran epopeya de la España constitucional, sobre todo para un determinado público que se siente de izquierdas y que necesita de vez en cuando combustible moral y rápidas lecciones de repaso de pedagogía política. El revisionismo histórico, en España, es un buen negocio que ayuda a ocultar los muchos tapujos del presente y a tranquilizar las conciencias. Pero en este punto creo que estoy más cerca de las nuevas generaciones –podemitas o no- a los que el aplanamiento sincrónico en el que viven les hace pensar que el mundo anterior a Internet es sólo virtual. En mi caso, yo sí escuchaba la radio cuando entró Tejero, y aún conservo el mismo aparato de radio, heredado de mi abuelo. Pero no tengo nada más que añadir. No le veo más interés narrativo al asunto, después de tanto manoseo y tanta parábola.
¿Por qué ha seducido y seduce tanto el relato del 23-F? ¿Por su complejidad política, por su ambigüedad multiforme, por su diseño mitológico? ¿Por su trascendencia y su abismo, acaso? No. El 23-F gusta tanto porque termina bien, y es un catecismo perfecto para Cuéntame cómo pasó; terminó sin un solo muerto, y con una feliz democracia acompañada de movida y reconversión industrial. Tan simple como eso. No es nuestro Tlatelolco, ni siquiera nuestro asesinato de Kennedy. Tiene algo de Eva Perón, en todo caso: la afectación que ha generado, por ejemplo.
Es un relato tan absolutamente inofensivo que ya a nadie molesta. Hace mucho que es inofensivo, de hecho; y, como ombligo patriótico, es perfecto para la conciencia política española, tan tibia y autocomplaciente desde ese año hasta hoy. El verdadero relato (la verdadera novela) que está pendiente es otro: se llama terrorismo de ETA, y a ver quién se atreve.

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