"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 21 de febrero de 2016

PROFESORES

PROFESORES
Ninguna editorial española publicaría –ahora mismo, al menos- este libro del mexicano Gabriel Wolfson, y eso, en estos tiempos, no es en absoluto una crítica, sino un poderoso elogio (aunque Alfaguara, por suerte, ya no es lo que era). No hay en Profesores narcoviolencia, ni dramas de frontera, ni exotismos para lectores boquiabiertos, ni popularismos musicales, ni nada que pueda asociarse a la inmediatez periodística de un país tan proveedor de noticias (malas). Al típico editor español codicioso la obra le resultará desconcertante y poco viable para la cuenta de resultados del negocio. Mejor para Wolfson, desde luego.
Se trata de tres relatos (la “media distancia” entre cuento y novela) minuciosamente poco espectaculares, morosos, reunidos bajo un título más inquietante de lo que parece y que es ajeno a la moda de los títulos-reclamo de abuelos que saltan por la ventana y otros excesos sintácticos. Los personajes, esos profesores, no son seres épicos, sino que se mueven en la medianía (que tan bien conocemos él y yo) de la vida docente, aunque no por eso están exentos de sufrir extrañezas cotidianas. Por si fuera poco, las historias son narradas con una permanente autoacusación narrativa, como si cada frase contuviera una trampa, un retroceso de arma de fuego, una detonación silenciosa que obliga a pensar lo difícil que es contar algo, ahora y siempre.
Gabriel Wolfson es, efectivamente, mi amigo, y uno de los críticos valiosos fuera del poder central de la Ciudad de México. Lo más interesante, sin embargo, es que, siempre que puedo, discuto con él de criterios literarios y me molesta que a menudo tenga razón. Su literatura tiene, también, una poderosa razón de ser, aunque sea muy lejana a lo que yo practico y defiendo. Ha elegido un camino más arriesgado que el mío, desde luego: una vía poshumanista -quiero decir, ajena a las más usuales recetas del humanismo confortable que muchos lectores esperan-, antisolemne, desdeñosa con los placeres más primarios (y, por tanto, comerciales) de la narratividad, así como con cualquier grandilocuencia. Sucede poco en sus relatos, y ni siquiera está del todo claro lo que sucede, pero eso sólo es un defecto para quien esté pensando en la adaptación audiovisual o en el eslogan publicitario. Y Wolfson sabe el valor de la imagen y el valor de las mil palabras. Para mi comodidad de lector, se me ocurre asociarlo con el Piglia de Respiración artificial, sólo que sustrayéndole la urgencia política y dejando la disyuntiva esencial entre el silencio y la palabra. Intuyo también cierta veneración subterránea hacia autores difíciles como García Ponce, aunque quizá me equivoque.
Pero hay también una insólita pureza en esos textos, y hasta diría que hay algo de resistencia, o de repliegue estratégico. Wolfson tematiza la propia forma de contar, y la narratividad llama constantemente la atención del lector. Y creo que ahí hay mucha más resistencia que experimento anacrónico, porque el autor sabe lo que está en juego hoy, más allá de los adocenamientos literarios y los fastos de la literatura del hedonismo. Hoy, el acoso y la presión que la narrativa sufre en la sociedad digital y su mercado están dejando pocas salidas, y una de ellas quizá sea la de Profesores: una narrativa irreductible, genuinamente literaria; traducible, sí, pero inadaptable o intransitiva, reacia a la visualización, a la tecnificación del presente. Donde la palabra impresa recupere su status de centro y el relato, todo su espesor magnífico.
Sospecho que para Wolfson la búsqueda es ya el logro; y sospecho que puede tener razón en su apuesta. Por todo eso, temo mi derrota en el futuro.

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