ATEOS DEL ARTE (1 DE 3)
Llevo tiempo buscando una
imagen o metáfora que resuma didácticamente el estado actual de la literatura y
quizá de todo lo que consideramos desde hace siglos como formas artísticas y
creo haber encontrado una modesta solución a mi problema. Lo conseguí de manera
casual, gracias a una fotografía que se hizo famosa por otros motivos, pero que
para mí tiene un significado que se puede extender sin dificultad. Me refiero a
la fotografía, ciertamente singular y más cómica que dramática, del atasco de
alpinistas en la falda del Everest. La fotografía denunciaba riesgos futuros de
accidentes por un colapso peligroso de aventureros, pero enunciaba también un
sencillo problema de masificación y por tanto de devaluación: ascender al
Everest se ha vulgarizado y ha perdido así una buena parte de su carga heroica.
El resultado de todo ello es que el alpinismo parece gentrificarse pero al
mismo tiempo se banaliza como objeto de consumo insospechadamente fácil, al
alcance de muchos más que en el pasado. Podría decirse que la gesta se ha democratizado
gracias a los avances de todo tipo, y que ese es un signo de progreso
inequívocamente objetivo desde el punto de vista global. Pero también es cierto
que la pérdida del sentido minoritario y exclusivista parece restarle audacia
al proyecto, e incluso le infunde un cariz cómico de cola de supermercado. El
Everest ya no es lo que era, podríamos decir con melancolía convencional.
Yo diría que el
significado de la fotografía puede extrapolarse sin dificultad al terreno del
arte y muy especialmente a todos los géneros basados de una manera u otra en la
ficción. El arte tampoco es lo que era. La competencia para alcanzar el destino
“glorioso” del arte se ha masificado y vulgarizado hasta dimensiones grotescas.
Ya sabemos que nadie lee porque todo el mundo escribe (aunque escriba un
espantoso rap, y perdón por el pleonasmo) y hay en potencia tantos escritores
como entrenadores de fútbol: algunos gremios han sido especialmente pestíferos,
como los presentadores de televisión o los expolíticos metidos a artistas, que
aprovechan su popularidad para sacar unos buenos royalties mientras pudren la
cultura con sus mediocres productos.
Así, asistimos a una
incontinencia artística masiva y todo el mundo cree que tiene algo interesante
que decir (y si no lo publica, se lo tatúa en la piel). El viejo ideal
vanguardista de unir arte y vida se está consumando pero de una forma
inesperada y caótica, como simple corolario de la democracia y la masificación.
La autoedición, los talleres de escritura creativa, los blogs, las redes
sociales, el negocio floreciente de la literatura infantil, las novelas
gráficas, las nuevas series de televisión y los concursos literarios han creado
incluso en un país como España una cornucopia de sedicentes artistas que se
suman a los tradicionales poetas, dramaturgos y narradores. Los bookstagrammers, liendres obsesionadas
por el marketing y pasmosamente ignorantes no solo de la historia de la
literatura, sino de las mínimas reglas de la ortografía, constituyen
probablemente la peste más expansiva, pero, en general, la hipertrofia de
ficciones (y relatos no ficcionales, por supuesto, porque ahora parece que para
algunos la literatura es una rama menor del periodismo o de la historia o, peor
aún, de la confesión de sacristía) ha saturado la demanda hasta el punto de
que, como es lógico, no hay capitales para todos, lo que está generando un
nuevo perfil psicológico de narcisista frustrado que podría incluso dar lugar
sin demasiado problema a un partido político, una especie de PACMA de la mala
literatura.
Al mismo tiempo, la
autodefensa de los artistas profesionales que vivieron las vacas gordas de la
democracia española y que están obsesionados por no perder sus beneficios les
lleva a extremos patéticos en defensa de sus intereses, sospechosamente coincidentes
con los de sus financiadores. Los supuestos defensores de la cultura defienden,
en realidad, su puesto de trabajo, cosa que estaría muy bien, salvo porque a
menudo se olvidan del resto de trabajos de la sociedad y confunden cultura con
profesionales de la cultura. Esos artistas habían logrado lo que parecía el
sueño secular en un país como España: una profesionalización cómoda, que
incluía los truquitos habituales a Hacienda y algunas servidumbres aceptables
hacia los medios de comunicación, sobre todo si eran medios modernos y “de
izquierdas”. Creyeron que su progreso como gremio les exoneraba de morder la
mano que les daba de comer (comer muy bien) y además era un ejemplo del
progreso de la España europeísta, socialdemócrata en lo moral y neoliberal en
todo lo demás, rendida a la veneración de la plusvalía (con un lema implícito:
¿qué hay de malo en ganar dinero?). Las vacas gordas, por supuesto, tentaron
neocolonialmente a muchos artistas latinoamericanos, que desde finales de siglo
XX buscaron en España afanosamente el aroma de un nuevo “boom”. Todo tenía su
lógica, y nadie lo dijo con más acierto que el bueno de Roberto Bolaño -el
último maldito, junto con Foster Wallace- cuando le preguntaron de dónde
procede la nueva literatura latinoamericana: “Viene del miedo. Viene del
horrible (y en cierta forma bastante comprensible) miedo de trabajar en una
oficina o vendiendo baratijas en el paseo Ahumada”(“Sevilla me mata”, Palabra
de América, Barcelona, Seix Barral, 2004, p. 19). No hay mejor síntesis de
la literatura del nuevo milenio, sobre todo en el caso latinoamericano -aunque
en el caso español, yo diría que la mejor síntesis es el glorioso
sketch de Muchachada nui sobre Javier Marías y Arturo
Pérez-Reverte, mucho más lúcido y valiente que toneladas de papers timoratos
e inanes-.
Es cierto que el sistema
literario más o menos institucional (editoriales, críticos, escritores
hegemónicos) mantiene algunos de sus privilegios, pero sus costuras amenazan
con romperse ante la presión de toda una turba de sedientos de egocentrismo que
llaman a las puertas y exigen el reparto de nutrientes artísticos para
alimentar sus almas necesitadas de lo que creen que es trascendencia estética.
La expansión de la sociedad escrituraria está creando una obesidad mórbida de
la cultura, perfecta para el consumo descontrolado pero con el riesgo de una
probable indigestión o incluso una bulimia cultural como la que a algunos nos ataca
de vez en cuando. Además, otros síntomas de la salud cultural también son
alarmantes: la degradación retórica, moral e intelectual de la prensa (tan
visible en España en el nuevo siglo, donde lo mejor para estar informado es no
encender el ordenador o el móvil), la concentración empresarial propia de un
capitalismo que cada vez parece menos salvaje -aunque lo siga siendo- y que
impone sus reglas cada día con más facilidad, la instrumentalización de una
educación a la bolognesa que embrutece con criterios
neoliberales y no humanísticos, la desorientación de una izquierda política
llena de contradicciones y, no lo olvidemos, la docilidad de un mundo académico
atemorizado y precarizado. Volveré sobre algunas de estas cuestiones más
adelante, para analizarlas con algo de calma, pero basta por ahora recordar lo
que significan, si no como distopía, sí al menos como señal de peligro. Por eso
quizá la solución a tanta indigestión cultural radique en hacer metafóricamente
lo que jamás haría yo literalmente salvo por razones de vida o muerte:
someterse a una cierta dieta, desconfiar de la nueva cocina cultural y sus
cantos hedonistas de sirena, es decir, su logorrea.
Porque hay muchos libros
que leer y releer y quizá menos libros que valga la pena escribir o publicar
(quizá estas mismas líneas tampoco). Porque todos nos hemos creído que podemos
ser artistas e intelectuales igual que somos clientes que opinan en la red
sobre un producto recién comprado o la calidad de un restaurante. Porque el
culto al individualismo narcisista está consolidando la fantasía delirante de
que todo está al alcance de todos de la misma manera que todo está
en Google. Y lamento decir que no es lo mismo: información no es conocimiento,
Dulceida no es igual que Emilio Lledó y no todo el mundo sabe de arte. Un youtuber no
se diferencia mucho de los viejos cursos por correspondencia CCC para tocar la
guitarra y no sé quién en su sano juicio se dejaría operar de corazón por un
médico que no haya pasado rigurosos y estresantes exámenes; pero poco importa
eso al parecer, porque la vida es corta y todos tenemos derecho a cumplir
nuestros sueños según este concepto de la vida como carta permanente a los
Reyes Magos. El ciudadano de hoy es poco más que un accionista –es decir, un
inversor- de la vida, y le encanta invertir en el negocio de su arrogancia, en
la construcción de su ego, convencido de que puede consumir lo que quiera y de
que la vida misma es una gran carta-menú para elegir.
A ese sobrepeso cultural
hay que añadir el efecto de las redes sociales, que maximizan la vanidad
intelectualoide y convierten en tumefacto el espíritu crítico. No todo es, por
supuesto, negativo en las nuevas tecnologías de la comunicación; pero el
balance en mi opinión está lejos de ser positivo, o de ser tan positivo como
parece cuando los medios, no entiendo por qué, se hacen eco de los tuits de
cualquiera por su supuesto ingenio o por su relevancia sociológica, como si
fuera ultrademocrático dar voz a los tuiteros. Sin necesidad de insistir en
cutres neologismos como el de posverdad (¿es que no sabemos crear conceptos sin
prefijos adocenados que en seguida se vuelven obsoletos?), parece evidente que
las redes sociales han servido de altavoz para el eructo mental, el
totalitarismo larvario, el grafiti de lavabo y la chulería carajillera de
barra. Algunas veces el nivel sube y se comparte información útil o aparece
algún donaire original, pero lo que más abunda en promedio es el picoteo
discursivo, la fragmentación y la superficialidad de los textos comprimidos o
descontextualizados, el desinterés por las mediaciones históricas del
conocimiento, y en general la atenuación de la siempre incómoda razón crítica,
que se ve sustituida por una alegre razón de consumo en la que el lector
disfruta leyendo a los de su bando y se indigna leyendo a los contrarios.
(continuará)
Comparto enteramente tu análisis, Pablo, y te felicito por exponerlo con tanta claridad y precisión. Un abrazo.
ResponderEliminarMuchas gracias. A ver si algún día lo podemos discutir en persona. Un abrazo.
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