"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 27 de abril de 2024

 ATEOS DEL ARTE (2 DE 3)


            Bloom forever

Un momento: toca respirar hondo. Cuando empecé a escribir esto me prometí no caer en el típico berrinche de los viejos contra las costumbres juveniles y sus nuevas modas. Además, la velocidad de los cambios actuales obliga a ser cautos a la hora de categorizar los peligros y los enemigos. Pocas cosas hay más fáciles e ingenuas que la rabieta contra el presente y contra unos supuestos conspiradores ricachones que controlan nuestras vidas. El cine de consumo masivo lleva décadas (pensemos en James Cameron, por ejemplo) advirtiéndonos de lo malvada que es la codicia empresarial y desde luego no aumentan los votantes anticapitalistas en casi ninguna parte. Hoy son Facebook, Netflix y Amazon, mañana serán otras empresas y otros productos. Tal vez dentro de unos años los nuevos dispositivos tecnológicos hayan creado otras condiciones de producción y lectura de textos, así como nuevos oligopolios (cuando las plataformas empiecen a fusionarse, cosa que sucederá más tarde o más temprano). Yo mismo he tenido alguna vez que tragarme mis palabras: hace pocos años publiqué en una revista mexicana un artículo en el que mostraba mi interés por las nuevas series de televisión como regeneración del vigor ficcional, y ahora –viendo la proliferación de churros interminables en plataformas digitales- no diría lo mismo, ni lo diré aquí.

En otras palabras: el Aquiles antisistema no alcanzará nunca a la tortuga del capitalismo. Porque esa es la palabra clave, una vez más: capitalismo. Pero el problema es aún más complejo y ambivalente; negar algunos beneficios materiales del triunfo del capitalismo puede quedar muy bonito para colgarse medallas de neocomunista, pero es muy poco convincente cuando se hace desde los países del club rico del mundo. La batalla ideológica no ha terminado, por supuesto (nunca termina); pero la defensa razonada, por ejemplo, de una autonomía de la alta cultura -en la que yo creo- frente al relativismo del todo vale y la cultura on demand requiere de una cirugía muy precisa, y los errores se pagan caros, en forma de incongruencia o de soberbia.

No es mi intención, insisto, entrar en el lenguaje apocalíptico de la vieja casta decadente y fosilizada (escritores cipotudos, por ejemplo) que proclama el advenimiento de una nueva Edad Media de barbarie y oscurantismo por la falta de veneración que los jóvenes tienen hacia los héroes intelectuales (con lo que esto significa de pérdidas en derechos de autor). En realidad, todo mi intento en estas páginas es el de proponer una vía alternativa al dilema entre aristocratismo cultural y democracia (o canon y resentimiento, en términos de Harold Bloom), o al menos equilibrar el reparto de golpes entre ambos bandos, usualmente incapaces de hacer autocrítica. Tal vez así podamos articular una mínima resistencia que preserve un legado intelectual de siglos sin ir contra algunos evidentes avances sociales, pero que al mismo tiempo escape a la paradoja por la que determinadas fórmulas “progresistas” están produciendo efectos nefastos de tipo antiintelectual que no se atreven a reconocer, envenenadas por un ambiguo espíritu liberador.

¿Pero por qué necesitamos resistencia? ¿Realmente se avecina un peligro y seremos víctimas del reino de Mordor de la ignorancia y la indigencia intelectual? ¿Acaso van a desaparecer los museos, se va a dejar de leer a Cervantes o escuchar a Mozart o ver el cine de Welles o Buñuel, o va a morir el teatro? A corto o medio plazo, seguro que no; otra cosa es que esos objetos artísticos vayan progresivamente diluyéndose y perdiendo devotos en la feroz competencia con los nuevos objetos de la sociedad de consumo. Recordemos aquí la figura del profeta, Harold Bloom, que auguraba (y buen dinero ganó con ello) que el futuro de la literatura sufrirá una terrible pérdida de valores, aunque esa profecía, en realidad, era coherente con su mesianismo religioso y en general con su mentalidad exclusivista y por tanto dogmática, como ya estudió Josu Landa en su sugerente y poco divulgado ensayo Canon City, una de las más sesudas lecturas de Bloom en lengua española que yo conozco. Debo decir que yo soy canónico moderado, no dogmático; soy más de Casanova o de Moretti que de Bloom, podríamos decir. De hecho, me llama la atención que Bloom pase por alto lo que su admirado Ernest Robert Curtius observó, que la construcción de un clásico tiene también su peripecia y que no siempre debe leerse en clave providencialista: “Dante tuvo que pasar por un período de prueba de seiscientos años y Shakespeare por uno de trescientos años antes de ser reconocidos como clásicos europeos” (Literatura europea y Edad Media latina, vol. 2, p. 823). Y se me ocurren muchas ucronías fáciles y verosímiles en las que alguno de estos clásicos vive otra vida menos gloriosa; por no hablar de cómo Borges agita la coctelera de la historia literaria en “Kafka y sus precursores”.

Con todo, algunos indicios parecen darle la razón a Bloom en su indignación: sobre todo, los syllabi de algunos programas de las universidades estadounidenses, dominados por lo que él llama la Escuela del Resentimiento: Cultural Studies, queer studies, feministas, neomarxistas, postestructuralistas y demás, que cuestionan, en virtud de una aparente voluntad liberadora y justiciera, la validez inmutable de lo que Bloom llama “escrituras laicas”, es decir, las biblias de la tradición literaria: Dante, Cervantes, Tolstoi… y sobre todo Shakespeare. Ese veto a los clásicos por clasistas vendría acompañado por una aniquilación de cualquier Parnaso de bellas letras y por una difuminación de los límites de lo literario, y ya sabemos lo que eso significa: todo puede ser literario y la estética es una fantasía o una simple tradición como cualquier otra, con el mismo valor intrínseco y demostrable que la Semana Santa sevillana o los haka maoríes o la Superbowl. La estética es una construcción finalmente inútil, que perpetúa hegemonías y frena luchas por la igualdad, y que debemos subsumir en el magma cultural sin concederle un estatus especial. En otras palabras: la belleza artística no existe, por lo que todos los gustos son igual de respetables y defendibles. La lucha de clases es sustituida por la lucha contra los clásicos. Así puestos, valdría más la pena estudiar los gustos mayoritarios, que al menos tienen un respaldo estadístico y demuestran lo que gusta más en cada momento histórico. Si la sociedad prescinde de la ópera y se entrega al reguetón, hay que enseñar reguetón en las escuelas y universidades. Es la libertad, es la democracia.

Evidentemente, aún son (somos) muchos los defensores de la estética; el problema, claro, es que están empezando a ver amenazada seriamente su posición y ya no inspiran tanto temor reverencial como en otros tiempos. Lo más curioso es que dentro de los defensores de la estética te puedes encontrar aliados insospechados: la literatura infantil, por ejemplo, lleva tiempo buscando una legitimación estética que justifique su negocio, y, aunque parezca mentira, textos como El Pollo Pepe son hoy defendidos tenazmente porque, a juicio de algunos pedagogos, la literatura infantil existe como literatura, es decir, con función estética y no solo pedagógica. Claro, para que exista el sintagma “literatura infantil” hay que afirmar la parte delicada del sintagma, que es el sustantivo. Así, no pocas voces reclaman ya que Harry Potter suba a la primera división de la liga literaria mundial y se convierta en clásico (¿ganará Rowling el Nobel pronto, viendo la deriva absurda de la academia sueca?).

Fuera del caso esperpéntico de la literatura infantil (que, sin embargo, está atrayendo cada vez más a autores que buscan hueco en el atascado mercado editorial), el rechazo a la existencia de valores estéticos inmanentes puede conducir a una tosca instrumentalización de las obras literarias y en última instancia a un relativismo cultural por el cual no existiría una jerarquía de calidad de las obras, sino que las obras se estudiarían o valorarían por su función y utilidad de acuerdo con un programa extraliterario. La tradición artística “elevada” (determinada casi siempre por intereses de los dominantes) sería así anulada, como todas las fronteras, y todos estaríamos en igualdad de condiciones para opinar o juzgar. Es decir: nos autodeterminamos y construimos la historia de la literatura que queremos (como el género). La historia de la literatura sería poco más que otro contenido de la pedagogía del futuro. Esa demolición del canon podría estar dando lugar a que, en poco tiempo, en las universidades españolas, en vez de Cervantes o Quevedo se estudie a María de Zayas o la monja Carrillo, en vez de García Lorca a Jorge Javier Vázquez o Boris Izaguirre, en vez de Luces de bohemia La que se avecina o el humor de Los Morancos (sé que han sido tema de al menos una tesis doctoral…), en vez de Galdós Carmen Posadas, y en vez del Poema de Mio Cid, La casa de papel. Veremos si esto es caricatura o profecía.

Pero el problema va más allá del debate interno en el gremio literario, que quizá no pueda evitar ser devorado por unos expansivos estudios culturales políticamente correctos e infinitamente adaptables a los caprichos del estudiante consumidor y a las nuevas directrices aparentemente “democráticas”. Es evidente que nunca antes en la historia de Occidente habíamos tenido tanta producción y tanto consumo de cultura, lo que unido al aumento de la oferta escolar y académica y a los nuevos sistemas de comunicación deberían estar creando una sociedad mucho más culta y por tanto intelectualmente libre. ¿Qué es lo que falla entonces? ¿O es que no falla nada, sino que “la libertad es así” y simplemente algunos nostálgicos nos sentimos marginados y hacemos la pataleta?

La batalla para advertir del peligro del relativismo estético sin incurrir en reaccionarismos de raza, clase o género no es, desde luego, tarea fácil, y ni siquiera es evidente que la batalla sea igual ahora que cuando Bloom publicó su famoso libro pesimista (y quién sabe lo que pasará dentro de veinte años). Además, para los que nos hemos considerado históricamente cómodos en la etiqueta “de izquierdas”, ahora nos preocupa enormemente el riesgo de ceder al conservadurismo al menos en un aspecto de la vida. Porque sí, se puede ser progresista en la política y conservador en arte. Relativamente conservador; no relativista.

Muchos grandes artistas de la Historia de la Humanidad me inspiran escasa simpatía humana e incluso desprecio, por lo que he podido averiguar de sus vidas, sus relaciones personales y sociales; estoy libre -creo- del vicio de la idolatría o del concepto carismático del creador del que habla Bourdieu. Pero eso no significa violentar la objetividad histórica ninguneando lo que tipos con los que yo no tomaría una cerveza han supuesto para la evolución de los diferentes lenguajes artísticos. Puede que el mundo de dentro de cien años sea muy distinto y todos -pongo por caso- hablemos chino, o hablemos con lenguaje inclusivo y trans, que es casi como chino, pero Petrarca y Dante seguirán teniendo su importancia histórica como modelos seculares sin los cuales la Historia sería, forzosamente distinta. De ahí a la divinización religiosa que los convierte en Dioses Intocables creo que hay un largo camino.

El canon es discutible y renegociable, desde luego, pero no se me ocurre qué ganamos con blanquear la historia cultural y pensar que conseguiremos un futuro mejor manipulando el pasado y creando un canon a la carta, como si Quevedo o Clarín fueran más culpables de las injusticias de hoy que nuestros actuales políticos y líderes religiosos o económicos. La lucha en el presente no puede ser tan esquemática y binaria como para mutilar el pasado en bien de una supuesta justicia futura sospechosamente puritanista. Hay un término medio posible entre el dogmatismo religioso de Bloom y los nuevos dogmatismos, incluida la espuria idea de que el arte (y el conocimiento sobre el arte) está al alcance fácil de cualquiera: ese término medio solo puede definirse como una autonomía moderada del arte frente a la política, que respete cierto grado de independencia de las lógicas artísticas frente a las interferencias de las no artísticas. En ese punto estoy yo y creo que seguiré durante unos cuantos años.

¿Quién más está conmigo a favor de la autonomía del arte? Ahí tenemos otro problema. Por supuesto, encontramos a una elite que quiere seguir controlando su parcela de poder, académico o artístico; una elite a menudo rancia, insolidaria y profundamente altiva con respecto a la masa y con la que yo no me identifico: profesores universitarios lloricas, mandarines del feudalismo académico, escritores con delirios de grandeza, intelectuales que quieren que se les reconozca y venere a todas horas. En otras palabras: lo peor de la intelectualidad consumida por la sociedad de consumo. Pero ¿quién está en contra de una moderada autonomía del arte? Al parecer, casi todos los nuevos ingenieros (e ingenieras, claro está) sociales que quieren transformar el mundo y consideran esencial desacralizar el arte para democratizarlo (en apariencia) y que cualquiera disfrute de todo y no se sienta marginado en nada. Pero también están aliados con ellos los ciudadanos estandarizados de la sociedad de consumo, cansados de ser tachados de ignorantes y de sentirse inferiores frente a la elite humanística. Son ciudadanos que quieren librarse de sus complejos y defender su derecho a disfrutar sin vergüenza de un premio Planeta o una película de Disney e incluso sentirse artistas y creadores. Y, sobre todo, hay otro sector deseoso de acabar definitivamente con la autonomía del arte y consagrar el mainstream como medida de todas las cosas: los empresarios de la cultura, que sueñan con la victoria definitiva de que la obra más vendida sea efectivamente considerada para siempre y sin dudas como la mejor. No les falta mucho para conseguirlo, viendo la cobardía de determinada crítica universitaria o periodística, que sólo parece pensar en su parte del pastel y que ha claudicado penosamente, celebrando con alegría incomprensible, por ejemplo, que el premio Planeta recompense a los escritores “de calidad”, como si así se consumara el ideal de acercamiento de los polos del campo literario, el económico y simbólico, para armonía completa del sistema, de España y quizá del universo entero.

Visto así, defender la autonomía (relativa, o, más exactamente, relacional) del arte tiene todas las de perder. Pero creo que esa evidencia, lejos de ser desmotivadora, es un motivo para la lucha. Y ahí es donde quizá tendremos que contraatacar con algunas consignas para evitar la soberbia creciente de los antiintelectuales. Aquí va una, muy básica: el arte no lo perdona todo, desde luego; pero tampoco todo es arte. Por ello quizá haya que empezar a marcar claramente algunas distancias con respecto a los beatos/as/es de la izquierda bienpensante y “antihegemónica” (comillas necesarias) tanto como con respecto a los que añoran el Antiguo Régimen cultural; porque hay mucho espacio para moverse y situarse entre dos extremos como Paul Preciado y Marcelino Menéndez Pelayo. Sobre todo porque ambos bandos defienden sus intereses casi siempre materiales y se amparan en un valor supremo para disimular un poco su evidente búsqueda de privilegios en forma de columnas periodísticas, conferencias bien pagadas, premios o cátedras universitarias.

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