sábado, 18 de mayo de 2024

     

       OFERTA Y DEMANDA, UNA VEZ MÁS


Recientemente la Facultad de Filología de la Universidad de Sevilla invitó a Antonio Muñoz Molina. Fue un acto previsible y cordial, que incluyó todos los tópicos del subgénero de la mesa con escritores. No tuve la oportunidad de hablar con el autor (ya pasé la fase de entregar ejemplares de mis novelas a los consagrados); eso sí, le escuché con mucha atención. Dos cosas me resultaron de especial interés: una, la media de edad del público. Casi todos tenían cinco décadas de vida o más; es decir, se trataba de lectores leales desde Beltenebros o El jinete polaco. En cambio, apenas había jóvenes, y debo decir que nuestros estudiantes actuales escasearon. La evidencia sociológica (y académica) me parece reveladora; la comparé con mis propios recuerdos de los años en que escuché en la universidad, sin devoción pero con altísimo respeto, a Francisco Umbral o Rafael Sánchez Ferlosio. Y saqué alguna conclusión sobre los nuevos tiempos literarios: el presente, para bien o para mal (yo diría que esto último), es de Mariana Enriquez. El presente de los pocos que leen libros, claro, no el de los que consumen TikTok.

Lo otro que me llamó la atención fue la respuesta de Muñoz Molina a una de las típicas preguntas ingenuas y beatíficas de esos actos: un lector quiso saber qué era para el novelista la literatura -en síntesis y ni más ni menos-, y el autor de Úbeda respondió sacando el manual: es ante todo el oficio con el que me gano la vida, vino a decir. Una respuesta honesta y sensata, sin duda. Pero que también es reveladora cuando se pone en relación con la última novela del autor, No te veré morir. Porque una novela como esta evidencia, ante todo, el peligro que supone la sobreproducción novelística para un escritor en los tiempos que vivimos, en los que todo el mundo tiene miedo a perder la silla, incluso aunque se haya sido multipremiado.

Es muy comprensible que Muñoz Molina siga satisfaciendo la demanda de sus lectores (de esos lectores a los que me refería, seguramente) y mantenga su marca comercial, pero también es legítimo someter a crítica este último ejercicio literario superfluo y decepcionante, sobre todo sabiendo que la crítica española más rígida (los catedráticos de toda la vida) sigue esforzándose en consagrarlo como un clásico vivo y le perdona todo. Es cierto que aún es posible detectar en No te veré morir las viejas querencias onettianas (las faulknerianas, menos) que situaron bien a su autor en el panorama español de finales de siglo XX -necesitado de narradores virtuosos y a la vez cómodos en un concepto industrial de la literatura-, pero la imagen de agotamiento creativo que transmite la obra parece que sólo puede explicarse por la combinación de dos factores: el ensimismamiento del escritor que ha encontrado su zona editorial de confort y no quiere salir de ella, y la necesidad de anteponer el ritmo de producción al riesgo de la genuina exploración artística.

El título ya genera cierta sospecha, puesto que, a pesar del aval que supone el verso de Idea Vilariño, para el lector incauto puede evocar, por desgracia, los bodrios de Albert Espinosa. La novela gira en torno a la historia de amor entre Gabriel Aristu y Adriana Zuber en tiempos del franquismo; un amor clandestino, porque ella está casada. Los amantes se separan en 1967, cuando él decide abandonar la España subdesarrollada para cumplir con las expectativas familiares y hacer carrera en Estados Unidos, y se reencuentran cincuenta años después, de un modo bastante casual (y poco convincente, debo adelantar). El contraste entre España y Estados Unidos le permite al autor exhibir de nuevo sus conocimientos sobre aquel país, así como ponderar las transformaciones históricas en el nuestro, desde los tiempos republicanos hasta la normalidad democrática liberal pasando por el largo páramo franquista. Pero, más allá de cierta inclinación costumbrista a contrastar hábitos y escenarios, no hay profundidad en la perspectiva histórica ni en el análisis sociológico (el marco liberal, por supuesto, no se problematiza, y poco sabemos del significado de los trabajos de Aristu cerca del poder), puesto que la prioridad del texto es la obsesión por el recuerdo y por lo que pudo ser y no fue, es decir, por la intimidad de los dos enamorados -en especial Aristu- con sus dilemas y sus fracasos a la hora de elegir rumbo. Las ideas políticas son muy secundarias, desde luego, salvo cuando se trata de la por otro lado predecible denuncia de la esterilidad general del franquismo.

El primer capítulo, sin duda el mejor del libro, seguramente gustará a los devotos de Muñoz Molina, puesto que desarrolla ahí sus mejores virtudes estilísticas, con una prosa de párrafos desbordantes que afinan bien los sensores de la intimidad. Pero, asombrosamente, el segundo capítulo rompe por completo con la fórmula inicial y la novela se descoyunta de un modo inesperado, casi digno de un escritor primerizo. Aparece un narrador nuevo, Julio Máiquez, otro español forzado a buscarse la vida en Estados Unidos como profesor de historia del arte, y cuya peripecia es tan incompleta como antipática para el lector, aunque sea indispensable para propiciar el cierre del círculo de los cincuenta años. A partir de ahí, el problema estructural de la novela ya no tiene solución: volveremos a encontrarnos con los amantes, sí, pero ya se ha perdido del todo el lirismo inicial y la sombra del superfluo Máiquez nos acompaña sin que sepamos muy bien para qué, fuera de un poco consistente victimismo de divorciado. Todavía hay momentos de altura técnica, por ejemplo cuando el autor focaliza a través de la asistenta latinoamericana algunos momentos del reencuentro entre Aristu y Zuber, pero la polifonía no funciona (y es que no siempre funciona, como demuestra el caso de Fortuna, de Hernán Díaz) y la novela languidece progresivamente, transmitiendo una imagen global de falta de aliento narrativo hasta un final cuya única virtud es que podría haberse alargado fácilmente.

No es de extrañar, por eso, que la juventud lectora apueste por Enriquez y sienta lejanía por los autores canónicos españoles; la novela de Muñoz Molina tiene algo de finisecular, de fin de siglo XX, con sus miradas transicionales en más de un sentido. Pero, sobre todo, es una novela débil, que parece inacabada, y en la que la incuestionable experiencia narrativa del autor brilla solo por momentos. El sentimentalismo de la novela podría tolerarse si viniera acompañado de más lucidez crítica, pero para ello probablemente sería necesario otro diseño novelístico. Y más ganas realmente de apostar por algo nuevo. De evitar caer en lo que podríamos llamar "literatura de obsolescencia programada".



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