"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 8 de junio de 2024

POESÍA E HISTORIA NO SON LO MISMO


Pienso en la convivencia de los libros en mi biblioteca. Los clásicos no me necesitan -saben que pueden contar conmigo- y por eso no les molesto con mi lectura tanto como antes; simplemente me apaciguan y reconfortan con su presencia, aunque en ocasiones me avergüenza su silenciosa invocación para recordarme lo mucho que me falta por leer. Les respondo que mi tiempo es limitado, y sé que me comprenden, porque ellos entienden mucho del tiempo y sus aristas. Las novedades, en cambio, las pongo en cuarentena y dejo que el fulgor publicitario, las mezquindades capitalistas y los engaños coloridos de las fotos se diluyan. Los libros de trabajo los leo con escaso placer y táctica resignación, a la espera de un sabático que me drene el criterio.

A veces los libros se encadenan y dialogan entre ellos de modos azarosos pero iluminadores. Acaba de sucederme con dos lecturas a la vez sucesivas y casuales: Solenoide, de Mircea Cârtârescu (2018), y El hijo del chófer, de Jordi Amat (2020). Cuesta imaginar dos textos más opuestos y al mismo tiempo, gracias al contraste, más reveladores de las fuerzas en juego hoy en el campo de batalla literario, particularmente narrativo. Por supuesto, una comparación de valores es injusta: los autores no pueden ponerse al mismo nivel competitivo. Pero, a diferentes escalas, sus éxitos de público y crítica han sido significativos (especialmente en Cataluña). Y, sin embargo, proponen dos modelos perfectamente antitéticos: uno “puro”, de gozosa literariedad por ficción pero también por dicción, y otro “impuro”, híbrido o ambiguo, de no ficción supuestamente “literaria”. La pureza significa imposibilidad de la traducción a lenguaje audiovisual, a pesar de que la novela esté plagada de imágenes y que a ratos parezca una exhibición verbal de cuadros del Bosco. La impureza implica transgresión de géneros y, por tanto, cómoda adaptabilidad a otros formatos (cine, televisión o cómic). El modelo puro tiene sus campeones: Lautréamont, Kafka, Borges y, curiosamente, ese Sabato al que los narradores argentinos de hoy parecen ignorar y despreciar (seguramente por culpa del poder póstumo de Piglia). El segundo también tiene sus referentes explícitos: Carrère y Cercas. En definitiva, se trata del conflicto central de la literariedad contemporánea: la autonomía de la literatura frente a lo que se ha llamado posautonomía y que algunos llaman intrusismo (textos dúctiles y fronterizos que suelen ir acompañados de un valor utilitarista que se vende bien). Al final, todo consiste en el conflicto de la imaginación frente a la memoria, individual o colectiva. Espero que no haga falta aclarar cuál es el modelo que yo defiendo y cuál es el que veo peligroso, por mucho servicio social que parezca ofrecer.

Llegué a Cârtârescu con poca información previa y con múltiples prevenciones, temiéndome un nuevo Murakami. No voy a negar sus defectos, que puedo enumerar sin dificultad: niños que hablan como ancianos, una enunciación narrativa a veces confusa por el uso prioritario del presente, cierto abuso del martirologio de escritor y de la imaginería surrealista y kafkiana, y, por encima de todo, el exceso de 800 páginas no siempre infalibles. No obstante, el texto venció todas mis resistencias, contagiándome su desatada exploración visionaria pero sobre todo su confianza en la fuerza problematizadora de la palabra, en su plasticidad para deslizarse por las rendijas oscuras e inquietantes del ser. Como hazaña verbal y apuesta absorbente de faraónica ingeniería narrativa, me parece muy superior a tantas otras que me vienen a la cabeza y que en algún caso ni siquiera pude terminar: La broma infinita, el tostón de Tu rostro mañana o incluso 2666. Hay en Cârtârescu un infrecuente despliegue de recursos narrativos e intelectuales que componen una novela con pretensión totalizadora, casi evangélica. Por supuesto, la idea de novela total es una célebre ingenuidad (defendida, en ocasiones, por novelistas parcialmente buenos), pero no lo es esa filosofía de la composición novelística que incorpora una cierta radicalidad abarcadora de temas y propuestas sin perder el sentido orgánico (por ejemplo, ofreciendo un final rotundo al lector).

Creo, además, que una novela como esta es, curiosamente, deudora también de la experiencia del socialismo, sobre cuya tristeza el narrador se explaya en páginas oscuras y deprimentes; yo diría que la fuerza agónica de la novela a la hora de describir la intemperie cósmica no sería igualmente creíble ni fascinante en el entorno del hedonismo neoliberal que nos domina (por eso no tenemos, ni tendremos, un Cârtârescu en España). El vacío y la depresión socialista forman una aleación literariamente perfecta con el vacío del absurdo existencial y, así, lo sociopolítico y lo metafísico se unen en una lectura integral nada cómoda para el lector. Por eso, detecto cierta afinidad de tipo periférico entre el proyecto de Cârtârescu y algunos proyectos literarios latinoamericanos del boom, surgidos igualmente de esa sensación de déficit, condena y fracaso utópico propia de los países no hegemónicos, o no hechizados por las hipérboles del “estado del bienestar”. La buena literatura emerge del malestar; parece mentira que todavía haya que recordarlo.

En El hijo del chófer también hay malestar, pero, por desgracia, es un malestar provinciano y mucho más superficial. Un desengaño que podríamos formular así: ¿cómo puede ser que los catalanes, con lo buenos que somos, hayamos hecho cosas como estas? La obra es una biografía de un personaje real, Alfons Quintà, periodista poderoso durante una época y primer director de la televisión autonómica catalana, que, ya hundida su carrera profesional, termina penosamente su vida en 2016 suicidándose después de haber asesinado a su pareja. A través de la figura siniestra y llena de resentimientos de Quintà, Amat recorre la historia de una élite cultural y política catalana, desde los tiempos de Pla, Tarradellas y Vicens Vives (es decir, en pleno franquismo), hasta la llegada de la democracia y el largo virreinato de Jordi Pujol. El libro tiene una cantidad asombrosa de información y no cabe duda de que, como biografía, es difícilmente mejorable, o corregible (conozco en persona a Amat y también he leído algunos de sus libros, siempre bien documentados y rigurosos).

El relato de las intrigas, coacciones y pactos en la lucha en esa Cataluña desmitificada y sucia por el poder genera, hay que reconocerlo, una fácil fruición literaria, de tipo novelesco. Otra cosa es la capacidad de sorpresa de todo ese material, estadísticamente infame, sobre el lector. Por supuesto, habrá muchos a los que les pille de nuevas y se escandalicen con los manejos del virrey y las cloacas del poder de Convergència; algo parecido a lo que pasó con Juan Carlos I El Campechano. Yo no soy uno de ellos, desde luego. En un país con un periodismo tan bajo y miserable como es España, hace mucho que algunos dejamos de tragarnos el cuento del traje nuevo del emperador (sea el Borbón, Pujol, González…), o sea, los mitos y héroes de la Transición y la entrada de España en la modernidad liberal. En ese sentido, debo admitir que he aprendido bastante con el libro, pero no ha cambiado apenas mi percepción de lo que fue la construcción del mito pujolista en el contexto del ajedrez político del Régimen del 78, cuyas derivaciones (y en eso no entra Amat) han ido fermentando durante décadas hasta la vergüenza del procés: chovinismo, dogmatismo identitario, bochorno con el Estatut, narrativas edificantes e “integradoras” estilo Braveheart por todas partes, y el papel decisivo de algunos personajes: Montilla y su cobardía (que dejó a media Cataluña desamparada), Mas (el gafe que todo lo estropea, incluso su propia carrera política) y tantos otros, incluida la propia TV3 y más de un/a periodista o “intelectual” especializado en rentabilizar la intoxicación fanatizadora que a punto estuvo de costarnos un trauma histórico irremediable. Los polvos y los lodos, en definitiva.

Pero, aparte de la lectura política del texto, que merecería un análisis demorado, me interesa la valoración literaria, si es que eso existe en estos tiempos líquidos. Teniendo en cuenta los rasgos estructurales (linealidad del relato, escasez de diálogo, timidez en el uso de la retórica, precariedad en la introspección de los personajes, preferencia de las acciones sobre las reflexiones y las descripciones), parece claro el predominio de la función referencial sobre la función poética, en términos jakobsonianos, que siguen siendo muy claros para algunas cosas. No estamos, desde luego, ni siquiera cerca del trabajo con lo empírico que lleva a cabo un Vargas Llosa, incluso en su declinante Tiempos recios. ¿Dónde queda entonces la literariedad del texto? ¿Dónde están la imaginación creativa o el riesgo lingüístico? Yo diría que la etiqueta literaria se la pone ante todo el propio autor en la nota final (como si dijera: “demuestra tú que esto no es literatura”), porque se trata de una especie de voluntarismo, por el cual la literatura sin ficción (ni poesía, en sentido amplio) vale como redención personal al servicio de una moral específica: la recuperación de la memoria colectiva, es decir, una verdad que de una manera u otra salvará. Es literatura básicamente porque descubre algo, en definitiva. O parece que lo descubre. Y algo que es bueno o importante para algunos que le asignan ese valor.

Según dice Amat, su esfuerzo con esta obra intenta ser “una catarsis frente al horror”. Lo peligroso, en mi opinión, es que esta puerta que se abre implica, en última (y vulgar) instancia, que es literatura todo aquello que contiene “verdad” y que escribimos para sentirnos mejor y/o para salvar a un colectivo. Curiosamente, volvemos a los viejos tiempos de la mística autorial y de la literatura al servicio de una causa (con viento favorable, claro). ¡Y yo que llevo años luchando contra esos vicios!

El horror, el horror… Cârtârescu tal vez no lo conoce, pero al menos se esfuerza en imaginarlo. Su información es de otro tipo respecto a la del historiador; es insustituible e incomparable. Me quedo con ese esfuerzo. Y puede que la literatura como categoría o como esencia no exista, pero yo seguiré siendo fiel a ese tipo de inexistencia.




No hay comentarios:

Publicar un comentario