JUGUETE AVERIADO
En el panorama literario español, Eduardo Mendoza
tiene una virtud: es discreto y por ello no cae mal, o al menos no tan mal como
otros. Pocas veces ha aprovechado las plusvalías de la tribuna periodística y,
por tanto, no ha sermoneado con esa supuesta ejemplaridad intelectual y moral
de la que presumen muchos escritores palafreneros en España, en el espectro que va
entre dos extremos igual de aberrantes, el que representa Arturo Pérez-Reverte y el
que representa Luis García Montero, y en el que se insertan muchos referentes
de las dos catequesis hegemónicas, la castizo-reaccionaria y la sedicente izquierdista. Seguramente Mendoza ha podido preservar su independencia
gracias a sus buenos éxitos comerciales desde hace décadas (y a los premios,
naturalmente); en cualquier caso, se agradece no tener que aguantar en redes sociales citas suyas convertidas en lecciones, a diferencia de tantos otros autores
utilizados para calentar simplonamente los debates de este triste y confundido país.
El problema viene cuando nos enfrentamos a
su última novela, Tres enigmas para la Organización (que ha estado durante meses
en la lista de los más vendidos), y ahondamos en lo que Mendoza ha significado y
aún significa para la narrativa española de la democracia. Seguramente Mendoza
se ha divertido componiendo la novela, y es evidente que miles de lectores han
disfrutado de la obra, pero quizá habría que
preguntarse si no estamos ante una versión actualizada del cuento del traje
nuevo del emperador. En primera instancia, se me ocurre que a Mendoza le
sucede algo parecido a Woody Allen, autor de obras
imprescindibles pero también de fruslerías perfectamente evitables (con mención
especial para ese bodrio que fue Vicky Cristina Barcelona). Seguramente Mendoza, en esta última novela, quiere demostrar que la juguetería
detectivesca que lleva décadas practicando todavía sorprende, pero el resultado
es tan inocentón que uno se pregunta cómo ha pasado el mínimo control de
calidad. No es para quitarle el premio Leonorcita de Asturias, pero casi. Decir que se trata de una obra "menor" o "ligera" (recurso típico de la crítica española más alelada) es, sin duda, un exceso de indulgencia.
Lo único positivo es que, después de leerla, estoy más seguro aún de que, a pesar de la rentabilidad económica, el género policiaco está cada vez más fosilizado, dentro y fuera de España. La hipotética novedad de la propuesta de Mendoza parece recaer esta
vez en que los investigadores de misterios criminales son ni más ni menos que
nueve (algunos con nombres ridículos como Pocorrabo o Monososo) y pertenecen a
una estrambótica organización parapolicial surgida en la oscuridad del franquismo y que se dedica, en democracia, a buscar soluciones globales para sucesos que son
competencia de distintas fuerzas del orden legal y que, por tanto, necesitan de
una coordinación especial que no puede salir a la luz. Esa organización, llena
de códigos y protocolos inhabituales y con un jefe solemne hasta lo cómico, se
enfrenta así en la Barcelona actual a tres casos aparentemente desconectados y
con elementos violentos pero también grotescos (una empresa de conservas, por
ejemplo, está inesperadamente en medio de la trama criminal). A partir de ahí,
la novela avanza con los toques picarescos de otras obras de Mendoza y con un
costumbrismo pretendidamente humorístico en el que la Organización se muestra
como parodia de las agencias secretas y, de paso, se va descubriendo una
Barcelona de personajes pintorescos. Las piezas del rompecabezas policial encajan, desde luego, y el final es amable y cómodo para el lector, aunque es probable que lo olvide a los quince minutos.
Una novela
de este tipo podía haber sorprendido hace treinta o cuarenta años con su brisa desmitificadora y jocosa y su innegable amenidad. Pero
los tiempos han cambiado y los chistes de ayer no siempre son ingeniosos en una
época como la de hoy, tan abundante en memes, ironías y parodias en plataformas
y dispositivos. Quizá Mendoza quería confirmarse como el Chesterton catalán
pero le ha salido una novela chanante más cercana —es triste tener que decirlo— a las
aventuras de Mortadelo. La sátira es inocua (no hay, por ejemplo, ni una
alusión a temas políticos como el independentismo) y el espejo no es lo
bastante cóncavo para lograr el esperpento. La novela es decepcionante incluso
como broma; falta acidez, sobra superficialidad y la sencillez formal e intelectual no tiene doble fondo. Comprendo que no tenemos que
leer a todas horas textos sobre el horror de Gaza y que la literatura lúdica
siempre tiene cabida, incluso en estos tiempos amenazantes; pero lo que esta
novela supone como entretenimiento hueco y, a ratos, infantil dice muy poco del
nivel de exigencia lector de nuestro tiempo.
Y así llegamos al fondo del asunto: esta novela demuestra que el crédito ilimitado a un escritor, por muy
canónico que sea, produce a la larga una literatura decaída y trivializa el
ingenio o la imaginación. Hay que recordar que Mendoza ha gozado de una
licencia especial desde hace más de cuarenta años como modelo de escritor aceptado cómodamente por crítica y lectores. No en vano fue parte decisiva de
una operación de rearme del sistema literario español que quería salir de las tinieblas del franquismo y buscaba con descaro la
modernización democrática; más exactamente, buscaba una modernización que pusiera el reloj español en hora con las democracias liberales europeas, no sólo en términos sociales y políticos, sino también editoriales. Es sabido que La verdad sobre el caso Savolta, a pesar de ser una
novela desigual (con una primera parte espléndida y una segunda parte follestinesca
y languideciente), sirvió a mediados de los setenta para empezar a vencer el evidente
complejo de inferioridad de la novela española frente a la del boom
latinoamericano, y ofreció la esperanza de un resurgir novelístico español que
encajara con las necesidades del incierto momento histórico de transición a la
democracia justo en un momento en el que parecía que el aluvión latinoamericano
se estancaba o debilitaba. Ese resurgir, sin embargo, tardó bastante en ser
realmente creíble y necesitó de operaciones de maquillaje comercial más
sofisticadas. Por eso, años después, en plena Cultura de la Transición, La ciudad de los prodigios deparó, en mi opinión,
lo mejor de Mendoza, pero también en esos años se produjeron sus aplaudidos y
rentables proyectos policiales, en la línea posmoderna que ya se estaba poniendo
de moda fuera de España con Auster o Eco. Para mí, Tres enigmas para la Organización prueba hoy el agotamiento indudable de esa fórmula.
Así, Mendoza se convirtió, pronto, en un
modelo idóneo para el Gran Pacto Literario de la Democracia: un pacto entre
autores, críticos, lectores y editores, por el cual las ventas masivas dejaban
de ser estigmatizadas para favorecer una especie de circuito perfecto en el que
la comunidad lectora española se sentía europea, culta y reconfortada sin necesidad de
apostar por productos minoritarios, elitistas e ideológicamente problemáticos,
y en el que los escritores se profesionalizaban sin mala conciencia. La premisa
que se instauró podría verbalizarse así: hay que acercar todo lo posible la
literatura al mercado para que “todos” salgamos ganando. En segundo plano,
había otra premisa, más tácita: hay que potenciar la amnesia histórica y postergar como sea todas las opciones
novelísticas que huelan a realismo social, comunismo o reivindicaciones
sociales y que no encajen con la agenda del cambio histórico que España
necesitaba. La "poesía de la experiencia" o el cine de Almodóvar podrían considerarse variantes de la misma operación triunfante.
El tema merecería un análisis más extenso, naturalmente. Lo que está claro es que va más allá del propio Mendoza. Qué mejor para demostrar que la novela
española no estaba en decadencia (como se dijo una y otra vez en el franquismo, incluso desde la propia resistencia al régimen)
que aplaudir desde la crítica una serie de novelas que además se vendían moderadamente bien
gracias a fábulas entretenidas y aparentemente atractivas; de ahí tantas
consagraciones precipitadas, como el caso de Beltenebros, de la que un crítico
reputado llegó a decir que era la novela que Borges hubiera escrito. El poderío
editorial español se consolidó con esas estrategias, y algunos éxitos
internacionales como el de Javier Marías parecían consolidar el modelo. Pero,
paralelamente, la línea abierta por Mendoza facilitó el éxito de un Ruiz Zafón (que ya empieza a estar en programas universitarios),
y de otros bastante peores. Y, en cierto modo, por ese camino que acabo de resumir llegamos al momento actual de apoteosis del consumismo más dócil, con escritores que participan en documentales publicitarios de Movistar y suplementos culturales que reseñan vergonzosamente las memorias escritas por Bárbara Rey.
Para muchos lectores, ese panorama parece feliz y hedonista. No es, desde luego, mi caso. Y no voy a echarle la culpa a Mendoza, pero tampoco le aplaudiré todo.
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