domingo, 7 de septiembre de 2025

 

JUGUETE AVERIADO

En el panorama literario español, Eduardo Mendoza tiene una virtud: es discreto y por ello no cae mal, o al menos no tan mal como otros. Pocas veces ha aprovechado las plusvalías de la tribuna periodística y, por tanto, no ha sermoneado con esa supuesta ejemplaridad intelectual y moral de la que presumen muchos escritores palafreneros en España, en el espectro que va entre dos extremos igual de aberrantes, el que representa Arturo Pérez-Reverte y el que representa Luis García Montero, y en el que se insertan muchos referentes de las dos catequesis hegemónicas, la castizo-reaccionaria y la sedicente izquierdista. Seguramente Mendoza ha podido preservar su independencia gracias a sus buenos éxitos comerciales desde hace décadas (y a los premios, naturalmente); en cualquier caso, se agradece no tener que aguantar en redes sociales citas suyas convertidas en lecciones, a diferencia de tantos otros autores utilizados para calentar simplonamente los debates de este triste y confundido país.

El problema viene cuando nos enfrentamos a su última novela, Tres enigmas para la Organización (que ha estado durante meses en la lista de los más vendidos), y ahondamos en lo que Mendoza ha significado y aún significa para la narrativa española de la democracia. Seguramente Mendoza se ha divertido componiendo la novela, y es evidente que miles de lectores han disfrutado de la obra, pero quizá habría que preguntarse si no estamos ante una versión actualizada del cuento del traje nuevo del emperador. En primera instancia, se me ocurre que a Mendoza le sucede algo parecido a Woody Allen, autor de obras imprescindibles pero también de fruslerías perfectamente evitables (con mención especial para ese bodrio que fue Vicky Cristina Barcelona). Seguramente Mendoza, en esta última novela, quiere demostrar que la juguetería detectivesca que lleva décadas practicando todavía sorprende, pero el resultado es tan inocentón que uno se pregunta cómo ha pasado el mínimo control de calidad. No es para quitarle el premio Leonorcita de Asturias, pero casi. Decir que se trata de una obra "menor" o "ligera" (recurso típico de la crítica española más alelada) es, sin duda, un exceso de indulgencia. 

Lo único positivo es que, después de leerla, estoy más seguro aún de que, a pesar de la rentabilidad económica, el género policiaco está cada vez más fosilizado, dentro y fuera de España. La hipotética novedad de la propuesta de Mendoza parece recaer esta vez en que los investigadores de misterios criminales son ni más ni menos que nueve (algunos con nombres ridículos como Pocorrabo o Monososo) y pertenecen a una estrambótica organización parapolicial surgida en la oscuridad del franquismo y que se dedica, en democracia, a buscar soluciones globales para sucesos que son competencia de distintas fuerzas del orden legal y que, por tanto, necesitan de una coordinación especial que no puede salir a la luz. Esa organización, llena de códigos y protocolos inhabituales y con un jefe solemne hasta lo cómico, se enfrenta así en la Barcelona actual a tres casos aparentemente desconectados y con elementos violentos pero también grotescos (una empresa de conservas, por ejemplo, está inesperadamente en medio de la trama criminal). A partir de ahí, la novela avanza con los toques picarescos de otras obras de Mendoza y con un costumbrismo pretendidamente humorístico en el que la Organización se muestra como parodia de las agencias secretas y, de paso, se va descubriendo una Barcelona de personajes pintorescos. Las piezas del rompecabezas policial encajan, desde luego, y el final es amable y cómodo para el lector, aunque es probable que lo olvide a los quince minutos.

Una novela de este tipo podía haber sorprendido hace treinta o cuarenta años con su brisa desmitificadora y jocosa y su innegable amenidad. Pero los tiempos han cambiado y los chistes de ayer no siempre son ingeniosos en una época como la de hoy, tan abundante en memes, ironías y parodias en plataformas y dispositivos. Quizá Mendoza quería confirmarse como el Chesterton catalán pero le ha salido una novela chanante más cercana —es triste tener que decirlo— a las aventuras de Mortadelo. La sátira es inocua (no hay, por ejemplo, ni una alusión a temas políticos como el independentismo) y el espejo no es lo bastante cóncavo para lograr el esperpento. La novela es decepcionante incluso como broma; falta acidez, sobra superficialidad y la sencillez formal e intelectual no tiene doble fondo. Comprendo que no tenemos que leer a todas horas textos sobre el horror de Gaza y que la literatura lúdica siempre tiene cabida, incluso en estos tiempos amenazantes; pero lo que esta novela supone como entretenimiento hueco y, a ratos, infantil dice muy poco del nivel de exigencia lector de nuestro tiempo.

Y así llegamos al fondo del asunto: esta novela demuestra que el crédito ilimitado a un escritor, por muy canónico que sea, produce a la larga una literatura decaída y trivializa el ingenio o la imaginación. Hay que recordar que Mendoza ha gozado de una licencia especial desde hace más de cuarenta años como modelo de escritor aceptado cómodamente por crítica y lectores. No en vano fue parte decisiva de una operación de rearme del sistema literario español que quería salir de las tinieblas del franquismo y buscaba con descaro la modernización democrática; más exactamente, buscaba una modernización que pusiera el reloj español en hora con las democracias liberales europeas, no sólo en términos sociales y políticos, sino también editoriales. Es sabido que La verdad sobre el caso Savolta, a pesar de ser una novela desigual (con una primera parte espléndida y una segunda parte follestinesca y languideciente), sirvió a mediados de los setenta para empezar a vencer el evidente complejo de inferioridad de la novela española frente a la del boom latinoamericano, y ofreció la esperanza de un resurgir novelístico español que encajara con las necesidades del incierto momento histórico de transición a la democracia justo en un momento en el que parecía que el aluvión latinoamericano se estancaba o debilitaba. Ese resurgir, sin embargo, tardó bastante en ser realmente creíble y necesitó de operaciones de maquillaje comercial más sofisticadas. Por eso, años después, en plena Cultura de la Transición, La ciudad de los prodigios deparó, en mi opinión, lo mejor de Mendoza, pero también en esos años se produjeron sus aplaudidos y rentables proyectos policiales, en la línea posmoderna que ya se estaba poniendo de moda fuera de España con Auster o Eco. Para mí, Tres enigmas para la Organización prueba hoy el agotamiento indudable de esa fórmula.

Así, Mendoza se convirtió, pronto, en un modelo idóneo para el Gran Pacto Literario de la Democracia: un pacto entre autores, críticos, lectores y editores, por el cual las ventas masivas dejaban de ser estigmatizadas para favorecer una especie de circuito perfecto en el que la comunidad lectora española se sentía europea, culta y reconfortada sin necesidad de apostar por productos minoritarios, elitistas e ideológicamente problemáticos, y en el que los escritores se profesionalizaban sin mala conciencia. La premisa que se instauró podría verbalizarse así: hay que acercar todo lo posible la literatura al mercado para que “todos” salgamos ganando. En segundo plano, había otra premisa, más tácita: hay que potenciar la amnesia histórica y postergar como sea todas las opciones novelísticas que huelan a realismo social, comunismo o reivindicaciones sociales y que no encajen con la agenda del cambio histórico que España necesitaba. La "poesía de la experiencia" o el cine de Almodóvar podrían considerarse variantes de la misma operación triunfante.

El tema merecería un análisis más extenso, naturalmente. Lo que está claro es que va más allá del propio Mendoza. Qué mejor para demostrar que la novela española no estaba en decadencia (como se dijo una y otra vez en el franquismo, incluso desde la propia resistencia al régimen) que aplaudir desde la crítica una serie de novelas que además se vendían moderadamente bien gracias a fábulas entretenidas y aparentemente atractivas; de ahí tantas consagraciones precipitadas, como el caso de Beltenebros, de la que un crítico reputado llegó a decir que era la novela que Borges hubiera escrito. El poderío editorial español se consolidó con esas estrategias, y algunos éxitos internacionales como el de Javier Marías parecían consolidar el modelo. Pero, paralelamente, la línea abierta por Mendoza facilitó el éxito de un Ruiz Zafón (que ya empieza a estar en programas universitarios), y de otros bastante peores. Y, en cierto modo, por ese camino que acabo de resumir llegamos al momento actual de apoteosis del consumismo más dócil, con escritores que participan en documentales publicitarios de Movistar y suplementos culturales que reseñan vergonzosamente las memorias escritas por Bárbara Rey.

Para muchos lectores, ese panorama parece feliz y hedonista. No es, desde luego, mi caso. Y no voy a echarle la culpa a Mendoza, pero tampoco le aplaudiré todo.  





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