domingo, 12 de octubre de 2025

 

IMAGINAR UNA NUEVA RESISTENCIA

¿Existe la literatura de izquierda? ¿Existe todavía, a pesar de todo? Y si la respuesta es positiva, ¿la necesitamos realmente? ¿Por qué, para qué tipo de acción?  ¿Para transformar qué: la literatura misma, la sociedad, la cultura? ¿O sólo para vender y a la vez limpiar conciencias ante la victoria arrolladora del capitalismo? Si no tiene una función utilitaria o instrumental, ¿en qué radica su interés hoy? Pocos conceptos más lábiles y multiusos tenemos en estos tiempos que el de izquierda, que vale para todo tipo de intenciones autocomplacientes. Frente a la peligrosa reacción conservadora internacional, la izquierda se presenta disgregada y contradictoria: se pasa de posmoderna cuando le habla a los trabajadores, depende de la tecnología para criticar a la misma tecnología, plantea ingenuas soluciones internacionales sin entender las abundantes heterogeneidades del mundo de hoy. Su virtud esencial, la fuerza crítica, ha acabado siendo el disparo en el pie. Es posible que, en muchos sentidos, aún no se haya superado el trauma de la caída del socialismo real, que ha quedado en el inconsciente político como una orfandad tremenda. El capitalismo sigue imparable y lo absorbe todo; eso parece claro. Y también parece claro que presumir de subversivo no significa ser subversivo. El comunismo no convence a nadie y ya se dice que es una "idea zombi", pero la batalla cultural o el cambio climático tampoco han conseguido cohesionar una alternativa efectiva. Transformar el mundo: sí, pero cómo, para qué y para quién, desde dónde. Y qué entendemos por "el mundo", ya puestos.

Belén Gopegui es consciente del problema y en su última e interesante novela, Te siguen, apuesta literariamente por explorar respuestas tentativas. La revolución no es posible, seguramente tampoco deseable, pero la resistencia sí. Nada hay en esta novela que suene abiertamente marxista. Gopegui parte de ese vacío, de la necesidad de herramientas nuevas, nuevos significantes para significados tristemente perennes. Como se ha dicho tantas veces: el comunismo pudo no ser la solución, pero el capitalismo sigue siendo el problema. Y en ese punto viene el dilema estético: ¿cómo realizar la operación decisiva de equilibrar política y literatura?

Quizá es más sencillo de lo que parece y se trata de recuperar la jerarquía de los problemas, de devolverle a la literatura el ansia de totalidad, por muy engañosa que pueda parecer, ya que siempre será más abarcadora que los enfoques individualistas o de foco restringido. Hablo de totalidad como el conjunto de fuerzas que componen el cuerpo social hoy, sujetos dominantes y sujetos dominados, y no sólo en España. No me parece poco en el panorama literario de nuestros días, dominado por el confort y el fariseísmo de simular disidencias, subversiones o victimismos para conseguir un puestecito en la bien pagada feria de las vanidades literarias. Sin olvidar a los escritores que rebuscan en el baúl de la Historia para jugar con los problemas del pasado y la lágrima fácil mientras esconden la cabeza con los del presente.

Eso sí, hay que decir que la novela de Gopegui aprovecha peligrosamente las expectativas conspiranoicas del lector en la actual sociedad digital. Lo que hace Gopegui es describir y racionalizar minuciosamente los nuevos mecanismos de control que, a través de la tecnología, han supuesto una nueva fase en la dominación capitalista. Por tanto, se mueve peligrosamente cerca de las inquietudes estilo Black Mirror: la distopía orwelliana ya está aquí. La novela parte abiertamente de la hipótesis de que los móviles nos graban a todas horas; la privacidad ha muerto y somos simplemente pura mercancía en manos de algoritmos. Cada lector podrá pensar cuánto hay de exageración o alarmismo en esa premisa; novelescamente, yo diría que desde luego funciona.

Minerva y León, dos ejecutivos de empresas en directa competencia, estudian las actividades de dos ciudadanos aparentemente normales, Casilda y Jonás, para conocer tendencias sociales y favorecer más sus estudios de mercado. Se les vigila a través de la información de los dispositivos, por supuesto, pero también a través de la observación y la escucha presenciales. Por encima de las dos empresas, hay otra, una superempresa, AMX, una multinacional que quiere dominar el mercado. Y completa el panorama una periodista especializada en tecnología y poder, que puede ser la pieza clave de la confrontación. Cada uno de los seis elementos en juego tiene su propia voz narrativa y va informando de movimientos y sospechas en la verticalidad con la que se mueve el poder capitalista. La alternancia de las voces nos va revelando un mundo de competencia feroz en el que se producen o se intuyen diversas tomas de conciencia. Casilda, una simple funcionaria con ansias de justicia social, decide integrarse en una organización de desobediencia civil que busca desestabilizar el sistema con pequeños gestos no violentos pero que rompan la lógica prevista en el tecnocontrol, y consigue persuadir a Jonás, un modesto dependiente, para que entre en esa resistencia. Minerva y León los vigilan y son a su vez vigilados; los dos tienen sus particulares crisis personales y se mueven también en la tentación de la toma de conciencia, entre la responsabilidad y la complicidad. La voz de la superempresa, el robótico IG3, delata la planificación sistemática e inhumana del capital; acaba siendo casi una teodicea del capitalismo actual.   

Por supuesto, la denuncia a la crueldad deliberada del capitalismo tiene su retintín panfletario y niega cualquier tipo de progreso (Gopegui pasa por alto las diferencias incluso entre capitalismos en la realidad concreta de hoy), pero hay que reconocer que describe muy fluidamente la naturalidad con la que el capital ha colonizado nuestras conciencias y nuestros deseos. Y tampoco es cierto que la obra pueda leerse como un sermón de optimismo emancipador. Lo más interesante, en todo caso, es que Gopegui aprovecha el potencial de la ficción, tan devaluado hoy, para formular escenarios de resistencia, para debatir sobre lo posible a través de los egos experimentales que son los personajes. En ese sentido, es un saludable intento de revitalizar la añeja idea de la novela como imagen crítica del mundo. Sí, el mundo.

Es, por tanto, literatura de izquierda, para bien o para mal. Naturalmente, podríamos objetar que hay una cierta contradicción en ser anticapitalista desde Random House. ¿Cree Gopegui que su propia novela, como producto, en una especie de curiosa mise en abyme, es un intento de desestabilizar desde dentro el sistema (es decir, los oligopolios de la cultura como Random House), como cree su personaje Casilda? ¿O piensa que puede enseñar el camino para recuperar el modelo 15-M? Admito que no tengo esas respuestas. Sea como sea, es literatura incómoda, pensada para que el lector desconfíe de la tranquilidad con la que cree que el concepto de alienación es un concepto caduco.

Y con ello volvemos a lo verdaderamente importante en términos macroliterarios. Gopegui tiene su importancia en el panorama literario de la democracia. Cuando publicó La conquista del aire, en 1998, algunos aplaudimos su intento de una novela decididamente materialista, ajena a la tibieza de la narrativa hegemónica, que vivía bien instalada en la placidez socialdemócrata de la época de las vacas gordas y el optimismo europeizante. En cierto modo, ella era nuestra esperanza literaria frente a todos/as los que esperaban la llamada mágica del grupo PRISA; era la plasmación en novela de la teoría anguitista de "las dos orillas", que tanto escocía a algunos. En una orilla, PP y PRISA-PSOE; en la otra, la autonomía frente a los intereses empresariales, el énfasis en las astucias del capital para engañarnos. Gopegui se convirtió en un referente de una posible joven narrativa menos extasiada con el cuento de hadas de la democracia liberal, y también en un referente de literatura femenina que nos salvaba de quedar en manos de Lucía Extebarria o Espido Freire, ejemplos muy reveladores de cómo el mercado empezaba a explotar a un determinado tipo de público lector consagrando la mala literatura y la vocación para el espectáculo (espectáculo que después ha llegado a niveles grotescos).

Se habla mucho de Chirbes como modelo de una literatura de carga crítica en la España de este siglo, pero me parece que hay que concederle a Gopegui un puesto muy destacado en la resistencia literaria, en la literatura que no quiso ir a favor del orden de las cosas. No es que haya tenido muchos aliados: Isaac Rosa (que intentó, pero sin éxito, la novela neoproletaria en La mano invisible) y Rafael Reig me parecen los dos mejores ejemplos de eso que podríamos llamar "literatura de izquierda", en la que difícilmente incluiría yo, por ejemplo, a Almudena Grandes, para disgusto de sus lectores, demasiado ingenuos para mi gusto, o a Cristina Morales, con su estilo pseudopunk. Es cierto, de todos modos, que las indulgencias de Gopegui hacia la Revolución Cubana fueron decepcionantes y la situaron en una peligrosa tendencia hacia el paleomarxismo, pero me alegra comprobar que mantiene la agresividad crítica y que afronta la realidad contemporánea con la receta clásica: optimismo de la voluntad y pesimismo de la razón.

Poco se ha pensado y teorizado en la España del nuevo siglo sobre esos problemas. La crítica de procedencia universitaria, acobardada y aburguesada a la manera de siempre, seguramente prefiere dedicarse a temas más rentables y pegadizos. A los propios escritores les interesa poco tener una etiqueta política que les pueda quitar cuota de mercado. Pero ha habido tentativas en otros lugares. En Argentina, a principios de este siglo, Damián Tabarovsky intentó definir en su ensayo Literatura de izquierda una posible literatura combativa a partir de la recuperación de los ideales de la vanguardia, que él considera que no han sido totalmente absorbidos por los dos grandes destinatarios de la literatura: el mercado y la academia, o sea, el público masivo y las élites. Hay que volver a la literatura sin público, es decir, sin la condición de buscar el favor del público. Una literatura abstracta, opuesta al humanismo burgués, decidida a criticar la inocencia del relato, de cualquier relato. Pienso que quizá ese tipo de literatura acaba deparando escritores como Pablo Katchadjan; no es mala literatura, desde luego, pero no veo la izquierda por ninguna parte. Aunque, claro, la izquierda en Argentina, con el peronismo de por medio, tiene un perfil mucho más confuso.

Gopegui, desde luego, no está en esa línea de lucha contra el lenguaje narrativo. Ella cree en la narración como instrumento de denuncia y juega con armas convencionales (énfasis en el personaje, fábula bien trenzada, alternancia de voces), pero su novela tampoco parece pensada para convencer al mercado ni a la academia. Carece de confesionalismo, pedanterías metaliterarias, letanías sobre identidades de género o paparruchas de monstruos y atrezo sobrenatural. Pero sí tiene algo de suma importancia, se quiera asumir o no: extiende la sombra quizás absoluta del capital sobre nuestras vidas. Que esa sombra no sea absoluta depende, seguramente, de que podamos salvar nuestras intimidades de la contaminación mercantilista. Y en ello la lectura de algunas novelas sigue siendo una posibilidad de redención.



No hay comentarios:

Publicar un comentario