"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 29 de abril de 2018


LITERATURAS EN CRUCE

(Este texto es un adelanto -en concreto, la introducción, aliviada aquí de notas- de mi próximo libro de crítica, Literaturas en cruce. Estudios sobre contactos literarios entre España y América Latina, que recoge trabajos publicados durante años junto a textos inéditos y que, si todo va bien, saldrá publicado en otoño en la editorial madrileña Verbum).

Si rebuscáramos en la extensísima casuística de relaciones literarias de todo signo entre escritores de ambos lados del océano con el objetivo de encontrar un ejemplo que fuera de alguna forma modélico, quizá nos quedaríamos con una historia fundamental y sobradamente estudiada y pormenorizada: la amistad entre Pablo Neruda y Federico García Lorca. Por supuesto, la elección no escapa del todo a la arbitrariedad, pero el modelo contiene mucho más aparte de los conocidos elementos legendarios y trágicos, y sobre todo puede funcionar como personificación de un determinado ideal de conexión literaria entre España y América Latina en un momento decisivo de modernización. La relevancia de las dos figuras contribuye a ello, pero también otros factores que configuran un preciso esquema posicional de ambos escritores en sus respectivas literaturas. Sin desdeñar la importancia de la amistad de Neruda con Alberti o Hernández, y otras tantas amistades que sin duda se pudieran señalar, la relación con García Lorca funciona de forma inmejorable –sin necesidad de entrar en ninguna candidez mitificadora- como fórmula de cooperación transatlántica e intercambio enriquecedor. Pero también funciona como apertura a un nuevo espacio de significados socioliterarios, un nuevo terreno de juego que es también otro sistema que ya no es exclusivamente ni español ni latinoamericano porque trasciende un determinado marco local y geopolítico y permite releer las posiciones de los escritores definiendo un repertorio común compartido de opciones y valores literarios, y perfilando asimismo lo que podríamos considerar, al fin y al cabo, un mercado común.
Por supuesto, la triste realidad del exilio político durante el siglo XX ha generado muchísimas complicidades biográficas (afectivas, editoriales, académicas, etc.) y ahí encontraríamos también todo tipo de modelos con efectos literarios (Ramon Vinyes y Gabriel García Márquez, por citar un ejemplo también muy conocido), pero quizá lo específico de Neruda y García Lorca es que fueron dos vectores de modernidad periférica que confluyeron y se fertilizaron mutuamente produciendo valor estético, y a la vez se proyectaron el uno en el campo del otro: Neruda en España y García Lorca en América Latina. Sin necesidad de tener en cuenta, por ejemplo, las implicaciones añadidas que el asesinato de García Lorca tuvo también para la cultura latinoamericana como conmoción histórica, lo que nos interesa resaltar aquí es esa condición de equilibrio más o menos logrado en lo que sería una mutua interferencia transatlántica. Es decir, estaríamos hablando de una relación que cumpliría un cierto sentido de simetría en términos culturales: un intercambio fluido de dos escritores de vanguardia de indudable trascendencia histórica, sin evidente hegemonía ni simbólica ni económica de un lado sobre el otro, sin aparentes connotaciones coloniales y con mutuo reconocimiento. Habría que preguntarse cuántas relaciones pueden ajustarse a este esquema antes y después; o más exactamente, cómo la desviación de este modelo hipotético nos puede servir para explicar por contraste muchos otros casos, hasta llegar al antimodelo, el de la incomunicación más o menos plena, por el cual determinados autores de importancia no consiguen o consiguen muy tardíamente algún reconocimiento al otro lado del océano.
Comparemos la relación entre Neruda y García Lorca, por ejemplo, con las relaciones transatlánticas centradas en torno a la figura también decisiva de otro chileno instalado en España, Roberto Bolaño, convertido desde finales de siglo XX en resorte de múltiples posibilidades de todo signo, textuales y extratextuales, que van desde su inclusión como personaje secundario en Soldados de Salamina hasta su inserción en el campo literario español gracias a la imprescindible función avaladora (y en algún caso, casi co-autorial) que en su trayectoria cumplieron dos personalidades literarias con gran prestigio en España, el crítico Ignacio Echevarría, que durante algunos años fue quizá el árbitro más temido de la prensa literaria española, y, sobre todo, el editor Jorge Herralde. Bolaño, sin duda, es también otro éxito de una determinada construcción del espacio común transatlántico, tanto simbólico como económico: su propia literatura rentabiliza temáticamente la fluidez transatlántica y su consagración ha contribuido a unificar prioridades estéticas y tabla de valores a ambos lados del océano. Pero el intercambio tiene otras condiciones no homologables al caso Neruda-García Lorca: sí, España ayuda a la institucionalización de Bolaño y Bolaño ayuda al prestigio editorial español y, ciertamente, algo parecido sucedió con Neruda, pero García Lorca y Echevarría o Herralde son productores con una función socioliteraria muy diferente.
Más evidente es el problema de encontrar un modelo de referencia si pensamos en otros casos, como las relaciones contemporáneas entre el editor y escritor Juan Cruz y diversos escritores latinoamericanos, relaciones bastante documentadas en los proyectos memorialísticos del primero. El intercambio, en la mayoría de esos casos, funciona con unas reglas y unas criterios muy específicos: Cruz ofrece su agenda, su capital social y sus posibilidades editoriales a cambio de valores estéticos que forman parte de su repertorio de lector y que entran al mercado español más tarde o más temprano y de una forma u otra, sobre todo en la editorial Alfaguara. Sin necesidad de entrar en sanciones morales, parece claro que sobre todo en este caso hablamos de una relación muy lejana a la simetría de la relación Neruda-García Lorca. Se trata de un intercambio de elementos simbólicos por elementos económicos, de acuerdo con lógicas del mercado capitalista y específicamente de la incorporación de España a ese mercado internacional desde las últimas décadas del siglo XX, en directa competencia con los proyectos neoliberales latinoamericanos de la época, como los de México o Argentina.
Las variantes del intercambio son, desde luego, inagotables, pero la definición de las diferentes formas de asimetría a la hora de organizar redes entre España y América Latina podría servir para postular, siquiera heurísticamente, una serie de modelos de las posibles relaciones literarias transatlánticas, basados en las posiciones individuales de los escritores en contacto. Parece claro que, de hecho, la simetría sólo puede funcionar como abstracción o ideal, mientras que la asimetría es mucho más realista a la hora de describir la gradación de las relaciones entre la metrópoli y sus antiguas colonias. El principio asimétrico ayuda a comprender múltiples situaciones de ajuste y desajuste entre intereses a ambos lados del océano, desde la diferencia esencial forjada con la emancipación latinoamericana y la consolidación de sus sistemas nacionales. La descolonización es, de hecho, el punto de partida de toda una serie de dinámicas de proximidad y alejamiento, de fraternidad y competencia, y también de proyectos de renovación a veces completos y a veces accidentados o fragmentarios, como corresponde a modernidades que, en España al igual que en América Latina, han enfrentado contradicciones muy variadas y a veces muy frustrantes.
Pero es que, además, el juego simétrico tiene forzosamente un diseño más complejo de componentes y estratos, porque cualquier planteamiento del tema debe reconocer la existencia de dos heterogeneidades indispensables que también pueden reforzar (o no) las posibles simetrías: una, la latinoamericana, ya asumida por la crítica a partir de sus diversos subsistemas nacionales y regionales desde la teoría de Antonio Cornejo Polar, y otra, la española, en la que también funciona de forma relevante al menos un subsistema, cuyo centro sería sin duda Barcelona, donde, por cierto, en ocasiones se ha compartido con América Latina cierta retórica descolonizadora frente a los impulsos del poder hegemónico español (político o cultural) centrado en Madrid. No es un tema menor, desde luego. ¿Cómo, si no, interpretar datos específicos tan inusuales como la insólita traducción de Cien años de soledad realizada al catalán en 1970, y sobre la que hablaremos más adelante? La función concreta de esa traducción sólo se pude comprender aceptando un cruce complejo ni más ni menos que de tres sistemas literarios: catalán, español y latinoamericano, en un momento histórico específico (con García Márquez instalado en Barcelona). En ese sentido, no es difícil percibir que el espacio transatlántico –o transibérico- es mucho menos homogéneo de lo que pudiera pensarse, aunque precisamente en esa disipación de las fronteras es donde encontramos la enorme riqueza de las redes creadas y sus nuevos significados.
Afortunadamente, la preocupación por atender de forma crítica a la diversidad de fenómenos de comunicación literaria entre España y América Latina ha experimentado un notable crecimiento en las últimas décadas. Aunque no es nuestra intención hacer aquí un balance detallado de sus logros y sus retos, hay que recordar que la teoría de los estudios transatlánticos ha supuesto un importante avance en la atención a toda una serie de aspectos que escapan a las fronteras nacionales y que responden tanto al dinamismo de la interacción entre sistemas literarios como a las formas más o menos represivas con la que las instituciones culturales han ocultado, postergado o infravalorado textos y factores de acuerdo con una visión específica del concepto de literatura. Como recuerda Julio Ortega, los estudios transatlánticos toman en cuenta la diversidad de “geotextualidades” generadas por realidades mixtas y fluidas, e incluso tienen un valor político que les permite no acomplejarse ante el enorme prestigio académico de los estudios culturales, porque “responden a la violencia de los saberes institucionales de sanción y valoración” y cruzan fronteras “para abrir espacios de respiración y nuevas tramas de legibilidad”.
Ortega recuerda acertadamente que en el desarrollo de esa nueva preocupación transatlántica ha jugado también un papel importante la actitud por fin más receptiva por parte del mundo académico español, visible en el creciente interés por la cultura latinoamericana desde las universidades españolas, que contrasta (como veremos con ejemplos claros a lo largo de los siguientes capítulos) con algunas evidencias históricas que, desde luego, también forman parte del problema. En realidad, la incomprensión española hacia América Latina es un sustrato colonial y paternalista demasiado visible aún hoy, sobre todo en determinados medios de comunicación y en algunos discursos políticos manifiestamente reaccionarios. No se trata únicamente de datos como la celebración acrítica del 12 de octubre y el mantenimiento de la querella simbólica sobre la “leyenda negra”, sino de otras muchas conductas, como la manipulación sistemática que se ha llevado a cabo en los últimos años para desprestigiar en la esfera pública española algunos proyectos políticos latinoamericanos superficialmente catalogados como “populistas”. No es una actitud bidireccional, a pesar de los datos de signo inverso que se puedan encontrar: se trata de una evidente falta de autocrítica colonial que en España se suma demasiado a menudo a una simplificación antropológica y geográfica de América Latina.
Es cierto que estos aspectos extraliterarios parecen estar lejos de los procesos que aquí nos interesan prioritariamente, pero ningún análisis cultural puede desdeñar la importancia de la huella colonialista en la recepción de algunas producciones latinoamericanas en España durante el siglo XX, y en general no puede pasar por alto la dificultad de la metrópoli para asimilar desde muchas de sus instituciones la complejidad identitaria latinoamericana y reconocerle así un estatuto comparable a la española dentro un sistema común que reparta beneficios a ambos lados del océano. Pensar por ello en una conflictividad radical no resuelta –a pesar de los muchos y encomiables esfuerzos históricos ya realizados- como principio esencial de la relación entre España y América Latina quizá nos ayude a comprender las normas y las excepciones, y en general la lógica de la asimetría que ha marcado y marca aún hoy la relación panhispánica. Aunque la intervención española ha tenido en ocasiones consecuencias no sólo mercantiles sino también estéticas -sirvió, por poner ejemplos rápidos, para favorecer en su momento la consagración de Martín Fierro gracias a Unamuno y Menéndez Pelayo, o la de César Vallejo gracias a la edición española de Trilce-, y aunque ha habido diversos casos de críticos valiosamente instalados en un equilibrio transatlántico –pensemos, por poner un ejemplo vigente y veterano, en el crítico y poeta uruguayoaragonés Fernando Ainsa, por ejemplo-, también habría que recordar algunos accidentados ingresos de la crítica española al debate latinoamericano (como la polémica generada en los años cuarenta del siglo XX por el exiliado español Pedro Grases sobre las características generales de la novela hispanoamericana, que motivó las réplicas de críticos como Arturo Torres Rioseco, Enrique Anderson Imbert y José Antonio Portuondo).
Sea como sea, los estudios transatlánticos han encontrado un importante nicho de mercado académico aprovechando los muchísimos intersticios desatendidos por los historiadores hasta la fecha y toda una serie de textos marginados por su intrínseca flexibilidad o heterogeneidad, o por su irreductible perfil mixto o bidireccional. Con todo ello, sin duda se ha contribuido a superar en buena medida el aislamiento histórico de las dos orillas, lo que más allá de mensajes idílicos de orgullo cultural ayuda a la necesaria revisión de la infinidad de formas de contacto producidas hasta la fecha. Pero quizá habría que volver a pensar en las formas históricamente generadas por ese aislamiento para encontrar las reglas que explican las evidentes oscilaciones en el intercambio literario habidas en los últimos ciento veinte años. Y ahí es donde volvemos, inevitablemente, al tema menos feliz de las asimetrías y sus posibles síntomas neocoloniales.
Tal vez no sea necesario insistir en que la asimetría es, ante todo, demográfica, étnica y antropológica, pero estos rasgos constitutivos y empíricos -que impiden, como es obvio, la igualdad entre “España” y “América Latina” como sujetos- son solo una parte del diagnóstico. La asimetría demográfica no ha impedido algunas evidentes consecuencias literarias en términos, por ejemplo, de mercado y consumo lector. Hablaríamos de una asimetría editorial, porque el mercado de la edición ha funcionado históricamente de forma asimétrica a favor de las casas españolas salvo en las primeras décadas del franquismo, en las que la iniciativa y la vanguardia estaban al otro lado del océano (gracias en buena medida a la labor de editores españoles exiliados, como es sabido).
Sin embargo, también hay que apuntar que la hegemonía española no ha sido uniforme, aunque, sin duda, sus instituciones han aspirado más al control latinoamericano que a la inversa. Por poner ejemplos rápidos de los que más adelante hablaremos con más calma, el Instituto de Cultura Hispánica, la editorial Seix Barral y el grupo PRISA serían formas de aspiración a la hegemonía que no tienen correspondencia simétrica en el lado latinoamericano. A pesar de sus diferencias ideológicas bastante evidentes y del grado de éxito alcanzado en cada caso, han contribuido a proyectar hacia ultramar un discurso hispánico, y por ello podríamos detectar aquí otra asimetría, más de tipo institucional, por la cual la expansión económica e ideológica es históricamente más agresiva desde España hacia América Latina que al revés (salvo, quizá, la importancia expansiva y euforizante de la Revolución Cubana, aunque la entrada de los españoles en el proyecto cubano fue siempre menor que la de los latinoamericanos). Evidentemente, también ha habido intentos hispanizantes desde América Latina –quizá el más célebre, sin contar los homenajes a propósito de la Guerra Civil, sea Cantos de vida y esperanza- y no hay que olvidar la importancia en España de editoriales como Fondo de Cultura Económica, pero habría que insistir en la falta de reciprocidad de ese hispanismo con vocación expansiva.
Por esa vía llegaríamos a otro rasgo esencial de la diferencia entre sistemas: lo que podríamos llamar la “necesidad de autointerpretación”, que ha marcado básicamente desde Pedro Henríquez Ureña el discurso crítico latinoamericano, y que es muy poco conocida en España aún hoy salvo en círculos académicos. A ello que habría que oponer la escasa autointerpretación de la literatura española como sistema, sobre todo desde el punto de vista académico y filológico, lo que ha creado una imagen rígida de unidad cultural (a partir de la literatura áurea) que ha olvidado problemas y debates que también requieren apertura crítica, como, por ejemplo, el estatuto de la literatura catalana o la gallega en sus relaciones con la española.
Recordemos que la crítica latinoamericana llegó, con planteamientos como los de Roberto Fernández Retamar, a plantear la necesidad de una teoría propia de la literatura hispanoamericana; nada comparable, ni en lo bueno ni en lo malo, ha tenido lugar en España, ni siquiera en el caso de la literatura catalana –en catalán o en español-, cuyos dilemas identitarios pueden considerarse no resueltos. En ese sentido, qué duda cabe que el autoanálisis desde el lado latinoamericano ha sido, sobre todo en las últimas décadas, más intenso y fecundo que el producido en una España donde, por ejemplo, el canon literario se cuestiona o simplemente se interpreta de forma muy lenta.
Esta asimetría autorreflexiva, derivada en última instancia de problemas de identidad cultural, podría ser considerado también otro factor que ha favorecido el intento de consolidación de un concreto sistema transatlántico, con reglas que han sido fomentadas desde una España aparentemente homogénea y que han intentado proyectarse sobre el conjunto de los sistemas nacionales latinoamericanos, aprovechando que la intercomunicación entre estos ha sido fluctuante salvo en algunos periodos muy concretos (Modernismo y boom, por ejemplo). La ventaja de esa imagen de unidad española a la hora de organizar la conexión entre los propios países latinoamericanos ha sido un recurso estratégico sobre todo desde el punto de vista editorial y ha puesto de relieve, entre otras cosas, las dificultades políticas y económicas de la cohesión latinoamericana, dificultades que al final también tienen consecuencias literarias.
Todas estas son líneas de fuerza que explican muchos movimientos transatlánticos que constituyen el sistema literario común nacido seguramente con el Modernismo, en el que se planteó la primera vanguardia literaria entre escritores españoles y latinoamericanos bajo el liderazgo incuestionable de Rubén Darío. El famoso “retorno de los galeones” concebido por la crítica (Max Henríquez Ureña) para sintetizar la inversión del orden colonial que se produjo con la renovación modernista (y consagrar de paso la madurez literaria continental) creó, sin duda, una nueva narrativa de la historia de la relación transatlántica. Pero, siguiendo con el esquema metafórico, habría que pensar en las características de los siguientes viajes de los “galeones” y en cómo se han repartido las iniciativas tanto simbólicas como económicas entre ambos lados del océano. En ocasiones, como en el caso del boom, la iniciativa estética fue otro galeón latinoamericano, pero la mercantilización final del proceso se debió en gran medida a la entrada del sistema editorial español. Del mismo modo, en el final de siglo XX, la superioridad mercantil española supo rentabilizar la iniciativa estética de autores como Bolaño, y los “galeones” españoles han vuelto a “conquistar” el mercado latinoamericano.
Por motivos como estos, comprender la bilateralidad de la relación obliga a aceptar la larga pervivencia de desajustes económicos, políticos y culturales que siempre influyen en una inevitable situación de competencia. Cualquier escritor en posición transatlántica se ve influido en un sentido u otro por alguno de esos desajustes. Por ello quizá necesitemos más modelos de relación literaria transatlántica que ayuden al esfuerzo de categorización visibilizando los problemas, las contradicciones, y, por qué no decirlo, también los momentos de solidaridad y cooperación.
En ese sentido, valdría la pena volver al punto de partida, que necesariamente (a pesar de los casos de la presencia en España de Vicente Riva Palacio o Francisco A. de Icaza) debe ser Rubén Darío, como origen de una nueva actitud hispánica restablecedora de vínculos culturales y organizadora de una red literaria. Pero incluso en el caso de Rubén, las opciones son muchas y todas interesantes: desde la importancia de Juan Valera o la amistad con Juan Ramón Jiménez hasta la relación menos amable con Unamuno, pasando por otros muchos nombres de la fecunda experiencia dariana en España, el autor de Prosas profanas genera muchos modelos conductuales a cuál más curioso e interesante.
Sin embargo, hay una amistad crucial que en cierto modo podría servirnos de epítome de la complejidad de las relaciones literarias transatlánticas desde su origen: se trata de la amistad, también famosa, entre Rubén Darío y Marcelino Menéndez Pelayo. Hay rasgos muy singulares en ella que podrían convertir esa amistad en símbolo de alianzas y reencuentros, pero también de ajustes y desajustes, de compensaciones y descompensaciones; una fórmula muy lejana a la que supondrían, según nuestra búsqueda rápida de modelos, Neruda y García Lorca.
Entre esos rasgos hay múltiples formas de asimetría, pero seguramente en hay también un valioso sentido metafórico que explica más sobre la complejidad de las relaciones entre España y América Latina que la célebre metáfora de los galeones. Recordemos que Rubén conoce al maestro santanderino en su primer viaje a Madrid en 1892, concretamente en el hotel Las Cuatro Naciones, residencia habitual de Menéndez y Pelayo en Madrid, como apunta Noel Rivas Bravo en su reciente edición de España contemporánea (p. 325). Las palabras de Rubén dejan pocas dudas sobre la sincera admiración que profesó por el historiador, a quien compara ni más ni menos que con Erasmo: “Menéndez Pelayo está reconocido fundamentalmente como el cerebro más sólido de la España de este siglo; y en la historia de las letras humanas, pertenece a esa ilustre familia de sacerdotes de que han sido ornamento los Erasmos y los Lipsios” (ibid.).
Es especialmente significativa esa admiración teniendo en cuenta que se destina a alguien que encarnó unos valores españolistas sobradamente conocidos y que en ciertos aspectos (a pesar de que Rubén en ningún momento lo percibe así) podría ser la antítesis de los esfuerzos emancipadores y descolonizadores de la cultura latinoamericana. Aunque Rubén critica, como es sabido, determinados aspectos de la España que encuentra después de la guerra de Cuba, su balance no afecta a la talla intelectual de don Marcelino. Y conviene recordar que el mismo Menéndez Pelayo ultracatólico es, curiosamente, el autor de la primera historia con ambición generalizadora de la literatura hispanoamericana, su Historia de la poesía hispano-americana de 1911-1913, y que por tanto fue un importante legitimador de la literatura del otro lado del océano. La historiografía literaria latinoamericana no puede evitarle ese mérito al santanderino, que, curiosamente, ha sido el español que más ha influido en el canon literario del continente, a pesar de los muchos esfuerzos de compatriotas suyos después y por supuesto hoy.
Menéndez Pelayo también elogió a Rubén, como sabemos. A pesar de que evitaba deliberadamente incluir a poetas vivos, en la Antología de poetas hispano-americanos que precedió a la Historia de la poesía hispano-americana, ya Menéndez Pelayo le dedicaba un breve comentario sin mencionar su nombre, y lo completó en la versión de 1911: “de su copiosa producción, de sus innovaciones métricas y del influjo que hoy ejerce en la juventud intelectual de todos los países de lengua castellana, mucho tendrá que escribir el futuro historiador de nuestra lírica”. De ese modo, Rubén y Menéndez Pelayo forman una “extraña pareja” transatlántica, instalada en un cruce de caminos por los cuales transitarán mucho después tanto el americanismo más radicalmente orgulloso de su conciencia y sus logros culturales (visibles en un Ángel Rama, por ejemplo, también estudioso de Rubén y el Modernismo) como el peninsularismo más agreste y desdeñoso. Por tanto, si añadimos un suplemento más de imaginación metafórica, ¿acaso no es reveladora de muchas contradicciones la relación entre Rubén y Menéndez Pelayo, entre la América Latina que se está modernizando y la España castiza? Resumiría la vinculación entre dos proyectos difícilmente compatibles desde el punto de vista cultural y que además han cruzado a la larga sus esfuerzos de modernidad en más de una ocasión sin lograr, salvo parcialmente, el ideal modernizador. ¿Acaso, insistimos, no es polivalente y sugestiva la imagen del vínculo entre el primer gran exponente, tal vez, de la autonomía literaria latinoamericana y el que fue a su vez el primer exponente de la heteronomía por la cual la legitimación española ha seguido funcionando, mejor o peor, con más capacidad de control o menos, al otro lado del océano?
Rubén y Menéndez Pelayo frente a Neruda y García Lorca. Tal vez es posible empezar a leer de otra manera los cruces transatlánticos, y por eso hemos pretendido en estas páginas iniciales hacer esta tímida propuesta de relectura de ese espacio común de las literaturas de lengua española a partir de modelos duales que resuman de algún modo los problemas. En ese sentido, como hemos señalado, Neruda y García Lorca ejemplifican, probablemente, un cierto equilibrio entre los sistemas. Pero Rubén y Menéndez Pelayo personifican, a pesar de la indiscutible mutua generosidad con la que se trataron, desajustes radicales que quizá aún hoy no han sido resueltos entre poder metropolitano y aspiraciones latinoamericanas. Hay en la dialéctica que forman sus identidades tan disímiles una imagen mucho más duradera y aguda de lo que tal vez ambos lados del océano estarían dispuestos a admitir. En ese sentido, podrían componer otro modelo lleno de significado para comprender la complejidad de la relación entre España y América Latina.

4 comentarios:

  1. Muy buena pinta, estaremos pendientes en otoño de la salida del libro. Un saludo, Pablo.

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    1. Gracias, aunque quizá esto es puro marketing y el adelanto es lo único interesante del libro... Ya avisaré cuando salga. Un saludo.

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  2. ¡Hola, Pablo! Interesante el texto. Me da curiosidad cómo funciona en las distintas aproximaciones el abordaje desde las "amistades", y lo que implica la noción de "amistad", más allá de lo obvio, en términos de mercado y capital simbólico, junto a lo afectivo y cotidiano de las prácticas escriturarias.

    Sobre los estudios trasatlánticos, no te estoy diciendo nada nuevo, vienen pesando desde hace años críticas duras (y a mi juicio fundamentadas), justo en el sentido de que reproducen patrones neocolonialistas, panhispanistas y paternalistas, con un lavado de cara estratégico (y sí, muy político). Por ejemplo (aunque hay mucho escrito, y de interés diverso): http://revistas.javeriana.edu.co/index.php/cualit/article/view/3968

    Aparte de la discusión sobre la etiqueta "trasatlántica", o el "trasatlanticismo" versión orteguiana, creo que para estos temas te podría interesar mucho lo que viene investigando un profe de mi departamento en CUNY, Fernando Degiovanni: https://books.google.es/books/about/Vernacular_Latin_Americanisms.html?id=axHrtQEACAAJ&redir_esc=y https://escriturasvirreinales.files.wordpress.com/2014/02/articulo-variaciones-borges.pdf

    Abrazos, suerte con todo y feliz verano. Es un buen momento para los Sánchez del mundo, aprovecha ;-)

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    1. Gracias, igualmente. Tomo nota de las referencias. Supongo que Alberto ya te contó nuestro curioso encuentro literario catalán. Un abrazo!

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