martes, 22 de mayo de 2018

OTRA INVITACIÓN


Los amigos de Barcelona que se perdieron la primera presentación de La vida póstuma tienen ahora otra oportunidad. Este viernes 25 de mayo dialogaré con Ricard Fernández Ontiveros sobre la novela en un espacio tan dinámico e interesante como es la librería Nollegiu (calle Pons i Subirà, 3). Estáis todos invitados.






domingo, 13 de mayo de 2018


EL OCASO DE LOS DEMIURGOS

(Este texto, que retoma y amplía una entrada previa del blog, saldrá publicado en otoño en la editorial Bosch dentro del volumen colectivo De Sevilla a Granada con Rubén Darío. Estudios en homenaje al profesor Noel Rivas Bravo, que coordinamos Victoria Camacho, Ninfa Criado, Miguel Polaino-Orts y un servidor.)

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Lo sabemos: se puede ser poeta y antipoeta, se puede hacer novela-ensayo, ensayo novelado, novela-autobiografía, diarios, dietarios, testimonio, autoficción, novela de no ficción, relato real de ficción, novela-reportaje, microrrelatos, grafitis, novela por tuits y cualquier otra cosa. Abundan los centauros literarios porque los géneros son contingentes, arbitrarios y fácilmente superables. Recordemos que Bob Dylan y Svetlana Alexievich han ganado el premio Nobel de literatura y que algunas estrellas de la performance artística son casi capaces de entrar en el Libro Guinness por sus proezas. Ninguna convención en el arte es pura y definitiva; ninguna receta o norma es infalible. La literariedad, como recuerda el gran taxónomo Gérard Genette, puede ser constitutiva o condicional. En la constitutiva, sea por ficción o por dicción, parece que ya todas las casillas han sido llenadas con un ejemplo, y no queda hueco para novedades. En la condicional, en cambio, todo es posible: sabemos que casi cualquier texto puede ser finalmente literario en unas determinadas condiciones sociohistóricas de recepción e institucionalización.
Hay novelas hoy que no terminan nunca, o se fragmentan, o terminan de forma deliberadamente chapucera e imprecisa, o no tienen centro, ni principio, ni mensaje claro; hay novelas que se abren a todos los textos sin saturarse de ellos; hay literatura fronteriza en muchos sentidos, que borra o esconde su propia naturaleza ficcional hasta hacerla aporética o sencillamente irreconocible; hay estructuras lineales, circulares, cuadradas, romboides y a lo mejor hasta cuánticas. Es más: hoy se puede escribir a todas horas, compulsivamente, o escribir una sola vez y dejar paso a los demás. Se puede tener técnica y no tener concepto, y al revés. Se puede escribir para las mayorías y para las minorías. Se puede ser pos, pre, neo, anti, meta y supra. El repertorio de posibilidades parece ilimitado. Vivimos tiempos de hiperproducción literaria: ya alguien dijo que la cultura y los textos son hoy como el carbón para la economía del siglo XIX.
¿Qué sentido tiene entonces pensar otra vez en una poética de la novela?

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Adelanto que no voy a hablar de la muerte de la novela. En todo caso hablaría de su agonía (que puede ser muy larga) en medio de la galaxia digital, compitiendo en la nueva logosfera atiborrada de comunicación y creatividad de todo tipo. Sin embargo, la evidencia hoy es la abundancia empírica de novela, y no su defunción, en buena medida gracias a su flexibilización genérica para adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas reglas del desarrollo cultural.
Lo que sí parece haber entrado en crisis es una determinada epistemología de la novela que le concedía un status de privilegio entre las formas artísticas. Hablamos de una idea de la ficción como mito o fábula explicativa de la realidad histórica desde la base de que se trata de dos esferas distintas -la literaria y la histórica-, y de que la literaria tiene (o tenía) sus propias reglas y su poder específico. Esa directriz concreta presenta, dicho resumidamente, dos variantes, en ocasiones conectadas en productivas e ilustres intersecciones: una, de fuerte carga crítica y de raíz básicamente hegeliana y marxista, y otra de carácter menos dogmático y más centrada en el potencial gnoseológico y humanístico de la novela, capaz de desafiar a la propia filosofía. Lukács, Bajtin, el Barthes de la écriture, el Sartre de ¿Qué es la literatura? y Auerbach, entre otros, han cimentado el prestigio moral y a menudo político del género novelesco dentro del canon occidental moderno, y sus efectos se han notado en la poética de autores como Milan Kundera o Mario Vargas Llosa, quizá dos de los últimos exponentes vivos de ese concepto insigne y orgulloso de la novela.
Sin embargo, es probable que ellos mismos sean dos dinosaurios de la modernidad que empiezan a dar signos evidentes de desorientación en el líquido mundo del siglo XXI. Los impulsos antijerárquicos, antiesencialistas y profundamente descentralizadores del pensamiento en las últimas décadas, con sus nuevos sujetos, han socavado con fuerza y a veces han demolido lo que podríamos llamar el relato heroico y aristocrático de la propia novela como género. La añeja ilusión más o menos ontoteológica y emancipadora de los novelistas del siglo XX y de muchos de sus exégetas se ve ahora con cierto desdén, como residuo elitista y condenado a revelar una y otra vez su profunda ingenuidad, es decir, su grandilocuencia estéril y por tanto su fracaso. En pocas palabras: la novela no descubre nada y no redime ni salva al ser humano. Se habría revelado, por tanto, la ficción (ilusión) de la propia ficción literaria.
Ya se ha hablado incluso de que vivimos en la era de la literatura “postautónoma” (Iris Josefina Ludmer), que certifica el fin de todo un ciclo histórico de relaciones entre la ficción artística y la realidad. El arrinconamiento creciente de la imaginación creadora por parte de una referencialidad extraliteraria (periodismo, historia, autobiografía…) cada vez más invasiva podría ser un síntoma. Por supuesto, ante esa nueva situación se puede adoptar una actitud celebratoria o una actitud resignada, y ambas se ven con frecuencia, en buena medida porque comparten la idea que el cambio es la ley prioritaria de la evolución literaria y, por tanto, la resistencia es inútil. Pero también se puede perseverar en la lucha, entendiendo que la literatura es siempre un espacio de lucha por la legitimidad y que la toma de posición es imprescindible (incluso cuando la toma de posición es el silencio o la inhibición).
Sí, se lucha a todas horas en el mundo literario, y todos defienden intereses, naturalmente: los que como yo creemos en la necesidad de una prudente autonomía de la literatura no podemos ocultar nuestro afán de lucro simbólico y quizás también económico. Pero precisamente por eso creemos necesario igualmente recordar que los intereses que hay detrás de los otros, y de esas actitudes consagratorias de la postautonomía. Porque los hay, aunque a menudo se disimulen bajo la aparente coartada bienhechora de lo que en el fondo no es más una nueva hegemonía y una nueva relación de fuerzas en eso que hoy es un gran negocio: la cultura. Los otros de los que hablo serían, naturalmente, no sólo los autores involucrados, sino también los agentes encargados de la circulación de los textos (editores, sobre todo) y los productores de significado y valor de los textos (la crítica). Dos gremios, por cierto, muy poco acostumbrados a la autocrítica pública, sobre todo en España, un país envanecido durante décadas de crecimiento económico y nuevas oligarquías que solo en los últimos años parece empezar a reaccionar y a replantear el relato euforizante de la Transición.
Debo insistir en que no pretendo denostar las nuevas formas híbridas ni rechazar su legitimidad dentro del repertorio de opciones (el espacio de los posibles de Bourdieu). Quiero, en todo caso, proponer una mínima sospecha sobre la consagración de la hibridación como nueva norma, sobre el singular prestigio actual del adjetivo “inclasificable” aplicado a la literatura y sobre la subsiguiente devaluación de determinados criterios estéticos. Me parece que estamos ante una hibridación cada vez más poderosa e influyente y cada vez más aliada de las nuevas formas que presenta el mercado cultural a la hora de abastecer de interminables novedades. Hoy lo “puro” parece obsoleto e incluso reaccionario, mientras que lo “híbrido” parece infalible, genuinamente democrático y superior por definición. Pero tal vez las cosas no sean tan simples, y se trate solamente de una extrapolación a la literatura de conceptos con otra genealogía, que se aplican ahora con mucha ligereza y con evidente voluntad de imponer nuevos criterios.
Confieso que no estoy en condiciones de proponer una norma alternativa, pero me parece importante contribuir a sacar a la luz las condiciones que han creado y que consolidan día a día la norma híbrida. Se me podrá objetar que abogo por un clasicismo tranochado e iluso o que sueño con volver al Edén de las Bellas Letras; pero me permito recordar, con Lotman, que el arte puede funcionar movido por una estética de identidad o por una estética de oposición. Y quizás la estética de oposición es, paradójicamente, más dócil, conservadora y previsible hoy, aunque nadie parezca atreverse a decirlo. Porque al final llegamos a una cierta dimensión política del hecho literario. Y en ese terreno no está del todo claro que avancemos, a pesar de que el discurso celebratorio de la postautonomía pretenda venderse como liberador y progresista.
Un repaso rápido a la literatura de lengua española quizá nos ayude a explicar mejor el problema.

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Hay muchas formas de contar la historia reciente de la literatura española, desde luego. Una posible historia empieza, en mi opinión, en 1977, con la publicación de Autobiografía de Federico Sánchez, de Jorge Semprún. El balance autobiográfico de Semprún con su desencanto comunista funciona perfectamente como pórtico de la naciente democratización española y del progresivo debilitamiento del comunismo como opción política y estética. Pero no debemos olvidar que esas memorias ganaron un premio de novela, es decir, circularon como novela y se integraron en la lucha novelística, y que se trató ni más ni menos que del premio Planeta, elemento esencial ya entonces de la profesionalización de los escritores españoles, y que con el tiempo ha sido una enorme fuente de ingresos para algunos. En ese sentido, la ambigüedad estratégica de Semprún con la novela como género se adelantaba seguramente a los tiempos. Por eso el nuevo pacto de la literatura española –el pacto entre autores, editores y lectores- está firmado ahí, en 1977; no solamente por la apertura desacomplejada del escritor a las estructuras capitalistas del mercado editorial, sino por la inauguración de una senda autoficcional, que aunque no fue inventada por Semprún en el caso español (hay ejemplos en Azaña, Unamuno o Azorín, como sabemos), sí le concede un valor especial si atendemos al contexto político del país.
Con Semprún, la élite antifranquista empieza a escribirse a sí misma en libertad y a rentabilizar su experiencia en aras de una nueva política de la memoria idónea para adaptarse a la democracia liberal y al poder del felipismo. Después vendrán obras como Historia de un idiota contada por él mismo, de Félix de Azúa, o Penúltimos castigos, de Carlos Barral, junto a textos menos ambiguos y por tanto menos autoficcionales como las memorias de Juan Goytisolo. Autobiografía y autoficción tendrán así un notable desarrollo en la España democrática, un desarrollo que compensa cierta carencia histórica de ese tipo de literatura del yo en comparación con otras lenguas y que llegaría a ejemplos tan importantes hoy como los de Andrés Trapiello, Javier Marías y Javier Cercas.
No voy a entrar en criterios cualitativos sobre el valor intrínsecamente literario (o no) de la escritura del yo, criterios que seguramente exigen una reflexión demasiado amplia, porque creo que habría mucho que decir sobre si, por ejemplo, el hecho de que Neruda no mencione a su hija Malva Marina ni una sola vez en Confieso que he vivido es un dato de interés estético o solamente un dato moral o psicológico. Tal vez sea un problema muy arduo, pero sí me parece que se puede afirmar que la expansión de la escritura autoficcional y en general de lo que podríamos llamar la egoliteratura en la España europeísta y democratizada tiene raíces socioliterarias, derivadas de las necesidades de una clase letrada que trató de mantener algunos privilegios en las nuevas condiciones democráticas y que ha tenido sucesores plenamente interesados en priorizar la experiencia individual a lo problemas colectivos (es una evolución que quedaría seguramente bien explicada con el caso actual de Milena Busquets). Esa clase letrada encontró un estupendo yacimiento de posibilidades editoriales en la revelación de la intimidad y en el testimonio subjetivo de la Historia, y su aceptación por parte de la crítica y las instituciones fue casi unánime. Contrástese ese desarrollo aparentemente “comprometido” con la historia de España a partir de testimonios particulares de escritores e intelectuales con la escasez de novelas que afrontaran problemas como por ejemplo el terrorismo.
Evidentemente, siempre podremos encontrar excepciones, pero hablamos de dominantes literarias, en las que se revela la hegemonía de algunas fuerzas y algunas élites (durante al menos veinte años centradas básicamente en la cercanía del periódico El país y el holding afín). Curiosamente, la egoliteratura española coincide en el tiempo con procesos de amnesia colectiva en la esfera pública, que se han contenido hasta el éxito de Soldados de Salamina y la querella de la memoria histórica. ¿Cómo se explica esa aparente paradoja? En realidad, no es difícil: el individualismo literario ha funcionado como filtro para la autointerpretación española de su Historia reduciéndola a una escala controlable, al tiempo que ha opacado claramente la reflexión sobre los intereses de clase, que en España han sido a menudo maquillados, falseados o invisibilizados desde 1982. La falta de atención al presente explica en buena medida el exceso de atención al pasado (sobre todo Guerra Civil y franquismo), que aún hoy es una importante industria para los escritores que aspiran a la profesionalización y que no quieren ser estigmatizados como críticos del nuevo sistema organizado a partir de 1982 con el triunfo del PSOE. Pero es que además el crecimiento de la autoficción española es explicable por razones de productividad literaria y posición social del escritor en una sociedad con una esfera pública creciente y en ocasiones bien remunerada.
Desde hace tiempo, el modelo de escritor español ya no es, desde luego, alguien como Rafael Sánchez Ferlosio. La necesidad profesional del escritor de mantener un alto nivel de producción para no perjudicar sus condiciones económicas y satisfacer la demanda previa de sus lectores podría explicar casos como Negra espalda del tiempo, híbrido con el que Marías ajusta cuentas de forma sutilmente ficcional y por tanto libre de represalias legales. De ese modo, la autoficción ha ido ganando peso en el repertorio de opciones literarias españolas como forma ideal de legitimación del escritor como tal sin necesidad de involucrarse en cuestiones políticas ni de arriesgar creando ficciones sobre espacios sociales que ni conoce ni quiere conocer, ya que su esperanza es entrar en el circuito de una literatura respetablemente instalada en el mercado y capaz de sobrevivir a los vaivenes políticos y económicos. Seguramente sea ese uno de los motivos por los que no tenemos a un Houellebecq hoy en la literatura española.
A pesar de Mendoza, Millás o Merino, la autoficción (que yo también he practicado, y no lo niego) ha sido y es un modelo perfectamente útil para sublimar literariamente las aspiraciones liberales de los intelectuales y aspirantes a nuevos clercs. No solo eso: ha cumplido una eficaz labor solapando la visibilidad de ficciones sobre las diferencias sociales y los conflictos políticos en España y ha contribuido, por tanto, al perfil bajo de una literatura como la española de la democracia, muy indulgente con la oligarquía económica y pudorosa a la hora de ejercer la crítica o plantear polémicas ideológicas de alcance. Es decir, inversa en muchos sentidos a la literatura previa que los lectores españoles disfrutaron: la del boom, que marcó el tardofranquismo. Tampoco habría que olvidar, en ese sentido, la curiosa simetría entre boom y novela española de la democracia, y cómo el primero empezó como vanguardia estética y vanguardia política a la vez, a diferencia de la segunda, que ante todo ha sido vanguardia económica dentro de la estrategia neoliberal de colonización del mercado de lengua española por parte de algunos potentes grupos empresariales de capital español. En ese sentido, creo que en América Latina el puesto equivalente al de Autobiografía de Federico Sánchez lo ocuparía La tía Julia y el escribidor, no tanto por el sentido ideológico como por la autoconciencia del nuevo escritor profesional que sabe que ha entrado en otra fase de la tradición literaria continental. Y así, desde Varguitas quizá llegaríamos, aunque no sea por una relación directa e inmediata, a Arturo Belano o Emilio Renzi.
Mi conclusión es que, amparada y legitimada por una crítica cómplice incapaz de afirmar la desnudez del emperador, la autoficción ha supuesto y supone hoy un freno importante para la imaginación creadora y la sensibilidad social en la narrativa de lengua española, al tiempo que estimula la pereza y el mimetismo. Pero no es el único factor que ha contribuido, especialmente en países como España, al triunfo de lo que podríamos llamar una ficción blanda o débil frente a una ficción dura o fuerte.

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Estamos viendo que las autoficciones y los géneros autobiográficos están contribuyendo a desequilibrar el panorama narrativo desde lo ficconal hacia lo referencial, y ahí han contado con múltiples apoyos, empezando por las diversas modulaciones de la nueva novela histórica y las interferencias del periodismo. Ya el Modernismo descubrió el haz de posibilidades para el autor-cronista, y ahora habría que sumarle al autor-cronista de sí mismo, al autor-periodista y al autor-historiador. Incluso narradores contemporáneos muy imaginativos recurren a los hechos reales y a los personajes referenciales: Bolaño mete a Neruda y a Paz como personajes, Padura novela a Heredia o Trotski, Cueto a Vladimiro Montesinos, Volpi a Salinas de Gortari, Vargas Llosa a Trujillo o Roger Casement, Ospina a Pedro de Ursúa y Muñoz Molina al asesino de Luther King.
Por supuesto, podemos interpretarlo todo de manera inocente y aceptarlo sin más como parte de un panorama riquísimo y lleno de opciones para casi todos los gustos lectores. Esa parece ser la actitud más cómoda y acorde con la despolitización predominante. Pero también podemos recordar algo de marxismo y pensar en las condiciones materiales del trabajo literario hoy. No es la actitud habitual entre la crítica, sobre todo la española, a menudo forjada en la mediocridad y el vasallaje de sus universidades, de estilo feudal hasta hace muy poco. Pero el problema es seguramente más amplio y afecta también a la crítica académica incluso de Estados Unidos, tan responsable muchas veces de la tabla de valores dominante, sobre todo en lo que se refiere a la literatura latinoamericana. Hipertrofiada por su burocratización y su constante necesidad de producir papers, autodevorada constantemente por su necesidad de novedad y su narcisismo teórico, la crítica está contribuyendo también al desorden general mientras de paso se legitima como un grupo social cada vez más numeroso y al mismo tiempo más sometido a reglas de competencia capitalista.
Los ejemplos de sus caprichos son muchos, y van más allá del intento de canonización alternativa de una obra como Me llamo Rigoberto Menchú, que parece felizmente superado. La forma con la que la crítica -tanto de aquí como de allá- tiende a lavar su mala conciencia política al tiempo que prospera económicamente va desde las múltiples formas de los Cultural Studies hasta la habitual benevolencia con la que se juzgan géneros como el policial, viendo la botella medio llena de la crítica social y obviando la botella medio vacía del evidente sentido comercial de un género que sigue siendo muy vendido y por tanto muy útil para las necesidades de solidez económica del escritor. Pero la crítica también está siendo responsable desde hace bastante tiempo de la conversión en modelo de un tipo de ficción cuya blandura es cada vez más notoria y que sin duda guarda mucha vinculación estratégica con la egoliteratura: me refiero a la metaliteratura. Otra ficción blanda que esa crítica autocomplaciente nos hace pasar por ficción dura.
No se me ocurrirá aquí criticar la grandeza evidente de autores como Sergio Pitol, Roberto Bolaño, Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas, que respeto y admiro sin vacilaciones (salvo por cierta anarquía del chileno). Los cuatro no son ya autores minoritarios, porque se leen mucho, pero son autores cotizadísimos entre sus pares (los escritores) y sobre todo entre la crítica académica, que valora especialmente los componentes metaliterarios o culturalistas de sus ficciones: sus toques borgeanos, sus revisiones canónicas o anticanónicas, sus homenajes, sus parodias y los híbridos resultantes entre unos y otras, sus tendencias a tematizar la lectura y convertirla en nutriente fundamental de sus obras a base de subtextos o hipotextos o intertextos. 
Evidentemente, el dominio de la tradición y la capacidad para reinventarla de forma creativa pueden ser valores literarios y siempre dispondremos de un aval cervantino para justificarlo, pero me pregunto si esa estrategia no corre el riesgo hoy de automatizarse y volverse previsible, lo que en cierto modo sería la negación de su misma naturaleza estética para convertirse en algo muy distinto: un producto pensado para satisfacer una demanda previa. ¿Demanda de quién? De los propios críticos e investigadores, por supuesto, que, necesitados de legitimación y de discurso rápido y efectivo, disfrutan especialmente siguiendo las miguitas de pan que los autores ponen en sus obras para condicionar la lectura. De ese modo, la clase intelectual ocuparía una posición perfectamente simétrica al público de best sellers, y ambos tendrían garantizada su comodidad lectora y su sistema de valores, evitando cualquier conflicto entre las dos esferas. Los profesores leerían sus novelas pedantes para sentirse contentos y sentir que la Cultura no ha muerto, y el público masivo de la sociedad del ocio disfrutaría con el entretenimiento de los superventas. Todos contentos, en cierto sentido. Pero no: no todos estamos contentos.
Más de una vez he discutido con colegas del gremio (de diferentes países) que se solazan con el acertijo metaliterario, las metáforas archivísticas y los rayos X del palimpsesto, y que encuentran ahí la perfecta satisfacción de sus necesidades como público lector y a la vez constructor de cánones. Esa clase letrada se habla a sí misma perfectamente con esa literatura, lo que cierra el círculo del conformismo y la vanidad: somos cultos porque encontramos todas las pistas del autor y por eso nuestra vida de lectores tiene un sentido.
Insisto en que todo es muy respetable, pero me parece que quizá la crítica (o buena parte de ella) debería replantearse alguna vez su misión y sus valores, y salir de la burbuja de un conformismo no exento de privilegios económicos en el que apenas hay término medio entre el redentorismo grotesco de algunos mandarines que presumen de cambiar el mundo con sus abstrusos ensayos aparentemente políticos y la tibieza con la que otros mandarines más tímidos han banalizado la pesquisa crítica para convertirla en el parque temático de los iniciados. Incapaces de problematizar seriamente la relación entre texto y sociedad (porque eso significaría, entre otras cosas, replantear sus privilegios y volverse humildes), muchos lectores sofisticados han elegido como moral de la forma literaria la que más se adecua a sus intereses inmediatos, evitando el riesgo que implica tomar posición en el seno de la institución para preguntarse de veras qué es hoy la crítica literaria desde un punto de vista social. 
Además, en esa glorificación de la ortodoxia metaliteraria es donde, al menos en el ámbito hispánico, percibo una mala digestión de Borges, o al menos una lectura muy parcial, en la que se olvida demasiado rápidamente la defensa que el autor de El Aleph hacía del artificio literario, y en particular de lo que llamó los “ejercicios de imaginación razonada” (véase el prólogo a La invención de Morel). Se habla hasta la saciedad del potencial filosófico de la obra borgeana, pero parece haberse olvidado su defensa del elemental placer narrativo (por ejemplo, de Las mil y una noches). Y ese placer narrativo tiene un componente técnico que el desprecio por el caduco estructuralismo y la hipocresía de muchos estudios culturales han llevado a un segundo plano, para mayor comodidad de una crítica que se aburre con el microscopio de la prosaica narratología pero que disfruta en cambio con los laberintos entre textos y con las demostraciones de buena conciencia frente a los problemas del mundo.
Sí, hablo de técnica, de eso tan olvidado hoy que es el virtuosismo narrativo, que puede ser una simple ilusión pero que en cualquier caso hemos perdido en favor de un todo vale aparentemente revolucionario y liberador. Hablo de imaginación -sí, imaginación- sometida a las reglas de la construcción narrativa (voz y perspectiva, sobre todo); hablo de mundos posibles, de capacidad demiúrgica; hablo de enfatizar al personaje como sistema de rasgos y como ideólogo, hablo lo que Kundera llama "egos experimentales", es decir, de personajes nativos del mundo de ficción y no referenciales o históricos (que, no nos engañemos, son más fáciles); personajes nativos que triunfan o fracasan en la ficción porque el autor quiere transmitir una imagen del mundo crítica y no perderse en brumas posmodernas que le sirvan para no pronunciarse sobre los temas decisivos. Todo eso que podría ser la esencia del relato de ficción y que parece que algunos quieren sustituir por una nueva norma en la que o se lee literatura para el gusto de la sociedad secreta de los letraheridos o se acepta como literatura cualquier cosa al estilo del anuncio televisivo que hablaba de aceptar “pulpo” como animal de compañía.

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Pocas definiciones más hiperbólicas y románticas de la labor del novelista encontraremos que la del deicida vargasllosiano: el novelista como suplantador de Dios. El propio novelista peruano no utiliza ya esa imagen tan enfática (propia de sus tiempos más faulknerianos) y prefiere, por ejemplo, hablar de la verdad de las mentiras novelísticas. De cualquier modo, se trata de una defensa del valor único de la novela y de eso que he intentado llamar la ficción fuerte, y que el propio Vargas Llosa ha practicado habitualmente (aunque también haya practicado, como hemos visto, las ficciones contaminadas de hechos reales).
Ninguna ficción es, por supuesto, completamente pura, y siempre está conectada de algún modo al mundo real (perdón por la perogrullada teórica). Pero el debilitamiento de la autonomía de la ficción tiene consecuencias en las que pocos parecen reparar, instalados en la permanente celebración de algunos mestizajes que son vistos como una especie de triunfo de la democracia: ese debilitamiento implica, ante todo, una pérdida de la fuerza para problematizar, desde la distancia, el mundo real; en otras palabras, para componer o construir un marco o un modelo que nos permita enfocar y quizás iluminar una parte de la complejísima realidad. Ya no digo toda la realidad, porque eso sonaría a ingenuidad metafísica de otra época. Pero tampoco veo claro que la ductilidad contemporánea haya supuesto un avance glorioso en algunas literaturas como la española. Por el contrario, si alguna conclusión puede darnos el sistema literario español actual (sobre todo en la narrativa) es que lleva décadas dominado por la falta de agresividad y de problematización; en definitiva, por una falta de comprensión de la literatura como acto de solidaridad histórica. Es más, parece que seguimos sin ver otro problema que no sea la Guerra Civil. Esa atrofia del espíritu crítico quizá explica el advenimiento del duro contexto sociopolítico actual, que nadie supo predecir y que hoy solo unos pocos se atreven a interpretar con independencia de criterio y valentía ideológica, más allá de las bataholas publicitarias y los mercadeos habituales de una sociedad de nuevos ricos que ha entrado en crisis sin entender por qué. Y no pensemos que el asunto se limita al caso español: desgraciadamente, el poder editorial peninsular puede acabar afectando directamente al sistema latinoamericano y contagiando las prioridades conservadoras y consumistas frente al riesgo crítico y la fuerza ideológica.
El mestizaje y lo fronterizo ya han cumplido seguramente su función transgresora y renovadora, pero hoy hay unas necesidades que son a la vez políticas y literarias y que a algunos nos han obligado a tomar partido claramente por eso tan anticuado que es separar la realidad de la ficción precisamente para que la segunda ayude a entender la primera. Si la literatura no preserva su poder exploratorio e imaginativo, si la fantasía se limita a parasitar textos ajenos, si el único personaje que podemos crear es el personaje-escritor o profesor, si olvidamos el sentido de la novela como hipótesis inquietante sobre el mundo, corremos el riesgo de acabar dañando la salud universal de la literatura en favor, por ejemplo, de las series de televisión, que casi siempre son productos de consumo perfectamente industrializados y no pocas veces alienantes. Y peor aún: podemos convertir la novela en un simple producto de consumo, que conduce directamente a un cierto tipo de modorra intelectual bastante cercano a la inconsciencia o la pusilanimidad que tanto interesa al poder (que sigue existiendo, aunque esté más y mejor disimulado que nunca).
El siglo XXI supone nuevos retos que ni Dostoievski ni Kafka ni Joyce (ni Calvino…) pudieron imaginar o prever. Vivimos en un mundo caótico saturado de ficciones, pero también de confusiones y de incertidumbres. Y por eso mismo no todas las ficciones funcionan igual, no estimulan de la misma manera la razón crítica, ni alertan sobre el retorno de los prejuicios. En el mundo de las nuevas tecnologías de la información, tal vez la novela sigue siendo un modo exclusivo y excepcional de informar a través precisamente de lo inverificable: el mundo creado por la imaginación.
Me parece que es un buen motivo para perseverar en la lucha.