EL OCASO DE LOS DEMIURGOS
(Este texto, que retoma y amplía una entrada previa del blog, saldrá publicado en otoño en la editorial Bosch dentro del volumen colectivo De Sevilla a Granada con Rubén Darío. Estudios en homenaje al profesor Noel Rivas Bravo, que coordinamos Victoria Camacho, Ninfa Criado, Miguel Polaino-Orts y un servidor.)
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Lo sabemos: se puede
ser poeta y antipoeta, se puede hacer novela-ensayo, ensayo novelado,
novela-autobiografía, diarios, dietarios, testimonio, autoficción, novela de no
ficción, relato real de ficción, novela-reportaje, microrrelatos, grafitis,
novela por tuits y cualquier otra cosa. Abundan los centauros literarios porque
los géneros son contingentes, arbitrarios y fácilmente superables. Recordemos
que Bob Dylan y Svetlana Alexievich han ganado el premio Nobel de literatura y
que algunas estrellas de la performance artística son casi capaces de entrar en
el Libro Guinness por sus proezas. Ninguna convención en el arte es pura y
definitiva; ninguna receta o norma es infalible. La literariedad, como recuerda
el gran taxónomo Gérard Genette, puede ser constitutiva o condicional. En la
constitutiva, sea por ficción o por dicción, parece que ya todas las casillas
han sido llenadas con un ejemplo, y no queda hueco para novedades. En la condicional,
en cambio, todo es posible: sabemos que casi cualquier texto puede ser finalmente
literario en unas determinadas condiciones sociohistóricas de recepción e
institucionalización.
Hay novelas hoy que no
terminan nunca, o se fragmentan, o terminan de forma deliberadamente chapucera
e imprecisa, o no tienen centro, ni principio, ni mensaje claro; hay novelas
que se abren a todos los textos sin saturarse de ellos; hay literatura fronteriza
en muchos sentidos, que borra o esconde su propia naturaleza ficcional hasta
hacerla aporética o sencillamente irreconocible; hay estructuras lineales,
circulares, cuadradas, romboides y a lo mejor hasta cuánticas. Es más: hoy se
puede escribir a todas horas, compulsivamente, o escribir una sola vez y dejar
paso a los demás. Se puede tener técnica y no tener concepto, y al revés. Se
puede escribir para las mayorías y para las minorías. Se puede ser pos, pre,
neo, anti, meta y supra. El repertorio de posibilidades parece ilimitado.
Vivimos tiempos de hiperproducción literaria: ya alguien dijo que la cultura y
los textos son hoy como el carbón para la economía del siglo XIX.
¿Qué sentido tiene
entonces pensar otra vez en una poética de la novela?
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Adelanto que no voy a
hablar de la muerte de la novela. En todo caso hablaría de su agonía (que puede
ser muy larga) en medio de la galaxia digital, compitiendo en la nueva
logosfera atiborrada de comunicación y creatividad de todo tipo. Sin embargo,
la evidencia hoy es la abundancia empírica de novela, y no su defunción, en
buena medida gracias a su flexibilización genérica para adaptarse a los nuevos
tiempos y a las nuevas reglas del desarrollo cultural.
Lo que sí parece haber
entrado en crisis es una determinada epistemología de la novela que le concedía
un status de privilegio entre las formas artísticas. Hablamos de una idea de la
ficción como mito o fábula explicativa de la realidad histórica desde la base
de que se trata de dos esferas distintas -la literaria y la histórica-, y de que
la literaria tiene (o tenía) sus propias reglas y su poder específico. Esa
directriz concreta presenta, dicho resumidamente, dos variantes, en ocasiones
conectadas en productivas e ilustres intersecciones: una, de fuerte carga
crítica y de raíz básicamente hegeliana y marxista, y otra de carácter menos
dogmático y más centrada en el potencial gnoseológico y humanístico de la
novela, capaz de desafiar a la propia filosofía. Lukács, Bajtin, el Barthes de
la écriture, el Sartre de ¿Qué es la literatura? y Auerbach, entre
otros, han cimentado el prestigio moral y a menudo político del género
novelesco dentro del canon occidental moderno, y sus efectos se han notado en
la poética de autores como Milan Kundera o Mario Vargas Llosa, quizá dos de los
últimos exponentes vivos de ese concepto insigne y orgulloso de la novela.
Sin embargo, es
probable que ellos mismos sean dos dinosaurios de la modernidad que empiezan a
dar signos evidentes de desorientación en el líquido mundo del siglo XXI. Los
impulsos antijerárquicos, antiesencialistas y profundamente descentralizadores
del pensamiento en las últimas décadas, con sus nuevos sujetos, han socavado
con fuerza y a veces han demolido lo que podríamos llamar el relato heroico y
aristocrático de la propia novela como género. La añeja ilusión más o menos
ontoteológica y emancipadora de los novelistas del siglo XX y de muchos de sus
exégetas se ve ahora con cierto desdén, como residuo elitista y condenado a
revelar una y otra vez su profunda ingenuidad, es decir, su grandilocuencia
estéril y por tanto su fracaso. En pocas palabras: la novela no descubre nada y no redime ni salva al ser
humano. Se habría revelado, por tanto, la ficción (ilusión) de la propia
ficción literaria.
Ya se ha hablado
incluso de que vivimos en la era de la literatura “postautónoma” (Iris Josefina
Ludmer), que certifica el fin de todo un ciclo histórico de relaciones entre la
ficción artística y la realidad. El arrinconamiento creciente de la imaginación
creadora por parte de una referencialidad extraliteraria (periodismo, historia,
autobiografía…) cada vez más invasiva podría ser un síntoma. Por supuesto, ante
esa nueva situación se puede adoptar una actitud celebratoria o una actitud
resignada, y ambas se ven con frecuencia, en buena medida porque comparten la
idea que el cambio es la ley prioritaria de la evolución literaria y, por
tanto, la resistencia es inútil. Pero también se puede perseverar en la lucha,
entendiendo que la literatura es siempre un espacio de lucha por la legitimidad
y que la toma de posición es imprescindible (incluso cuando la toma de posición
es el silencio o la inhibición).
Sí, se lucha a todas
horas en el mundo literario, y todos defienden intereses, naturalmente: los que
como yo creemos en la necesidad de una prudente autonomía de la literatura no
podemos ocultar nuestro afán de lucro simbólico y quizás también económico. Pero
precisamente por eso creemos necesario igualmente recordar que los intereses
que hay detrás de los otros, y de esas
actitudes consagratorias de la postautonomía. Porque los hay, aunque a menudo
se disimulen bajo la aparente coartada bienhechora de lo que en el fondo no es
más una nueva hegemonía y una nueva relación de fuerzas en eso que hoy es un
gran negocio: la cultura. Los otros de los que hablo serían, naturalmente, no
sólo los autores involucrados, sino también los agentes encargados de la
circulación de los textos (editores, sobre todo) y los productores de
significado y valor de los textos (la crítica). Dos gremios, por cierto, muy
poco acostumbrados a la autocrítica pública, sobre todo en España, un país
envanecido durante décadas de crecimiento económico y nuevas oligarquías que
solo en los últimos años parece empezar a reaccionar y a replantear el relato
euforizante de la Transición.
Debo insistir en que no
pretendo denostar las nuevas formas híbridas ni rechazar su legitimidad dentro
del repertorio de opciones (el espacio de los posibles de Bourdieu). Quiero, en
todo caso, proponer una mínima sospecha sobre la consagración de la hibridación
como nueva norma, sobre el singular prestigio actual del adjetivo
“inclasificable” aplicado a la literatura y sobre la subsiguiente devaluación
de determinados criterios estéticos. Me parece que estamos ante una hibridación
cada vez más poderosa e influyente y cada vez más aliada de las nuevas formas
que presenta el mercado cultural a la hora de abastecer de interminables
novedades. Hoy lo “puro” parece obsoleto e incluso reaccionario, mientras que
lo “híbrido” parece infalible, genuinamente democrático y superior por
definición. Pero tal vez las cosas no sean tan simples, y se trate solamente de
una extrapolación a la literatura de conceptos con otra genealogía, que se
aplican ahora con mucha ligereza y con evidente voluntad de imponer nuevos
criterios.
Confieso que no estoy
en condiciones de proponer una norma alternativa, pero me parece importante contribuir
a sacar a la luz las condiciones que han creado y que consolidan día a día la
norma híbrida. Se me podrá objetar que abogo por un clasicismo tranochado e
iluso o que sueño con volver al Edén de las Bellas Letras; pero me permito
recordar, con Lotman, que el arte puede funcionar movido por una estética de
identidad o por una estética de oposición. Y quizás la estética de oposición
es, paradójicamente, más dócil, conservadora y previsible hoy, aunque nadie
parezca atreverse a decirlo. Porque al final llegamos a una cierta dimensión
política del hecho literario. Y en ese terreno no está del todo claro que
avancemos, a pesar de que el discurso celebratorio de la postautonomía pretenda
venderse como liberador y progresista.
Un repaso rápido a la
literatura de lengua española quizá nos ayude a explicar mejor el problema.
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Hay muchas formas de
contar la historia reciente de la literatura española, desde luego. Una posible
historia empieza, en mi opinión, en 1977, con la publicación de Autobiografía de Federico Sánchez, de
Jorge Semprún. El balance autobiográfico de Semprún con su desencanto comunista
funciona perfectamente como pórtico de la naciente democratización española y del
progresivo debilitamiento del comunismo como opción política y estética. Pero no
debemos olvidar que esas memorias ganaron un premio de novela, es decir,
circularon como novela y se integraron en la lucha novelística, y que se trató
ni más ni menos que del premio Planeta, elemento esencial ya entonces de la
profesionalización de los escritores españoles, y que con el tiempo ha sido una
enorme fuente de ingresos para algunos. En ese sentido, la ambigüedad
estratégica de Semprún con la novela como género se adelantaba seguramente a
los tiempos. Por eso el nuevo pacto de la literatura española –el pacto entre
autores, editores y lectores- está firmado ahí, en 1977; no solamente por la
apertura desacomplejada del escritor a las estructuras capitalistas del mercado
editorial, sino por la inauguración de una senda autoficcional, que aunque no
fue inventada por Semprún en el caso español (hay ejemplos en Azaña, Unamuno o
Azorín, como sabemos), sí le concede un valor especial si atendemos al contexto
político del país.
Con Semprún, la élite
antifranquista empieza a escribirse a sí misma en libertad y a rentabilizar su
experiencia en aras de una nueva política de la memoria idónea para adaptarse a
la democracia liberal y al poder del felipismo. Después vendrán obras como Historia de un idiota contada por él mismo,
de Félix de Azúa, o Penúltimos castigos,
de Carlos Barral, junto a textos menos ambiguos y por tanto menos
autoficcionales como las memorias de Juan Goytisolo. Autobiografía y
autoficción tendrán así un notable desarrollo en la España democrática, un
desarrollo que compensa cierta carencia histórica de ese tipo de literatura del
yo en comparación con otras lenguas y que llegaría a ejemplos tan importantes
hoy como los de Andrés Trapiello, Javier Marías y Javier Cercas.
No voy a entrar en
criterios cualitativos sobre el valor intrínsecamente literario (o no) de la
escritura del yo, criterios que seguramente exigen una reflexión demasiado
amplia, porque creo que habría mucho que decir sobre si, por ejemplo, el hecho
de que Neruda no mencione a su hija Malva Marina ni una sola vez en Confieso que he vivido es un dato de
interés estético o solamente un dato moral o psicológico. Tal vez sea un
problema muy arduo, pero sí me parece que se puede afirmar que la expansión de
la escritura autoficcional y en general de lo que podríamos llamar la
egoliteratura en la España europeísta y democratizada tiene raíces
socioliterarias, derivadas de las necesidades de una clase letrada que trató de
mantener algunos privilegios en las nuevas condiciones democráticas y que ha
tenido sucesores plenamente interesados en priorizar la experiencia individual
a lo problemas colectivos (es una evolución que quedaría seguramente bien
explicada con el caso actual de Milena Busquets). Esa clase letrada encontró un
estupendo yacimiento de posibilidades editoriales en la revelación de la
intimidad y en el testimonio subjetivo de la Historia, y su aceptación por
parte de la crítica y las instituciones fue casi unánime. Contrástese ese desarrollo
aparentemente “comprometido” con la historia de España a partir de testimonios
particulares de escritores e intelectuales con la escasez de novelas que
afrontaran problemas como por ejemplo el terrorismo.
Evidentemente, siempre
podremos encontrar excepciones, pero hablamos de dominantes literarias, en las
que se revela la hegemonía de algunas fuerzas y algunas élites (durante al
menos veinte años centradas básicamente en la cercanía del periódico El país y el holding afín). Curiosamente, la egoliteratura española coincide en
el tiempo con procesos de amnesia colectiva en la esfera pública, que se han
contenido hasta el éxito de Soldados de
Salamina y la querella de la memoria histórica. ¿Cómo se explica esa aparente
paradoja? En realidad, no es difícil: el individualismo literario ha funcionado
como filtro para la autointerpretación española de su Historia reduciéndola a
una escala controlable, al tiempo que ha opacado claramente la reflexión sobre
los intereses de clase, que en España han sido a menudo maquillados, falseados
o invisibilizados desde 1982. La falta de atención al presente explica en buena
medida el exceso de atención al pasado (sobre todo Guerra Civil y franquismo),
que aún hoy es una importante industria para los escritores que aspiran a la
profesionalización y que no quieren ser estigmatizados como críticos del nuevo
sistema organizado a partir de 1982 con el triunfo del PSOE. Pero es que además
el crecimiento de la autoficción española es explicable por razones de
productividad literaria y posición social del escritor en una sociedad con una
esfera pública creciente y en ocasiones bien remunerada.
Desde hace tiempo, el
modelo de escritor español ya no es, desde luego, alguien como Rafael Sánchez
Ferlosio. La necesidad profesional del escritor de mantener un alto nivel de
producción para no perjudicar sus condiciones económicas y satisfacer la
demanda previa de sus lectores podría explicar casos como Negra espalda del tiempo, híbrido con el que Marías ajusta cuentas
de forma sutilmente ficcional y por tanto libre de represalias legales. De ese
modo, la autoficción ha ido ganando peso en el repertorio de opciones
literarias españolas como forma ideal de legitimación del escritor como tal sin
necesidad de involucrarse en cuestiones políticas ni de arriesgar creando
ficciones sobre espacios sociales que ni conoce ni quiere conocer, ya que su
esperanza es entrar en el circuito de una literatura respetablemente instalada
en el mercado y capaz de sobrevivir a los vaivenes políticos y económicos.
Seguramente sea ese uno de los motivos por los que no tenemos a un Houellebecq
hoy en la literatura española.
A pesar de Mendoza,
Millás o Merino, la autoficción (que yo también he practicado, y no lo niego) ha
sido y es un modelo perfectamente útil para sublimar literariamente las
aspiraciones liberales de los intelectuales y aspirantes a nuevos clercs. No solo eso: ha cumplido una
eficaz labor solapando la visibilidad de ficciones sobre las diferencias
sociales y los conflictos políticos en España y ha contribuido, por tanto, al
perfil bajo de una literatura como la española de la democracia, muy indulgente
con la oligarquía económica y pudorosa a la hora de ejercer la crítica o
plantear polémicas ideológicas de alcance. Es decir, inversa en muchos sentidos
a la literatura previa que los lectores españoles disfrutaron: la del boom, que marcó el tardofranquismo.
Tampoco habría que olvidar, en ese sentido, la curiosa simetría entre boom y novela española de la democracia,
y cómo el primero empezó como vanguardia estética y vanguardia política a la
vez, a diferencia de la segunda, que ante todo ha sido vanguardia económica
dentro de la estrategia neoliberal de colonización del mercado de lengua
española por parte de algunos potentes grupos empresariales de capital español.
En ese sentido, creo que en América Latina el puesto equivalente al de Autobiografía de Federico Sánchez lo
ocuparía La tía Julia y el escribidor,
no tanto por el sentido ideológico como por la autoconciencia del nuevo
escritor profesional que sabe que ha entrado en otra fase de la tradición
literaria continental. Y así, desde Varguitas quizá llegaríamos, aunque no sea por
una relación directa e inmediata, a Arturo Belano o Emilio Renzi.
Mi conclusión es que, amparada
y legitimada por una crítica cómplice incapaz de afirmar la desnudez del
emperador, la autoficción ha supuesto y supone hoy un freno importante para la
imaginación creadora y la sensibilidad social en la narrativa de lengua
española, al tiempo que estimula la pereza y el mimetismo. Pero no es el único
factor que ha contribuido, especialmente en países como España, al triunfo de
lo que podríamos llamar una ficción blanda o débil frente a una ficción dura o
fuerte.
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Estamos viendo que las
autoficciones y los géneros autobiográficos están contribuyendo a desequilibrar
el panorama narrativo desde lo ficconal hacia lo referencial, y ahí han contado
con múltiples apoyos, empezando por las diversas modulaciones de la nueva novela
histórica y las interferencias del periodismo. Ya el Modernismo descubrió el
haz de posibilidades para el autor-cronista, y ahora habría que sumarle al
autor-cronista de sí mismo, al autor-periodista y al autor-historiador. Incluso
narradores contemporáneos muy imaginativos recurren a los hechos reales y a los
personajes referenciales: Bolaño mete a Neruda y a Paz como personajes, Padura
novela a Heredia o Trotski, Cueto a Vladimiro Montesinos, Volpi a Salinas de
Gortari, Vargas Llosa a Trujillo o Roger Casement, Ospina a Pedro de Ursúa y Muñoz
Molina al asesino de Luther King.
Por supuesto, podemos
interpretarlo todo de manera inocente y aceptarlo sin más como parte de un
panorama riquísimo y lleno de opciones para casi todos los gustos lectores. Esa
parece ser la actitud más cómoda y acorde con la despolitización predominante.
Pero también podemos recordar algo de marxismo y pensar en las condiciones
materiales del trabajo literario hoy. No es la actitud habitual entre la
crítica, sobre todo la española, a menudo forjada en la mediocridad y el
vasallaje de sus universidades, de estilo feudal hasta hace muy poco. Pero el
problema es seguramente más amplio y afecta también a la crítica académica
incluso de Estados Unidos, tan responsable muchas veces de la tabla de valores
dominante, sobre todo en lo que se refiere a la literatura latinoamericana.
Hipertrofiada por su burocratización y su constante necesidad de producir papers, autodevorada constantemente por su
necesidad de novedad y su narcisismo teórico, la crítica está contribuyendo
también al desorden general mientras de paso se legitima como un grupo social
cada vez más numeroso y al mismo tiempo más sometido a reglas de competencia
capitalista.
Los ejemplos de sus
caprichos son muchos, y van más allá del intento de canonización alternativa de
una obra como Me llamo Rigoberto Menchú,
que parece felizmente superado. La forma con la que la crítica -tanto de aquí
como de allá- tiende a lavar su mala conciencia política al tiempo que prospera
económicamente va desde las múltiples formas de los Cultural Studies hasta la habitual benevolencia con la que se
juzgan géneros como el policial, viendo la botella medio llena de la crítica
social y obviando la botella medio vacía del evidente sentido comercial de un
género que sigue siendo muy vendido y por tanto muy útil para las necesidades
de solidez económica del escritor. Pero la crítica también está siendo
responsable desde hace bastante tiempo de la conversión en modelo de un tipo de
ficción cuya blandura es cada vez más notoria y que sin duda guarda mucha
vinculación estratégica con la egoliteratura: me refiero a la metaliteratura.
Otra ficción blanda que esa crítica autocomplaciente nos hace pasar por ficción
dura.
No se me
ocurrirá aquí criticar la grandeza evidente de autores como Sergio Pitol,
Roberto Bolaño, Ricardo Piglia o Enrique Vila-Matas, que respeto y admiro sin
vacilaciones (salvo por cierta anarquía del chileno). Los cuatro no son ya
autores minoritarios, porque se leen mucho, pero son autores cotizadísimos
entre sus pares (los escritores) y sobre todo entre la crítica académica, que
valora especialmente los componentes metaliterarios o culturalistas de sus
ficciones: sus toques borgeanos, sus revisiones canónicas o anticanónicas, sus
homenajes, sus parodias y los híbridos resultantes entre unos y otras, sus
tendencias a tematizar la lectura y convertirla en nutriente fundamental de sus
obras a base de subtextos o hipotextos o intertextos.
Evidentemente,
el dominio de la tradición y la capacidad para reinventarla de forma creativa
pueden ser valores literarios y siempre dispondremos de un aval cervantino para
justificarlo, pero me pregunto si esa estrategia no corre el riesgo hoy de
automatizarse y volverse previsible, lo que en cierto modo sería la negación de
su misma naturaleza estética para convertirse en algo muy distinto: un producto
pensado para satisfacer una demanda previa. ¿Demanda de quién? De los propios
críticos e investigadores, por supuesto, que, necesitados de legitimación y de
discurso rápido y efectivo, disfrutan especialmente siguiendo las miguitas de
pan que los autores ponen en sus obras para condicionar la lectura. De ese
modo, la clase intelectual ocuparía una posición perfectamente simétrica al
público de best sellers, y ambos tendrían garantizada su comodidad lectora y su
sistema de valores, evitando cualquier conflicto entre las dos esferas. Los
profesores leerían sus novelas pedantes para sentirse contentos y sentir que la
Cultura no ha muerto, y el público masivo de la sociedad del ocio disfrutaría
con el entretenimiento de los superventas. Todos contentos, en cierto sentido.
Pero no: no todos estamos contentos.
Más de una
vez he discutido con colegas del gremio (de diferentes países) que se solazan
con el acertijo metaliterario, las metáforas archivísticas y los rayos X del
palimpsesto, y que encuentran ahí la perfecta satisfacción de sus necesidades
como público lector y a la vez constructor de cánones. Esa clase letrada se
habla a sí misma perfectamente con esa literatura, lo que cierra el círculo del
conformismo y la vanidad: somos cultos porque encontramos todas las pistas del
autor y por eso nuestra vida de lectores tiene un sentido.
Insisto en
que todo es muy respetable, pero me parece que quizá la crítica (o buena parte
de ella) debería replantearse alguna vez su misión y sus valores, y salir de la
burbuja de un conformismo no exento de privilegios económicos en el que apenas
hay término medio entre el redentorismo grotesco de algunos mandarines que
presumen de cambiar el mundo con sus abstrusos ensayos aparentemente políticos y
la tibieza con la que otros mandarines más tímidos han banalizado la pesquisa
crítica para convertirla en el parque temático de los iniciados. Incapaces de
problematizar seriamente la relación entre texto y sociedad (porque eso
significaría, entre otras cosas, replantear sus privilegios y volverse
humildes), muchos lectores sofisticados han elegido como moral de la forma
literaria la que más se adecua a sus intereses inmediatos, evitando el riesgo
que implica tomar posición en el seno de la institución para preguntarse de
veras qué es hoy la crítica literaria desde un punto de vista social.
Además, en
esa glorificación de la ortodoxia metaliteraria es donde, al menos en el ámbito
hispánico, percibo una mala digestión de Borges, o al menos una lectura muy
parcial, en la que se olvida demasiado rápidamente la defensa que el autor
de El Aleph hacía del artificio literario, y en particular de
lo que llamó los “ejercicios de imaginación razonada” (véase el prólogo a La
invención de Morel). Se habla hasta la saciedad del potencial filosófico de
la obra borgeana, pero parece haberse olvidado su defensa del elemental placer
narrativo (por ejemplo, de Las mil y una noches). Y ese placer
narrativo tiene un componente técnico que el desprecio por el caduco
estructuralismo y la hipocresía de muchos estudios culturales han llevado a un
segundo plano, para mayor comodidad de una crítica que se aburre con el
microscopio de la prosaica narratología pero que disfruta en cambio con los
laberintos entre textos y con las demostraciones de buena conciencia frente a
los problemas del mundo.
Sí, hablo
de técnica, de eso tan olvidado hoy que es el virtuosismo narrativo, que puede
ser una simple ilusión pero que en cualquier caso hemos perdido en favor de un
todo vale aparentemente revolucionario y liberador. Hablo de imaginación -sí,
imaginación- sometida a las reglas de la construcción narrativa (voz y
perspectiva, sobre todo); hablo de mundos posibles, de capacidad demiúrgica;
hablo de enfatizar al personaje como sistema de rasgos y como ideólogo, hablo
lo que Kundera llama "egos experimentales", es decir, de personajes
nativos del mundo de ficción y no referenciales o históricos (que, no nos
engañemos, son más fáciles); personajes nativos que triunfan o fracasan en la
ficción porque el autor quiere transmitir una imagen del mundo crítica y no
perderse en brumas posmodernas que le sirvan para no pronunciarse sobre los
temas decisivos. Todo eso que podría ser la esencia del relato de ficción y que
parece que algunos quieren sustituir por una nueva norma en la que o se lee
literatura para el gusto de la sociedad secreta de los letraheridos o
se acepta como literatura cualquier cosa al estilo del anuncio televisivo que
hablaba de aceptar “pulpo” como animal de compañía.
5
Pocas definiciones más
hiperbólicas y románticas de la labor del novelista encontraremos que la del
deicida vargasllosiano: el novelista como suplantador de Dios. El propio
novelista peruano no utiliza ya esa imagen tan enfática (propia de sus tiempos
más faulknerianos) y prefiere, por ejemplo, hablar de la verdad de las mentiras
novelísticas. De cualquier modo, se trata de una defensa del valor único de la
novela y de eso que he intentado llamar la ficción fuerte, y que el propio
Vargas Llosa ha practicado habitualmente (aunque también haya practicado, como
hemos visto, las ficciones contaminadas de hechos reales).
Ninguna ficción es, por
supuesto, completamente pura, y siempre está conectada de algún modo al mundo
real (perdón por la perogrullada teórica). Pero el debilitamiento de la
autonomía de la ficción tiene consecuencias en las que pocos parecen reparar,
instalados en la permanente celebración de algunos mestizajes que son vistos
como una especie de triunfo de la democracia: ese debilitamiento implica, ante
todo, una pérdida de la fuerza para problematizar, desde la distancia, el mundo
real; en otras palabras, para componer o construir un marco o un modelo que nos
permita enfocar y quizás iluminar una parte de la complejísima realidad. Ya no
digo toda la realidad, porque eso
sonaría a ingenuidad metafísica de otra época. Pero tampoco veo claro que la
ductilidad contemporánea haya supuesto un avance glorioso en algunas
literaturas como la española. Por el contrario, si alguna conclusión puede
darnos el sistema literario español actual (sobre todo en la narrativa) es que
lleva décadas dominado por la falta de agresividad y de problematización; en
definitiva, por una falta de comprensión de la literatura como acto de
solidaridad histórica. Es más, parece que seguimos sin ver otro problema que no
sea la Guerra Civil. Esa atrofia del espíritu crítico quizá explica el advenimiento
del duro contexto sociopolítico actual, que nadie supo predecir y que hoy solo
unos pocos se atreven a interpretar con independencia de criterio y valentía
ideológica, más allá de las bataholas publicitarias y los mercadeos habituales
de una sociedad de nuevos ricos que ha entrado en crisis sin entender por qué.
Y no pensemos que el asunto se limita al caso español: desgraciadamente, el
poder editorial peninsular puede acabar afectando directamente al sistema
latinoamericano y contagiando las prioridades conservadoras y consumistas
frente al riesgo crítico y la fuerza ideológica.
El mestizaje y lo
fronterizo ya han cumplido seguramente su función transgresora y renovadora,
pero hoy hay unas necesidades que son a la vez políticas y literarias y que a
algunos nos han obligado a tomar partido claramente por eso tan anticuado que
es separar la realidad de la ficción precisamente para que la segunda ayude a
entender la primera. Si la literatura no preserva su poder exploratorio e
imaginativo, si la fantasía se limita a parasitar textos ajenos, si el único
personaje que podemos crear es el personaje-escritor o profesor, si olvidamos
el sentido de la novela como hipótesis inquietante sobre el mundo, corremos el
riesgo de acabar dañando la salud universal de la literatura en favor, por
ejemplo, de las series de televisión, que casi siempre son productos de consumo
perfectamente industrializados y no pocas veces alienantes. Y peor aún: podemos
convertir la novela en un simple producto de consumo, que conduce directamente
a un cierto tipo de modorra intelectual bastante cercano a la inconsciencia o
la pusilanimidad que tanto interesa al poder (que sigue existiendo, aunque esté
más y mejor disimulado que nunca).
El siglo XXI supone
nuevos retos que ni Dostoievski ni Kafka ni Joyce (ni Calvino…) pudieron
imaginar o prever. Vivimos en un mundo caótico saturado de ficciones, pero
también de confusiones y de incertidumbres. Y por eso mismo no todas las
ficciones funcionan igual, no estimulan de la misma manera la razón crítica, ni
alertan sobre el retorno de los prejuicios. En el mundo de las nuevas
tecnologías de la información, tal vez la novela sigue siendo un modo exclusivo
y excepcional de informar a través precisamente de lo inverificable: el mundo
creado por la imaginación.
Me parece que es un
buen motivo para perseverar en la lucha.