"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 27 de noviembre de 2016

NUEVA DIALÉCTICA DEL MIEDO

Hoy en día cualquier preocupación se vuelve fácilmente multitudinaria, por la multiplicación inmediata del discurso, y en ese sentido no faltan los ruidosos que auguran un porvenir mundial ennegrecido por el neofascismo básicamente xenófobo y hasta presienten la llegada de una nueva Edad Media que revierta el camino racional moderno. Sin necesidad de ser apocalíptico y por tanto demasiado estridente, lo cierto es que Trump, el brexit, la amenaza lepenista y la indulgencia en España con la corrupción sistémica serían ejemplos coetáneos de una reacción conservadora que aúna de forma terrible legitimidad democrática e irracionalismo, poniendo contra las cuerdas y desconcertando a los diferentes impulsores del cambio sociopolítico, que no acaban de coincidir en el programa de acción de una hipotética agenda emancipatoria que ya no se sabe si ha de ser global, local o glocal.
Por supuesto, lo más fácil es recurrir a la denuncia de la ignorancia colectiva, de la insuficiencia educativa y la toxicidad de los medios hegemónicos. Pero las viejas teorías sobre la alienación parecen no ser tan útiles ya en la “sociedad del conocimiento”, que tantos apologetas optimistas e interesados defienden hoy en día. Esos mismos cándidos que se entusiasmaron con la Primavera Árabe y la función de las redes sociales en los acontecimientos, ahora deberían replantearse hasta qué punto los albores de esa nueva sociedad sólo están facilitando una obesidad mórbida de la cultura, en la que los discursos complejos se fragmentan y comprimen sólo para acabar cediendo ante viralidades que muchas veces son precisamente eso: patologías de la razón atontada.
Del mismo modo, el debilitamiento del proyecto europeo, con evidencias como la crisis de los refugiados, está poniendo de manifiesto la vanagloria de una fantasía de capitalismo humanizado y redentor que supuestamente iba a devolver a Europa la grandeza de sus mejores momentos de progreso (sus pocos momentos, en realidad). Pero sabemos, a pesar de tanta propaganda, que nada de eso es ni será sostenible en un mundo de competencia brutal e interminable, y en ese sentido tampoco debe extrañar que la ciudadanía adopte ciertas actitudes de resistencia que a algunos (pongamos de izquierdas) nos parecen irracionales y egoístas, pero que responden al miedo comprensible a una globalización amenazante en la que la opulencia prometida no llega y en la que algunos hacen concesiones y sacrificios pero otros no. Sí, la insolidaridad de los nuevos tiempos es penosa, pero la agotadora carrera de la competencia capitalista también lo es, y no parece que todo el mundo esté igual de ilusionado ante la incertidumbre de un mundo futuro basado en dogmas cada vez más opresivos, como el maldito culto a la "innovación" -o a la "calidad"-, que ofrecerá progreso (en según qué aspectos), pero a costa de un cansancio infinito.

En este caso, el miedo no es excusa, pero sí es causa. Algunos políticos saben manejar y aprovechar ese miedo, y nada más fácil para ello que carecer de categorías solidarias útiles, como lo fue (y debería seguirlo siendo) la de clase trabajadora, en la que nadie parece querer reconocerse ya. Así nos va.

domingo, 20 de noviembre de 2016

EL EJE DEL MAL

¿Qué se puede añadir sobre el tema global del año, la inquietante victoria en Estados Unidos de esa versión anaranjada de Jesús Gil? La inundación logorreica de chistes y análisis de todo tipo deja a estas alturas poco espacio para la originalidad y casi condena cualquier nuevo esfuerzo intelectual o simplemente retórico. El miércoles pensé empezar esta entrada augurando más absurdos, como un premio Nobel para Trump  -de la paz o de literatura, cualquier cosa es hoy posible- y ese mismo día ya alguien de muy poco talento me pisó la idea. Quizá habría que replantearse de nuevo la función estratégica del silencio en un mundo hipertrofiado de voces, pero la tentación narcisista de opinar es a veces invencible.
El resultado electoral es, desde luego, peligroso en muchos sentidos y, sobre todo, supone una gran decepción desde la perspectiva de la razón digamos ilustrada, pero también habría que templar algunas percepciones a la espera de los acontecimientos que han de venir. El fracaso de las encuestas, en cambio, es menos sorprendente de lo que parece en sociedades cada vez más caóticas y confusas, que mezclan la ansiedad y la improvisación de forma impredecible. No sé quién se extraña de que el poder de las encuestas se cortocircuite por culpa de la arrogancia que sustenta esos sistemas y que está llegando a extremos de saturación. Yo mismo estoy esperando que me llame Metroscopia algún día para decir exactamente lo contrario de lo que pienso y así contribuir al fracaso de esas encuestas tan cansinas como tóxicas.
De todos modos, aunque haya evidentes motivos para la indignación mundial, quizá esa indignación de ahora es en muchos sentidos curiosamente simétrica a la ingenua euforia generada por el triunfo de Obama, y es posible que ambos sentimientos sean igual de hiperbólicos. Al fin y al cabo, podría decirse que los estadounidenses, en su volubilidad, sólo han cambiado el juguete de marca Obama por el juguete de marca Trump. Para la progresía adoradora de Michael Moore (a ambos lados del océano), puede ser inconcebible y aberrante, aunque seguramente se rieron cuando Trump fue anfitrión de su celebrado Saturday Night Live. Pero lo cierto es que no entendieron en su momento la segunda victoria de Bush, y olvidan que, de no haber nacido en Austria, quizá Schwarzenegger hubiera ocupado también la Casa Blanca. Por ello, se escandalizaron en esta campaña con algunas declaraciones de su sabio de referencia, el ubicuo Zizek, y se olvidaron de pensar, entre otras cosas, en la comprensible irritación que produce que Beyoncé y tantos glamourosos también millonarios y más guapos que Trump defiendan a Hillary Clinton (o Klingon). Algo parecido, por cierto, a lo que pasó en España con el nefasto sindicato de “la ceja”.
En especial, la pseudoizquierda de las burbujas universitarias, acostumbrada a hablarse siempre a sí misma y a lavar su mala conciencia arielista con sus aburridos estudios culturales, ahora se rasga las vestiduras, asustada al comprobar la insignificancia de sus heroicos esfuerzos frente a la tiranía numerocrática y la pereza mental de la sociedad de consumo. Tampoco es muy distinto de lo que ha pasado en España, donde también se han magnificado respuestas como el 15-M que luego han sido rebajadas por los datos electorales. Parece evidente que algo falla en la razón democrática y que el conservadurismo (con su dosis evidente de egoísmo e ignorancia) resiste y aun se fortifica internacionalmente. Tanto el diagnóstico como la solución del problema están lejos de ser fáciles, desde luego, porque implican ante todo asumir muchos fracasos intelectuales y sociales frente a la cruda realidad de eso que hay que seguir llamando “las masas”.

Veremos si Trump acaba siendo peor que el presidente de La zona muerta o el de House of Cards. Se avecinan tiempos difíciles, seguro. Pero cuándo no ha sido así.

lunes, 14 de noviembre de 2016

ALMA MATER

En uno de los últimos días de su carrera, el campeón del mundo de ciclismo en ruta y ganador de una Vuelta a España Abraham Olano llegó agotado y desmotivado en el grupo de los últimos, y un periodista se apresuró a preguntarle si un campeón como él se sentía humillado de llegar con los colistas. El ciclista, que había apuntado ni más ni menos que a sucesor de Induráin, respondió algo como esto: “bueno, al fin y al cabo el último en llegar a la meta es el que ha pasado más tiempo esforzándose sobre la bicicleta, y eso también tiene su mérito”. Seguramente era la mejor respuesta para un mal día, y para una pregunta con mala fe.
La cultura depredadora de la competición en la que vivimos es profundamente arbitraria, y en la mayoría de los casos no sirve para nada el fair play de “lo importante es participar”, puesto que lo importante es generar la mayor ansiedad posible y machacar al perdedor, obviando el dato nada menor de que siempre alguien será el último. En estos tiempos, la obsesión medidora y tecnocrática está expandiéndose a los rankings educativos, generando una presión que debería ser positiva pero que, aparte de generar nuevas formas de estrés, corre el riesgo de crear otros órganos de poder que serían esas “agencias de calificación” del mundo universitario, cuyos criterios, aunque valiosos, no son infalibles. Así, por ejemplo, el famoso ranking de Shanghai privilegia la presencia de premios Nobel como alumnos o profesores (lo que está muy bien, pero beneficia objetivamente el rendimiento a corto plazo de las universidades dominantes, porque un premio Nobel no se consigue de la noche a la mañana), así como las publicaciones en revistas hegemónicas como Nature o Science, cuyo creciente poder tampoco está libre de sospecha (yo soy de letras y tengo poco criterio en el tema, pero alguno de ciencias ya lo ha señalado).
Los medios de comunicación empiezan ahora a prestar atención a los resultados anuales de esos rankings, que constituyen noticias jugosas y muy propicias para la chulería o el catastrofismo. En el caso español, después de demasiados años de bochornoso desinterés en el tema, se está consolidando y publicitando por fin la idea de que las universidades españolas están lejos del liderazgo internacional. La idea es indiscutible, desde luego, y no me dejaré llevar por el corporativismo para negar la evidencia, entre otras cosas porque tengo, aunque sea de manera atomizada, parte de responsabilidad. Los diferentes rankings pueden ser polémicos y cuestionables, pero sea cual sea la metodología coinciden básicamente en sus conclusiones: ninguna universidad española está, como mínimo, entre las cien mejores del mundo y pocas entre las quinientas. Por supuesto, siempre hay quien está peor, y no hay que olvidarlo: véase lo que ha sucedido en México, donde el mismísimo presidente de la República tiene un título académico de una triste universidad obtenido con una tesis plagiada casi en un tercio (y no dimite). Y también es cierto, según se explica aquí, que algunos indicadores no sitúan tan mal la producción investigadora española a nivel europeo (en ese sentido, el sistema estadounidense es como la NBA).
La verdad es que no necesitamos ningún ranking para detectar problemas que conoce cualquiera que forme parte del sistema académico español -otra cosa es que quiera admitirlo-. A diferencia, por ejemplo, de la sanidad pública, la universidad tiene un bajo nivel de prestigio para los propios españoles y eso se debe en buena medida a que, como institución, en muchos aspectos se ha modernizado desde el franquismo menos que el ejército. Además, ante el aumento evidente de la presión mediática por la imposibilidad de evitar las comparaciones, las universidades han respondido con lavados de imagen bastante arteros, como el programa Campus de Excelencia Internacional, que, exagerando un poco, vendría a ser algo así como si yo declarara mi piso de alquiler Patrimonio de la Humanidad o mi madre me nombrara Míster Universo.
Abundan las interpretaciones sobre las causas de esta situación. Podría decirse que buena parte del problema es presupuestario, y sin duda es así, aunque es significativo que en estos años de crisis las universidades españolas mantengan más o menos las mismas posiciones cuando las condiciones de trabajo han empeorado objetivamente: congelación de salarios, falta de incentivos y de promoción, recortes en ayudas a investigación, precarización de los jóvenes investigadores, aumento de carga docente, etc. Lo que nos lleva a un factor más endógeno, que en realidad es el decisivo, aunque por suerte parece que está remitiendo. Y ese factor no es otro que la célebre endogamia, peste que ha corroído el sistema universitario español desde hace décadas y que aún sigue ejerciendo su influencia deletérea.
Los niveles de perversidad y prevaricación disimulada que ha alcanzado la endogamia en España son bastante conocidos, y yo podría imitar la melancolía del androide moribundo de Blade Runner: “he visto…” . Pero combatir el problema no es fácil, entre otras cosas por la permisividad vergonzosa de los ilustrísimos y excelentísimos rectores, que han amparado el vasallaje neofeudal con la excusa de una lectura maliciosa del concepto de autonomía universitaria. Así, desde los años ochenta del pasado siglo (el proceso está bien explicado aquí), las universidades españolas se poblaron de una caterva de haraganes fatuos que, lejos, de romper con la bajeza de la universidad franquista, han perpetuado el servilismo más descarado, el derecho de pernada y el dedazo, casi siempre con un evidente tono falocéntrico. Hablamos de un perfil típico: profesor/a que ha hecho la licenciatura y el doctorado en la universidad en la que ahora trabaja; que carece de experiencia internacional y a menudo ni sabe inglés; que aduló indignamente al poderoso en su momento y consiguió meter el pie en el departamento, por delante de otros con tantos méritos o más; que fabricó su currículum publicando en la revista y en la editorial de la misma universidad, y que ha hecho todo tipo de triquiñuelas para simular un currículum más amplio (autoplagios, refritos, etc.); que finalmente ganó una oposición sin oposición, siendo el único candidato y con una plaza descaradamente orientada a su perfil, independientemente de las necesidades docentes o investigadoras de la universidad; y que con el tiempo olvida el estigma de su enchufe y sobreactúa quejándose de lo mal que están las cosas, exacerbando su vanidad y perpetuando el sistema a la hora de ejercer el poder que siempre estuvo deseando tener.
Por suerte, algunas cosas están cambiando, entre otras cosas porque en el contexto europeo ya no se pueden tapar todas las vergüenzas. Por ejemplo, la creación en 2007 de la Agencia Nacional de Evaluación y Calidad de la Acreditación (la odiada ANECA) ha impuesto unos estándares mínimos que le dan algo de objetividad a los procedimientos de contratación y ponen algo más difícil el amiguismo, aunque no lo han borrado del todo. El sistema es, desde luego, mejorable, sobre todo por su burocratización y por el énfasis en la cantidad más que en la calidad, pero al menos ha servido para poner un cierto límite al descaro de décadas de nepotismo. No obstante, la brutal competencia académica actual, entre otras cosas, está obligando a muchos jóvenes a “sobrepublicar”, con lo cual aparecen nuevas modalidades del problema; y a ello habría que añadir otros muchos peligros. Pienso en la campaña periodística de crítica a la universidad española, que puede esconder un interés espurio: renovar el sistema, sí, pero para aplicar criterios de rentabilidad empresarial y orientar la competitividad en un sentido estrictamente privatizador, que significaría sustituir la endogamia por la ley de la selva.

La cuestión de la prensa no es menor. Por ahí llegamos a otro aspecto del problema universitario español, que no produce sólo atraso científico y tecnológico. Hay una vertiente menos fácil de cuantificar y que no tiene que ver con los rankings, pero que sin duda es asimismo importante. Buena parte de la mediocridad y la ramplonería de la esfera pública española en el llamado "régimen del 78" se explica si recordamos que muchos novelistas, poetas, críticos literarios o de arte, intelectuales, pensadores e incluso políticos famosos de ayer y de hoy han sido favorecidos por ese sistema endogámico, que les ha permitido lleva una vida desproblematizada y ajena a las dificultades reales de la sociedad que supuestamente analizan o representan. Engolados y presuntuosos gracias a un sistema que les ha premiado por su conformismo, su claudicación y su endeblez teórica, han contribuido de manera lamentable al raquitismo del debate público en el país e, indirectamente, han engrandecido a figuras como García Calvo o Aranguren. Hay que recordar que la universidad no sólo educa a alumnos o genera investigación, sino que debe, sobre todo en el área humanística, producir discurso de altura crítica que también sea un beneficio social. No deberían olvidarse estos aspectos cuando los mass-media presentan con ostentación a los que predican y amonestan con su título de “profesor de universidad”. Y es que puede que acabemos siendo los últimos en la competición, pero quizá sea más grave que no tengamos a nadie que nos haga entender por qué y para qué estamos compitiendo.

domingo, 13 de noviembre de 2016

CONTRACULTURA Y DESENCANTO


(Éste es el prólogo que escribí para el libro, recién publicado por Libros en su tinta ediciones, de Víctor Mercado, Contracultura y desencanto. El hippie, el yuppie y el serial killer para una construcción de la identidad cultural posmoderna. Más información sobre el libro aquí: https://www.facebook.com/Libros-En-su-tinta-Ediciones-224380637757387/ .)


¿Qué ha quedado de la contracultura? ¿Cómo entender la contracultura hoy: desde la arqueología, desde el rescate, desde la nostalgia, desde la resistencia? ¿Cabe recurrir a ella en tiempos de sarro cultural y logorrea tecnológica? ¿Hay que restaurar el bastión, aunque sea para orientarnos en el mapa?
Nunca hemos tenido tanto acceso a la cultura y tantas posibilidades textuales, y, sin embargo, quizá nunca como ahora hay que insistir en la metáfora de los árboles y el bosque. Es verdad que muchos experimentos del siglo XX parecen ya lejanísimos. No nos engañemos: nadie habla hoy de Herbert Marcuse, y menos aún de Guy Debord. Cualitativamente, quiero decir: seguro que mucha gente, a todas horas, en la galaxia de discursos de hoy, habla de ellos, pero como se habla de cualquiera con nombre y apellidos en la sociedad del narcisismo y la cornucopia textual; nada que ver con una posición de vanguardia. Su jerarquía se ha debilitado y una epidemia de obsolescencia los ha hundido, sometiéndolos, como a tantos otros, al sello industrial de la caducidad y postergándolos para garantizar que no se siga su ejemplo. El antiautoritarismo sesentayochista, por su parte, parece haber encontrado un hueco cómodo y dócil en la pedagogía y en general en la batalla educativa. Los asesinos en serie generados por la nueva sociedad posmoderna han tenido más suerte: la huella de Charles Manson fecunda en cientos de asesinos literarios y audiovisuales que son el fermento de un estupendo negocio en la sociedad del ocio.
¿Es el momento de volver a esos filósofos, de revitalizarlos para que compensen en alguna medida tanta liquidez o tanta gelatina como la que inunda del mundo actual? Víctor Mercado, en Contracultura y desencanto, lo intenta y lo consigue. Pero en realidad se remonta mucho más, hasta Schiller, por lo menos, para encontrar lo que podríamos considerar, con una dosis aceptable de ingenuidad, un ideal: sensibilizar la razón, racionalizar la sensibilidad. Ese ideal es el punto de partida del itinerario intelectual –pero también político, no lo olvidemos- que lleva a cabo en este libro. Un itinerario que nos conduce finalmente a las encrucijadas del presente, con sus síntomas inquietantes: la crisis tal vez definitiva del humanismo tradicional, las nuevas formas de barbarización masiva, los ultrasofisticados mecanismos actuales del poder.
 Su trabajo, en la buena tradición del ensayo como género, tantea y es consciente de la provisionalidad de las ideas, pero logra un camino bien trazado sobre un tema, la contracultura, poco desarrollado en España (quizás haya sido por falta de rival). El autor despliega un repertorio amplio de referencias y las conecta para introducirnos en una problematicidad radical y a la vez oportuna: ¿hacia dónde puede o debe ir la cultura occidental, después de tantas oscilaciones? Y para que el resultado no abuse del utillaje conceptual y la parafernalia verbal, nos documenta el proceso con interesantes ejemplos literarios y artísticos: del Accionismo Vienés a Houellebecq, pasando por dos calas literarias significativas que ya es tiempo de releer de otra manera: American Psycho, de Bret Easton Ellis, e Historias del Kronen, de José Ángel Mañas. Dos obras que a finales del siglo XX agitaron sus respectivos mercados literarios con intentos de estetización de la nueva violencia del mundo posmoderno, con su imaginario de snuff movies y culto yuppie al dinero. Puede que en ambos casos el valor estético fuera magnificado y distorsionado por la eficacia mercantil, pero no cabe duda de que, de algún modo, los dos textos respondieron alguna pregunta que había en el horizonte de los lectores. Y creo que tanto la pregunta como la respuesta están bien expuestas en estas páginas que siguen.
Aquellos años finales del siglo XX iniciaron, según Francis Fukuyama, el Fin de la Historia, y puede que tuviera razón, al menos como cambio de paradigma. Pero, por ejemplo, las snuff movies –signo-pesadilla de una época- no han sido el final del horror, sino sólo una etapa más, ahora continuada, entre otros indicios, por la aparición de una nueva escala de terrorismo. Mientras tanto, la tecnocracia neoliberal sigue extendiéndose y colonizando todos los aspectos de la vida: su control progresivo de la cultura ha sido eficiente y astuto, gracias entre otras cosas al desprestigio del marxismo como herramienta de análisis, que nos ha dejado inermes en buena medida ante las estrategias codiciosas de tanto sedicente intelectual de hoy (sobre todo en países como España). Para colmo, el humanismo tradicional ha caído en la trampa de su propia costumbre autocrítica, y, acomplejado, malvive en el wikimundo, aplastado entre una miríada de formas de erudición pintoresca. Los melancólicos defensores del Templo de la Cultura ven con asombro que su elitismo ya no es un signo de distinción, y todo un conjunto de advenedizos entusiastas creen que las nuevas tecnologías les permitirán acceder al poder y humillar a esa aristocracia volviéndola mesocracia. La universidad, el arte, la filosofía, la propia idea de crítica, están siendo acosadas y arrinconadas por la cultura del ocio, y la democracia acabará convirtiéndose a este paso en demoscopia. Y eso no es todo: el hostigamiento hacia los bienes públicos y compartidos impone cada vez más el marco cognitivo del individualismo y el culto a la privatización y la competitividad.
En cambio, los liberales sonríen y disfrutan: la mercadotecnia es para ellos la solución posnihilista a todos los problemas. Un producto cultural es bueno si se convierte en masivo; ergo, si es masivo será automáticamente bueno. Así nos va; tenemos millones de opinantes, expertos y artistas en potencia o en acto. El ciudadano de la democracia se cree culto y opina de todo, y la oferta cultural se expande sin aparente límite. Podría ser la realización de una utopía, y sin embargo sabemos que no lo es.

El humanismo fracasó, hay que admitirlo, y los sueños contraculturales de la razón también han producido monstruos. Pero ese diagnóstico, en sí mismo, contiene alguna semilla. La legitimidad de la crítica se mantiene indemne, sobre todo frente a los múltiples signos de simpleza y papanatismo que nos rodean a todas horas. Leer, discutir, respetar la complejidad del pensamiento y de cualquier solución: esa es la receta. Víctor Mercado cumple con el protocolo. La cultura sigue, y la lucha sigue.

domingo, 6 de noviembre de 2016

BALANCE DE OTOÑO

Lo más descorazonador del momento político español tal vez sea la necesidad de admitir el asombroso triunfo de la inanidad estratégica de Mariano Rajoy. Con su débil elocuencia y su parsimonia permanente, Rajoy ha acabado consolidando un liderazgo inverosímil, una especie de mediocridad napoleónica, que ha borrado incluso a la oposición interna de su partido (¿quién se acuerda ahora de las ambiciones políticas de Ruiz Gallardón o Aguirre?). Gobernará en minoría, sí, pero cuenta con el respaldo básico de la muleta de Ciudadanos, cuya vacuidad ideológica garantiza el servilismo en los temas fundamentales, y con la desesperada necesidad de ganar tiempo por parte de un PSOE desorientado cuyo aparato no sabe cómo disimular ya el cínico acomodo en el establishment. Cualquier mínima recuperación del empleo –gracias a la basura contractual, por supuesto- ayudará a que la legislatura avance con pocos traumas, y el recrudecimiento de la obsesión independentista –por ejemplo, cuando Carme Forcadell, merecidamente, sea inhabilitada, o cuando vuelva la cantinela de otro referéndum, “esta vez el bueno”- le dará a Rajoy la munición necesaria para satisfacer los peores instintos de sus votantes (y de muchos de Susana Díaz).
En ese panorama no hay buenas noticias; ni siquiera la enésima constatación de la degradación moral y deontológica de PRISA y Felipe González. A Cebrián y sus secuaces escritores y profesores (puro canon de la cultura española) les va perfecto un gobierno en minoría, al que puedan sermonear y amenazar cuando se desvíe mínimamente del proyecto fundamental, que es mantener y aumentar en lo posible ciertos beneficios materiales muy particulares. Visto así, el Régimen del 78 languidece pero sobrevive, como sobrevive la cleptocracia después del control de daños, y desde luego es inmune a las toscas provocaciones de la pseudoizquierda que hoy lidera (en la burricie de las redes sociales) alguien como Gabriel Rufián, tan bochornosamente emblemático de lo que el independentismo quiere ser y en realidad es.
De hecho, las posibilidades de transformación sociopolítica a corto plazo han quedado enormemente dañadas, y no sólo desde el horizonte utópico, sino desde el más estrictamente moderado y posibilista. El único gobierno mínimamente alternativo a la vista (PSOE-Podemos) tiene que demostrar que es deseable pero sobre todo que es viable, cosa nada fácil a estas alturas. EL PSOE ha perdido toda su capacidad de iniciativa: con González aprovechó la ventaja de la modernización, y Zapatero aún supo aprovechar durante algunos años las ventajas simbólicas de la socialdemocracia en términos de derechos y civismo. Pero la trampa de la macroeconomía europea asfixió el discurso buenista y al PSOE, ya fatalmente envenenado de liberalismo económico, se le ocurrió que la última ventaja que le quedaba para distinguirse de la derecha era lograr la victoria simbólica de una mujer como candidata a la presidencia (operación Díaz). Mientras tanto, mientras la crisis económica la gestionaban otros, eligieron a un candidato de transición sin carisma ni experiencia ni brillantez (algo sabemos ya de su doctorado), que encontró de manera inesperada su mejor imagen en una improvisada tenacidad que al final le ha convertido en víctima pero que a cambio le ha dado vigor narrativo a su flojísima trayectoria política.
De todos modos, poco se puede esperar del PSOE desde hace ya muchos años; su embotamiento político es previsible y seguramente irremediable. Más interesantes son los dilemas y las ambigüedades de la autoproclamada oposición verdadera. Después de capitalizar astutamente la indignación, Podemos ha descubierto su techo electoral y empieza a asumir que Pablo Iglesias genera demasiado rechazo como para ser algún día presidente. La lectura positiva para ellos es que nunca en la democracia una fuerza tan irritante para las oligarquías había tenido tanta presencia parlamentaria y pública, y a ello hay que añadir que han absorbido sin demasiada dificultad a Izquierda Unida, por lo que ya pueden presumir del monopolio de la resistencia. Así, las hoces y los martillos están cada vez más escondidos y tal vez sea adecuado para la táctica política del podemismo: no se asaltarán los cielos pero puede que se logre cierto margen de intervención que al menos ponga algunos límites a la voracidad de los poderes económicos.
Sin embargo, Podemos debería tomar nota de cómo el exceso de plasticidad ideológica ha acabado desdibujando al PSOE y desmotivando a su confundido electorado. La disolución progresiva del Partido Comunista de España es en este aspecto muy importante, porque afecta gravemente a la percepción que la sociedad puede y debe tener sobre lo que es el desgarro vertical del mundo contemporáneo en la nueva fase de capitalismo, tema el que Podemos se mueve en la calculada ambigüedad. En otras palabras: la cuestión política fundamental de nuestro tiempo es el debilitamiento del Estado en la era del capitalismo financiero. Y esa cuestión es especialmente intrincada y ambivalente en el contexto europeo.

Porque cuando los burdos intoxicadores antipodemitas de la prensa sacan el ejemplo griego, tienen razón pero al revés de lo que creen. La lección de Varoufakis demuestra las tristes limitaciones del margen de acción de los Estados nacionales frente a las sombrías instituciones de la Unión Europea, y el fracaso evidente del sueño de la Europa próspera y solidaria que nos venden películas tramposas pero eficaces como Intocable. El podemismo es, creo, perfectamente consciente de ello, pero también de que un Brexit a la española es sencillamente impensable por la inmensa deuda económica pero también emocional que España tiene con Europa. Por ello, en este punto concreto del debate es necesario más que nunca racionalizar la indignación, y es ahí donde la toma de conciencia política es más decisiva, aunque sea asumiendo pública y honestamente la derrota, porque quizá no haya otra forma depurar el lenguaje político de las múltiples seducciones que cada día ofrece el neoliberalismo. Seguramente sin esa toma de conciencia se puede actuar de muchas maneras todavía, pero hay que tener mucho cuidado con el riesgo de conducir una ilusión política a una (otra más) frustración total.