PASARSE TRES PUEBLOS (INCLUIDO EL CATALÁN)
Sí, es duro ser parte de una
minoría. Es duro, en general, ser periférico. Creo que algo sé de lo que hablo,
porque llevo toda la vida formando parte de minorías. En la escuela, siempre
fui algo más que el empollón al que no querían en los equipos de fútbol; fui el
rarito, y aún no sé si me he quitado
el estigma. Prefiero no preguntar. El caso es que desde entonces mis opiniones
políticas, mis gustos artísticos, mis criterios éticos, mis actitudes
profesionales y aun mis caprichos sexuales (no entraré en detalles) son
compartidos sólo por un sector minoritario del mundo. Casi nada de lo poco que
me gusta de la vida es hegemónico, predominante o simplemente perceptible en los
grandes medios de la cultura actual. Ya he perdido la ilusión por Juego de tronos y no recuerdo la última
vez que cambié de móvil. Vivo solo, y hay gente que aún me pregunta por qué.
Todos los días pienso que el mundo
es un desastre y me irritan especialmente la propagación y la perduración de la
estupidez gracias a las redes sociales, tan propicias para la exaltación de la
chulería carajillera y la vacuidad intelectual. Por ello, en ocasiones me sale
el Travis Bickle que llevo dentro y tengo mis momentos Taxi driver ante un espejo (“you
talking to me?”), en los que me explayo en el resentimiento y la agresividad. Sin
embargo, después de los momentos de bilis, recuerdo que es la razón la que me
ha salvado de la neurosis y pienso que la tolerancia no sólo implica aceptar la
estupidez ajena, sino reprimir al dictadorzuelo que todos llevamos dentro. Porque
el gran tema de nuestro tiempo es el desajuste creciente e incontrolable entre
democracia e inteligencia, entre libertad y razón.
Los independentistas catalanes son
minoría dentro de España y sienten, con justicia, que sus demandas pacíficas nunca serán
aceptadas por culpa de la aritmética del sistema. Es cierto que llevan cinco
años protestando y el gobierno de España no les ha ofrecido prácticamente nada.
El sistema constitucional le va bien a la mayoría, y eso sólo aumenta la
frustración colectiva de la minoría. Ahora bien: la existencia del problema no
justifica cualquier solución, sobre todo si ésta es dolosa y chapucera. Los
independentistas han empezado un camino de insurrección inaceptable, taimado y
peligroso, fruto de su propia ansiedad por tomar el poder. Ganaron claramente las
elecciones del 27 de septiembre de 2015, pero perdieron el plebiscito que
habían propuesto en su guerra propagandística, y como buenos tramposos, ahora cambian
las reglas otra vez para poder asegurarse la victoria a la tercera, o a la
cuarta. Así, han urdido una cacicada de pseudoreferéndum, pensado para ganar sí
o sí, o como mínimo –si finalmente no se celebra- para vender la ridícula
imagen de opresión con la que algunos como el multimillonario Guardiola tratan
de convencer al mundo de que los catalanes sufren como los palestinos o los
saharauis.
No, no votaré el 1 de octubre,
porque aunque yo tampoco quiero vivir en la España de Rajoy o los Borbones y
creo que más tarde o más temprano habrá que hacer un referéndum, no confundo al
Partido Popular con toda la sociedad española, y porque la futura república
catalana ya no me inspira ninguna ilusión si nace a base de forzar a los
ciudadanos a la desobediencia o al caos en virtud de esencialismos mágicos y
argumentos dudosamente mayoritarios. Esto no va de democracia, a pesar de lo
que afirma la maquinaria publicitaria; en realidad, va de demos, y el demos no
siempre es fácil de acotar, por mucho que los independentistas lo tengan claro.
Los agravios a los sentimientos compartidos por muchos catalanes y a sus
ambiciones de más autogobierno, agravios fomentados desde hace décadas en particular por
algunos medios de comunicación demasiado influyentes (con sus letanías
hiperbólicas: en Cataluña se persigue a los castellanohablantes, etc.), son una
parte evidente del problema, pero esos sentimientos se han combinado ahora de forma
muy nociva con una codicia de raíz asquerosamente burguesa (somos más
productivos y nos merecemos más dinero que los demás porque nuestra riqueza es nuestra) y con un neochauvinismo de
pueblo que se cree culto y sensible porque compra cualquier basura literaria en
el día de Sant Jordi. De hecho, aunque el nacionalismo catalanista ha frenado hasta la fecha cualquier larvario etnicismo, no se molesta nada en
disimular el halo de superioridad moral que tanto parece seducir a los
insurgentes y que tristemente se apoya en cosas como ese fundamento semirreligioso que son los éxitos internacionales del Barça.
Algunos amigos extranjeros o
españoles no catalanes me piden explicaciones porque no entienden el proceso y
sienten una mezcla de curiosidad y perplejidad. No saben muy bien qué es el seny, pero se asombran de la obstinación
mostrada por el independentismo. Yo les recuerdo que los factores emocionales e
identitarios nunca son desdeñables en la Historia, y menos en periodos de crisis
y desorientación: al fin y al cabo, Artur Mas empezó todo el quilombo y con ello sólo consiguió hundir su carrera política (y a su partido, de paso), pero también llama la atención cómo
un político ambicioso como Duran i Lleida aceptó pasivamente la autodestrucción
progresiva de Convergência i Unió. Por no hablar de la extraña estrategia (seguramente motivada por razones económicas) de medios habitualmente poco arriesgados como La vanguardia, que
han cumplido una función esencial a la hora de hacer verosímil el proyecto independentista.
Y es que el patriotismo puede ser en el siglo XXI una de las últimas reservas
de pensamiento utópico y mesiánico; por eso no es extraño que aún seduzca. A ello hay
que sumar varias circunstancias favorables al crecimiento del independentismo: la crisis económica, las impopulares políticas de austeridad, el desprestigio
institucional español a causa de la corrupción, la particular correlación con el tema vasco, el precedente escocés, la inveterada
incapacidad española para comprender su heterogeneidad cultural y por supuesto
la actitud de Rajoy, que sabe que el tema catalán divide convenientemente a sus
rivales políticos.
Sin duda, la sentencia del Tribunal Constitucional
que cercenaba el Estatut d'autonomia se convirtió en el momento estratégico, porque creó por
fin una ofensa verificable, aunque habría que preguntarse cuántos
independentistas conocen con algo de detalle los artículos expurgados. Pero la
sentencia, de hecho, fue además el peor final para un proceso tedioso y desgastante, porque el
Estatut tuvo una costosísima gestación. En este punto hay que reconocer la
táctica de Esquerra Republicana de Catalunya, un partido que ha sabido aprender
de sus errores en el pasado y que ha trabajado con paciencia y perspectivas a
medio plazo para conseguir sus objetivos intentando básicamente demostrar el
fracaso de cualquier tercera vía para el problema catalán. No lo ha hecho mal para sus intereses,
admitámoslo. Su único error de cálculo probablemente fue el crecimiento a su
izquierda de la CUP, una fuerza nada fácil de manejar y demasiado ruda para el
juego europeo y liberal que en el fondo gusta a Esquerra. No obstante, lo importante es que Esquerra
ha conseguido que las semillas puestas durante el virreinato pujolista fructifiquen
en una dirección posautonomista. Para ello contó en ocasiones con la complicidad
indispensable del PSC, que casi se autodestruye también gracias a José
Montilla, un político mediocre que dejó a buena parte de su base social
entregada a buscar soluciones como Ciudadanos y que ahora está vergonzosa y
cobardemente callado ante todo lo que sucede. Y, desde luego, Esquerra tuvo también a
su lado a la nefasta pseudoizquierda catalana, que hoy sigue con su insoportable
ambigüedad, exigiéndonos que votemos pero sin decir nunca qué votarían ellos y
por qué. Esa pseudoizquierda ecolechuguina es la heredera de un momento
crucial, cuando a finales de siglo XX, el hoy Síndic de Greuges Rafael Ribó antepuso nación a clase y se alió
con Cristina Almeida y otros personajillos para debilitar a Julio Anguita y a Izquierda
Unida. Desde entonces hasta el espectáculo actual de Colau y los "comunes", esa
izquierda blanda sigue atrapada en sus contradicciones, aterrada ante la idea
de decir palabras como “España” o “comunismo”, tan antiestéticas para una
nación que quiere ser nación pero también ser rica.
Y lo dejo aquí, porque me está
saliendo el Travis Bickle interior otra vez. Desde luego, el tema es complejo
y ya no parece que haya una solución que no pase por perder de vista tanto a
Rajoy como a Puigdemont. Como no puedo agotar el tema en una sola entrada y hoy, por una vez, quiero ser más propositivo que derrotista, terminaré recomendando una
lectura que creo que puede subir un poco el nivel del debate, porque estos problemas complejos no se resuelven a base de tuits (hoy Twitter puede que decida, desgraciadamente, la batalla propagandística; pero desde luego no resuelve intelectualmente nada). En este artículo se
exponen algunos argumentos valiosos para comprender que, aunque las fronteras
históricas son desde luego contingentes, más fronteras no significa más
democracia. Esa es la posición digamos filosófica que compartimos algunos (que estamos en minoría, claro). El punto de vista es discutible, por supuesto, pero creo que está a años luz de los
argumentos de las jaurías pro y antiindependencia. Y es que no es lo mismo basarse en Habermas que en Pilar Rahola o Hermann Tertsch, que son dos caras de
la misma moneda (y si los cruzas, te sale un Salvador Sostres).