"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 17 de septiembre de 2017

PASARSE TRES PUEBLOS (INCLUIDO EL CATALÁN)

Sí, es duro ser parte de una minoría. Es duro, en general, ser periférico. Creo que algo sé de lo que hablo, porque llevo toda la vida formando parte de minorías. En la escuela, siempre fui algo más que el empollón al que no querían en los equipos de fútbol; fui el rarito, y aún no sé si me he quitado el estigma. Prefiero no preguntar. El caso es que desde entonces mis opiniones políticas, mis gustos artísticos, mis criterios éticos, mis actitudes profesionales y aun mis caprichos sexuales (no entraré en detalles) son compartidos sólo por un sector minoritario del mundo. Casi nada de lo poco que me gusta de la vida es hegemónico, predominante o simplemente perceptible en los grandes medios de la cultura actual. Ya he perdido la ilusión por Juego de tronos y no recuerdo la última vez que cambié de móvil. Vivo solo, y hay gente que aún me pregunta por qué.
Todos los días pienso que el mundo es un desastre y me irritan especialmente la propagación y la perduración de la estupidez gracias a las redes sociales, tan propicias para la exaltación de la chulería carajillera y la vacuidad intelectual. Por ello, en ocasiones me sale el Travis Bickle que llevo dentro y tengo mis momentos Taxi driver ante un espejo (“you talking to me?”), en los que me explayo en el resentimiento y la agresividad. Sin embargo, después de los momentos de bilis, recuerdo que es la razón la que me ha salvado de la neurosis y pienso que la tolerancia no sólo implica aceptar la estupidez ajena, sino reprimir al dictadorzuelo que todos llevamos dentro. Porque el gran tema de nuestro tiempo es el desajuste creciente e incontrolable entre democracia e inteligencia, entre libertad y razón.
Los independentistas catalanes son minoría dentro de España y sienten, con justicia, que sus demandas pacíficas nunca serán aceptadas por culpa de la aritmética del sistema. Es cierto que llevan cinco años protestando y el gobierno de España no les ha ofrecido prácticamente nada. El sistema constitucional le va bien a la mayoría, y eso sólo aumenta la frustración colectiva de la minoría. Ahora bien: la existencia del problema no justifica cualquier solución, sobre todo si ésta es dolosa y chapucera. Los independentistas han empezado un camino de insurrección inaceptable, taimado y peligroso, fruto de su propia ansiedad por tomar el poder. Ganaron claramente las elecciones del 27 de septiembre de 2015, pero perdieron el plebiscito que habían propuesto en su guerra propagandística, y como buenos tramposos, ahora cambian las reglas otra vez para poder asegurarse la victoria a la tercera, o a la cuarta. Así, han urdido una cacicada de pseudoreferéndum, pensado para ganar sí o sí, o como mínimo –si finalmente no se celebra- para vender la ridícula imagen de opresión con la que algunos como el multimillonario Guardiola tratan de convencer al mundo de que los catalanes sufren como los palestinos o los saharauis.
No, no votaré el 1 de octubre, porque aunque yo tampoco quiero vivir en la España de Rajoy o los Borbones y creo que más tarde o más temprano habrá que hacer un referéndum, no confundo al Partido Popular con toda la sociedad española, y porque la futura república catalana ya no me inspira ninguna ilusión si nace a base de forzar a los ciudadanos a la desobediencia o al caos en virtud de esencialismos mágicos y argumentos dudosamente mayoritarios. Esto no va de democracia, a pesar de lo que afirma la maquinaria publicitaria; en realidad, va de demos, y el demos no siempre es fácil de acotar, por mucho que los independentistas lo tengan claro. Los agravios a los sentimientos compartidos por muchos catalanes y a sus ambiciones de más autogobierno, agravios fomentados desde hace décadas en particular por algunos medios de comunicación demasiado influyentes (con sus letanías hiperbólicas: en Cataluña se persigue a los castellanohablantes, etc.), son una parte evidente del problema, pero esos sentimientos se han combinado ahora de forma muy nociva con una codicia de raíz asquerosamente burguesa (somos más productivos y nos merecemos más dinero que los demás porque nuestra riqueza es nuestra) y con un neochauvinismo de pueblo que se cree culto y sensible porque compra cualquier basura literaria en el día de Sant Jordi. De hecho, aunque el nacionalismo catalanista ha frenado hasta la fecha cualquier larvario etnicismo, no se molesta nada en disimular el halo de superioridad moral que tanto parece seducir a los insurgentes y que tristemente se apoya en cosas como ese fundamento semirreligioso que son los éxitos internacionales del Barça.
Algunos amigos extranjeros o españoles no catalanes me piden explicaciones porque no entienden el proceso y sienten una mezcla de curiosidad y perplejidad. No saben muy bien qué es el seny, pero se asombran de la obstinación mostrada por el independentismo. Yo les recuerdo que los factores emocionales e identitarios nunca son desdeñables en la Historia, y menos en periodos de crisis y desorientación: al fin y al cabo, Artur Mas empezó todo el quilombo y con ello sólo consiguió hundir su carrera política (y a su partido, de paso), pero también llama la atención cómo un político ambicioso como Duran i Lleida aceptó pasivamente la autodestrucción progresiva de Convergência i Unió. Por no hablar de la extraña estrategia (seguramente motivada por razones económicas) de medios habitualmente poco arriesgados como La vanguardia, que han cumplido una función esencial a la hora de hacer verosímil el proyecto independentista. Y es que el patriotismo puede ser en el siglo XXI una de las últimas reservas de pensamiento utópico y mesiánico; por eso no es extraño que aún seduzca. A ello hay que sumar varias circunstancias favorables al crecimiento del independentismo: la crisis económica, las impopulares políticas de austeridad, el desprestigio institucional español a causa de la corrupción, la particular correlación con el tema vasco, el precedente escocés, la inveterada incapacidad española para comprender su heterogeneidad cultural y por supuesto la actitud de Rajoy, que sabe que el tema catalán divide convenientemente a sus rivales políticos.
Sin duda, la sentencia del Tribunal Constitucional que cercenaba el Estatut d'autonomia se convirtió en el momento estratégico, porque creó por fin una ofensa verificable, aunque habría que preguntarse cuántos independentistas conocen con algo de detalle los artículos expurgados. Pero la sentencia, de hecho, fue además el peor final para un proceso tedioso y desgastante, porque el Estatut tuvo una costosísima gestación. En este punto hay que reconocer la táctica de Esquerra Republicana de Catalunya, un partido que ha sabido aprender de sus errores en el pasado y que ha trabajado con paciencia y perspectivas a medio plazo para conseguir sus objetivos intentando básicamente demostrar el fracaso de cualquier tercera vía para el problema catalán. No lo ha hecho mal para sus intereses, admitámoslo. Su único error de cálculo probablemente fue el crecimiento a su izquierda de la CUP, una fuerza nada fácil de manejar y demasiado ruda para el juego europeo y liberal que en el fondo gusta a Esquerra. No obstante, lo importante es que Esquerra ha conseguido que las semillas puestas durante el virreinato pujolista fructifiquen en una dirección posautonomista. Para ello contó en ocasiones con la complicidad indispensable del PSC, que casi se autodestruye también gracias a José Montilla, un político mediocre que dejó a buena parte de su base social entregada a buscar soluciones como Ciudadanos y que ahora está vergonzosa y cobardemente callado ante todo lo que sucede. Y, desde luego, Esquerra tuvo también a su lado a la nefasta pseudoizquierda catalana, que hoy sigue con su insoportable ambigüedad, exigiéndonos que votemos pero sin decir nunca qué votarían ellos y por qué. Esa pseudoizquierda ecolechuguina es la heredera de un momento crucial, cuando a finales de siglo XX, el hoy Síndic de Greuges Rafael Ribó antepuso nación a clase y se alió con Cristina Almeida y otros personajillos para debilitar a Julio Anguita y a Izquierda Unida. Desde entonces hasta el espectáculo actual de Colau y los "comunes", esa izquierda blanda sigue atrapada en sus contradicciones, aterrada ante la idea de decir palabras como “España” o “comunismo”, tan antiestéticas para una nación que quiere ser nación pero también ser rica.

Y lo dejo aquí, porque me está saliendo el Travis Bickle interior otra vez. Desde luego, el tema es complejo y ya no parece que haya una solución que no pase por perder de vista tanto a Rajoy como a Puigdemont. Como no puedo agotar el tema en una sola entrada y hoy, por una vez, quiero ser más propositivo que derrotista, terminaré recomendando una lectura que creo que puede subir un poco el nivel del debate, porque estos problemas complejos no se resuelven a base de tuits (hoy Twitter puede que decida, desgraciadamente, la batalla propagandística; pero desde luego no resuelve intelectualmente nada). En este artículo se exponen algunos argumentos valiosos para comprender que, aunque las fronteras históricas son desde luego contingentes, más fronteras no significa más democracia. Esa es la posición digamos filosófica que compartimos algunos (que estamos en minoría, claro). El punto de vista es discutible, por supuesto, pero creo que está a años luz de los argumentos de las jaurías pro y antiindependencia. Y es que no es lo mismo basarse en Habermas que en Pilar Rahola o Hermann Tertsch, que son dos caras de la misma moneda (y si los cruzas, te sale un Salvador Sostres).

domingo, 10 de septiembre de 2017

BUSCANDO RELATOS

Hastiado de textos académicos superfluos (incluidos los míos) y desmotivado para enfrentarme a las novedades del implacable mercado literario, he dedicado este verano a lecturas poco solemnes y hasta cierto punto relajantes. Algunas de ellas, sin embargo, quizá sean útiles a medio o largo plazo, ya que me han ayudado a documentarme para un tema literario sobre el que hace años que vengo pensando posibles experimentos novelísticos: el deporte. Más en concreto uno de ellos, el ciclismo.
Llevo tiempo convencido de que el deporte es un yacimiento literario de primer orden para este siglo, dada su importancia -merecida o no- en todos los órdenes menos el digamos “intelectual” (a pesar de que ya en 1925 Ortega y Gasset relacionaba deporte y arte nuevo). Es probable, con todo, que el reto más difícil hoy no sea seleccionar la historia – ficticia o real-, sino encontrar la solución formal adecuada para el tema. Se publica muchísimo hoy sobre deporte, desde luego, como sobre casi todo lo existente y lo imaginable; de hecho, el propio ciclismo tiene ya algunos excelentes cronistas, como Carlos Arribas, que es de lo mejor que queda en El país. Por otro lado, hay que recordar que el boxeo o el billar han deparado ya cine memorable, y sin duda el fútbol, el alpinismo o el ajedrez también han tenido o tienen sus prosistas de gala; pero creo que sobre todo en lengua española el hueco para futuros aspirantes a Norman Mailer –por poner un ejemplo- es amplio y tentador.
Quizá lo más curioso es que para muchos aficionados al ciclismo como yo ese deporte vive una decadencia evidentísima, que está socavando su propio prestigio simbólico, edificado en los años cuarenta del siglo XX, en tiempos de recontrucción europea y ética del sufrimiento. Su demacración actual no sólo se debe a la infamia Armstrong y a la sospecha perenne del dopaje; el poder narrativo, casi folletinesco, del Tour -sobre el que en su momento habló Barthes- está alicaído, y en ello influyen la medicalización y la tecnificación –que, aun siendo legales, están reduciendo las diferencias entre corredores y acabando con el sentido aristocrático de la lucha-, y también un cierto conservadurismo táctico impuesto por los criterios televisivos, que han cambiado muchos aspectos del ciclismo. Por no hablar de la manifiesta incompetencia de la Unión Ciclista Internacional, similar a la de otras organizaciones deportivas que viven en la impunidad de su hegemonía caprichosa y mediocre.
En lo que llevamos de siglo, el Tour de Francia, paradigma de la mitología ciclista, ha ofrecido pocos momentos de interés digamos literario. Con Indurain aún hubo momentos de abismo y pasión, y personajes memorables como el triste y a la vez elegante Gianni Bugno, pero la generalización de sustancias dopantes y la corrupción del sistema llevaron a consecuencias demasiado trágicas (Pantani, Vandenbroucke, Jiménez) como para mantener la illusio del juego. Desde entonces, el negocio se mantiene, sin duda, pero el potencial semántico ha bajado notablemente. Nada es comparable a la voracidad de un Eddy Merckx (salvo Michael Phelps o Michael Jordan), ni hay duelos como el de Jacques Anquetil y Raymond Poulidor, que algún periodista redefinió hermosamente como el duelo entre un ciclista gótico y uno románico.
La autobiografía de Laurent Fignon, Éramos jóvenes e inconscientes (Tarragona, Cultura Ciclista, 2013), informa bien sobre la que tal vez fue la última gran época del Tour y en general del ciclismo. Fignon, fallecido con apenas cincuenta años a causa de un cáncer (mejor no pensar mucho en eso…), muestra una sensibilidad inusual en el gremio deportivo, que incluye una buena dosis de autocrítica, además ejemplar en alguien que sabía que iba a morir pronto: reconoce algún caso de dopaje, algún exceso absurdo con la cocaína y otros detalles nada autocomplacientes. Pero hay una nobleza melancólica y digna en sus recuerdos y yo diría que también hay un rechazo solapado y nada dogmático a la abrumadora mercantilización de los nuevos tiempos. En lo que respecta a los temas más oscuros, su argumento está muy claro y es convincente: el dopaje era conocido por todos y practicado de vez en cuando como un código tácito, aunque su alcance era limitado y pocas veces resultaba determinante de verdad, porque la sistematización científica llegó después, en los años noventa, con las hormonas y la EPO, que convertían a cualquier ciclista normal en una máquina y desvirtuaban todos los resultados.
Los años óptimos de Fignon (1983-1989) fueron también los de la internacionalización del Tour, que empezó a interesar fuera de la Europa Occidental y sobre todo en el Gran Mercado del Mundo, los Estados Unidos. Pero además en esos años la carrera consiguió improvisadamente un nuevo guion atractivo que sumar a los ya históricos. El guion empieza con un maestro y dos discípulos llenos de talento: el maestro, Bernard Hinault -orgulloso, creativo, un admirable cincelador de aventuras en carretera-, se lesiona gravemente por ser demasiado ambicioso en carrera, y los discípulos (Laurent Fignon y Greg LeMond) se disputan el trono. La voluntad de dominio lleva al maestro a regresar después de su lesión y Fignon le derrota por más de diez minutos, de un modo especialmente doloroso. Pero el maestro no se rinde y al año siguiente gana su quinto Tour después de separar a los rivales y llevarse a uno de ellos a su lado; y, lo que es mejor aún, en el siguiente Tour se resiste a dejar el poder a su heredero y compañero LeMond, hasta el punto de recurrir sin éxito a inesperadas argucias en el límite de lo ético para lograr el sueño imposible que nadie ha conseguido: el sexto Tour de Francia (gracias a Dios, a Armstrong ya se lo quitaron).
Todo en el relato tiene bellas e inesperadas simetrías: los discípulos también se lesionan gravemente (uno de ellos, LeMond, casi muere en un tonto accidente de caza), pero vuelven milagrosamente después de haber tocado fondo, y al final, con el maestro retirado, se enfrentan en una última batalla (Tour de 1989) que se resuelve sólo por ocho segundos, la menor diferencia de la historia de la competición.
Pero hay mucho más en esos años: al propio Fignon le roban los italianos el Giro de Italia de 1984 con unas trampas burdas y evidentes, aunque consigue vengarse en 1989, y aparecen personajes secundarios capaces de lo más improbable, como el sospechoso Francesco Moser que ganó ese Giro y que fue el emblema de toda una revolución tecnológica (las ruedas lenticulares), o Bernard Tapie, ese Silvio Berlusconi francés que es el dueño del equipo de Hinault y LeMond y que acabó condenado por corrupción, o ese Pedro Delgado que llega tarde al inicio de la carrera por un despiste y aun así acaba tercero en París después de empezar el último y con mucho retraso la competición de 1989, o los equipos colombianos que ponen la nota exótica y la cocaína, o un ciclista escocés que perdió en la penúltima etapa una Vuelta ante el mismo Delgado y que por lo que parece ha acabado cambiando de sexo.
Sin embargo, a pesar de lo bien que creo conocer esa época y de la nostalgia por lo que supuso en mi educación sentimental, dudo mucho que aquí esté el germen de una posible novela. Como historia reveladora de miserias e inmundicia humana, sin duda la historia de Armstrong es más intensa y por ello fue llevada al cine oportunamente por Stephen Frears, aunque la fidelidad a los hechos probados judicialmente limita demasiado la creatividad de la película (como sucede en casos como La red social). Hay alguna otra película sobre ciclismo de cierto interés, como La bici de Ghislain Lambert, de Philippe Harel, de tono más ligero y cómico. Y en la literatura española, tenemos ya algunos ejemplos de tema ciclista, como la novela Contrarreloj, de Eugenio Fuentes, aunque confieso no haberla leído porque no me atrae su combinación de ciclismo y género policiaco. Más interesante es el caso de Javier García Sánchez, novelista curioso y autor de una monumental reciente novela sobre Robespierre, sobre la que mi hermano acaba de hablar aquí de manera muy lúcida. García Sánchez no sólo es autor de una biografía sobre Indurain, sino que en 2004 publicó El Alpe d’Huez, novela de abrumadora erudición sobre el Tour y que narra en más de quinientas páginas un solo día muy especial de la carrera, no basado en hechos reales pero protagonizado por un trasunto bien disimulado de Pedro Delgado.
¿Qué es lo que falla en esa novela, a pesar de su factura brillante y su minuciosidad descriptiva? Yo diría, en pocas palabras, que a García Sánchez le gusta demasiado el Tour. Le gusta más que la propia literatura –quiero decir, que la alquimia literaria de la creatividad-, lo que en cierto modo desequilibra el texto: por decirlo en viejos términos jakobsonianos, lo referencial se impone a lo poético. Es posible que ese sea el especial éxito de las crónicas de Dino Buzzati sobre el Giro de Italia de 1949, traducidas al castellano en fecha reciente (Gallo Nero, 2014). Buzzati, a diferencia de García Sánchez, es un profano en el mundo del ciclismo y por ese motivo su mirada no está automatizada ni es en absoluto previsible. El escritor italiano comprende, sí, la seducción simbólica del mundo ciclista y asume sus patrones narrativos (el duelo Coppi-Bartali, sobre todo), pero conserva una distancia esencial que le permite que el centro de la obra no sea en sí el Giro, sino la propia narración, que refulge por su propia fuerza retórica y su capacidad para conectar la carrera con el mundo externo a ella: la Historia, en definitiva.
Pongo otro ejemplo de los problemas específicos que supone el intento de tratamiento artístico del deporte. En La soledad de Anquetil (Barcelona, Contra, 2017), Paul Fournel, discípulo de Raymond Queneau y miembro del famoso OuLiPo, homenajea al corredor francés, el primero de los cuatro ganadores de cinco Tours de Francia. La biografía de Fournel destila pasión ciclista, pero es a la vez su propia autobiografía de juventud, y tiene pasajes muy ambiciosos en los que construye monólogos ficcionales del propio Anquetil. Con esos materiales y una innegable intuición por los misterios de la personalidad humana, crea un retrato sugerente de la excepcionalidad del campeón francés, de sus hazañas y caprichos, de sus errores y manías. Pero las contradicciones del deportista en su trayectoria, no pocas veces fascinantes, palidecen narrativamente ante una historia a la que el biógrafo dedica apenas un par de páginas y que tiene lugar después de la retirada del campeón. La resumo como puedo, porque ni siquiera es fácil de entender: Anquetil se casó con una mujer que ya tenía dos hijos pero que no podía quedar embarazada otra vez. El ciclista, ya retirado, quería tener hijos de su sangre e increíblemente (y al parecer, de forma consensuada y pacífica) convenció a su hijastra para que se quedara embarazada. De ese modo, Anquetil convivió durante años con su esposa, su hijastra y la hija nacida de ésta, hasta que, como era de prever, la situación se volvió insostenible.
No hace falta ser Tennesee Williams para ver la sordidez de la historia, que Fournel, sin duda sobrepasado por su adoración fanática al deportista y a sus proezas en competición, apenas esboza ni juzga. Hay generosidad en esa decisión (y respeto a la memoria de los muertos), pero ¿acaso no está en ese otro Anquetil el verdadero potencial estético del personaje? ¿Acaso no radica ahí la clave psicológica y aun sociológica que debería fundamentar la épica de los cinco Tours? ¿Cómo puede ser que el novelista no vea que la gesta deportiva, a pesar de tanto oropel, es poco más que una minucia o un mero prólogo en comparación con ese drama doméstico? Se trata, en definitiva, de una cuestión de prioridades literarias; de saber dónde conviene poner el foco, de cuál es la fuerza estética del deporte más allá de sus propios rituales y sus símbolos, que son duda atractivos pero que no poseen la proyección y el alcance cognoscitivo que supuestamente atribuimos (al menos yo, que cada vez soy más pre-posmoderno) a las exploraciones novelísticas.

Mi conclusión es, ahora mismo, clarísima: la pasión por el deporte no garantiza los mejores resultados literarios. Por eso, es posible que mi futura novela deba dedicarse a deportes que no me interesan. Por ejemplo, el béisbol, que jamás he entendido. Pero como tengo resabios del antiamericanismo hispánico y ataques periódicos de descolonización cultural, me parece que buscaré otros deportes menos imperiales. A ver qué encuentro en la Wikipedia sobre el curling. O sobre la lucha canaria.