OTROS AÑOS DE PENITENCIA
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Parece que la distopía del COVID se ha
diluido y ha sido consumida, como todo en nuestro tiempo voraz y
mutante; los profetas del Apocalipsis (muy laicos, esta vez) se equivocaron de
nuevo. En lo que a mí respecta, la pandemia fue una experiencia inolvidable en
diversos sentidos, pero por suerte todo mi entorno escapó a las uñas heladas de
la enfermedad en su versión más grave. Aun así, el COVID me impidió acudir a un
funeral en 2020: el de mi maestro y amigo, el poeta y profesor Joaquín Marco,
que falleció de cáncer (un segundo cáncer, después de otro que sí superó veinte
años antes). Desde entonces, siento que le debo un homenaje, pero también otra
cosa, algo así como una sinécdoque: la de Marco como resumen de toda una etapa
de mi vida, porque recordarle siempre me lleva a pensar en mis
tiempos de estudiante y mis primeras experiencias de profesor e investigador.
Hubo en 2020 diversas necrológicas (por
ejemplo, la de Jordi Amat en La vanguardia, que me menciona), todas
elogiosas y cálidas, pero temo que no escribir de manera inmediata me da ahora
ciertas ventajas, como la de poder hablar sin límites periodísticos ni incitaciones
panegíricas. Y, de paso, también me permite ensayar una especie de memorias
universitarias, recordando mis años en la Universitat de Barcelona, escasamente
gratificantes más allá de los títulos académicos. Es posible que ya no esté yo
en la edad de las ambiciones sino en la de las recapitulaciones, y por eso no
quiero que se pierdan del todo los recuerdos de esos tiempos, con sus
personajes y sus personajillos, algunos francamente detestables.
De hecho, ya un par de años atrás intenté
analizar, en un artículo largo y para especialistas, la trayectoria crítica de
Joaquín Marco, y diría que lo hice de manera ecuánime, tratando de evitar las
bochornosas adulaciones del feudalismo académico español, que han generado
documentos vergonzosos como alguna tesis doctoral que circula por ahí. Diría
que en ese primer texto no caí en la idolatría y el servilismo; espero seguir
libre de esos defectos en estas páginas.
Siguiendo esa pretensión de objetividad, tengo que decir que Joaquín Marco no fue el mejor profesor que
he tenido; tampoco fue el mejor especialista en literatura latinoamericana de
su época, quizá ni siquiera es el mejor poeta de su generación; incluso diré,
honestamente, que nuestra amistad funcionó mucho mejor desde que se jubiló y
perdió todo poder cultural o académico, en un proceso que nos acercó y homologó
en un estatus de perdedores. Además, a diferencia de tantos otros casos de las
universidades españolas, no le debo un dedazo que me permitiera gandulear a costa
del Estado con una plaza de funcionario regalada. En realidad, mi amistad con
Joaquín Marco pasó dos fases muy diferentes: una primera rígida y fría, en la
que lo veía como una solemne figura magistral que en cierto modo contrastaba
radicalmente con la de mi padre (que era más o menos de su edad y que no pudo ni completar la educación primaria), y una segunda en la que las jerarquías
se fueron difuminando, llegó por fin el tuteo y nos acostumbramos a beber
whisky juntos y a alternarlo con la confesión de desengaños de todo tipo. En
esa época -en la que, por cierto, mi padre ya no estaba- fue donde pude
calibrar mejor la magnitud de sus éxitos (que los tuvo) y de sus fracasos
(también) y donde intuí su soledad, esa soledad que, sin duda, es lo que más justifica
volver a hablar hoy de él.
No me parece objetable decir que Joaquín
Marco fue una figura importante en el ámbito literario, como crítico, editor,
poeta y profesor, en los años finales del franquismo y primeros de la
democracia. Es fácil demostrarlo bibliográficamente. Aún en 1992, cuando yo
todavía era estudiante de licenciatura, organizó en Barcelona un espectacular
congreso para conmemorar aquello que se llamó con hipocresía felipista y
neocolonial el “encuentro entre dos mundos”. Fue la primera vez que escuché en
persona a Mario Vargas Llosa, aunque creo que también estuvieron en el congreso
Octavio Paz, Adolfo Bioy Casares y otros muchos (como un tal Juan Carlos de
Borbón). Lo que vino después biográficamente solo puede calificarse con
objetividad como declive; que coincidiera con el inicio de su dirección de mi
tesis doctoral y mi llegada a su despacho como becario es, quiero suponer, una simple
casualidad.
En un artículo reciente, Anna Caballé -albacea de su legado y fallida biógrafa, entre otros, de Umbral- trata también de interpretar, con el rigor que le ha caracterizado siempre, la trayectoria de Marco y se pregunta por las razones de esa decadencia; decadencia ciertamente inusual por la que pasó de manera progresiva a una posición marginal en todas las esferas en las que antes había destacado públicamente. Yo también sé que hay un misterio y, desde luego, no tengo las respuestas, pero dudo mucho que Caballé sea metodológicamente la persona adecuada para encontrarlas (se movió mejor, sin duda, en su pelea con Luis García Montero). Por decirlo en pocas palabras, ella está más cerca del problema que de la solución.
2
Una ética de la docencia (no hablo de
pedagogía) implica también una ética del conocimiento basada en algunos
valores: uno de ellos sin duda sería el reconocimiento de la deuda con los
maestros, incluso si ellos no pueden sentirse ya reconocidos en nuestras
palabras. Yo, después de veinticinco años de docencia casi ininterrumpida, sé
algo sobre profesores. Veo mi pasado y tengo claro cuáles son las virtudes y los
defectos de un profesor. En la primaria, en un colegio público de barrio
periférico, tuve la suerte de que uno de mis profesores, el bueno de Pedro
Cuesta Escudero (¡un saludo, si milagrosamente Google te lleva a mí!), fuera
doctor en historia, lo que suponía un plus de calidad y conocimientos absolutamente
inusual para la época. En secundaria, no fui al Jaume Balmes (el más famoso instituto público de Barcelona), pero pude matricularme en un instituto recién
inaugurado, el Barcelona Congrés, perfecto ejemplo de los progresos sociales en
la Barcelona preolímpica. Eran los tiempos previos a la LOGSE, naturalmente
(soy así de viejo); imagino que la mayor parte de esos profesores sufrieron los
cambios educativos posteriores y sospecho su frustración ante el desperdicio de
los contenidos tan costosamente adquiridos por ellos. De haber nacido unos años
más tarde, tal vez no hubieran opositado sino que hubieran entrado como yo en
algún doctorado. En cualquier caso, hoy creo que tenían, por lo general, un
buen nivel de conocimientos en sus especialidades. Entre las mejores deudas diría
no sólo que aprendí el catalán y conocí la literatura catalana (Rodoreda, por
ejemplo, aunque no fui justo con Calders), sino que ahí leí el Quijote
por primera vez (entero). El latín aún era obligatorio al menos un curso y yo
hice tres, lo que a punto estuvo de conducirme a la filología clásica. Nunca
aprendí a hacer una raíz cuadrada, pero descubrí a Poe, a Camus, a Steinbeck, a Martín
Santos (fuera de las aulas, leía a Hesse, por supuesto).
Vivimos ahora mucho mejor que en aquellos
tiempos de balbuceante democracia y complejos ante Europa, pero creo que los
profesores se sentían entonces más recompensados por su trabajo y su esfuerzo. El
fracaso escolar era significativo; sin embargo, varios profesores de
universidad salieron de aquellas aulas, aunque también hubo algún skinhead que
pasó por la cárcel. De los problemas educativos de la España actual hablaré tal
vez otro día con calma. Del bullying que sufrí y del que hice (porque de las
dos cosas hubo), también.
Cuando entré en la universidad, sentí una
inicial fascinación, impregnada difusamente de ascenso social. No era ya el
mundo de la protagonista de Nada, pero debo decir que, frente al
aberrante y temible servicio militar obligatorio, la universidad era para mí la
perfecta antítesis, la alternativa para una adultez libre e ilustrada, con la
que quería ordenar algunos caos interiores y una rebeldía a ratos comunista y a
ratos existencialista. No negaré que los rituales de lo que parecía una casa de
altos estudios me hicieron sentir a la vez humilde y ambicioso; vi que otros
poseían el conocimiento y deseé adquirirlo. Los profesores masculinos llegaban,
casi sin excepción, trajeados y encorbatados a clase y, en la tradición de la
lección magistral, esperaban medievalmente a que se hiciera el silencio
absoluto en el aula para empezar a hablar (dictar, en la mayoría de los casos).
Aún se podía fumar en los exámenes, e incluso alguna profesora, Victoria Cirlot
(hija del poeta Juan Eduardo) fumaba orgullosa, ilegal y sensualmente en clase
(nada que ver con el ridículo espectáculo apologeta del tabaquismo que le he
visto en otros lugares recientemente, por ejemplo, a Francisco Rico).
Debo decir que en los primeros tiempos
para mí la lección magistral tenía, cómo decirlo, aura. Y el famoso patio de
Letras donde habían estudiado Carlos Barral, Jaime Gil de Biedma, Manuel
Sacristán o Juan Goytisolo guardaba (sobre todo en el bar del sótano) alguna
reminiscencia de tiempos más oscuros pero también más heroicos. Entre los
profesores legendarios que se dejaban ver por el patio mi preferido era José
María Valverde, aunque no recuerdo haber asistido a sus clases, y lo cierto es
que no sé por qué, ahora mismo. Tampoco fui alumno de José Manuel Blecua, el
patriarca del clan filológico de los Blecua, pero me lo crucé muchas veces ya
como becario cuando él estaba jubilado y se veía tiernamente viejo; ni fui
alumno de la otra leyenda, Martín de Riquer, cuyo prestigio totémico abrumaba
más o menos igual. Sí tuve a Antonio Vilanova (que perdió en 1959, junto a
Guillermo Díaz-Plaja, una histórica oposición a titular frente a Blecua) en
doctorado; tengo buen recuerdo de sus clases, pero no de sus diversos
discípulos, todavía dominantes hoy, por desgracia. En aquellos años no habían
cambiado de universidad Rafael Argullol (el sex-symbol del profesorado, diría
yo) y Jaume Vallcorba -el fundador de El Acantilado y Quaderns Crema-, un profesor caótico pero lleno de entusiasmo contagioso. Había también asignaturas exóticas: estudié euskera con un experto, Ibon Sarasola. Debo decir que saqué la nota más alta y sin embargo no fui capaz de aprender más de tres o cuatro frases que hoy ni recuerdo.
Sin embargo, el aura fue poco a poco
deteriorándose. Aprobar era tan fácil que hacía verosímil la leyenda de que una
mula, matriculada en broma, aprobó la carrera. Poco esfuerzo me costaba sacar
buenas calificaciones y (sé que no debería decirlo, y menos aún presumir de
ello) me acostumbré a preferir el futbolín a las clases. Adquirí poco a poco una
actitud ambivalente hacia la intelectualidad y jugué a la coquetería de ser
iconoclasta y provocador. La admiración por los profesores decayó, y no lo
atribuyo únicamente a mi creciente narcisismo de escritorcillo pretencioso. No
quiero excederme ajustando cuentas con los muertos, pero lo cierto es que empecé
a encontrar profesores cuyo prestigio me parecía absolutamente incomprensible,
como el sedicente poeta Lluís Izquierdo (y eso que yo no conocía entonces su
pobrísimo currículum académico). Igualmente, me di cuenta del atraso colosal en
cuestiones como teoría literaria o lingüística (por ahí andaba un tal Sebastià
Serrano, que acabó grotescamente de tertuliano en las tardes de TV3). En
literatura latinoamericana sucedía lo mismo, aunque tardé más en descubrirlo.
En realidad, esas deficiencias eran generales en todo el sistema universitario
español, más franquista en cierto sentido que el ejército, que se había
modernizado algo, al menos. Con los años, descubrí y catalogué los puntos
débiles de muchos profesores: no sólo su absoluta y chulesca incapacidad
didáctica, sino su falta de seriedad a la hora de cumplir, por ejemplo, con los
horarios; su fatuidad y su vanidad, que no podían encontrar respaldo en
currículos caseros e inflados gracias a revistas o editoriales nepotistas (sin
excluir abundantes autoplagios, refritos, libros propios puestos como lectura
obligatoria, etc.); y, por encima de todo, el inverosímil lloriqueo por
supuestos agravios o injusticias, tan incoherente con lo ligero de su jornada
laboral y el valor económico de sus escasas horas de trabajo, completadas
habitualmente con los sobresueldos de las reseñas en prensa y conferencias
repetidas hasta la saciedad. Ya en el doctorado, conocí desde dentro el sistema
de prevaricaciones disimuladas que sostiene la mayoría de los privilegios;
Andrés Sánchez Robayna, otro antiguo alumno, lo explicó en uno de sus diarios (Mundo, año, hombre. Diarios, 2001-2007, Madrid, FCE, 2016, pp. 210-211).
Álvaro Salvador, Javier Aparicio Maydeu, Domingo Ródenas, Jordi Amat y otros
muchos, todos mejores que yo, han sido damnificados en mayor o menor medida por
ese sistema, el más endogámico que he conocido en mi vida académica. Y que ha
tenido consecuencias no sólo en la formación de generaciones de filólogos, sino
también en un ámbito como el de la crítica literaria, donde esa universidad -más que otras, seguramente- ha aportado (salvo un par o tres
de excepciones) críticos en su mayoría nocivos y lerdos, con criterios
escasamente fundamentados y una óptica lectora predeterminada por esos mismos cínicos privilegios, responsables en no poca medida de lo peor de la evolución de la
literatura española de las últimas décadas.
Es, efectivamente, el mundo que tanto echa de menos Jordi Llovet (otro que tal) en su melancólico y llorica Adiós a las humanidades, libro que solo puede engañar a los ilusos que no conocen por dentro el sistema clásico del clientelismo universitario español, que está muy bien, desde luego, cuando te beneficia a ti (como en el caso de Llovet). Yo, en cambio, no tengo la misma perspectiva y creo que la universidad que conocí todavía mantenía muchos de los hábitos sórdidos que cuenta Carlos Barral en sus memorias. O los de los tiempos de la pobre Andrea, de la novela de Laforet. De ahí que el médico me prohibiera ver esa serie horrible y cursi, Merlí: Sapere Aude, filmada en unas aulas para nada entrañables.
3
¿Y los estudiantes? Como es lógico, había
mucho estudiante -yo uno de ellos- contagiado de sarampión literario. Por ahí circulaba, siempre malhumorada, una estudiante que hoy es traductora y que está obsesionada con que Rafael Chirbes le plagió su novela Crematorio. También, creo recordar, se dejaba ver Sabino Méndez, así como uno de los dos miembros del dúo musical Astrud. Con mis
amigos Ricardo Fernández Romero -hoy profesor en la universidad de St. Andrews-
y Rudolf Ortega -lingüista y columnista en prensa-, fundamos en los últimos
años de carrera una revista literaria en la que volcamos nuestros caprichos
neobohemios y jugamos, algunos más que otros, al malditismo. La revista (que
era bilingüe y vagamente anarcoide) fue, evidentemente, un fracaso, pero en
ella colaboraron de una manera u otra nombres como los de Javier Pérez Andújar,
Toni Montesinos o Francesc Fuguet, que después han publicado y bastante, junto
a un Parnaso de sujetos sin prosperidad literaria pero con personalidades en
ocasiones excéntricas, como algún que otro neurótico en estado avanzado, algún
genio malogrado y algún que otro friki en tiempos en los que no existía ni
siquiera el concepto. Con todo, para mí aquella revista tan amateur fue
un primer contacto con los lectores reales; apenas había en aquel entonces talleres
literarios ni másteres de escritura creativa, o sea que fue un buen aprendizaje
para pulir el oficio y sobre todo recibir críticas (y más aún: indiferencia,
algo muy instructivo a la larga).
Ya entonces abundaba el independentismo,
aunque creo que era menos potente que en la Universitat Autònoma. No era
difícil encontrar a los atorrantes piojosos que jugaban a hacer política y
seudorrevoluciones de litrona y pañuelo palestino. Por suerte, todavía la
universidad no se había rendido al independentismo, como sí hizo cuando ofreció
sus instalaciones para la infamia sediciosa del 1 de octubre de 2017, en una
perfecta demostración de los delirios del momento. Lo más gracioso es que entre
aquellos politicuchos de mis años de estudiante no figuraba, que yo recuerde,
una de las alumnas más célebres de mi promoción, y no precisamente por motivos
admirables: me refiero a Laura Borràs, la expresidenta del Parlament de
Catalunya y una de las voces más reveladoras del fanatismo independentista. No
recuerdo hablar nunca con ella, aunque tenía cierta notoriedad, en parte por su
físico singular y en parte por la fama de empollona ambiciosa. El resto de su
carrera académica es bastante conocido, y Jordi Llovet sabe mucho al respecto.
No diré nada, no sea que se entere Gonzalo Boye.
Pero nuestra promoción aún tenía otra
figura ilustre, que seguramente ha acabado siendo el escritor más famoso
surgido de la universidad en las últimas décadas (con permiso de Ana Rodríguez Fernández, quiero decir Rodríguez-Fischer): Jorge Javier Vázquez. Tampoco
hablé mucho con él, aunque sí tuvimos amigas comunes. Admito que fue toda una
sorpresa descubrirlo en Aquí hay tomate, muchos años después. Su
elocuencia y su capacidad para la ironía sin duda revelan huellas de filólogo;
otra cosa es la notoriedad que incomprensiblemente ha adquirido como ejemplo de
una supuesta izquierda televisiva. En cualquier caso, hoy en día utilizo su
caso en mis clases para contrastar dos modelos de éxito con los estudios
filológicos: el suyo y el mío. Dos Españas, dos mundos, dos universos.
4
Recibí inesperadamente una beca
predoctoral de formación de investigadores de la Generalitat en 1994 para
estudiar la obra de Ernesto Sabato; la beca era inesperada, entre otras cosas,
porque existía el prejuicio (casi digno de El Mundo) de que la
Generalitat no concedía becas para investigación en español, o concedía menos.
Yo había renunciado a Cervantes como tema de tesis, acomplejado por la magnitud
del tema, y me pasé al boom latinoamericano, que me pareció la única
alternativa lo bastante estética para mi ego. Elegí a Joaquín Marco como
director de tesis; era el único del departamento con algunas credenciales
latinoamericanistas. Había prologado o editado libros de o sobre Cortázar,
García Márquez, Borges o Neruda, y eso parecía mucho en aquellos tiempos en los
que no había en Cataluña ni siquiera una cátedra de literatura latinoamericana.
Sabato, en realidad, no le gustaba nada a
Marco, mucho más devoto de Borges y poco amigo de existencialismos y tormentos
metafísicos, como pronto descubrí. Y tampoco diré que mi elección de tema fuera
muy vocacional: ahora ya puedo reconocer que escogí a Sabato porque era el
único autor cuya obra narrativa completa conocía, lo que era muy importante a
la hora de preparar con prisas un proyecto de tesis y cumplir con los plazos
del papeleo.
Yo no me daba cuenta de nada, pero Joaquín
Marco ya había iniciado su caída, agravada en poco tiempo por varios problemas
graves de salud, que le obligaron a dejar de fumar en pipa, uno de sus hábitos
más intimidadores para un joven dubitativo como yo, que empezaba a ser tentado
entonces por la seguridad profesional y personal de la carrera académica. De
cualquier forma, Joaquín Marco era entonces la persona socialmente más
importante que yo había conocido: un hombre que había llenado el Paraninfo de
la universidad presentando a Jorge Luis Borges, que había participado en la
caputxinada, que había formado parte del “comité de los sabios” de Seix
Barral, que era amigo de uno de mis escritores españoles preferidos (Manuel
Vázquez Montalbán), y que guardaba en su casa la copia mecanografiada del
original de Cien años de soledad, que Carmen Balcells le confió (o
regaló, nunca lo supe bien) para que Pere Gimferrer hiciera la primera reseña
de la novela en España, en la revista Destino.
No sé muy bien por qué, pero nunca llegué
a ver esa copia, aunque no tengo dudas de que existió. Sea como sea, Joaquín
Marco parecía a mis ojos incautos una puerta de entrada ni más ni menos que a
los mitos de la literatura en español de la segunda mitad del siglo XX, a pesar
de comportamientos difícilmente aceptables para mí como el hecho de que publicara
de manera regular en ABC. El tiempo matizó esa imagen inicial de gran
catedrático, por supuesto; a medida que pasaron los años empecé a relativizar
los méritos y a cribar las leyendas, del mismo modo que supe su implicación nada
inocente en algunas conductas clientelares de la universidad. Pero mis primeros
desafíos a la auctoritas llegaron por la vía política, curiosamente.
Antes dije que Marco era en aquellos años la persona más importante que yo
había tratado asiduamente; creo también que era la más rica (hasta que conocí
algunas fortunas mexicanas, claro). Su trabajo como editor en Salvat le había
permitido un patrimonio impresionante para mí. No era de extrañar por eso que
discutiéramos sobre Julio Anguita, al que yo defendía con entusiasmo y
admiración en los tiempos finales del felipismo e iniciales del aznarismo. En
esos momentos, era clarísimo en Marco el resentimiento de excomunista que pasó
por la cárcel a principios de los sesenta y que se hartó después de la
disciplina de partido. Yo podía entenderlo, pero mi obligación moral era
defender a Anguita de todas las campañas injustas en su contra. Lo que no
suponía yo es que treinta años después, los nombres de aquellas diatribas, Cristina
Almeida y Diego López Garrido (capitanes del submarino anticomunista, aliados
con el nefasto Rafael Ribó) se reencarnarían en Íñigo Errejón y Yolanda Díaz.
Pero no insistiré en esas cíclicas traiciones de la socialdemocracia,
porque ese es ya otro tema, mucho más mugriento.
Poco a poco, fui humanizando la figura del maestro y se niveló nuestra amistad. Se convirtió en la primera y única persona que ha prologado uno de mis libros, pero, por encima de eso, mi interés pasó del erudito institucionalizado al hombre de carne y hueso -tan sabio como vulnerable-, y del mito inicial quedó lo esencial: una experiencia vital larga y apasionante, en el cruce de lo catalán, lo español y lo latinoamericano (el mismo lugar en el que me siento yo ahora, seguramente). Y a ello habría que añadir más de cincuenta años de publicaciones, por ejemplo. De ahí mi certeza de que él era una profecía encarnada, una advertencia de la vanidad de las glorias literarias y académicas.
Tal vez, como el propio Carlos Barral, Joaquín Marco vivió amargamente el hecho de no ser por encima de todo un poeta. Desde el cambio de siglo, percibí su progresivo desencanto y sus reacciones a esa evidencia. Reacciones casi siempre equivocadas, a mi juicio: el exceso de orgullo o el victimismo (tan típico de algunas figuras letradas españolas), por ejemplo. Es cierto que confió, en lo emocional y en lo profesional, en personas que no estuvieron a la altura. Pero tampoco le negaremos sus propios errores. Otra cosa es que yo quiera explicarlos aquí, en detalle. Yo también me he equivocado muchas veces y prefiero que me recuerden como recuerdo hoy a Joaquín Marco: como un amigo con una de las vidas más interesantes que he conocido. Aprendí mucho de él, en la universidad y fuera de ella. Y mi homenaje puede no ser perfecto, pero al menos es sincero.
Durante los últimos años de su vida trabajó en unas memorias que no terminó y que seguramente no saldrán a la luz nunca. No tenemos, por tanto, esos recuerdos, que podrían conformar una travesía por varias Españas muy diferentes entre sí. Solo espero que los recuerdos míos planteados aquí ayuden a atenuar ese vacío.