viernes, 25 de julio de 2025

 

NOSTALGIA HERIDA

Quiero buscar hoy en mi memoria un momento específico. Algo que se parece a una revelación laica y que es un gozne entre la infancia y la adolescencia: el día en el que descubrí que los superhéroes de cómic nunca envejecen, a diferencia de sus lectores. En otras palabras: cuando asumí que no hay empatía posible con esos seres de ficción, no porque tengan poderes sobrehumanos, sino porque no tienen lo más humano, que es el miedo a morir. Porque, a pesar de sus dolores y sus heridas, no son seres para la muerte, como los tristes y fugaces individuos reales.

Ese momento de perplejidad que tuve con doce años (creo), esa constatación de un fraude inequívoco, fue, naturalmente, parte de una cadena que condujo, entre otras cosas, al irreversible desengaño religioso y al deseo de ser algún día una persona digamos ilustrada. A partir de entonces, empecé a desconfiar de unas cuantas cosas que veía en papel: los diálogos inverosímiles llenos de palabrería ridícula, las chapuceras resurrecciones de personajes y todos los ardides simplones de los guionistas para captar la atención del lector.

Ahora, sin embargo, compruebo, con la nostalgia herida, que hemos retrocedido en ese camino que nos debía conducir a todos a una valiente madurez y a mirar cara a cara al destino con las armas que nos puede dar la Razón. Veo que vuelven otra vez Superman y los 4 Fantásticos, que nos machacan con el sonajero de la misma aventura esquemática y hueca que todos conocemos pero recalentada de nuevo en el microondas, y siento que nos están condenando a ser hámsteres en la rueda de la idiotez. Por eso me pregunto si no estamos, como civilización, en una fase profundamente regresiva de ingenuidad e infantilismo, en una nueva libido social de ocio consumista en la que los adultos vuelven a buscar, como los niños, todo aquello que tenga azúcar, o aquellos juegos que queríamos repetir siempre porque pensábamos que siempre ganábamos y nunca perdíamos.

Con ese panorama, supongo que los Reyes Magos están felices sabiendo que, para ellos, lo peor ha pasado y que resurge la bobaliconería crédula. Y es que también son superhéroes, en cierto modo.

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Lo cierto es que sí, he dedicado mucho tiempo a los cómics de superhéroes y no sirve de nada ocultarlo, como tampoco puedo ocultar los efectos que el androcentrismo de ese mundo tuvieron en mi educación emocional e incluso sexual, efectos que costosamente tuve que enmendar con posterioridad. Empecé a leer esos cómics al mismo tiempo que leía cómic español (los inolvidables tebeos de Bruguera, no tanto los de TBO y desde luego nada underground tipo El Víbora) y cómic francobelga. Al cómic japonés llegué mucho después (con Akira), y ya no caí en la trampa otra vez. Recuerdo que había también otros curiosos experimentos de narrativa gráfica, como aquellos Clásicos Juveniles o Joyas Literarias, también de Bruguera, en los que novelas de aventuras (pero también obras como Moby Dick o Ivanhoe) se adaptaban al formato de cómic, con unos beneficiosos efectos pedagógicos, en mi opinión.

Entre los dos famosos universos de superhéroes, DC y Marvel, me adentré inicialmente por este último: no solo porque se distribuía mejor en los quioscos y ya los leía mi hermano en las ediciones de la editorial Vértice en blanco y negro (¡hay que ver lo que tardé en entender que había héroes afroamericanos!), sino por otros detalles. Por ejemplo, que villanos como Lex Luthor o Joker parecían endebles en comparación con malvados más enérgicos e intimidatorios como Magneto o el Dr. Muerte. Y, por supuesto, Superman me repelía especialmente, con su falsa humildad y su irritante superioridad de lacayo imperialista. Además, las comparaciones entre los dos imaginarios beneficiaban siempre a los mismos: la Liga de la Justicia palidecía frente a los Vengadores, como Metrópolis o Gotham frente a Nueva York. Hay que reconocer aquí que buena parte de esa ventaja se debía a la creatividad de Stan Lee, que no era precisamente Balzac pero que desde luego no carecía de imaginación demiúrgica.

Unos años después, ya en los años ochenta (época en la que empecé a perder interés tanto por el cómic español como por el francobelga), la rivalidad entre Marvel y DC tuvo otro episodio decisivo, cuando las dos editoriales publicaron sendas obras ambiciosas en las que pretendían unir colecciones y personajes de un modo desconocido hasta la fecha, coordinándolo todo con una ingeniería nada fácil, incluso desde el punto de vista puramente comercial: hablo de Crisis en Tierras infinitas, de DC, con guion de Marv Wolfman y dibujos de George Perez, y Secret Wars, con guion de Jim Shooter y dibujos de Mike Zeck. Pero mientras la primera era un barullo que pretendía arreglar el previo desbarajuste de universos paralelos y diversas Tierras (reorganizando a sus personajes a base de torpes escobazos de guion para hacer una limpieza de héroes repetidos), la segunda era una curiosa cosmogonía sobre la omnipotencia, con personajes que aspiran a un poder absoluto más allá de lo que conocemos y dioses que compiten entre ellos por ser Dios.

Shooter era un joven guionista que ya había desarrollado en The Avengers alguna trama sugerente de fantasía metafísica, como la saga de Korvac, en la que un personaje inicialmente malvado adquiere, por azar, un poder también casi absoluto, y cambia de moral para intentar reordenar el cosmos y llevarlo mesiánicamente a lo que cree que son la paz y el bienestar. También en esos años empieza su trabajo en Marvel Jim Starlin, creador de ese singular y macabro semidiós llamado Thanos, tiernamente enamorado de la Muerte y empeñado igualmente en equilibrar el cosmos a su manera malthusiana. Esos bosquejos de teodicea dieron más frutos, porque están en la base de la saga cinematográfica de Los Vengadores en estos últimos años. Pero a Starlin le debemos otras obras decentes de la época, como La muerte del Capitán Marvel, en la que sí hay una cierta voluntad realista, porque el héroe muere de cáncer sin que se produzca ningún milagro por parte de las fuerzas sobrenaturales del universo, incapaces (por fin) de aplicar sus magias y recursos maravillosos.

Los historiadores canónicos del comic-book hablan de una supuesta Edad de Oro que tendría lugar en los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. Pero, al igual que sucede con clásicos como The Spirit, de Will Eisner, muchos de esos cómics, a pesar de su importancia digamos diacrónica, son francamente ilegibles hoy para un paladar con mínimo gusto estético. En cambio, en los años ochenta, aparecieron nuevos guionistas jóvenes (muchos de fuera de Estados Unidos) que dignificaron el imaginario de los superhéroes: aparte de Shooter y Starlin, dos de mis preferidos, estarían David Michelinie (el que alcoholizó a Iron Man), Walt Simonson o Steve Englehart. Y, sobre todo, Chris Claremont.

Es muy conocido que a Claremont se debe el enorme éxito de los X-Men desde hace más de cuarenta años. La serie había sido creada también por Stan Lee y después de una crisis de ventas fue restaurada con nuevos personajes más internacionales y originales (¡incluso uno soviético!), primero con Len Wein al mando y después con el joven inglés Claremont, que aportó un vigor literario evidente, dándole importancia al narrador y a los bocadillos de pensamiento incluso de los villanos, y humanizando a los personajes con ambigüedades morales e ideológicas y traumas psicológicos. A ello le añadió un mensaje sociopolítico, aprovechando las posibilidades, ya intuidas antes por Jack Kirby y otros, de pensar en la equivalencia entre mutantes y judíos como seres perseguidos por el fanatismo, incluso en una democracia como la de Estados Unidos.

En otro lugar analicé cómo Claremont resignificó metódicamente al personaje de Lobezno, en una operación semántica ejemplar que ha llegado aún más lejos que el caso de Thanos y que todavía hoy da resultados en el cine. Pero no todo era mérito de Claremont: sus mejores años llegaron cuando formó equipo con el dibujante medio inglés, medio canadiense, John Byrne, maestro a la hora dibujar pómulos de hombres y ojazos de mujeres. Ambos llevaron a cabo una monumental saga de casi treinta números (del 108 al 137) en la que los héroes de lo que entonces, inexplicablemente, conocíamos en España como la Patrulla X pasan aventuras bastante penosas en la Antártida, Japón, Canadá y Escocia e incluso en una civilización galáctica ultrasofisticada, los Shi’ar. 




 


La saga tenía un arco narrativo de lo más trágico: empezaba, un poco antes de la entrada de Byrne, con la muerte accidental de Jean Grey y su resurrección como Fénix, alcanzaba su clímax con Fénix salvando al mismísimo universo del apocalipsis y terminaba ni más ni menos que con el suicidio del personaje en la Luna después de haber perdido el control de sus nuevos poderes y haber provocado una masacre planetaria más allá de toda medida.



En su momento, a pesar de tanto tremendismo galáctico, me pareció lo más literariamente maduro que había leído en cuestión de superhéroes, mucho más que la muerte de la dulce Gwen Stacy a manos del Duende Verde; aunque también debo reconocer que hace poco descubrí, con decepción, que una parte de esa trama plagiaba con descaro un episodio de la curiosa serie de televisión sesentera The Avengers, porque de ahí tomaron Claremont y Byrne el Club Hellfire con sus toques fetish (tema reciclado a su vez en la película X-Men: First Class), inolvidablemente encarnados por Diana Rigg:



Antes de separarse, Claremont y Byrne aún depararon otra obra famosísima: Days of the Future Past, una distopía sobre un genocidio de mutantes que los héroes intentan evitar retroactivamente con un salto al pasado, y que es un precedente muy claro de Terminator (aunque antes de ese número de X-Men, ya había habido, que yo sepa, otro ejemplo de salto en el tiempo para reescribir y evitar el futuro apocalíptico: Huida del planeta de los simios, de 1971).

Mucho se ha rumoreado sobre hasta qué punto Byrne intervenía en los guiones además del dibujo. Es verdad que, en su trayectoria en solitario, Byrne intentó afirmarse como guionista y nos dio algunos momentos interesantes, como en esa otra cosmogonía, El juicio de Galactus, en la que, en un truco unamuniano (aunque dudo mucho que leyera al vasco), el propio Byrne se convierte en personaje y coexiste con los Cuatro Fantásticos y demás héroes. Sin embargo, más allá de logros como ese, en mi opinión, ni Byrne ni Claremont, una vez separados, igualaron la altura de esos años fecundos.

Claremont intentó después del divorcio una obra seria y realista con solemnidad de novela y formato cerrado, es decir, no serial: Dios ama, el hombre mata, que será muchos años después la inspiración del guion de la película X-Men 2. Pero es evidente que el negocio mutante se le fue de las manos y que empezó a ser desbordado por las nuevas colecciones (Los nuevos mutantes, Excalibur) y por la repetición de tópicos en The Uncanny X-Men. Aun así, sus comics mantuvieron durante años la temática social y la complejidad psicológica en un nivel superior al de la mayoría de sus colegas. Su manera de trabajar a personajes como Magneto, Xavier o Tormenta, amén, claro, de Lobezno, sigue siendo más que digna artísticamente y una prueba de ello es el modo en que la industria del cine se ha aprovechado de ello en este siglo. Lo peor del legado de Claremont no es, en realidad, culpa suya: Jean Grey finalmente resucitó de nuevo en Los Cuatro Fantásticos, de la mano de Byrne (¿traición?), y la historia siguió degenerando hasta casi romper del todo el encanto de la saga de los ochenta, que aún hoy se deja leer aunque solo sea porque, de algún modo, muchos nos enamoramos de la pobre pelirroja Jean Grey y la compadecimos por sus pasiones hiperbólicas y, en cierto sentido, muy sexuales.

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En esos años ochenta la industria audiovisual estadounidense empezó a desarrollar todo el imaginario que ha ido engordando el sistema hasta hoy: Star Wars, Alien, Depredador, Terminator, Indiana Jones Visto con perspectiva ese archivo de ficciones, resulta curioso que no haya tenido secuela de los ochenta un gran éxito como E.T. Es un alivio, desde luego. En cualquier caso, en ese laboratorio de nuevos mitos del capitalismo y la sociedad de consumo ya estaba cifrado el fin de la Guerra Fría: el socialismo nunca ha podido ofrecer un arte para las masas comparable e igual de persuasivo.

En el caso del cómic de superhéroes, los fallidos intentos de adaptación al cine (no de Superman —gracias sobre todo a Gene Hackman—, pero sí de Spiderman o Hulk, por ejemplo) permitieron una etapa fértil de autonomía y complejidad en el lenguaje del género hasta que llegó el Batman de Burton. Se hizo frecuente el trasvase de guionistas entre Marvel y DC, y esta última editorial recuperó la iniciativa relanzando sobre todo al Hombre Murciélago. Para ello contó con proyectos nuevos, tanto en el guion como en el dibujo, con toques más siniestros y expresionistas. Ahí aparece Frank Miller con El regreso del Señor de la Noche (que tuvo una secuela bastante más floja), pero también Grant Morrison que, con el formidable dibujante Dave McKean, nos deparó el sórdido Arkham Asylum, así como el joven Neil Gaiman, que contó con el mismo McKean para regalarnos la inesperada sutileza de Orquídea Negra. Y, por encima de todos, entra en juego el Cervantes del cómic: el totémico Alan Moore, que aportó a DC una reinterpretación del personaje de Joker (en The Killing Joke) que anticipa lo que luego harán (meritoriamente) Christopher Nolan o Todd Philips.

¿Qué más se puede decir hoy sobre Alan Moore? Hay una prueba muy evidente de hasta qué punto es un autor anómalo y herético en el imaginario pop dominante hoy de las fantasías procedentes de Estados Unidos: en las trece temporadas de The Big Bang Theory se mencionan cientos de personajes y tópicos del repertorio friki, pero jamás se le menciona a él o sus obras. Por eso pienso que sería mejor compararlo con otro genio maltratado por la gran industria: Orson Welles. Ya hablé con calma en un artículo de lo que supuso Watchmen como revolución en forma y contenido y no me repetiré ahora. Es sabido que en nuestros días el maestro despotrica no solo ya de las versiones cinematográficas de sus cómics, sino de su propio pasado como guionista, quizás arrepentido de haber contribuido a que el cómic haya alcanzado la alienante proyección simbólica y económica que tiene hoy. Pero el caso es que le debemos unas capas de sentido desconocidas hasta entonces en el mundo del cómic, y no solo de superhéroes. Claro que tenemos también a Art Spiegelman, Carlos Giménez, Héctor Germán Oesterheld o Marjane Satrapi, entre otros muchos, pero quizá en Moore es donde mejor se calibra el conflicto crucial entre vanguardia artística y consumo masivo en lo que respecta al cómic. Y la degradación de su legado es, en ese sentido, sintomática del camino aberrante del cómic de superhéroes en el nuevo siglo, en el que se está forzando tanto la máquina que parece a punto de reventar.

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Una de las claves del ritmo de producción actual de ficciones de superhéroes en los diversos medios es la propiedad de los derechos de los personajes, centro de múltiples batallas y laberintos legales. Alan Moore era el Cervantes del cómic, sí, y le salió su Avellaneda, el autor del falso Quijote que se publica después de la primera entrega cervantina. Pero en realidad no le ha salido uno, sino muchos Avellanedas. Moore no consiguió tener los derechos de los personajes de Watchmen y eso ha provocado una burda explotación comercial de sus criaturas. Primero con la serie de cómics Before Watchmen, luego con la serie de televisión de Damon Lindelof para HBO y ahora con la obra de Geoff Johns, El reloj del juicio final.

Esta obra es, desde luego, bastante mejor que el regüeldo delirante de Lindelof y parte de una idea juguetona y golosa: mezclar el universo de Moore con el universo DC. En otras palabras: poner en el mismo plano de “realidad” al Dr. Manhattan y a Superman, o al Joker y el Comediante. El resultado es, sin duda, una afrenta a las ideas de Moore, pero comercialmente qué duda cabe de que podía tener su atractivo para un público que quiere tener todos los juguetes en un solo armario.

Claro, yo también soñé en su momento con enfrentar los poderes de Darth Vader con los de Magneto, o a que el profesor Xavier intentara manipular la mente de Mr. Spock. Pero eso son residuos de mi época de creyente. Es cierto que no todo son Avellanedas y que todavía quedan guionistas interesantes y audaces; mi preferido, entre los que conozco, es Mark Millar, creador de Civil War y El viejo Logan, dos obras mejores en papel que en las adaptaciones al cine. Pero lo que hoy tenemos, tanto en Marvel como en DC, es, básicamente, una plúmbea y caótica promiscuidad de universos ficcionales paralelos, contrapuestos, mezclados o centrifugados, con saltos en el tiempo y en el espacio, reinicios y todo tipo de acrobacias para mantener viva la maquinaria y permitir que el personaje tenga mil aventuras alternativas sin que ninguna sea definitiva; para seguir alimentando el negocio, en definitiva. Por eso, Marvel creó en 2000 todo un nuevo universo (Ultimate) para reiniciar a sus personajes y su cronología, ante los absurdos de personajes que tienen la misma edad con J.F. Kennedy que con Barack Obama; pero ese nuevo universo se ha convertido, para algunos como yo, en una pesadilla lectora, una indigestión de datos y aventuras. Y una derrota profunda del realismo que costosamente se había alcanzado a finales del siglo XX.

Sí, el realismo, ese gran problema del que parece que estamos huyendo siempre; en cómic, en cine, pero también en literatura. La coartada para todo el antirrealismo actual de las industrias Marvel y DC es, curiosamente, la ciencia, y en especial las teorías sobre universos y multiversos, teorías que a mí me consuelan aún menos que la cháchara religiosa. En cierto modo, se trata de lograr un simulacro de eternidad, un intento de refutación del tiempo que, con banalizaciones científicas, espera seguir suspendiendo la incredulidad de los lectores; no solo de los más jóvenes, sino también de sus padres, y quizá abuelos. A veces le aplican una cierta ironía a la idea, conscientes de que se les puede ver demasiado el truco: sería el caso, en cine, del final de The Flash, o en Spiderman: No Way Home; en ambos casos llegan a coincidir en pantalla diferentes actores que han interpretado (o podido interpretar) a los héroes, en una argucia metaficcional que solo puede sorprender a los que no han abierto muchos libros. Pero, aunque en ocasiones haya una cierta sagacidad en las historias, lo que predomina hoy es la sensación de vértigo, o mejor aún, de empacho. El archivo de los superhéroes se ha vuelto densísimo, con una información casi imposible de controlar, entre tantos mundos alternativos y destinos volátiles.

Puede que el problema sea mío y de mi ineluctable vejez. Pero a veces pienso que quizá la vejez la tiene el cómic de superhéroes, que lucha grotescamente contra el tiempo e intenta refutarlo para seguir haciendo caja. Y en eso me viene a la cabeza alguien que también se preocupaba mucho por Dios y por el tiempo, y que incluso escribió un ensayo titulado “Nueva refutación del tiempo”. Hablo de un tal Borges, a quien no se le engañaba tan fácilmente: “And yet, and yet…negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro”. Sí, el mundo, desgraciadamente, es real; los superhéroes, no.