"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 13 de marzo de 2016

BIENVENIDOS AL CONGRESO DE LITERATURA


¿Cómo explicar a alguien que no pertenece al gremio en qué consiste un congreso de literatura? ¿Cómo dar a entender el profundo fracaso actual de los estudios literarios, su mezcla de pomposidad, inoperancia y narcisismo, su colosal superfluidad? ¿Cómo ejemplificar, sin asustar al lector, el revoltijo de estudios insignificantes y perecederos con los que se ha saturado el mercado académico, convertido en zoco de baratijas?
Yo mismo estoy en ese gremio (de algo hay que vivir), o sea que no pretendo eximirme de responsabilidad. Pero todo tiene un límite. Admito que no tengo datos rotundos, pero intuyo que en lo que llevamos de siglo se ha publicado más bibliografía, al menos sobre estudios literarios hispánicos, que en todo el siglo XX. Para los muchos sujetos subalternos y periféricos del mundo es sin duda un gran éxito, y hay que aceptarlo, pero no sé si a la hora de la verdad hemos conseguido un cambio científico de paradigma o estamos sólo en un batiburrillo de vanidades intelectuales. Si los estudios literarios deben dar respuesta a la crisis de las humanidades en el mundo actual, estamos acabados. No es de extrañar que hoy en día la literatura importe poco, y que el poder literario esté en manos de mercaderes y mandarines, muchos procedentes de esos sectores oprimidos.
A los jóvenes que ahora empiezan hay que decirles estas verdades, para que sepan a qué atenerse y no se traguen dócilmente el discursito oficial del fárrago académico. Los popes del humanismo y sus lacayos, sobre todo de las universidades top (que no son las españolas, por si alguien no lo sabe todavía) reaccionarán con desdén, si llegan a leer esto, con su típica condescendencia de cátedra bien pagada. Lógico: defienden su negocio, que no es menor, sobre todo si establecemos la proporción entre horas de trabajo, sueldo y ego.
Comparar un congreso de literatura con uno de ciencia es muy revelador. Sheldon Cooper podría perfectamente oficiar de Alain Sokal y engañarnos a todos los literatoides sin demasiada dificultad; basta recurrir a un generador aleatorio de títulos de ponencias y presentarse con cara de desmitificador literario, como si se fuera inmune a cualquier emoción dostoievskiana.
Un congreso de literatura tiene algo de magia y mucho de teatro (o guiñol). Pero la magia en realidad es sólo truco, y se basa en la ilusión compartida (y hasta cierto punto esotérica, sí) de que se hace algo útil y con sentido, aunque luego nadie se ponga de acuerdo sobre en qué consiste esa utilidad, si es social, ideológica, estética o mística. En realidad, importa poco: todos en el gremio saben que en una sociedad como la capitalista el trabajo académico, incluso con la degradación que está sufriendo hoy (otro día hablaré de eso), es un privilegio incuestionable por el que valen la pena los codazos, las puñaladas y toda la amplia gama de imposturas que van desde el plagio, el autoplagio y el refrito hasta la verborrea inane y el falso redentorismo de sujetos oprimidos.  Vale la pena, puesto que, para qué nos vamos a engañar, en la universidad la jornada de ocho horas, al final, no la cumple nadie. Por eso hay que mantener el tiovivo en movimiento y defender teorías ad hoc para llenar de estudiantes los programas, sobre todo de posgrado.
Todos sabemos que si necesitas mantener un posgrado de humanidades, lo más fácil es recurrir a la interdisciplinariedad más o menos encubierta para que cualquiera que sepa juntar letras pueda inscribirse. Quizá eso explique, por ejemplo, el auge de los estudios culturales más allá de las supuestas intenciones teórico-políticas, que seguramente tuvieron sus pioneros pero que hoy en día están más acartonadas que el indigenismo de florero de algunas universidades estadounidenses.
En el congreso, esa illusio, ese ritual de sabios de tribu, se consigue a base de pseudociencia, de erudición engañosa y empacho teórico, pero no faltan los resabios medievalistas de veneración a la eminencia que siempre abre o cierra el congreso, y que normalmente es una momia adinerada que en plan vedette repite en cada congreso el mismo rollo con leves variantes. A la momia se le escucha, se le aplaude y se le homenajea. Y en la cena, los aduladores se pelean por sentarse a su lado en la mesa y servirle el vino.
Pero antes de eso, la comedia suele empezar con el cóctel de bienvenida, donde todas las variantes zoológicas de la fauna académica empiezan sus movimientos estratégicos. A los españoles, educados en la rutina del vasallaje endogámico, se les detecta rápido porque berrean mucho y porque no saben inglés; también porque siguen creyendo que el premio Cervantes es realmente el Nobel de lengua española y que Francisco Rico es mejor que Umberto Eco. A los latinoamericanos emigrados a Estados Unidos se les ve la cara de confort, que tratan de ajar durante el congreso a base de rictus de concentración y compromiso político para demostrar solidaridad con sus países de origen. A los gringos de tenure-track y a los europeos no hispanohablantes les delata su fascinación cateta y simplona por Roberto Bolaño, que es el tótem al que adoran para orientarse entre tanto canon que no tienen tiempo de leer ni de digerir.
Luego están los poetas frustrados que, con su metalenguaje lírico y redundante, hablan de poetas publicados a los que envidian y, si pueden, enmiendan la plana; los culturalistas de magazine que, al estilo wiki, parecen saber de todo: de sextinas, de marxismo, de planos-secuencia y de grafitis; los positivistas de raíz pidaliana que creen merecer una medalla por haber encontrado aquella carta del escritor que se cayó por la rendija trasera del cajón del escritorio y que sin embargo parece ser trascendental para saber si el escritor defecaba bien o no, lo que tiene, sin duda, grandes consecuencias en su escritura. Y los cazadores de líneas de currículum que suelen terminar la ponencia en el avión copiando y pegando deprisa y que luego se quejan porque les limitan el tiempo para hablar en la mesa de ponentes; y las feministas, ay, con las que no voy a meterme porque me tienen acomplejado desde hace tiempo y yo soy muy cobarde (y patriarcal).
   A partir de ahí, con todos en acción, se levanta el telón y empieza el espectáculo: los rostros del público disimulando mal el sopor infinito; las preguntas de ese mismo público que en realidad nunca esperan respuestas porque son microponencias en sí mismas; los aplausos mecánicos que parecen pregrabados de sitcom; las felicitaciones hipócritas (“qué interesante tu ponencia”); las negociaciones (que parecen sutiles pero son de lo más descarado) para publicar o para ser invitado; los faroles en forma de investigaciones in progress supuestamente espectaculares; la fatuidad de los que pertenecen a las universidades supuestamente prestigiosas y buscan, con discreción, sólo a sus homólogos, no sea que se aplebeyen con profesores de provincia…
En el congreso, todo el mundo habla y nadie escucha a nadie. Ese es el gran secreto del éxito. Ése, y creerse más listos que los propios escritores, claro.
Lo peor de todo es que el poder neoliberal se está aprovechando de estas debilidades para estrangular todavía más, a base de burocratización y rentabilización extrema, lo poco de espíritu crítico y creativo que podían albergar la universidad y en particular las humanidades.

Que alguien me diga dónde está el botón de reset, por favor.

4 comentarios:

  1. Es un texto genial, mi estimado Pablo. Lo disfruté mucho. Te mando un abrazo.

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  2. Es un texto genial, mi estimado Pablo. Lo disfruté mucho. Te mando un abrazo.

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  3. ¡Menuda mascarada que has descrito aquí! ¡Y lo peor de todos es que tienes razón! Fantástico, me he reído un montón.
    Saludos.

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