BIENVENIDOS AL CONGRESO DE LITERATURA
¿Cómo explicar a alguien que no pertenece al gremio en qué consiste un
congreso de literatura? ¿Cómo dar a entender el profundo fracaso actual de los
estudios literarios, su mezcla de pomposidad, inoperancia y narcisismo, su
colosal superfluidad? ¿Cómo ejemplificar, sin asustar al lector, el revoltijo
de estudios insignificantes y perecederos con los que se ha saturado el mercado
académico, convertido en zoco de baratijas?
Yo mismo estoy en ese gremio (de algo hay que vivir), o sea que no
pretendo eximirme de responsabilidad. Pero todo tiene un límite. Admito que no
tengo datos rotundos, pero intuyo que en lo que llevamos de siglo se ha
publicado más bibliografía, al menos sobre estudios literarios hispánicos, que
en todo el siglo XX. Para los muchos sujetos subalternos y periféricos del
mundo es sin duda un gran éxito, y hay que aceptarlo, pero no sé si a la hora
de la verdad hemos conseguido un cambio científico de paradigma o estamos sólo
en un batiburrillo de vanidades intelectuales. Si los estudios literarios deben
dar respuesta a la crisis de las humanidades en el mundo actual, estamos
acabados. No es de extrañar que hoy en día la literatura importe poco, y que el
poder literario esté en manos de mercaderes y mandarines, muchos procedentes de
esos sectores oprimidos.
A los jóvenes que ahora empiezan hay que decirles estas verdades, para
que sepan a qué atenerse y no se traguen dócilmente el discursito oficial del
fárrago académico. Los popes del humanismo y sus lacayos, sobre todo de las
universidades top (que no son las españolas, por si alguien no lo sabe todavía)
reaccionarán con desdén, si llegan a leer esto, con su típica condescendencia
de cátedra bien pagada. Lógico: defienden su negocio, que no es menor, sobre
todo si establecemos la proporción entre horas de trabajo, sueldo y ego.
Comparar un congreso de literatura con uno de ciencia es muy revelador.
Sheldon Cooper podría perfectamente oficiar de Alain Sokal y engañarnos a todos
los literatoides sin demasiada dificultad; basta recurrir a un generador aleatorio de títulos de ponencias y presentarse con cara de desmitificador literario,
como si se fuera inmune a cualquier emoción dostoievskiana.
Un congreso de literatura tiene algo de magia y mucho de teatro (o
guiñol). Pero la magia en realidad es sólo truco, y se basa en la ilusión
compartida (y hasta cierto punto esotérica, sí) de que se hace algo útil y con
sentido, aunque luego nadie se ponga de acuerdo sobre en qué consiste esa
utilidad, si es social, ideológica, estética o mística. En realidad, importa
poco: todos en el gremio saben que en una sociedad como la capitalista el
trabajo académico, incluso con la degradación que está sufriendo hoy (otro día
hablaré de eso), es un privilegio incuestionable por el que valen la pena los
codazos, las puñaladas y toda la amplia gama de imposturas que van desde el
plagio, el autoplagio y el refrito hasta la verborrea inane y el falso redentorismo
de sujetos oprimidos. Vale la pena,
puesto que, para qué nos vamos a engañar, en la universidad la jornada de ocho
horas, al final, no la cumple nadie. Por eso hay que mantener el tiovivo en
movimiento y defender teorías ad hoc para llenar de estudiantes los programas,
sobre todo de posgrado.
Todos sabemos que si necesitas mantener un posgrado de humanidades, lo
más fácil es recurrir a la interdisciplinariedad más o menos encubierta para
que cualquiera que sepa juntar letras pueda inscribirse. Quizá eso explique,
por ejemplo, el auge de los estudios culturales más allá de las supuestas
intenciones teórico-políticas, que seguramente tuvieron sus pioneros pero que
hoy en día están más acartonadas que el indigenismo de florero de algunas
universidades estadounidenses.
En el congreso, esa illusio,
ese ritual de sabios de tribu, se consigue a base de pseudociencia, de
erudición engañosa y empacho teórico, pero no faltan los resabios medievalistas
de veneración a la eminencia que siempre abre o cierra el congreso, y que
normalmente es una momia adinerada que en plan vedette repite en cada congreso
el mismo rollo con leves variantes. A la momia se le escucha, se le aplaude y
se le homenajea. Y en la cena, los aduladores se pelean por sentarse a su lado
en la mesa y servirle el vino.
Pero antes de eso, la comedia suele empezar con el cóctel de bienvenida,
donde todas las variantes zoológicas de la fauna académica empiezan sus
movimientos estratégicos. A los españoles, educados en la rutina del vasallaje
endogámico, se les detecta rápido porque berrean mucho y porque no saben
inglés; también porque siguen creyendo que el premio Cervantes es realmente el
Nobel de lengua española y que Francisco Rico es mejor que Umberto Eco. A los
latinoamericanos emigrados a Estados Unidos se les ve la cara de confort, que
tratan de ajar durante el congreso a base de rictus de concentración y
compromiso político para demostrar solidaridad con sus países de origen. A los
gringos de tenure-track y a los europeos no hispanohablantes les delata su
fascinación cateta y simplona por Roberto Bolaño, que es el tótem al que adoran
para orientarse entre tanto canon que no tienen tiempo de leer ni de digerir.
Luego están los poetas frustrados que, con su metalenguaje lírico y
redundante, hablan de poetas publicados a los que envidian y, si pueden,
enmiendan la plana; los culturalistas de magazine que, al estilo wiki, parecen
saber de todo: de sextinas, de marxismo, de planos-secuencia y de grafitis; los
positivistas de raíz pidaliana que creen merecer una medalla por haber
encontrado aquella carta del escritor que se cayó por la rendija trasera del
cajón del escritorio y que sin embargo parece ser trascendental para saber si
el escritor defecaba bien o no, lo que tiene, sin duda, grandes consecuencias
en su escritura. Y los cazadores de líneas de currículum que suelen terminar la
ponencia en el avión copiando y pegando deprisa y que luego se quejan porque
les limitan el tiempo para hablar en la mesa de ponentes; y las feministas, ay,
con las que no voy a meterme porque me tienen acomplejado desde hace tiempo y
yo soy muy cobarde (y patriarcal).
A partir de ahí, con todos en acción, se
levanta el telón y empieza el espectáculo: los rostros del público disimulando
mal el sopor infinito; las preguntas de ese mismo público que en realidad nunca
esperan respuestas porque son microponencias en sí mismas; los aplausos
mecánicos que parecen pregrabados de sitcom; las felicitaciones hipócritas (“qué
interesante tu ponencia”); las negociaciones (que parecen sutiles pero son de
lo más descarado) para publicar o para ser invitado; los faroles en forma de
investigaciones in progress
supuestamente espectaculares; la fatuidad de los que pertenecen a las universidades
supuestamente prestigiosas y buscan, con discreción, sólo a sus homólogos, no
sea que se aplebeyen con profesores de provincia…
En el congreso, todo el mundo habla y nadie escucha a nadie. Ese es el
gran secreto del éxito. Ése, y creerse más listos que los propios escritores,
claro.
Lo peor de todo es que el poder neoliberal se está aprovechando de estas
debilidades para estrangular todavía más, a base de burocratización y
rentabilización extrema, lo poco de espíritu crítico y creativo que podían
albergar la universidad y en particular las humanidades.
Que alguien me diga dónde está el botón de reset, por favor.
Es un texto genial, mi estimado Pablo. Lo disfruté mucho. Te mando un abrazo.
ResponderEliminarEs un texto genial, mi estimado Pablo. Lo disfruté mucho. Te mando un abrazo.
ResponderEliminar¡Muchas gracias! Un abrazo.
Eliminar¡Menuda mascarada que has descrito aquí! ¡Y lo peor de todos es que tienes razón! Fantástico, me he reído un montón.
ResponderEliminarSaludos.