EL DÍA QUE DEJÉ DE SER FRIKI
Lo confieso: soy de los que no pueden evitar el escalofrío
cuando escuchan la fanfarria inicial de Star Wars. La guerra de las galaxias fue
tal vez la primera película que vi en el cine –o fue esa, o Aeropuerto 77- y supuso,
en pocas palabras, el descubrimiento de la aventura y también el del color:
el dorado C3PO, los blancos troopers, la arena de
Tatooine, el negro de Darth Vader. Ninguna otra de las películas de esos años
me dejó una huella tan profunda, para bien o para mal. A partir de ahí, mi
experiencia es generacional y, por tanto, en cierto modo vulgar: fascinación
cuasifálica por los sables láser, shock por el final inesperado de El imperio contraataca,
babeo por la princesa Leia en bikini y encadenada, náusea por los infames
Ewoks. Nunca he llegado a disfrazarme de ningún personaje de la saga (ni
siquiera de Jabba), pero puedo demostrar que antes de que se pusiera de moda la
costumbre ya vi las seis películas de George Lucas de un tirón en compañía de
mis amigos más frikis (aclaro: variante española, no totalmente sinónima, del
anglosajón geek).
Recuerdo que a finales de los
ochenta me volví anticanónico sin ser apenas consciente de lo que significaba
eso. Al mismo tiempo que leía y estudiaba a los clásicos antiguos y modernos,
llevaba una doble vida sublimando las series de televisión, los cómics de
superhéroes con sus curiosas cosmogonías, las novelas de ciencia-ficción del
incansable Isaac Asimov, las películas de serie B (o Z) como Basket
case o El vengador tóxico. Ayudaron varios factores: la
triste experiencia de conocer la fatuidad del mundo académico de la Universitat
de Barcelona (del que hablaré con calma otro día), la inanidad y el
aburrimiento que yo percibía en la literatura española contemporánea, los
bostezos provocados por la casposa Historia y crítica de
Francisco Rico, el rechazo visceral al elitismo intelectual y también una
cierta conciencia de clase propia de un charnego de Nou Barris. El momento
clave de esa revalorización de la subcultura probablemente coincide con la
doble sensación que provocaron casi al mismo tiempo dos productos tan audaces
para su época como Twin Peaks y Watchmen. Después
llegaron los pioneros a la hora de rentabilizar creativamente el fenómeno: Álex
de la Iglesia, Kevin Smith o Quentin Tarantino, precedentes de un JJ Abrams o
un Seth McFarlane, por ejemplo.
Sin
embargo, como tantas veces ha sucedido, una idea original y aparentemente
progresista se distorsiona horriblemente cuando se masifica y es manoseada por
todo tipo de oportunistas y, peor aún, de ignorantes. Democratizar la cultura
parecía el complemento perfecto de la democratización política, pero los
resultados empiezan a ser muy decepcionantes. Ya está bien de zombis, Jedis y viajes en el tiempo. ¿Para esto queríamos romper la
barrera entre lo culto y lo popular? ¿Para sustituir el canon occidental por un
conjunto de mitos chorras y simplones, por unos juguetitos frívolos? ¿Para
dejarnos esclavizar voluntariamente por las grandes industrias del ocio, casi
siempre estadounidenses?
Los
catastrofistas tienen un gran defecto, y es que son demasiado predecibles, pero
no hace falta ser apocalíptico hoy: simplemente se trata de volver a la lucha y
recuperar sin complejos el prefijo sub. No para
ponerse, por ejemplo, como el bueno de Pedro Salinas, que en su conocido
estudio sobre Rubén Darío de 1948 afirmaba, sin venir a cuento, que el cómic es
"la papilla más baja, la bazofia de más vergonzosa calidad" (p. 48);
pero sí para defender con la máxima convicción el criterio estético que ha
servido para preservar -con todos los reparos que queramos añadir- un enorme
legado cultural de siglos. Sin duda, el imperio de cierta manera de
entender el arte ha terminado, y más nos vale reconocerlo. Resulta muy ingenuo
pensar que la nueva sociedad digital va a consumar el ideal ilustrado. Pero eso
no significa aceptar sin más el todo vale de nuestro tiempo, en el que
casualmente acaba valiendo más lo que genera más dinero. La defensa de esa
cultura popular se está convirtiendo en una aberración característicamente millenial y
cada día más reaccionaria, y algunos se están aprovechando de todo ello para
enriquecerse sin ningún disimulo, en las grandes empresas y en más de una
universidad. Porque lo popular no es siempre automáticamente positivo:
populares han sido y son los linchamientos, las supersticiones, los chistes
sexistas y racistas, e incluso más de una dictadura. Ahora parece que cualquier
producto popular tiene el mismo valor que la Divina Comedia. Y, de
paso, que cualquiera puede ser artista, se llame Wismichu, Valtonyc, Jorge
Javier Vázquez o César Brandon. Lo dicho vale también para la literatura de
género, por supuesto, porque, por ejemplo, los escritores de literatura
infantil están muy creciditos últimamente, y alguien debería empezar a bajarles
los humos.
Como decía recientemente mi buen amigo Joan M. Soldevilla, The Big Bang Theory -que cada
temporada es más una mala copia de Friends- resume lo mejor y lo
peor del frikismo. De hecho, el reciente fallecimiento de Stan Lee ha demostrado que el
asunto se nos está yendo de las manos. Seguramente echaremos de menos sus
cameos, aunque no me cabe duda de que lo resucitarán digitalmente muy pronto;
pero leyendo algunas necrológicas parecía que hubiera fallecido Shakespeare. La
pérdida de norte en términos estéticos es tan aguda que muchos nostálgicos han
confundido la repercusión mundial de los superhéroes creados por Lee
-consolidada por el trabajo desigual de muchísimos guionistas de cómic y
ahora de cine durante más de cincuenta años- con un proyecto artístico casi
equivalente a Balzac. Más o menos como los que ensalzan la hondura filosófica
de las memeces sobre midiclorianos y oscuridades de George Lucas y ahora
Disney, por muchas lecturas de Joseph Campbell que pudiera haber detrás.
Yo he sido muy friki, sin duda. He tomado cervezones en el bar de Cheers frente al Boston Common y me he hecho fotos en el parque Verano azul, de Nerja. Pero ahora me estoy haciendo viejo.
Y conservador, supongo, porque parece que necesito jerarquías. Como siga así, acabaré
repitiendo el camino que ha llevado a tantos desde Izquierda Unida hasta el
PSOE. Aunque, bien mirado, para eso primero necesitaría ser invitado habitual
de la cadena SER. Sea como sea, anuncio que hoy dimito de mi condición de friki, como hace
años dimití de la de letraherido. Declararía una guerra al frikismo, si no
fuera porque eso es todavía más friki.
¡Ariel, Ariel! Vuelve a nosotros.
Esta vez sí te necesitamos de verdad.