"Yo no he muerto en México" (novela)

sábado, 4 de mayo de 2024

 ATEOS DEL ARTE (y 3 DE 3)


Masa y gusto

Buena parte del problema deriva de un tema añejo: la relación conflictiva entre lo intelectual (o lo artístico) y lo masivo (es decir, lo público o político). La reflexión sobre el tema viene de muy lejos, como sabemos, y no pienso ponerme en ridículo aventurando un resumen que deje en evidencia mis lagunas filosóficas. No solo se trata de la actualidad de la querella entre apocalípticos e integrados, sino también del fracaso, por ejemplo, del marxismo a la hora de conseguir un arte duradero para las masas, frente al triunfo de Disney o Hollywood, quizá decisivo para ganar la Guerra fría. En el ámbito hispánico, podemos recordar que el problema, antes de Ortega y Gasset, ya está presente en un libro que hoy es más actual de lo que parece: Ariel (1900), de José Enrique Rodó, perfecto ejemplo de elitismo humanístico frente a la tiranía numerocrática de los calibanes obsesionados por lo material. Como sabemos, ese libro ha sido el punto de partida de todo un recorrido muy fecundo y polémico en lengua española, y la alegoría de los arieles y los calibanes sigue siendo jugosa hoy.

Uno no quiere ser arielista porque eso suena fatalmente patriarcal, antidemocrático y eurocéntrico, y se asusta ante la idea de incurrir en los errores de un seguidor de Rodó como fue Rubén Darío: “La insurrección de abajo tiende a los Excelentes. / El caníbal codicia su tasajo con roja encía y afilados dientes”. Lo excelente, como lo sublime, no está de moda, desde luego; pero que algunos no sean caníbales y tengan derecho a voto y al subsidio de desempleo no significa que su opinión sea ley y que ganen simplemente por ser más. Cierta mala conciencia progresista es muy indulgente con estos consumidores culturales y se limita a respetar su soberanía o a reconducirla para alcanzar un supuesto objetivo “feliz”. El antiautoritarismo degenerado desde los viejos tiempos sesentayaochistas parece dar carta blanca a la nueva cultura del ranking por la cual la calidad del cine depende de las encuestas en IMDB, por ejemplo, y la literatura de consumo masivo es valiosa simplemente porque tiene mayor efecto social. ¿Se convertirán así Pérez-Reverte, Dueñas o Ruiz-Zafón en la Pléiade española del futuro? Poco falta.

De ese modo, como ha estudiado de manera amena y rigurosa Vicente Luis Mora en La huida de la imaginación (Valencia, Pre-Textos, 2019), el arte se convertiría en otro producto de mercado sometido a la regla esencial del placer consumidor, como en TripAdvisor, o, peor aún, al capricho del do it yourself por el que cualquiera puede ser artista simplemente por juntar letras y contar hechos que ni se ha esforzado en inventar. Si un libro le gusta a mucha gente y su éxito es verificable, es automáticamente bueno. A partir de ahí, el truco es fácil: si quieres ser artista, elige una historia que ya sabes que gusta porque el público cree conocerla bien, y de ser posible elige una que ya tenga el final escrito, para no tener que imaginar mucho y asegurar la reacción del lector (holocausto, guerra civil, crónica de sucesos, 23-F, muerte de un familiar conocido o relevante). Para qué hacer caso de lo que decía un tipo como Aristóteles sobre historia y ficción (¡el tío defendía la esclavitud!): mejor cuenta lo que sucedió realmente y hazlo pasar por literatura, con tres o cuatro brochazos de posmodernidad; no cuentes lo que podría haber sucedido, que siempre tiene más riesgos y te puedes equivocar con un final demasiado amargo que te fastidie los datos del Nielsen (la maléfica base de datos de ventas que te da o no capacidad de crédito como escritor para que te publiquen). No es de extrañar, por tanto, la aparición de tanto trampantojo literario en los últimos años, desde las autoficciones de trileros hasta esos especialistas en jugar con dos barajas, los novelistas de no ficción, con sus parques temáticos y sus excursiones de turismo literario.

No entiendo cómo este escenario puede dejar tranquilo a alguien que se haya tomado la molestia, la lenta molestia, de leer a Proust (que no es mi preferido) o ver el cine de Bergman (que sí lo es). Insisto en que no quiero idolatrar a los creadores y convertirlos en héroes milenarios de la Sagrada Belleza, ni por supuesto glorificar el aburrimiento como una forma de distinción social; pero eso no significa aceptar sin más que todos los proyectos artísticos son igual de meritorios, el de Sandra Barneda con el de Carmen Laforet, el de Christopher Nolan con el de Pasolini, el de Don Winslow con el de Fernanda Melchor, el de Cervantes con el de Avellaneda, 2001 con Star WarsEspartaco con GladiatorEl gabinete del Dr. Caligari con Shutter Island. O que cualquier lectura de una obra literaria es igual de válida, y Octavio Paz, Walter Benjamin, Beatriz Sarlo, Susan Sontag o George Steiner leen igual de bien que cualquier tuitero o forero.

El “buen gusto”: he ahí la madre (uy, perdón) de todos los problemas. La expresión huele a esnobismo y a elitismo, desde luego. Parece que la tendencia es acabar con el monopolio del gusto y demostrar que todos los paladares son iguales. Si la literatura no es un saber específico, sino pura voluntad, el ciudadano se convierte en crítico de arte e incluso artista, si lo desea, igual que opina de enfermedades y le discute al médico de cabecera su diagnóstico porque ha leído en internet un artículo científico. Y a partir de ahí, que gane el mejor, es decir, el que más venda o mejor puntuación saque en las encuestas. ¿Puede haber algo más democrático que una encuesta? (Bien que lo sabemos en Cataluña, donde las encuestas son verdades inapelables y algún día el 105% estará a favor del “derecho a decidir”).

Supongo que no es justo decir que el mundo está lleno de imbéciles que opinan sin saber, pero lo cierto es que yo no opino de física cuántica ni le discuto al médico los resultados de una resonancia magnética. Muchas veces he sido consultado por gente de buena fe (alumnos, amigos que no son del gremio) acerca de los criterios esenciales para juzgar el valor de una obra de arte. Como decía Juan Goytisolo, hablo de lo poco que sé y no de lo mucho que no sé; apenas sé un poco de literatura, y muy poco de otras artes. Los que me preguntan confían (seguramente demasiado) en que yo les dé una respuesta para saber elegir un regalo de Reyes, y lo primero que hago es decirles que los Reyes Magos son parte del problema; es decir, la sociedad de consumo, con Melchor Amazon, Gaspar Corte Inglés y Baltasar FNAC. A partir de ahí, trato de darles una respuesta didáctica que insista en algo esencial: la obra de arte puede, en efecto, entretener (antes servía casi siempre para propaganda de la Iglesia o adulación a los poderosos), pero no es su función prioritaria en lo que conocemos por cultura, porque adquiere una complejidad superior que sólo se entiende (se valora, se disfruta) a través de un esfuerzo intelectual que implica un mínimo de conocimiento del lenguaje en cuestión y la historia misma de la cultura. El arte debe producir un placer difícil, porque la dificultad es la clave, incluso cuando es el neopopularismo de García Lorca o los romances de Góngora o Lope.

La obra de arte es un signo complejo, que forma parte de una comunicación especial, distinta a la de otros signos, como una señal de tráfico, una canción de Georgie Dann, un anuncio de Movistar o un vídeo de El Rubius. Puede que no sea un signo éticamente mejor y que todos los signos sean igual de respetables; pero me parece obvio que es un signo más difícil como parte de una comunicación más sofisticada, en la que entran en juego códigos y subcódigos (tradiciones, imaginarios, reglas compositivas, etc.). Puede, sí, que algún día prescindamos de esos signos y vivamos en una Arcadia feliz de comunicaciones simples, efectivas, conciliadoras, inclusivas e igualitarias; pero desde que leí de adolescente San Manuel Buenomártir siempre he tenido alergia a la ignorancia feliz.

Por supuesto, centrar la discusión en el concepto de dificultad implica el riesgo de ensalzar por error obras herméticas, pretenciosas o laberínticas, pero la alternativa es peor: se llama pereza. Pereza a la hora de interpretar, de leer o de escuchar. Pereza que es a la vez desprecio al pasado, infantilismo y vanidad narcisista de influencer o de niño educado en la pedagogía del bienestar según la cual lo que aburre o cuesta esfuerzo es indiscutiblemente rechazable. Pereza a la hora de afrontar las diferencias intrínsecas entre textos, pereza para reconocer el virtuosismo con el lenguaje, pereza para sumergirse en determinadas construcciones verbales que lógicamente son menos divertidas que un vídeo viral de Tik Tok pero que algo tienen de interés: los matices del Lázaro de Tormes narrador cuando habla de “arrimarse a los buenos”, la elipsis gloriosa del éxtasis en Cántico espiritual, el increíble repertorio de ontologías de los personajes del Quijote, la anáfora maravillosa de Borges en “El Aleph”, las cincuenta metáforas consecutivas de Neruda en Alturas de Macchu Picchu, la polisemia de la palabra cisne en Rubén Darío (y mira que yo he querido torcerle el cuello al cisne muchas veces, incluso como profesor), los ciento noventa molinos de Huidobro en Altazor, la paralipsis admirable de Juan Preciado en Pedro Páramo, la sintaxis asombrosamente tejida de El otoño del patriarca, y tantos otros logros nada casuales que no entiendo por qué hay que descartar o sustituir (¿en beneficio de qué? ¿o de quién?) y que nos enseñan -¡claro que sí!- a manejar el lenguaje, a optimizarlo incluso, si se me permite el término, para afrontar las complejidades del mundo, que son muchas y nada fáciles de entender.

Qué duda cabe de que cuesta aprender ese lenguaje secundario que es el arte –a mí me ha costado décadas empezar a entender algo- y de que se puede vivir sin él una vida feliz y completa; lo infame es hablar de ese lenguaje como si se conociera y fuera fácil de manejar, y encima se gane dinero o prestigio con ello. Y peor aún: que creamos que vamos a ser más justos y felices ignorando el pasado y sustituyendo, por ejemplo, la gimnasia intelectual que otorgan los clásicos por la gimnasia física, como si la semántica no fuera un músculo que se tuviera que trabajar también, a riesgo de atrofia.

La elite del arte y la cultura ha cometido muchos errores (en España, entre otros, impulsar partidos como Ciudadanos o UpYD…) pero la solución no puede estar en la claudicación ante criterios falsamente democráticos. Ya está bien de mortificaciones exageradas; el reguetonismo cultural que hoy nos invade, basado en el infantil principio del placer, puede ser muy legítimo por democrático, pero no tiene nada que ver, por mucho elixir posmoderno que le apliquemos, con el conjunto de saberes y procedimientos de comunicación y representación que entendemos como arte, destinados precisamente a producir, como decían los formalistas rusos, percepciones más difíciles y singulares de los objetos, pero también más duraderas.

La nueva grey laica de la sociedad de consumo ya no se reúne en la iglesia, sino que disfruta de su hiperindividualismo y se cree con derecho a todos los placeres sin esfuerzo. Escucha música ante todo para bailar y seducir y ve a sus héroes una y otra vez en cine y televisión hasta que se cansa y los desecha porque el juguete se desgasta; ese mismo individuo ignora que existió el cine en blanco y negro (o le parece tan viejo como Altamira); se le cae la baba con los efectos digitales sin haber visto las exquisiteces de Excalibur o los “monstruos” reales de Freaks (la de Browning, claro); rechaza el canon sin haberlo leído, solo porque le huele a rancio, machista y clasista; prefiere una novela sobre el siglo XVI escrita por un presentador de televisión a cualquier texto realmente del siglo XVI, aunque lo pueda encontrar digitalizado en una biblioteca; y peor aún, se considera capacitado no solo para opinar de arte, sino también para contar una historia (que suele ser la de su aburrida vida o lo que él considera su gran trauma) o reflexionar con prepotencia sobre aquello que le interesa del modo más egoísta, sea fútbol o política o Picasso o los Beatles. Rechaza lo complejo y lo lento, y prefiere lo fácil, inmediato y sustituible. Vive, por tanto, en la puerilidad de considerar que la cultura solo vale si satisface su necesidad caprichosa y primaria: no le interesa ningún posible placer estético si ya tiene otro placer más rápido a su alcance.

¿Esto que describo es una catástrofe? Quizá no; quizá el único problema sea el atasco en la falda de la montaña de la que hablaba al principio y que ahí nos pille un alud (¿otra pandemia?). La guerra o el hambre sí son algo grave; miles de obras superfluas y olvidables solo son una pobre biblioteca. Todo este panorama no sería demasiado alarmante (¿acaso alguna vez, en la Historia de la Humanidad, hemos vivido una época de cultura elevada y masiva al mismo tiempo?) si no fuera porque desde algunas posiciones académicas y políticas se está ayudando a esa masa a sentirse cada vez más reforzada en su vanidad hedonista; las elites pos, los intelectuales quintacolumnistas, quieren guiar a las masas de nuevo (¡como si no hubieran fracasado una y otra vez desde hace tanto tiempo!), para que les vitoreen y aplaudan en señal de agradecimiento. Y el problema puede empeorar en el futuro.

¿Acaso hay alguna otra opción realista aparte de esa resignación? En otras palabras: ¿qué hacemos con el Templo de la Alta Cultura? ¿Lo derruimos, aceptando que solo fue una ilusión elitista que el nuevo orden mundial no necesita? ¿Lo dejamos como está, esperando que algún día la masa vea la luz? ¿Lo protegemos, encerrándonos y encastillándonos en él, aun a sabiendas de que las provisiones son limitadas y estamos en minoría? ¿O abrimos la puerta para permitir que entren algunos? ¿Y si es así, quiénes, cómo, para qué, con qué salvoconducto?

Mi respuesta es, hoy por hoy, clara: hay que proteger el Templo, aunque sin duda haya que ventilarlo un poco. Que la resistencia sea inútil no significa nada; hay que seguir de derrota en derrota… hasta la derrota final (que es la de todos y todo). Además, el Templo está amenazado, sí, por la turba exterior, pero también por unos infiltrados que ya están dentro y están carcomiendo los muros defensivos: son, evidentemente, los mercaderes del templo, y desde luego no soy el primero que utiliza esa expresión. Hay que detectarlos a ellos, ante todo.

Presumen de críticos, artistas y profesores independientes y son la quinta columna del mercantilismo. Que a la masa no le interese pasear por el Templo (ni aunque sea gratis) no es ninguna novedad; llevamos siglos así, y hay que ser un poco ingenuo para pensar que algún día todo el mundo dedicará un rato diario a leer, escuchar o ver a los clásicos del arte y del pensamiento. En realidad, la masa decidió hace mucho que no quiere vivir en el Templo; prefiere buscar cualquier otro terreno que sea edificable para montarse su Edén de confort. Algunos falsos sacerdotes del Templo lo saben, y por eso salen a escondidas por la noche para hacer negocio al otro lado de las líneas enemigas mientras de día presumen de la autonomía de la cultura y exhiben orgullosamente sus credenciales de mártir. Esa es la batalla crucial, en el fondo: el control del Templo y de sus puertas de acceso. Si Enrique Krauze o Juan Cruz son los guardianes del Templo, ya sabemos que se va a cobrar entrada. Hablo sobre todo del Templo hispánico, que es el que mejor conozco; en él, la codicia y la hipocresía son muy abundantes y, aunque de un tiempo a esta parte abundan las denuncias (Gullón, Dalmau, Morán, el grupo CT, etc.), los paniaguados del sistema siguen gozando de su poder. Y con ello volvemos a lo que nunca hay que olvidar: la batalla por la defensa de la alta cultura no puede desligarse de otra batalla crucial, la ideológica.

Defender a los clásicos y la alta cultura no significa, necesariamente, defender el patriarcado, la desigualdad social, el racismo y el eurocentrismo. En mi Templo ideal (mi república independiente de la cultura), las obras no se adoran, sino que se estudian y se discuten lentamente porque la prisa no es necesaria; se valoran como problema, se dialoga desde el horizonte del presente para conocer en la medida de lo posible el horizonte del pasado perdido, se observa cómo han sido modelos para entender el mundo y el lenguaje, se disfruta de sus enigmas y de sus resonancias internas. Y, sobre todo, no se hace negocio. Se hace ocio libre, maduro y crítico. Lo inmediato está prohibido. El que quiera bailar reguetón o leer el premio Planeta, que se vaya a su casa.

¿Que soy despótico y elitista? Seguramente sí, pero quizá haya llegado el momento de defender algo así como una nueva moral de la estética. Gilles Lipovetzky y Serroy resumían de manera muy didáctica la historia de la relación entre el arte y la sociedad a partir de una serie de etapas básicas: “después del arte para los dioses, el arte para los príncipes y el arte por el arte, lo que triunfa ahora es el arte para el mercado” (La estetización del mundo, Barcelona, Anagrama, 2015, p. 21). Tan simple como eso. Me parece evidente que el arte clasista al servicio de los dominantes es evidentemente imposible de mitificar y poner en mármol como verdad suprema, y que el arte por el arte es un anacronismo como todas las teologías y los misticismos artísticos; pero igualmente creo, y hay que decirlo una y otra vez porque a veces se olvida, que el mercado embrutece y mecaniza los lenguajes y las percepciones estéticas.

No veo otra solución que volverse ateo del arte (un poco a la manera de Michel Onfray): desmitificar a los dioses y los ensueños trascendentalistas, pero para elegir, con radicalidad materialista, lo inmanente por muy pequeño y precario que sea y protegerlo como un tesoro no sagrado aunque sí valioso (es decir, dotado de valor, sea cognitivo o verbal, o lo que sea, menos económico). Vivir en una cierta ascesis atea, en el sacrificio y en la humildad de renunciar a los fastos y las tentaciones de la sociedad de consumo y su hiperindividualismo, a la literatura de marca y al mecenazgo encubierto; ejercer la vida intelectual con dignidad y austeridad, y sin privilegios; preferir la lucidez del desengaño y el pesimismo de la inteligencia antes que el narcisismo bien remunerado y la fatuidad de ser, oficial y profesionalmente, escritor o artista (o pensador); recordar que tiene sentido aún la conciencia de clase, incluso cuando es de los clásicos, y que las cosas importantes no deberían hacerse por dinero. En términos calóricos: dieta blanda o al menos frugal durante una temporada para evitar el empacho cultural.

Sí, eso quiero ser: un ateo del arte. Sed, por tanto, bienvenidos a mi Templo laico y materialista; os aseguro que no hay que pagar entrada, aunque admito que es tan pequeño que casi parece un nicho.


2 comentarios:

  1. Un gusto leer tus reflexiones, Pablo, tan atinadas y bien expuestas. Lástima que habitualmente sea difícil hablarlas contigo en persona. Un abrazo.

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