lunes, 24 de marzo de 2025

 EL PARQUE TEMÁTICO DE LA GUERRA

        
    El novelista Isaac Rosa ya intentó avanzar en la autocrítica sobre el tema cuando publicó hace años ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! Pero no parece que hayamos llegado todavía al límite de la saturación, a tenor del éxito de dos obras recientes que vuelven, con propuestas muy diferentes, a abordar el trauma de la guerra. Es cierto que el declive del tema parecía evidente con obras tan lamentables como El monarca de las sombras, de Javier Cercas, o Línea de fuego, de Arturo Pérez-Reverte, lisérgicamente catalogada como "Ilíada del siglo XX" (en aquel bochornoso premio de la Crítica con el que trataron de darle por fin al padre de Alatriste sus laureles canónicos). Pero el montaje teatral de Andrés Lima, 1936, y la novela de David Uclés La península de las casas vacías confirman que la mina no se ha agotado y sigue dando producto. Es decir, tenemos la triste paradoja de que los cadáveres continúan en las cuentas y los nichos de mercado se mantienen abiertos. Que vayan preparándose, por ejemplo, los argentinos, que van por el mismo camino de agotamiento literario (y cinematográfico) con los traumas históricos. 
    Es posible que, en España al menos, estemos pagando todavía la amnesia de la Transición y que detrás de este nuevo flujo de interés esté la batalla cultural contra la oleada reaccionaria que, con el liderazgo anaranjado de Trump y el suplemento de la testosterona española de Abascal, augura para algunos la invasión de zombis fascistas. Puede que así sea, y no hay que minimizar el riesgo evidente, pero habrá que pensar, por ejemplo, qué palabras usaremos para describir la realidad cuando llegue lo peor, si ya ahora hemos activado la alerta acusando de fascistas y nazis a tantos (incluido Netanyahu, a quien deberíamos saber insultar de otras maneras). Tal vez una de las claves del fracaso de nuestra capacidad de persuasión esté en la pobreza léxica, tristemente similar a los que ven comunistas, stalinistas, castristas, etc. en Podemos y, aunque parezca increíble, en Sumar. Está claro que, más allá del exabrupto propagandístico, nos hacen falta descriptores para comprender críticamente la realidad desde la izquierda (o sea, desde la misma razón crítica, en realidad) y en ese punto la orfandad de marxismo es un factor intelectual clave. Historiador marxista es un pleonasmo, dijo Foucault en alguna ocasión; no me parece nada descabellado recuperar la idea a modo de vacuna para estos tiempos.
    Algunos piensan que basta con insistir en la memoria y que esa es la solución frente a las amenazas. La falta de conciencia histórica, sobre todo en los jóvenes, es, desde luego, inquietante, pero en su génesis entran muchos factores en los que no puedo detenerme aquí: los errores del sistema educativo actual, el hiperindividualismo narcisista y presentista de la sociedad de consumo, la bajeza alienante de los medios de comunicación, la escasez de modelos éticos vigentes y, en general, la tendencia anitiintelectual dominante, nefasto corolario de una democracia orientada según los intereses de unos pocos. Por eso quizá haya que replantear la batalla cultural; pero, antes de nada, habrá que pensar bien la estrategia. Pablo Iglesias, por ejemplo, se equivoca cuando cree que hay que insistir en la batalla en X: no se da cuenta de lo tristemente similares que son, sobre todo en el estilo y las groserías, los trolls de Podemos y los de Vox. Recordemos también que Trump o Milei ganan porque saben aprovechar bien las debilidades y la falta de autocrítica de sus adversarios. Los que se indignan por el triunfo de Trump tal vez deberían pensar que cada vez que un guapo y millonario de Hollywood presume de demócrata hay mil rednecks que sueñan con ponerse la cabeza de bisonte. O que a Milei le hicieron la campaña los propios peronistas, sin darse cuenta del monstruo que subestimaban y alimentaban. Y en España, a ver cuándo algunos catalanistas asumen que buena parte del auge de Vox es culpa de Puigdemont y sus provocaciones hispanófobas y sediciosas.
    En nuestro contexto de ramalazos franquistas peligrosamente ignorantes y desacomplejados —no hay duda de eso—, Andrés Lima (director y también autor del texto, junto a pesos pesados como Juan Mayorga, Juan Cavestany y Albert Boronat) ha optado en 1936 por un espectáculo militante y educativo, basado en la convicción de que para luchar contra el oscurantismo neofascista hay que evitar que la memoria se parezca cada vez más al olvido. En cambio, David Uclés ha renunciado con toda la tranquilidad a la lucha cultural: ha optado por tomar distancia y desautomatizar o extrañar nuestra percepción de la guerra a base, sobre todo, de realismo mágico, es decir, de introducir alteraciones en la realidad novelesca arraigadas en tradiciones y folclorismos. Pero las dos propuestas comparten ambición (y fracaso, lo adelanto). Ante todo, por la extensión innecesaria: cuatro horas de montaje en teatro y setecientas páginas en la novela. Como era de esperar, muchos temas y tópicos se repiten, porque hay similar intención enciclopédica y engañosamente totalizadora para cubrir los tres años de guerra con la mayor cantidad posible de información y episodios. En ambas tenemos a Franco o George Orwell de personajes, por ejemplo. Las dos comparten igualmente abundantes citas textuales, desde Paul Preston a las canalladas de Queipo de Llano. Pero Lima, al menos, cree en la posibilidad de la redención ideológica, y por eso seguramente los paleocomunistas toscos que quedan, como Willy Toledo (uno de sus actores) o Juana Dolores, estarán encantados con el nuevo brigadismo: Uclés, en cambio, parece que quiere ya ocupar su sitio en el star-system de jóvenes y risueñas promesas literarias, junto a los omnipresentes Irene Vallejo o Sergio del Molino.
    El caso es que 1936 empieza bien, con una inesperada coreografía olímpica que remite a ese año crucial de la historia europea. Como en sus anteriores montajes, Shock 1 y 2, se trata de un espectáculo a cuatro bandas, con grandes pantallas de vídeo para el apoyo documental. Teniendo en cuenta que las provocaciones de Angélica Liddell son cada vez más tediosas e inocentes, y que la sobreproducción está llevando a que dramaturgos como Pablo Messiez o Rodrigo García caigan también a veces en obras inorgánicas y poco consistentes, la idea de Lima de un teatro abiertamente político y combativo podría tener su interés. Y algo más tenía en Shock, ciertamente. En cambio, ahora el dramaturgo y su equipo se han cegado ante la idea de que a la superioridad moral le corresponde necesariamente la superioridad estética; un error clásico de la izquierda artística durante el siglo XX. Porque 1936 es, ante todo, una lección de historia y su elemento didáctico es, francamente, cansino, sobre todo para los que ya aprobamos la Selectividad hace mucho; es un didactismo similar al que casi estropea una buena obra como Los surcos del azar, el cómic de Paco Roca, por ejemplo, pero con mucha más monotonía en el caso de la obra teatral. Hay momentos, sí, en los que la fuerza dramática se impone al sermón político, como en la audacia de poner sobre el escenario la batalla del Ebro (que, por supuesto, también tiene su capítulo en la novela de Uclés). Pero, más allá de esos momentos creativos, el resultado es previsible y no sé a qué espectador que no llegue convencido podrá convencer. Los viejos ya sabemos la historia y no necesitamos que nos la repitan; los jóvenes que acudan (yo vi pocos), difícilmente sabrán conectar ese pasado con este presente confuso y acelerado. Yo diría que para eso necesitamos obras que penetren más agudamente en la continuidad histórica: lo que hizo mi admirado Manuel Vázquez Montalbán en esa estupenda y olvidada novela que es El pianista. En ese sentido, da la impresión de que todo el esfuerzo militante de 1936 solo sirve para levantar la moral de cierto público de izquierda, el mismo que se emocionó con Soldados de SalaminaLa voz dormida o Los girasoles ciegos y que necesita de vez en cuando un chute de demonización política para reafirmarse en sus convicciones. Por eso mismo, algo me dice que el próximo proyecto de Lima continuará con los tópicos políticos de amplio consumo y será, por ejemplo, una obra sobre el 23-F, otro de los yacimientos que todavía parecen rentables y que aseguran público.


    Dudo que ese mismo público, lector también de Almudena Grandes, por ejemplo, sea el mismo que ha consumido gozosamente la novela de Uclés. A más de uno de ellos le parecerán frívolos el abstencionismo ideológico de la novela y el esfuerzo de Uclés de incluir humor en un tema tan trágico. No es del todo cierto que Uclés sea equidistante acerca de los dos bandos, pero es obvio que está muy lejos de la posición de Lima. Aun así, yo no quiero tampoco caer en el fácil comisariado político. Hay que reconocer que Uclés ha arriesgado un poco y ha ofrecido algo relativamente nuevo, desde luego mucho mejor que el intento de Pérez-Reverte. Podría incluso decirse que su búsqueda de un registro incómodo para hablar del tema es comparable a lo que hizo Roberto Benigni con el nazismo en La vida es bella

    No se puede negar, además, que en su novela hay aliento narrativo, capacidad y solvencia fabuladora. El problema, claro, es que la imaginación se vuelve pronto juguetería rutinaria y a las cien páginas se acaban las sorpresas. La huella de García Márquez es clarísima: el espacio imaginario en el que transcurre la novela es Jándula, trasunto de Quesada, el pueblo jienense de los antepasados de David Uclés. España tampoco es España, sino Iberia, incluyendo caprichosamente Portugal en el mismo sujeto geopolítico. Los Buendía son aquí los bisabuelos del autor, los Ardolento o Adrolento; a partir de ahí, tenemos mapa, árbol genealógico, fenómenos sobrenaturales naturalizados y más de un milagro. Hay lágrimas de colores diferentes, volcanes que surgen de la nada y dividen la península, acelgas que crecen presagiando guerra y todo tipo de reacciones fisiológicas increíbles que los personajes aceptan y el narrador explica con naturalidad aprendida de Cien años de soledad

    Para distinguirse un poco del modelo del colombiano, Uclés ha buscado una composición diferente, con una estructura variada, que incluye asimismo abundantes capítulos sólo formados por citas literarias o políticas y además algunos experimentos ingeniosos, como cuando intenta explicar las batallas de la guerra a partir de jugadas de ajedrez, o cuando imagina, con cierta gracia, una sátira del Congreso de Intelectuales Antifascistas. El resultado es, por supuesto, entretenido para determinado tipo de público que quiere una nueva experiencia de la Guerra Civil, a modo de una exposición inmersiva.

    En realidad, Uclés ha intentado una novela histórica antirrealista y desmitificadora, algo que en España escasea pero que en América Latina lleva bastantes décadas de práctica, y en la que se juega con la parodia, la intertextualidad, el anacronismo deliberado o la metaficción. De paso, también ha mezclado la técnica de García Márquez con una tradición más española: el Berlanga de La vaquilla y sobre todo José Luis Cuerda, que no por casualidad es homenajeado en la obra. Otro truco es el juego con la figura del narrador, que es el propio autor convertido sin disimulo alguno en personaje y que, en plan unamuniano, opina sobre la ficción que está narrando, habla con los personajes, manipula el texto y nos recuerda de manera constante que estamos leyendo una novela (o una nivola). Por supuesto, eso no impedirá que, con toda seguridad, la novela sea adaptada en unos años por Netflix o HBO.

    Así, la lectura se vuelve amena y facilona, con su arsenal de efectos literarios y su orgullosa artificiosidad; el problema es que el autor quiere acercarse a otro modelo como El tambor de hojalata y, en cambio, a veces estamos más cerca de un videojuego o de un episodio de El Ministerio del Tiempo. Porque hay elementos que, dentro del esquema general, funcionan bastante mal: los diálogos, con su costumbrismo paródico, son francamente cargantes (recuérdese que García Márquez recurre poco al diálogo, e hizo muy bien) y contribuyen a que la novela tenga un carácter deshumanizado que la vuelve hueca. Entiendo que el novelista no haya querido ser sentimental para no caer en la tradición de tantas y tantas novelas sobre el sufrimiento provocado por la guerra, pero setecientas páginas de artificio hueco son demasiadas. 

    Y aún hay un peligro mayor: que esta novela quede como una especie de síntesis final de la literatura sobre la Guerra Civil. Y lo digo ante todo en términos dialécticos, por el sentido moral o ideológico del proyecto: una falsa reconciliación con el pasado, convertido ya en objeto arqueológico para un museo virtual que visitar en días de asueto. Pero también es un problema básicamente literario. En ese punto es en el que la comparación con Cien años de soledad es iluminadora. La novela de García Márquez era, ante todo, necesaria para la autoconciencia latinoamericana; respondía a unas preguntas largamente pensadas, suponía el encuentro del lector con su secular circunstancia histórica. La novela de Uclés es otro tipo de respuesta; la respuesta para un nuevo tipo de lector de los tiempos que corren y que, en realidad, parece poco preocupado por problematizar el presente buscando raíces y causas. Un lector que busca distancia porque ya no se siente interpelado políticamente por los dilemas del siglo XX. Un lector que busca una especie de paz literaria.

    Lo peor de todo es que, para que esta novela no suponga la clausura oficiosa del tema, tendremos que aguantar otra nueva tentativa, porque alguien saldrá pronto para dar una solución distinta. O sea que seguiremos discutiendo sobre el tema. Y, mientras tanto, nadie lee al bueno de Vázquez Montalbán. O a tantos otros. Obras que, por cierto, también pertenecen a nuestra memoria, aunque ya no estén en las mesas de novedades. Recordémoslo antes de dejarnos impresionar tan fácilmente.



viernes, 14 de febrero de 2025

 

LA TIERRA NO ES PLANA, ES VOLCÁNICA

Y Mónica Ojeda fichó por Random House; nada sorprendente en esta nueva fase oligopólica que vivimos. Habrá que ver si la escritora se somete, como tantos y tantas, al ritmo de sobreproducción que está dañando gravemente la literatura actual (salvo a César Aira, que va a ganar a todos por agotamiento). En cualquier caso, hay que agradecer que Ojeda no se repita, de momento: la gótica y juvenil anglofilia de Mandíbula ha dado paso a algo más nativista y andino, y seguramente más maduro desde un punto de vista ideológico. Chamanes eléctricos en la fiesta del sol tiene un título campanudo, desde luego, y eficaz desde el punto de vista mercadotécnico. Pero al menos confirma la capacidad imaginativa de la escritora, muy superior a la de tantos novelistas de hoy que sólo saben recurrir a la memoria. 



La novela parte del contraste entre dos violencias reales y comprobables: la violencia humana de un país, Ecuador, en descomposición sobre todo por la corrupción y el narcotráfico, y la violencia natural de un volcán, el Chimborazo, que es la fuerza esencial de la novela, en la vieja tradición telúrica. Un grupo de jóvenes que huye de esa primera violencia cree encontrar un refugio en un festival musical, bien suministrado de drogas y folclorismos, en la cercanía del volcán. A partir de esa premisa neohippie, uno se teme que resurja el espíritu de Carlos Castaneda, porque los chicos pasan su tiempo entre místicas lisérgicas y arrobos musicales tan ingenuos como previsibles, y son narradores, en los capítulos impares, de su experiencia, en una polifonía bastante monótona. Pero una de las jóvenes, Noa, tiene otro objetivo en su viaje místico: reencontrarse con el padre que la abandonó años antes, Ernesto Aguavil. Y aquí es donde la novela mejora claramente, como historia esencial y arquetípica de una hija que busca a un padre. En los capítulos pares, titulados “Cuadernos del bosque alto”, conocemos, con su propia voz, a ese personaje, que podría parecer, en primera instancia, el típico ecocretino que quiere más a su perra que a su familia. Por suerte, el personaje es más rico, y sabemos que Aguavil abandonó el horror de la ciudad ultraviolenta para refugiarse en el volcán siguiendo las enseñanzas y los valores de su madre, que incluyen la caza y la taxidermia como formas de integración con ese ambiente natural. Es en esos capítulos donde la prosa de Ojeda sube de altura poética, logrando momentos de fuerza lírica verdaderamente interesantes y definiendo espacios tanto afectivos como filosóficos bastante menos previsibles que los de los desorientados jóvenes, que difícilmente van a sacar al país de su desastre.

Quizá sea, por tanto, este un texto mejor por la dicción que por la ficción, ya que en este último aspecto la receta se ve demasiado claramente. En cualquier caso, no se puede negar que la novela tiene algo de belleza volcánica, en su magma de palabras, más convincente que las propuestas de otras escritoras actuales también muy cotizadas. Solo espero que en adelante Mónica Ojeda piense más en otro tipo de lectores: los que ya no somos jóvenes. Porque, aunque somos un mercado en declive, todavía existimos. Y seguramente no estamos para fiestas ni para drogas, pero sí hemos visto de cerca volcanes.




viernes, 3 de enero de 2025

BORGES Y YO


Mi reticencia hacia lo que algunos llaman los “géneros de realidad” (epistolarios, diarios, crónicas, novelas de no ficción, autobiografías y trampantojos diversos) viene de hace mucho, y probablemente buena parte de la culpa la tienen los supuestos especialistas en el tema que conocí en la Universitat de Barcelona, que idolatraban esos géneros como si fueran una especie de terapia nacional después de siglos de una represión específicamente española. Pero es que todo ha empeorado en estos tiempos líquidos en los que hay que conseguir solidez a base de documentos y verdades, del tipo que sean, y en los que el biopic parece la nueva medida de todos los relatos. No niego el interés exhumatorio de algunos textos que revelan aquello que, por la razón que sea, está oculto, pero me incomoda el cada vez más extendido intrusismo, sea historicista o periodístico, en la literatura, y sobre todo me preocupa que esa obsesión casi positivista por la Verdad acabe aplastando la libertad específicamente literaria, esa libertad que se basa en las ventajas de la imaginación y la ambigüedad.

No sé, en ese sentido, si enfrentarme a los diarios de Rafael Chirbes, por ejemplo. Se habla con tanto entusiasmo de ellos que se ha activado mi alerta, mi sexto sentido de la manipulación literaria, sobre todo después de comprobar, por ejemplo, la pobreza de las Notas póstumas de Juan Marsé, que tienen poco interés (salvo  cuando se ríe de Anna Caballé). Intuyo que la consagración post mortem de Chirbes tiene trampa, como si algunos poderes de la literatura española quisieran utilizar al escritor valenciano para ganar altura moral, creando, por ejemplo, una alternativa diarística a Trapiello, y romper así con el perfil bajo de esa literatura, la española, tan pagada de sí misma y tan carente de combatividad. 

Sin embargo, otras veces no puedo evitar el deleite de jugar a que ese tipo de textos sean una especie de máquina del tiempo que permita viajes a momentos especiales del pasado literario. Me sucedió con la correspondencia de Vargas Llosa, Cortázar, García Márquez y Fuentes publicada con el título de Las cartas del boom; leer las cartas, incluso con sus tediosos formalismos y sus cortesías de rigor, es una forma estupenda de acercarse a lo que fue una amistad llena a la vez de azar y magnetismo, y que, en cierto modo, es la sinécdoque de toda una utopía, con su ciclo ascendente y su caída, con su inicial electricidad de ideas y su posterior frialdad brutal. El libro se disfruta leído de manera novelesca y dudo mucho que una novela como la de Jaime Bayly (Los genios) pueda provocar la misma sensación de belleza arqueológico-cultural. O de retransmisión en diferido de un fenómeno irrepetible. 

Pero más interesante aún es Borges, la monumental recopilación de notas que a lo largo de cuarenta años llevó a cabo tierna y tenazmente Adolfo Bioy Casares sobre sus conversaciones sobre el autor de El Aleph. No estoy en condiciones de compararla con su modelo más claro, Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, pero en cualquier caso pocas veces he disfrutado más con una lectura que con estas mil seiscientas páginas (me ha aliviado de tanto "libro del año" de narrativa española actual, para qué nos vamos a engañar).


Mi intención inicial era, sobre todo, indagatoria: encontrar respuestas a curiosidades muy mías sobre las que todavía tengo más intuiciones que pruebas. Algunas se refieren, desde luego, a la singular vida sentimental y sexual de Borges: el libro, en ese sentido, ofrece chismes entretenidos sobre Estela Canto, Elsa Astete y la misma María Kodama. Otras cuestiones son menos frívolas y tienen más valor crítico, como los datos económicos sobre contratos y beneficios, que siempre son importantes para comprender la evolución del escritor desde un punto de vista material (terreno esencial en el que seguimos sabiendo muy poco). Pero también, por ejemplo, quería confirmar de algún modo la sospecha de que Borges, en realidad, apenas leyó las novelas del boom. Sí, sabemos que disfrutó de Cortázar y Rulfo, pero eso fue antes de los sesenta, que es la época en la que su ceguera se acentúa. ¿Realmente su legendaria broma sobre Cien años de soledad era resultado de una lectura real? La ceguera de Borges es bastante enigmática desde un punto de vista clínico, y el propio Bioy, en sus notas, duda en alguna ocasión (p. 1318) de que Borges esté tan ciego como dice (incluso va al cine a ver Bananas). Aun así me parece bastante verosímil un desconocimiento general de las novedades literarias latinoamericanas del periodo (¿leyó, o le leyeron, a Carpentier o a Asturias? No lo sé; sí sé, en condicional, que no le gustarían de haberlas leído).

Otra de mis prioridades era conocer más pormenores de su relación con mi compañero virtual de tantos años, el quejoso y gruñón Ernesto Sabato. Durante muchos años pensé que Borges siempre lo menospreció abiertamente, mientras Sabato le envidiaba y necesitaba de manera constante afirmarse literariamente ante él; hoy, después de leer este libro, en tiempos en los que Sabato está bastante devaluado en Argentina, lo veo menos claro y pienso que quizás Borges, aunque le dedica muchos insultos, en cierto modo lo respetaba más de lo que parece (más que a Mallea o a Mujica Laínez, quiero decir), quizás por un detalle que distinguía a Sabato del resto del entorno literario en el que se movía Borges: su estatus científico, que fue su credencial de entrada en Sur junto al aval de su maestro Pedro Henríquez Ureña. Hay que recordar que a partir de 1955, después de la Revolución Libertadora, la actitud ante el peronismo separó a Borges y a Sabato de forma bastante agria, como demuestra la polémica en la revista Ficción, y que tardaron unos veinte años en reconciliarse (reconciliarse aparentemente, al menos). Pero, aunque la irritación de Borges por las "idioteces" de Sabato tenga razones políticas, asimismo revela, para mí, más rivalidad de la que se suele aceptar: recuérdese que la traducción de El túnel al francés había aparecido en Gallimard (por recomendación de Camus) en 1956. Siempre he creído que las especulaciones psicologistas en el análisis literario, por muy jugosas que sean, son peligrosamente fantasiosas, pero me parece obvio que la antipatía hacia Sabato tiene motivaciones muy diferentes a otros casos, como el también conocido de Neruda, al que Borges desprecia con un asco muy particular y exclusivo ("es un bruto").

El caso es que no he obtenido respuestas concluyentes a ninguna de mis curiosidades, ni a tantos otros misterios sobre Borges (como la extraña historia de su falsa traducción de La metamorfosis) precisamente porque, al final, no he leído el volumen con afán académico, esperando el Eureka de la revelación científica, sino que lo he leído con la felicidad de bañarme en el oasis de una frescura literaria inconcebible hoy. Sí, se trata de dos escritores pedantes y criticones, llenos de mala baba y ganas de practicar privadamente el arte de la injuria; dos haters avant la lettre, que parecen tuitear con sarcasmo y malicia como si buscaran ansiosamente seguidores para satisfacer su ego público. Pero no es así: por encima de los ataques ad hominem y las miserias personales, es un diálogo largo, lleno de mutua generosidad, perfectamente equidistante tanto de la lección magistral como de la tertulia de barra de bar. Más cercana a una sobremesa ideal, hogareña, quizá demasiado sobria para mi gusto, pero humilde y respetuosa con dos valores: la amistad y el amor por la literatura (por el canon, todo sea dicho). Literatura del yo que es la vez literatura del otro, en cierto modo; nada que ver, de hecho, con la megalomanía a menudo también regada de chismes del mismo Trapiello. No, es algo así como un curso de literatura universal lleno de amenidad y ajeno a la rigidez académica, y que persuade con su creativa naturalidad.

Hoy las redes sociales nos machacan a todas horas con píldoras de supuesto ingenio y mucha opinión autoritaria e inflexible, e incluso hay profesionales de la provocación en pequeñas dosis: piénsese en el tándem Juan Soto Yvars-Alberto Olmos, por ejemplo. Es verdad que Borges y Bioy también opinan y juzgan con maximalismo y no poca crueldad. ¿Cuál es la diferencia con respecto a la inmensa mayoría de los petimetres de las redes sociales que hablan de literatura, o de cine, buscando el tuit más efectivo y prepotente? Por supuesto, la índole privada de las conversaciones, pero también otro factor: el conocimiento sólido, es decir, la base de lecturas realizadas con paciencia y sensibilidad estética. La convicción, en definitiva, de que la crítica puede ser toda una aventura sedentaria, inmóvil.

Así, cuando Borges critica ferozmente a Horacio Quiroga (una de sus dianas preferidas), no es del todo injusto, porque se toma la molestia de analizar la técnica de sus cuentos (como "El almohadón de pluma") en lo que es en sí mismo un minitaller literario. Y cuando los dos amigos discuten en detalle sobre un verso de Mallarmé, de Eliot, de Rubén, o de tantísimos otros, ponen en marcha una máquina lectora que es sin duda impresionista, pero que también es una apoteosis del placer de interpretar los textos y nadar gozosamente en el océano de su potencial. Nadie se libra de tanta voracidad: ni Homero, ni Dante, ni Kafka, ni Joyce. Shakespeare "hubiera sido peronista", pero es que además también comete errores: "está mal que Hamlet sea tan reflexivo y crea en fantasmas". El desdén hacia Roberto Arlt es esperable, pero quizá no tanto la crítica hacia Florencio Sánchez, teniendo en cuenta su rango en la historia del teatro argentino: "M'hijo el dotor, Barranca abajo... una ventaja de estos títulos es que no hace falta leer las obras. En el título todo está dicho ad nauseam". Tal vez sea un problema especial con los uruguayos, porque a un poema de Herrera y Reissig le dedica Borges un diagnóstico que seguramente podrían merecer poetas de hoy como Elvira Sastre o Marwan: "todas las palabras parecen erratas". A los mexicanos tampoco les va muy bien: a propósito de Diego Rivera, Borges afirma que México es uno de esos países, como la India, "con vocación para la fealdad". La literatura española está más presente de lo que quizá podría esperarse, y a veces es bien recibida (hay comentarios elogiosos sobre Ramón, Azorín o Baroja, por ejemplo), pero algunos reciben su tunda, como Juan Ramón con motivo de su Nobel: los suecos "son mejores para inventar la dinamita, que para dar premios". No mucho mejor, por cierto, le va a otros nombres célebres de la cultura hispánica, como el mismo Pedro Henríquez Ureña, cuyo americanismo naïf es ridiculizado más de una vez.

Los amigos, sí, también dudan, cambian de opinión, rectifican, mientras juegan a las etimologías, improvisan listas curiosas (escritores "queribles", por ejemplo) o se asombran con causalidades luminosas y conexiones imprevistas entre textos o simplemente palabras (o entre costumbres regionales o internacionales). Incluso hay reflexiones que seguramente Borges vetaría en sus obras completas: "Dios, al crear los animales, cuando llegó al sexo debió de estar cansado: servía también para orinar y estaba al lado del culo". Pero la minuciosidad con la que los dos amigos describen aciertos o errores técnicos, en prosa o en verso, supera en mucho a todos los manuales de escritura creativa con los que se venden recetas literarias hoy.

Eso no significa que no haya aspectos poco gratos en esas páginas. El libro contiene mucha información que permite reconstruir la deriva reaccionaria de Borges, una deriva que usualmente se simplifica, olvidando los argumentos de su anticomunismo, pero también y sobre todo, los de su antiperonismo, que se volvió fanático con el tiempo pero que no era inicialmente tan insensato (¿qué hubiera sido yo en esa época? ¿Peronista o antiperonista? Me lo sigo preguntando). Mucho más decepcionantes son otros juicios de Borges: hay algunos apuntes ciertamente misóginos que tampoco sorprenderán, pero sí me ha llamado la atención, por ejemplo, el repulsivo racismo del autor de Emma Zunz, francamente difícil de perdonar. Frente a eso, las burlas sobre la "maricona" Virgilio Piñera son poca cosa. Igual que la saña con la que Borges se burla de su cuñado, Guillermo de Torre, que quizá tiene el honor de ser el más vilipendiado en el libro. Espigando entre los muchísimos pitorreos que le dedican, he encontrado uno que me parece especialmente hiriente. Dice Borges de su cuñado: "pobre, nació tonto y tuvo la mala suerte de descubrir muy pronto el dadaísmo. Te imaginás, un desvío errado, que lo llevó en mala dirección, que lo alejó de toda posibilidad de educarse" (p. 1187). A Oliverio Girondo también le dedica algunas mofas, como a otro "bruto", David Viñas, aunque el rencor no llega a los niveles de Sabato y de otros autores menores, como Ricardo Molinari, al que desprecian con una energía especial.

En realidad, quizá no haya que tomarse tan en serio el bestiario de la obra. Al fin y al cabo, yo mismo me he pasado años despotricando contra autores vivos y muertos y, salvo en algunos casos muy concretos que mis amigos conocen, mis invectivas son habitualmente tan caprichosas como reversibles, dependiendo de mi interlocutor, del contexto y también de otros parámetros, como la acidez estomacal o la resaca. Por eso tal vez nadie entenderá hasta qué punto me he sentido reconfortado con esta lectura de Borges y Bioy cuando pienso en mis muchísimas horas de tertulias alcohólicas llenas de resentimiento y veneno literario, con tantos amigos y algún examigo, con momentos que no dudo en calificar como entrañables, como la vez que nos expulsaron de un bar sevillano a mí y al añorado Noel Rivas Bravo (el gran especialista dariano), por discutir a gritos sobre la calidad de Vila-Matas. Hoy no recuerdo quién le defendía y quién le atacaba; poco importan los argumentos. Importa, en todo caso, el amigo ausente hoy. Y la pasión por la obra literaria.

Se trata, por tanto, esencialmente de actitudes, de formas de comportarse con la literatura. Y, en ese sentido, no hace falta mucha imaginación para comparar el diálogo de Borges y Bioy Casares con los diálogos actuales entre escritores: los medios y las redes sociales nos informan de ello hasta el asco, y en algunos casos tengo mis propias fuentes. Podemos imaginar dos modelos básicos: uno sería el de los escritores españoles rancios, del Gran Madrid, o Madrid DF, que hablarían en un buen restaurante de lo que para ellos son los temas de la cultura de hoy: el palco del Real Madrid o de Las Ventas, la invitación a las tertulias radiofónicas en las que se despotrica contra el sanchismo y sobre todo contra el feminismo, la literatura catalana reducida a Josep Pla, la necesidad de que, a pesar de todo, haya que mantener la monarquía, la pérdida de buenos lectores por culpa del progresismo, la reivindicación de Sánchez Mazas o Foxá (y, a este paso, Gironella), la invasión de extranjeros también en las librerías; en definitiva, la urgencia de poner orden viril frente al caos feminizador. Pero habría otro modelo, falsamente simétrico, el de los nuevos rastacueros literarios, los escritores "de izquierdas" seducidos por las plusvalías y el confort capitalista: estoy escribiendo una novela-que no será una novela-pero sí lo será-pero no-porque estará basada en una historia real del franquismo que me impresionó mucho-pero la voy a cambiar un poco-vamos lo que me dé la gana-añadiendo unos cuantos muertos-, oh, qué buena idea, pero no te pases de comunista, que eso no vende, que salga mucho la palabra república y nada la de comunismo, claro, ya lo sé, me lo dijo mi editora, oye, hablando de ella, qué bien me lo pasé en la FIL de Guadalajara (¿no te invitaron? Eso lo arreglaremos para el año que viene), no importa, yo estaba invitado en el Cervantes, ¿en cuál? ¿Nueva York?, a ver si coincidimos alguna vez, qué ganas de volver allí, claro, ya nos invitarán, por cierto: qué buena es mi editora, me ha quitado treinta páginas pero creo que el texto ha ganado y dice que se va a vender bien, qué buena cubierta, de verdad, oye, sí, tengo gira promocional, tres meses dando vueltas por España, qué cansancio, no me apetece nada, pero así es el trabajo, ah, pues mira, yo tengo entrevista la semana que viene con la Barceló, que dice que le ha gustado mucho mi novela, estoy emocionadísimo/a, qué bien, enhorabuena, vamos a brindar por ello.

Y aún habría otros modelos: el del escritor catalán puigdemontiano y ultra sería uno, pero no lo voy a dignificar ni siquiera con una parodia. Además, conozco mejor el del escritor latinoamericano "comprometido": el que quiere que no le llamen exiliado pero sí que lo traten como tal, que se ha instalado en Barcelona o Madrid, que se pasea por la calle con su camiseta de River y su mate, o que se queja de que no tiene dónde comprar buenas tortillas de maíz, y que mientras llora por su patria poniendo cara de estreñido/a le hace la pelota a su editor colonialista y se traga todas sus correcciones de estilo. Y ahí los diálogos entre amigos tendrían también sus tópicos: vente/venite para la Madre Patria que ahora mismo es mejor que los USA para hacerte escritor, te quedas en mi casa unos meses, la novela es buena, tiene mucho de Bolaño pero en plan gótico, ay, gracias, qué amable, voy a un congreso para hablar de la violencia, me lo pagan todo y ya aprovecho para firmar el contrato, qué ilusión, por fin podré conseguir mi sueño de ser escritor, claro, es lo mejor que hay, y además ganando en euros.


Sí, qué duda cabe de que Borges y Bioy Casares tenían muchos, muchos defectos. Pero, en cuestiones literarias, siempre preferiré sus diálogos a esos otros, tan llenos de venalidad y banalidad, tan sintomáticos de las capillitas literarias actuales y sus hipócritas fantasías de dolor y gloria. Prefiero, incluso, la soledad del monólogo. De monólogos como este, aunque el amable lector, con buen criterio, pueda no estar seguro de mi sinceridad. Y es que no seré tan presuntuoso ahora como para defender que lo que digo aquí es "real" y "verdadero".

 


NOTA FINAL: este libro ha tenido una curiosa vida editorial y ahora se ha convertido en una obra cotizadísima: se vende, de segunda mano, a más de 500 euros, según he podido descubrir con frustración. Yo he podido leerlo en papel gracias a la biblioteca universitaria, pero al ejemplar le faltaban 70 páginas. Naturalmente, circulan por la red versiones pirateadas (aunque quizá falten las mismas páginas). Más curiosa y útil es la página web https://comeencasaborges.org/, en la que no está el texto completo pero se pueden buscar las citas a partir de cada nombre que nos interese.