lunes, 24 de marzo de 2025

 EL PARQUE TEMÁTICO DE LA GUERRA

        
    El novelista Isaac Rosa ya intentó avanzar en la autocrítica sobre el tema cuando publicó hace años ¡Otra maldita novela sobre la Guerra Civil! Pero no parece que hayamos llegado todavía al límite de la saturación, a tenor del éxito de dos obras recientes que vuelven, con propuestas muy diferentes, a abordar el trauma de la guerra. Es cierto que el declive del tema parecía evidente con obras tan lamentables como El monarca de las sombras, de Javier Cercas, o Línea de fuego, de Arturo Pérez-Reverte, lisérgicamente catalogada como "Ilíada del siglo XX" (en aquel bochornoso premio de la Crítica con el que trataron de darle por fin al padre de Alatriste sus laureles canónicos). Pero el montaje teatral de Andrés Lima, 1936, y la novela de David Uclés La península de las casas vacías confirman que la mina no se ha agotado y sigue dando producto. Es decir, tenemos la triste paradoja de que los cadáveres continúan en las cuentas y los nichos de mercado se mantienen abiertos. Que vayan preparándose, por ejemplo, los argentinos, que van por el mismo camino de agotamiento literario (y cinematográfico) con los traumas históricos.
    Algunos piensan que basta con insistir en la memoria y que esa es la solución frente a las amenazas. La falta de conciencia histórica, sobre todo en los jóvenes, es, desde luego, inquietante, pero en su génesis entran muchos factores en los que no puedo detenerme aquí: los errores del sistema educativo actual, el hiperindividualismo narcisista y presentista de la sociedad de consumo, la bajeza alienante de los medios de comunicación, la escasez de modelos éticos vigentes y, en general, la tendencia anitiintelectual dominante, nefasto corolario de una democracia orientada según los intereses de unos pocos. Por eso quizá haya que replantear la batalla cultural; pero, antes de nada, habrá que pensar bien la estrategia. Pablo Iglesias, por ejemplo, se equivoca cuando cree que hay que insistir en la batalla en X: no se da cuenta de lo tristemente similares que son, sobre todo en el estilo y las groserías, los trolls de Podemos y los de Vox. Recordemos también que Trump o Milei ganan porque saben aprovechar bien las debilidades y la falta de autocrítica de sus adversarios. Los que se indignan por el triunfo de Trump tal vez deberían pensar que cada vez que un guapo y millonario de Hollywood presume de demócrata hay mil rednecks que sueñan con ponerse la cabeza de bisonte. O que a Milei le hicieron la campaña los propios peronistas, sin darse cuenta del monstruo que subestimaban y alimentaban. Y en España, a ver cuándo algunos catalanistas asumen que buena parte del auge de Vox es culpa de Puigdemont y sus provocaciones hispanófobas y sediciosas.
    En nuestro contexto de ramalazos franquistas peligrosamente ignorantes y desacomplejados —no hay duda de eso—, Andrés Lima (director y también autor del texto, junto a pesos pesados como Juan Mayorga, Juan Cavestany y Albert Boronat) ha optado en 1936 por un espectáculo militante y educativo, basado en la convicción de que para luchar contra el oscurantismo neofascista hay que evitar que la memoria se parezca cada vez más al olvido. En cambio, David Uclés ha renunciado con toda la tranquilidad a la lucha cultural: ha optado por tomar distancia y desautomatizar o extrañar nuestra percepción de la guerra a base, sobre todo, de realismo mágico, es decir, de introducir alteraciones en la realidad novelesca arraigadas en tradiciones y folclorismos. Pero las dos propuestas comparten ambición (y fracaso, lo adelanto). Ante todo, por la extensión innecesaria: cuatro horas de montaje en teatro y setecientas páginas en la novela. Como era de esperar, muchos temas y tópicos se repiten, porque hay similar intención enciclopédica y engañosamente totalizadora para cubrir los tres años de guerra con la mayor cantidad posible de información y episodios. En ambas tenemos a Franco o George Orwell de personajes, por ejemplo. Las dos comparten igualmente abundantes citas textuales, desde Paul Preston a las canalladas de Queipo de Llano. Pero Lima, al menos, cree en la posibilidad de la redención ideológica, y por eso seguramente los paleocomunistas toscos que quedan, como Willy Toledo (uno de sus actores) o Juana Dolores, estarán encantados con el nuevo brigadismo: Uclés, en cambio, parece que quiere ya ocupar su sitio en el star-system de jóvenes y risueñas promesas literarias, junto a los omnipresentes Irene Vallejo o Sergio del Molino.
    El caso es que 1936 empieza bien, con una inesperada coreografía olímpica que remite a ese año crucial de la historia europea. Como en sus anteriores montajes, Shock 1 y 2, se trata de un espectáculo a cuatro bandas, con grandes pantallas de vídeo para el apoyo documental. Teniendo en cuenta que las provocaciones de Angélica Liddell son cada vez más tediosas e inocentes, y que la sobreproducción está llevando a que dramaturgos como Pablo Messiez o Rodrigo García caigan también a veces en obras inorgánicas y poco consistentes, la idea de Lima de un teatro abiertamente político y combativo podría tener su interés. Y algo más tenía en Shock, ciertamente. En cambio, ahora el dramaturgo y su equipo se han cegado ante la idea de que a la superioridad moral le corresponde necesariamente la superioridad estética; un error clásico de la izquierda artística durante el siglo XX. Porque 1936 es, ante todo, una lección de historia y su elemento didáctico es, francamente, cansino, sobre todo para los que ya aprobamos la Selectividad hace mucho; es un didactismo similar al que casi estropea una buena obra como Los surcos del azar, el cómic de Paco Roca, por ejemplo, pero con mucha más monotonía en el caso de la obra teatral. Hay momentos, sí, en los que la fuerza dramática se impone al sermón político, como en la audacia de poner sobre el escenario la batalla del Ebro (que, por supuesto, también tiene su capítulo en la novela de Uclés). Pero, más allá de esos momentos creativos, el resultado es previsible y no sé a qué espectador que no llegue convencido podrá convencer. Los viejos ya sabemos la historia y no necesitamos que nos la repitan; los jóvenes que acudan (yo vi pocos), difícilmente sabrán conectar ese pasado con este presente confuso y acelerado. Yo diría que para eso necesitamos obras que penetren más agudamente en la continuidad histórica: lo que hizo mi admirado Manuel Vázquez Montalbán en esa estupenda y olvidada novela que es El pianista. En ese sentido, da la impresión de que todo el esfuerzo militante de 1936 solo sirve para levantar la moral de cierto público de izquierda, el mismo que se emocionó con Soldados de SalaminaLa voz dormida o Los girasoles ciegos y que necesita de vez en cuando un chute de demonización política para reafirmarse en sus convicciones. Por eso mismo, algo me dice que el próximo proyecto de Lima continuará con los tópicos políticos de amplio consumo y será, por ejemplo, una obra sobre el 23-F, otro de los yacimientos que todavía parecen rentables y que aseguran público.


    Dudo que ese mismo público, lector también de Almudena Grandes, por ejemplo, sea el mismo que ha consumido gozosamente la novela de Uclés. A más de uno de ellos le parecerán frívolos el abstencionismo ideológico de la novela y el esfuerzo de Uclés de incluir humor en un tema tan trágico. No es del todo cierto que Uclés sea equidistante acerca de los dos bandos, pero es obvio que está muy lejos de la posición de Lima. Aun así, yo no quiero tampoco caer en el fácil comisariado político. Hay que reconocer que Uclés ha arriesgado un poco y ha ofrecido algo relativamente nuevo, desde luego mucho mejor que el intento de Pérez-Reverte. Podría incluso decirse que su búsqueda de un registro incómodo para hablar del tema es comparable a lo que hizo Roberto Benigni con el nazismo en La vida es bella

    No se puede negar, además, que en su novela hay aliento narrativo, capacidad y solvencia fabuladora. El problema, claro, es que la imaginación se vuelve pronto juguetería rutinaria y a las cien páginas se acaban las sorpresas. La huella de García Márquez es clarísima: el espacio imaginario en el que transcurre la novela es Jándula, trasunto de Quesada, el pueblo jienense de los antepasados de David Uclés. España tampoco es España, sino Iberia, incluyendo caprichosamente Portugal en el mismo sujeto geopolítico. Los Buendía son aquí los bisabuelos del autor, los Ardolento o Adrolento; a partir de ahí, tenemos mapa, árbol genealógico, fenómenos sobrenaturales naturalizados y más de un milagro. Hay lágrimas de colores diferentes, volcanes que surgen de la nada y dividen la península, acelgas que crecen presagiando guerra y todo tipo de reacciones fisiológicas increíbles que los personajes aceptan y el narrador explica con naturalidad aprendida de Cien años de soledad

    Para distinguirse un poco del modelo del colombiano, Uclés ha buscado una composición diferente, con una estructura variada, que incluye asimismo abundantes capítulos sólo formados por citas literarias o políticas y además algunos experimentos ingeniosos, como cuando intenta explicar las batallas de la guerra a partir de jugadas de ajedrez, o cuando imagina, con cierta gracia, una sátira del Congreso de Intelectuales Antifascistas. El resultado es, por supuesto, entretenido para determinado tipo de público que quiere una nueva experiencia de la Guerra Civil, a modo de una exposición inmersiva.

    En realidad, Uclés ha intentado una novela histórica antirrealista y desmitificadora, algo que en España escasea pero que en América Latina lleva bastantes décadas de práctica, y en la que se juega con la parodia, la intertextualidad, el anacronismo deliberado o la metaficción. De paso, también ha mezclado la técnica de García Márquez con una tradición más española: el Berlanga de La vaquilla y sobre todo José Luis Cuerda, que no por casualidad es homenajeado en la obra. Otro truco es el juego con la figura del narrador, que es el propio autor convertido sin disimulo alguno en personaje y que, en plan unamuniano, opina sobre la ficción que está narrando, habla con los personajes, manipula el texto y nos recuerda de manera constante que estamos leyendo una novela (o una nivola). Por supuesto, eso no impedirá que, con toda seguridad, la novela sea adaptada en unos años por Netflix o HBO.

    Así, la lectura se vuelve amena y facilona, con su arsenal de efectos literarios y su orgullosa artificiosidad; el problema es que el autor quiere acercarse a otro modelo como El tambor de hojalata y, en cambio, a veces estamos más cerca de un videojuego o de un episodio de El Ministerio del Tiempo. Porque hay elementos que, dentro del esquema general, funcionan bastante mal: los diálogos, con su costumbrismo paródico, son francamente cargantes (recuérdese que García Márquez recurre poco al diálogo, e hizo muy bien) y contribuyen a que la novela tenga un carácter deshumanizado que la vuelve hueca. Entiendo que el novelista no haya querido ser sentimental para no caer en la tradición de tantas y tantas novelas sobre el sufrimiento provocado por la guerra, pero setecientas páginas de artificio hueco son demasiadas. 

    Y aún hay un peligro mayor: que esta novela quede como una especie de síntesis final de la literatura sobre la Guerra Civil. Y lo digo ante todo en términos dialécticos, por el sentido moral o ideológico del proyecto: una falsa reconciliación con el pasado, convertido ya en objeto arqueológico para un museo virtual que visitar en días de asueto. Pero también es un problema básicamente literario. En ese punto es en el que la comparación con Cien años de soledad es iluminadora. La novela de García Márquez era, ante todo, necesaria para la autoconciencia latinoamericana; respondía a unas preguntas largamente pensadas, suponía el encuentro del lector con su secular circunstancia histórica. La novela de Uclés es otro tipo de respuesta; la respuesta para un nuevo tipo de lector de los tiempos que corren y que, en realidad, parece poco preocupado por problematizar el presente buscando raíces y causas. Un lector que busca distancia porque ya no se siente interpelado políticamente por los dilemas del siglo XX. Un lector que busca una especie de paz literaria.

    Lo peor de todo es que, para que esta novela no suponga la clausura oficiosa del tema, tendremos que aguantar otra nueva tentativa, porque alguien saldrá pronto para dar una solución distinta. O sea que seguiremos discutiendo sobre el tema. Y, mientras tanto, nadie lee al bueno de Vázquez Montalbán. O a tantos otros. Obras que, por cierto, también pertenecen a nuestra memoria, aunque ya no estén en las mesas de novedades. Recordémoslo antes de dejarnos impresionar tan fácilmente.



No hay comentarios:

Publicar un comentario