¿QUÉ HACER?
La primera tentación a la hora de hablar del horizonte político español
es recurrir a la clásica fatalidad, porque hay tantos motivos para la crítica y
la decepción que al final todos se amazacotan en un pesimismo metafísico y
castizo: como tantas veces y de tantas maneras se ha dicho, España no tiene
solución. Y Cataluña tampoco, por cierto. El debate televisivo del pasado
domingo (cosmético, monológico, falsario) confirmaría nuestra ubicación real
fuera del GPS: estamos sencillamente en un laberinto y todas las posibles
salidas son engañosas y taimadas.
El ciego optimismo histórico de nuestra europeización en estos treinta y
cuatro años (¿alguien se acuerda ahora de los que protestaban contra el Tratado
de Maastricht?) ha dado paso a la profunda desilusión de descubrir que estamos en
un posición vulnerable, a medio camino de todo, en la parte pobre del club de
los ricos, desorientados por la boba esperanza de un progreso y una abundancia
ilimitados y la triste realidad de que no se puede escapar al dominio de la implacable
tecnocracia económica, porque las cuentas no salen: la masa salarial no crecerá
más ni que sea lentamente, como tampoco el gasto social. Es la socialdemocracia
encarnada en el PSOE la que peor ha sabido asimilar los nuevos rumbos: seducida
en su momento por los cantos de sirena liberales del crecimiento económico (la
creación de riqueza que sustituyó al mito de la redistribución), se ha
encontrado sin discurso genuino, estrangulada por su propio pragmatismo y por
su exceso de empatía con las oligarquías económicas. Strauss-Kahn y tantos
otros amigos del lujo y la opulencia (muchos de ellos españoles) han debilitado
enormemente el prestigio moral de esa socialdemocracia que aspiraba, ni más ni
menos, que a humanizar el capitalismo. Cuánta ingenuidad. O mala fe.
En España, la socialdemocracia resucitó en 2004 gracias a la vehemencia
del impulso antiaznarista, pero Rodríguez Zapatero dilapidó todo su capital
político en la segunda legislatura, con decisiones gravísimas, como la traicionera
reforma del artículo 135 de la Constitución, error histórico que pagará el
socialismo español durante muchos años, y que además merece pagar. A partir de
ahí, el derrumbe (la “pasokización”) parece imparable, hasta el punto de que
Podemos, en otra de sus metamorfosis tacticistas, le está arrebatando delante
de las narices y con insultante facilidad las credenciales socialdemócratas.
Tampoco le ha ido muy bien el nuevo siglo a Izquierda Unida, después de más
de veinte años ejerciendo la parte más visible pero a la vez la más ingrata de
la resistencia política española. Su mejor destino, a corto plazo, es la
supervivencia; objetivamente no le quedaba alternativa al pacto con Podemos. Es
posible que haya pecado de inmovilismo y no haya sabido leer los nuevos
tiempos, pero hay que recordar que Izquierda Unida se había esforzado no en ser
el partido de los guapos y de la telegenia, sino el del debate teórico y la
coherencia programática más allá de los encandilamientos del europeísmo
codicioso e insolidario. Sin embargo, el juvenilismo tecnológico y lampiño está
arrumbando lo que quedaba de comunismo, cosa que algún día lamentaremos. Pero ya sabemos
que el mundo de hoy es el de La Sexta noche, no el de La clave.
De todos modos, hay que reconocer que el fenómeno Podemos tiene algo de
milagroso. Que en sólo dos años de actividad política Pablo Iglesias pueda
convertirse en presidente o al menos en alternativa real de poder es un objeto
de estudio interesantísimo para politólogos. Entre otras cosas, el éxito
demostraría que la democracia liberal no es del todo predecible, lo que admite
una lectura positiva en países de baja calidad democrática, como España. En algunos
aspectos, con todo, lo han tenido más fácil de lo que parece: el hartazgo
social y la simplificación de los mensajes en la nueva sociedad audiovisual favorecen
las soluciones mesiánicas (como han favorecido el independentismo catalán),
pero es que además la descomposición moral del bipartidismo, cada vez más
escaso de ejemplos cívicos y modelos convincentes de honestidad y compromiso,
exige una ventilación inmediata de la clase política. A ello hay que añadir que
Podemos ha sabido astutamente utilizar mecanismos de autocorrección: no sólo
sus frecuentes giros programáticos, sino, y sobre todo, la eliminación de su
perfil más agresivo y tosco, encarnado de forma clara por Juan Carlos Monedero.
Como experimento y desafío imprevisto, Podemos está, se diga lo que se
diga, muy lejos de las extravagancias de Donald Trump, y de la misma manera
está lejos del partido más radical del escenario político español, la monolítica
y pintoresca CUP catalana, que sí se toma en serio el anticapitalismo, aunque
lo mezcle con el hipernacionalismo. Podemos, en cambio, adolece de indefinición
en muchos aspectos y esa ha sido una estrategia deliberada, para ampliar su
espectro de votantes incluyendo todo tipo de indignados y desencantados. Pero
esa estrategia también puede ser la tumba del partido a medio plazo. Su
calculada ductilidad les ha permitido aglutinar una cierta unidad popular sin
recurrir a la vieja conciencia de clase, pero habrá que ver qué bases teóricas (sobre
todo en la relación con Europa y el capitalismo) garantizan la cohesión de sus votantes a partir
de ahora. Ese es, sin duda, un punto débil claro, y que lo vayan resolviendo
sobre la marcha los dirigentes sólo indica que quizá el modelo no sea el
chavismo sino el siempre confuso y maleable peronismo argentino.
Es posible que tengan (como todos los partidos, de hecho) una agenda
visible y otra agenda oculta; la visible sería la moderada y transversal, tan amable como sospechosa; la oculta sería la radical, centrada en su
núcleo dirigente, del cual no sabemos hasta qué punto se mantienen las ideas antiliberales
de hace algunos años. Sea como sea, cualquiera de las dos agendas es
difícilmente viable dentro del contexto europeo, y les espera por tanto el
mismo destino que a Varoufakis. Es evidente que el sueño de una Europa
capitalista y paradisiaca se agrieta cada día más y muestra sus evidentes
falacias, pero la verdadera transformación social no dejará de ser quimérica si
la resistencia es tan ambivalente y fluctuante como en el caso de Podemos.
Lo mejor que le podría pasar a Podemos es, desde luego, no llegar al
poder, sino quedarse como líderes de la oposición, manejando cuotas de poder
local y autonómico. Pero eso puede significar la terrible consecuencia de que Rajoy,
el hombre que no se sabe si sube o baja las escaleras, gobierne otros cuatro
años, lo que ahora mismo no es descartable. Y es que, como acaba de demostrar
el caso del Perú, que hace apenas dos semanas estuvo a punto de volver, por
vías democráticas, a las tinieblas del fujimorismo, bajar la guardia a la hora de votar sigue teniendo sus altos
riesgos. Soy de los que cree que el nihilismo tiene casi siempre razón; pero en
política procuro desmentirme a mí mismo.
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