LA CUARTA PERSONA DEL PLURAL
Una antología literaria puede parecerse a un museo y también a un vulgar escaparate
de bulevar, pero, sea como sea, parece difícil negar su utilidad, siquiera para
el juego de las polémicas, siempre tan ameno y estimulante en nuestro gremio. La
de Vicente Luis Mora, La cuarta persona del plural. Antología de poesía
española contemporánea (1978-2015), me ha resultado especialmente interesante y
no tengo ninguna duda de que, ante todo, es oportuna, porque la superabundancia
de la producción poética actual en España exige algún superlector que
jerarquice y que por ello se ofrezca a ser inmolado como árbitro sobre el que
se fijan todas las miradas. Tengo algunos reparos, y que me perdonen Eliot o Paz,
ante la figura del “crítico practicante”, pero hay que reconocer que en la
extensa introducción Mora se mortifica, incluso demasiado, a la hora de exponer
sus criterios y de admitir los flancos débiles; ojalá toda la crítica literaria
española fuera tan autoconsciente.
Por supuesto, la selección de poetas puede y debe ser cuestionada, pero
yo tampoco escapo a la subjetividad: mi primera reflexión sobre la antología
fue que mi hermano podría estar perfectamente incluido en ella. De cualquier
modo, la poesía española contemporánea no es mi ámbito de trabajo y mi
conocimiento de los poetas seleccionados es sin duda mejorable. Me limitaré, pudorosamente,
a decir que la lista me parece justificada -lo cual es un mínimo bastante
satisfactorio-, aunque en el caso de la cuota plurinacional (hay representantes
de la poesía en catalán, gallego o euskera) temo que la evidente buena
intención del antólogo no es del todo compatible con una visión sistémica de la
literatura (serán o no serán naciones, y no me interesa discutirlo aquí, pero
sí creo que son sistemas literarios diferentes, aunque estén interrelacionados
de muchas maneras).
Me centraré, por tanto, en la introducción, en la que Mora se suma, con
buenos argumentos, a una empresa que cada vez es más sólida, al amparo de los
nuevos vientos políticos y sociológicos: el reajuste valorativo de la
literatura española de la democracia. Es un tema al que en este blog he
intentado prestarle bastante atención, por considerarlo una cuenta pendiente
que seguimos pagando hoy en España y que explica cierta pobreza moral e
intelectual de nuestro tiempo (así como la riqueza pecuniaria de algunos). Me
alegra comprobar que, poco a poco, la estrategia antihegemónica empieza a
extenderse y a consolidarse, y, aunque seguramente se sumarán advenedizos
deseosos de ocupar la poltrona vacía, yo diría que estamos ya en condiciones de
articular un relato alternativo que problematice la sospechosa y a veces infame
connivencia entre poder y literatura que ha dominado en España desde 1982.
Mora defiende con orgullo a los poetas seleccionados, pero recuerda, con
la misma razón, que la literatura española no tiene hoy ni un Pynchon ni un
Coetzee (y yo añadiría que no tenemos ni siquiera un Houellebecq, y creo que nos
haría falta). La literatura hegemónica en España desde hace tres décadas ha
sido una literatura, como indica Mora, de “baja intensidad”; en poesía el daño
ha sido quizá más profundo, al crear una enorme distancia, económica y simbólica,
entre la ortodoxia y la multitud de periféricos. Una ortodoxia (“la poesía de
la experiencia”, digámoslo claro) que incluye a ambivalentes y astutos “funcionarios
antisistema” –así los llama Mora- y a poetas tan bohemios como aquél que fue
capaz de comprar el millón de libros de una librería neoyorquina. Pero Mora
pone además el dedo en la llaga sobre una cuestión bastante conocida en el
boca-oreja del gremio pero que pocos se han atrevido a enunciar abiertamente:
la complicidad entre esa poesía accesible y cómoda y las demandas de un tipo
específico de lector, el profesor de literatura, particularmente de enseñanza
secundaria. Aquí llegamos, desde luego, a un asunto crucial: la mediocridad,
histórica y además creciente, de la enseñanza de la literatura en España,
fomentada verticalmente desde el ámbito universitario y arraigada en los otros
niveles educativos.
Cualquiera con un mínimo de apertura mental (es decir, que haya estudiado
alguna vez fuera de España) sabe que se aprende más de literatura española con
el Manual de literatura para caníbales, de Rafael Reig, que con toda la
Historia y crítica de Francisco Rico, repertorio de telarañas carpetovetónicas
y positivismo rancio. Mora hace una descripción bastante ajustada (e ingeniosa)
acerca de cómo la sombra de una determinada filología (la de Lázaro Carreter,
básicamente) ha atrofiado la capacidad analítica de muchísimos lectores que han
acabado siendo maestros o profesores, lo que ha consolidado a su vez, circular
y viciosamente, unas expectativas literarias cada vez menos autoexigentes. Por
supuesto, el primer nivel de responsabilidad está en la universidad, donde la
enseñanza de la literatura se define todavía hoy por un feudalismo intelectual
y administrativo que ha postergado gravemente los avances de la teoría
literaria y, en general, del pensamiento crítico, lo que tiene consecuencias
más allá del consumo de tal o cual género literario (como se señala en este interesante artículo). De hecho, y esto no lo menciona Mora, a veces pienso que
la específica vinculación que en España podemos encontrar entre lengua y
literatura nacionales, heredada
claramente del franquismo, todavía funciona, en 2016, como una especie de
inconsciente cultural imperialista, que en buena medida ayudaría a explicar dos
fenómenos: la autoindulgencia con el bajo nivel de conocimiento de otras
lenguas, que sigue dejándonos en evidencia en cualquier aeropuerto del mundo (y
en la mayoría de los cines españoles), y la especial irritación que en algunos
sectores y algunas geografías produce la defensa (también a veces dogmática,
cierto) que los catalanohablantes hacen de su lengua.
La debilidad de la enseñanza superior española, lastrada aún por la endogamia,
el caciquismo rectoral y ahora también por la falta de recursos económicos,
puede ser así otro factor que ha contribuido decisivamente a privilegiar esa
literatura de ”perfil bajo”, al crear lectores y profesores también de perfil
bajo y además una bibliografía consagratoria. Mora incide en ese aspecto de forma lúcida, y me parece que el tema queda abierto para continuaciones que son necesarias.
Pero la introducción no se limita
a este problema específicamente español, sino que plantea cuestiones de mayor
alcance teórico, relativas al problema del canon, que es, por supuesto, esencial
a la hora de entender y practicar cualquier antología. El asunto es, desde
luego, muy complejo como para tratarlo aquí y no me avergüenza pasar por
cobarde. Diré, eso sí, que Harold Bloom no es uno de mis ídolos; pero también
diré que comparto la inquietud de muchos por la expansión de una espuria idea
de democracia cultural basada en un igualitarismo inocentón que acaba siendo,
se admita o no, cómplice de las nada democráticas tiranías del mercado.
Mora, voluntariosamente, se enfrenta (como han hecho otros ya en el mundo
hispánico, y pienso ahora en Beatriz Sarlo) al verdadero problema literario de
nuestro tiempo: el reto de replantear la necesidad de una tabla de valores que
asuma cierta inmanencia estética objetivable sin por ello desdeñar los avances
que han supuesto determinadas críticas al canon (por eurocéntrico, patriarcal,
etc.). Para ello recurre a la categoría de excelencia, relectura del inveterado
concepto de lo sublime apoyada en la objetividad de las estructuras literarias
complejas. Aunque por momentos tienda a una abstracción excesiva y atemporal
que entra en contradicción, creo yo, con el impulso social e histórico de su
propia toma de posición como crítico (a la hora precisamente de criticar a
autores e instituciones españolas), me parece que la propuesta, por muy discutible que sea, le otorga densidad y ambición a la antología, con lo que ésta adquiere otra innegable virtud: obliga a una respuesta extensa que esté al menos al mismo
nivel reflexivo, lo que, desde luego, es mucho para esta reseña de hoy.
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