SIMONE
Perezosamente, intento superar mis desfases en el conocimiento de la
literatura latinoamericana actual aproximándome a obras que posean algún tipo
de aval no demasiado contaminado de mercantilismo; en otras palabras, que no
tengan faja con citas de críticos a la violeta y datos borreguiles de ventas. Por
esas precauciones, y también por las restricciones de una presbicia desbocada,
he llegado tardíamente a la novela ganadora del premio Rómulo Gallegos de 2013,
Simone, del puertorriqueño Eduardo Lalo, que he leído en la edición argentina pero que, por lo que he descubierto, acaba de ser publicada en España. Para lectores no especialistas, hay
que decir que el Rómulo Gallegos sí es un premio literario de verdad, muy a
menudo irrefutable y casi siempre –como en el caso de la edición de 2013-
respetable.
Ignoro si el premio tuvo algo de cuota geopolítica al premiar a una de
las literaturas nacionales menos conocidas a nivel hispánico. De cualquier
modo, la novela compone algo así como un paradigma de la
frustración literaria del escritor puertorriqueño contemporáneo, burocratizado
por el pro pane lucrando de la vida universitaria, mortificado por el infantilismo de la sociedad
de consumo, pero sobre todo irritado porque ese tipo de agravios son
especialmente difíciles de sobrellevar en los países no hegemónicos y aún más
en los que tienen todavía traumas coloniales, como es
el caso de Puerto Rico. Descapitalizado simbólica y económicamente, el narrador sin nombre pero nada
lejano del propio autor trata de sublimar su alienación analizando la multiforme
realidad urbana de San Juan y cotejando su autocastigo con las diversas formas
de la lobotomía colectiva. Un amor misterioso –no digo más- alterará las leyes
de ese movimiento rutinario.
En ese sentido, la novela formaría parte del excedente de textos
metaliterarios y autoficcionales con los que a menudo el escritor actual –es posible que yo mismo lo haya hecho alguna vez- trata de compensar su miopía
sociológica y su inseguridad política con el ensimismamiento crítico y
autocrítico y algún toque pseudopolicial de enigmas semióticos y misterios
textuales. A Lalo le salva, desde luego, la virtud de su prosa, porque parece
que se maneja mejor en la dicción que en la ficción, y en ese punto los
resultados son ejemplares, como corresponde a un autor que también es poeta y
aforista. Hay otro aspecto interesante, y más novedoso, que es el contenido
orientalista, en concreto chino, que tal vez sea algo así como un yacimiento
literario del nuevo siglo, acorde con la creciente importancia mundial de ese
país, y sobre el que habrá que pensar con calma pronto.
Pero mi mayor placer lector con esta novela no deriva de esos esfuerzos,
sino del evidente ajuste de cuentas con el que Lalo se despacha en la parte
final de la novela, en la que el resentimiento literario se desata y explaya,
gozosamente para él y para lectores como yo, contra la pinza terrible que hoy
forman el sistema
universitario estadounidense y la industria editorial española, dos focos de poder
y codicia para el escritor puertorriqueño (pero también de otros muchos países) ante los cuales la resistencia es cada día menor. Lalo ridiculiza y
caricaturiza la fatuidad del profesorado hechizado por el posestructuralismo más
vacuo y por la tentación del mandarinato, pero es aún más vengativo con el
sistema literario español, que resume en la figura de un personaje llamado Juan
Rafael García Pardo que parece la quintaesencia del escritor español consagrado
por la euroeconomía: arcaico que finge apertura de miras, paternalista y a la
vez ignorante hacia lo latinoamericano, condescendiente hasta la náusea, indulgente
con un mercado que acepta en virtud de un concepto perverso de democracia, servil con el poder y
carente de todo riesgo creativo o existencial. No queda clara la alusión
á-clef, pero no costaría demasiado desmontar el retrato robot a partir del
canon de la literatura española de la democracia.
Es cierto que el desahogo de Lalo no es precisamente sutil y que a la
diatriba se le ven mucho las costuras narrativas, pero esa toma de posición
hostil me parece ante todo oportuna frente a la tiñosa mojigatería de tanto escritor o
crítico español socialdemócrata de boquilla y neoliberal a la hora de cobrar, y
en general frente al capitalismo cultural español, tan prepotente y fanfarrón.
Que un escritor latinoamericano se sume a la necesaria impugnación del sistema
de poder literario que en España nos ha intoxicado durante décadas gracias,
especialmente, al holding de PRISA y al catetismo ilustrado de las
universidades españolas, es más que una reacción defensiva de escritor celópata:
significa una coincidencia feliz con la labor que desde este lado del océano se
está llevando a cabo para desarticular el cuento de hadas de la cultura de la
democracia. Ya está bien de jactancia triunfalista por una cultura domesticada de escritores que hacen publicidad para bancos y jamás critican los oligopolios, pero que se escandalizan ante el horrible populismo; una cultura que ha consagrado obras fungibles, ha repartido prebendas y lujos fomentando
egos –véase a modo de ejemplo el grotesco espectáculo reciente de Rico vs.
Pérez-Reverte-, y que ha promovido con todo el cinismo una hipotética superioridad del libre
mercado sobre cualquier racionalización del valor estético.
Muchos escritores latinoamericanos,
tentados comprensiblemente por el poder editorial español, han aceptado las
condiciones del mercado, muy a menudo neocoloniales; me alegra comprobar que
alguno rompe con la ancestral cortesía latinoamericana y se atreve al menos a
hablar del nuevo traje del emperador, aunque sea con excesos epatantes y algo
de maximalismo: "cuando murió Franco y se estableció la democracia (...)
la literatura española no pudo continuar justificando sus minusvalías y ya no
pudo seguir sobrevalorándose a partir de la política de sus autores (...) En
una generación, ante el vacío conceptual que creó el fin del franquismo, la
literatura española no ha hecho otra cosa que hundirse y mostrar a esa supuesta
cultura hispánica su nulidad" (p. 189).
Ojalá cunda el ejemplo.
(Nota para suspicaces: la edición española es de Fórcola,
no de Random House o equivalentes.)
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