CONFESIÓN /AUTOPSIA DE UN FILÓLOGO
Sé que no es dramático, pero la
verdad es que tengo un problema: he de ponerme a investigar en serio y de
manera urgente. La carrera académica no permite ya descansos y los buenos
tiempos de la holgazanería universitaria se acabaron al menos en España, especialmente
para los que ni siquiera hemos llegado aún a funcionarios. Debo ahora producir
conocimiento y transferirlo a la sociedad, por lo que parece, y no sé muy bien
cómo hacerlo. Lo de la innovación es todavía más grave: con lo que me ha costado
tener alguna idea clara, ahora resulta que todo debe pasar y nada debe quedar,
porque nada es lo bastante bueno como para merecer la preservación. O sea que hay
que investigar y además saber cómo explicar de manera creativa lo que investigamos,
para que los chavales estén contentos cuando les suban las matrículas.
En realidad, tuve ideas para
investigar relativamente creativas hace años, en la fase ascendente, cuando
España aún prometía progreso y yo aportaba lo que podía: el problema es que algunas
de esas ideas, tal vez las más originales, me las pisaron otros que ni siquiera
me conocían pero se pusieron las pilas antes; y las ideas que por fin pude
llevar a cabo con cierto rigor, francamente, no le han interesado a nadie.
Nadie me cita, nadie me lee (y poco ayuda tener un nombre tan vulgar, casi de
líder fracasado del PSOE). Soy un científico de bajo nivel en el ámbito de los
estudios literarios. Aunque el asunto es más profundo: creo que lo que me pasa
es que tengo una crisis epistemológica. A ver cómo se cura eso. Se supone que
leyendo, pero no tengo claro qué.
Los investigadores de los estudios
literarios tienen poca tendencia a confesar sus miserias: hay que mantener el
postureo pseudocientífico y no se puede ceder ni un milímetro, no sea que el
Estado nos quite el pequeño paraguas protector de que aún disponemos, o que
algún colega prestigioso nos humille públicamente con chulería estilo Paco Rico
por tener dudas, que son indicio de falta de fe. Además, conservamos aún cierto orgullo ancestral de elite humanística e ilustrada (a pesar de que una
y otra vez la realidad nos demuestra que las fantasías de una sociedad
hiperculta no se cumplen ni siquiera con la tecnología más avanzada de la
historia y con obras gratuitas), y por eso seguimos empeñados en preservar
heroicamente legados culturales, en defender valores que creemos
trascendentales y en soñar húmedamente con que nuestras prédicas salvarán algún
día (¿cuántos siglos llevamos así?) las almas desorientadas. Será por eso
también que este mundillo académico, cada vez más irrelevante en el conjunto de
la sociedad, parece hiperactivo últimamente y todos están encantados de
conocerse a sí mismos (iba a utilizar una frase tarantiniana muy famosa, pero
me la guardo). Pero a mí cada día me cuesta más mantener el elemental grado de
simulación que la farsa exige, y necesito desahogarme en este blog
semiclandestino comportándome como aquel mago enmascarado y sacrílego que se
atrevió a desmontar con todo detalle en un programa de televisión los trucos
más habituales del mundo de la magia.
Lo cierto es que, ante la urgencia
de recuperar mi alicaída productividad he recurrido a un brainstorming
cervecero-heurístico para tomar una decisión inmediata. Se me han ocurrido las
siguientes opciones:
Opción 1: rebuscar entre los
trabajos de doctorado alguna basurilla inédita y esperar que el tema sea tan
insignificante que los evaluadores anónimos de alguna revista sepan aún menos
que yo del tema y lo acepten. Hoy todo vale, y juego con algunas ventajas: hay
escritores como hormigas, y pocos latinoamericanos y menos aún los españoles saben
de países que no son el suyo.
Opción 2: como es probable que esos
ficheros estén en vetustos disquetes y sea imposible reciclarlos, mejor elijo
algo rápido de eso que llamamos cultura –lo primero que se me ocurra, da
igual- y me pongo a divagar con
apariencia de análisis sesudo y combativo para sacar alguna gran verdad que a
nadie se le ha ocurrido nunca, como por ejemplo que hay ideología en el fútbol
o en los museos o en los parques, o machismo en determinados espectáculos. Claro,
como la estética es una convención reaccionaria y obsoleta, todos los objetos
culturales, desde Los Morancos hasta el Alcoyano, son igual de valiosos porque pueden
ayudarnos a comprender cómo funciona el poder y por tanto a liberarnos de todas
las injusticias. No es de extrañar que el estructuralismo –tan frío, tan antihumano,
tan tecnocrático- haya sido olvidado; es muy aburrido analizar obras si no
sirve para fantasear con alguna redención política y descubrir la sopa de ajo
de la opresión. “Necesitamos más Cultural
Studies para impedir que vuelva a pasar lo de Trump”, he llegado a leer por
ahí.
Opción 3: la intermedialidad es
otra buena excusa, y ahí llevo algo de ventaja: yo sí me tragué Twin Peaks entera en su momento, e
incluso me di cuenta de que todas las tomaduras de pelo de la obra. Ahora cierta
vanguardia académica está descubriendo lo provechosas y virginales que son las
hibridaciones entre medios audiovisuales y literatura y es enternecedor el modo
en el que se dejan deslumbrar por el efecto literario de homenajear a las
series de televisión estadounidenses. Como encuentre una novela que incluya a
Sonny Crockett, tengo tema para diez artículos.
Opción 4: sí, ya sabemos que la inmanencia
estética está en vías de extinción, y lo curioso es que la Escuela del
Resentimiento que la atacaba parece cada vez menos resentida y más cómoda. Hay,
sin embargo, un terreno, fuera de las cavernas de los mandarines intelectuales,
donde aún parecen creer en la estética, increíblemente: se trata de los
estudios sobre la literatura infantil. Los pedagogos son ahora mismo tal vez
los más preocupados en encontrar como sea la función estética en alguna parte
para poder demostrar que existe la literatura infantil, que hay literariedad en
ella incluso desde lo que podríamos llamar su grado cero: “sana, sana, culito
de rana”.
Opción 5: también podría dedicarme
a algún novelista muy actual que no esté todavía consagrado y forjar una
alianza estratégica con él (siguiendo el modelo Cercas-Gracia, mucho más
eficiente que Vargas Llosa-Oviedo, por ejemplo). Pero es fundamental que su
esperanza de vida no sea baja, para poder ir exprimiendo al máximo la autoridad
con la que hablaría de él. Sin embargo, eso implicaría hacerle la pelota para
ganarme su confianza y poder presumir de conocimiento de primera mano. Aunque en
realidad el precio es más alto: ¡le estaría dedicando mi tiempo y mis energías a
la competencia novelística, dándole capital simbólico que yo necesito para mí
mismo! Está claro que solo puedo dedicarme ya a escritores muertos.
Opción 6: otra opción muy hispánica
es ponerme empírico y empezar a exhumar y revisar epistolarios. Esa es una
buena opción: podría llegar a salir en prensa para dar a conocer la utilidad social
de la investigación, y a lo mejor me serviría para justificar una estancia en
el extranjero, porque ahora que se digitalizan todos los fondos se está
poniendo más difícil eso de las estancias. De hecho, lo de los epistolarios
también se acabará pronto, porque a ver dentro de veinte años quién va a
dedicarse a estudiar los miles de correos electrónicos de los escritores contemporáneos
(¿acabaremos estudiando los chats?). Debo decir que he tenido siempre un escaso
interés en ese tipo de documentos, salvo en algunos casos muy específicos,
cuando el documento revela un misterio autorial o la intervención decisiva de
una determinada fuerza en el trabajo literario. Que Rubén Darío y Amado Nervo
compartieran reino interior, o que muchos grandes machos de la cultura mexicana
salgan del armario, o que sepamos por fin los motivos de la pelea entre Gabo y
Marito, o que encontremos la prueba de que tal héroe del antifranquismo estaba a sueldo de la CIA, me resulta algo así como dermatología literaria, puro chisme que obvia
la gran frase del dr. House, que sería buen filólogo: todo el mundo miente. De
todos modos, esta opción investigadora tiene sus ventajas: aunque no encuentre
nunca un documento que demuestre quién es el autor de Lazarillo de Tormes, siempre
puedo apostar por un nombre y repetirlo a todas horas con el argumento tan
científico de “demuestra tú que yo no tengo razón”. Así lo ha hecho una
exprofesora mía, y su entrada personal de la Wikipedia corrobora el
incuestionable triunfo.
Opción 7: en caso de desesperación, puedo buscar algún modelo narrativo y procurar sistematizarlo en el ámbito de lengua
española dejando claro desde el principio que la investigación es solo un punto de partida. Parece, sí, un proyecto demasiado ambicioso y extenso, pero siempre
se pueden buscar atajos conceptuales. Por ejemplo, bastaría con redefinir la “novela
rizomática” como aquella novela cuyo final no se entiende porque el novelista
sabe que si la obra termina con un mensaje positivo el resultado será baboso y
cursi, y si la termina con uno negativo venderá poco. Así puestos, mejor que
no se cierre nada y todo se ramifique y disperse. Y en caso de que se complique demasiado mi búsqueda,
siempre me quedará la metaliteratura, que es lo más fácil de analizar y lo que
mejor refuerza la burbuja de nuestra ilusión académica. Total, ningún autor me desmentirá si encuentro un guiño culto en su obra.
No se podrá negar que planes no me
faltan. Es cuestión de ponerse manos a la obra. Seguiré informando.
Querido Pablo:
ResponderEliminarDeserté de las filas de la Filología y cada vez la extraño más. Llevo años en la ola de la innovación educativa con la sensación simultánea de haber encontrado mi camino pero también de haber malgastado mucho tiempo en esa hiperactividad de la que hablas, ese mundo de "hacedores de papers", de indicadores de calidad y de rendición constante de cuentas. Mi principal derrota es haber permitido que las musas concedan demasiado espacio a la táctica: catenaccio intelectual. En esas estoy, desmouriñizándome (o desguardiolizándome, que viene a ser casi lo mismo).
Coincido contigo. Da la impresión de que ahora toca hacer tábula rasa con todo lo que huela a la cátedra de toda la vida. Es verdad que han/hemos abusado del narcisismo como profesores y es un hecho que el aprendizaje no necesita tan a menudo de enseñanza como presumimos. Y menos ahora, con la galaxia de internet a unos cuantos clics, en casa y en pijama.
Pero también es verdad que los mejores profesores que recuerdo son aquellos que no tenían reparos en hablar y hablar en clase. Su única innovación era saber mucho, una vida entera, de lo que hablaban. Todos eran originales y algo ególatras. Y todos, sin excepción, tenían un sentido del humor entre negro y castaño oscuro. Su mérito principal no era enseñar, en lo que en general eran bastante patosos, sino inspirar. Y, bueno, no sé si sobra decirte que tú estás en esa foto de mi Olimpo de maestros favoritos.
En fin... que me dedico ahora a la innovación educativa, cada vez con menos ánimo de hooligan (y mira que me cuesta, tú me conoces) y con más desvelo. Me gusta la exploración, me hace sentirme joven, sobre todo cuando no me concentro en los resultados sino en el juego. Pero me duele ver sus daños colaterales, que son inmensos, sobre todo esa manera en que se ha vitalizado su lenguaje y se han vuelto mandatory sus premisas. Me jode ver cómo está arrinconando a muchos maestros que son valiosos de otra manera, sin proyectos ni actividades colaborativas, sin usar siquiera juguetes digitales. Que son valiosos hablando, sin más. Como antaño. Inspirando.
Abrazo, melancólico, desde Cuernavaca :-)
Querido Sergio:
Eliminartengo previsto dedicar dentro de un tiempo un post a la cuestión de las clases magistrales, que me parece crucial hoy. Conoces de sobra mi escepticismo hacia los nuevos dogmas de la innovación educativa; entiendo que los tiempos han cambiado y que, por poner un ejemplo, el latín no sirve como antes, pero la obsesión innovadora está llegando a extremos aberrantes que en mi opinión sólo favorecen a maestros con poco nivel de conocimientos y a estudiantes pijos que quieren gozar de una educación de consumo. El tema es largo y complejo, desde luego, pero, francamente, cada día estoy más conservador en ese asunto. Un abrazo desde Barcelona, es decir, lejos de la Semana Santa sevillana.
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ResponderEliminarHola, Pablo. Acabo de leer este post y me ha encantado. Todo lo que cuentas es cierto, sin duda, lo veo cada día a mi alrededor y casi puede decirse que me estoy volviendo un participante activo de este sistema. Pero ¿qué hacer? No veo salida a esta vorágine de productividad irrelevante en que se ha convertido el sistema académico en el que vivimos ahora. A veces me pregunto a dónde conduce todo esto. Tiene que conducir a algún sitio, ¿no? ¿O no? No sé, tengo muchas dudas.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo desde Boston.
Querido Pepelu:
Eliminarno pierdas todavía la ilusión, que apenas estás empezando. Piénsalo desde otro punto de vista: a pesar de todo, el trabajo de profesor universitario sigue siendo mucho mejor que el 95% de los trabajos. Eso también hay que tenerlo en cuenta. Además, lo normal es que la crisis te llegue a los cuarenta, como a mí, y para eso aún te queda. No pierdas la fe. Un abrazo desde Sevilla y dale otro a Adela de mi parte.