NOTAS DEL DESPRENDIMIENTO (II)
Dietario: acabo de participar en un congreso sobre Carlos
Barral y Julio Cortázar. Todo previsible: como tantas otras veces, un desnivel
enorme entre doctorandos y expertos. Nada nuevo bajo el sol académico. Luego
están los esperpentos, que también son ya predecibles: impresentables que no se
preparan su texto y divagan como si se creyeran genios frente al pobre público
cautivo, narcisistas que hablan más de sí mismos que del objeto de estudio, petulantes empachados de filosofía francesa (y formados -es un decir- en mi alma
mater) que ignoran deliberadamente toda la tradición crítica y que terminan
repitiendo topicazos. Podría ser peor, ciertamente. Al menos el coloquio tenía
un regusto canónico que es de agradecer en estos tiempos. Podríamos haber
asistido a un congreso de naderías interdisciplinares y líquidas en las que los
novatos del gremio hablan de cine, temas queer o política a partir de
novelas de moda, sin aplicar el más mínimo sentido crítico y claudicando ante las
corrientes dominantes. En fin. Si yo fuera joven ahora, ¿caería en esa inercia?
Quiero pensar que no, pero tal vez me guía esa forma nostálgica de la vanidad
que implica creer que fuiste inmune a las fuerzas dominantes del pasado.
Visita a la casa de Carlos Barral en
Calafell. No soy un fetichista literario, pero admito que, de un tiempo a esta
parte, siento más curiosidad todavía por Barral, al que ya le dediqué algunas
investigaciones. Barral, como signo, es ante todo una barba. Lo demás (la gorra
de marinero, el ego, la poesía hermética) me parece menor. La barba es el
significante; el significado es el perdedor. Su declive, físico, social y
económico, contrasta con el auge de Herralde, en cierto modo su sucesor. Catálogos
impresionantes, los de ambos. Pero la vida de Barral contiene una novela
trágica, y no es la que él mismo escribió (la floja y lenta Penúltimos
castigos).
Lo peor de la visita: que la
decoración incluya, junto a fotos de aquellos años mitológicos del boom,
el listado de los premios Biblioteca Breve y Formentor. Con todos los
premios, no solo los otorgados por Barral, sino también los espurios creados en
el nuevo siglo, que son un remake afrentoso. Como el remake de El
planeta de los simios, más o menos. Y es que los premios Biblioteca Breve y
Formentor tuvieron, gracias sobre todo a Barral, un aliento audaz y una fuerza
crítica que nadie encontrará en los sucedáneos actuales, tan gratamente
incorporados al mercadeo literario más hipócrita y neoliberal.
* * *
Y en el coloquio, como tantas otras veces en los últimos
tiempos, la misma pregunta: ¿qué opinas de Mariana Enriquez (sin tilde)? Y yo
repito lo mismo, que no entiendo cómo pueden impresionar sus cuentos a alguien
que conozca la rica tradición del cuento latinoamericano del siglo XX. No niego
el interés de algunas formas de lo que podríamos llamar “terror social”, pero
el éxito, como el de Schweblin, revela el reseteo del horizonte de expectativas
propio de nuestro tiempo, en el que el lector medio se deja impresionar con
mucha facilidad. Es otro riesgo, diría yo, de la “mesetización” de la cultura
actual, por la que el nivel medio ha subido pero nadie, ni como lector ni como
autor, busca las alturas.
* * *
Microrreseña de Metempsicosis, de Rodrigo Rey Rosa (Alfaguara,
2024): francamente, no la he entendido. Como si fuera un ensamblaje forzado de
dos novelas. Otra vez lo de siempre: se publica muy rápido. Modelo Aira frente
a modelo Rulfo. Así nos va.
* * *
Lecturas en marcha: ha crecido en los últimos tiempos el
interés por la figura de Guillermo de Torre. El vacío de estudios sobre su vida
y su trayectoria era evidente y yo mismo acumulé durante años datos sobre las
polémicas en las que se vio inmerso. No he tenido la paciencia suficiente para
ampliar ese material y redactar algo sistemático, pero siempre me quedó la
curiosidad por un tipo que ocupó una posición transatlántica única, a lo que se
añade el hecho, tan propicio para la especulación y el juego de contrastes, de
ser el cuñado de Borges.
Dos libros recientes tratan de ofrecer una imagen del
personaje, con sus luces y sombras. Y, aunque no los he terminado, es obvio que
los dos libros incurren en errores académicos graves. No por la falta de
referencias, sino por la metodología y, en general, la toma de posición crítica.
Domingo Ródenas de Moya, en El orden del azar, comete un error
científico que solo se puede explicar por el embrujo que provoca una editorial
como Anagrama en cierta intelectualidad, y que la editorial está captando bien
para legitimarse y fomentar la medianía consumidora. Ródenas, sin duda un
brillante historiador de la literatura española del siglo XX, parece que quiere
liberar su yo creativo y prescinde abiertamente del aparato crítico para
acercar su texto al modelo del ensayo o la biografía “literaria”. La estrategia,
en realidad, es burdamente comercial y sin duda fue un requisito de la
editorial, pero sobre todo es una estrategia inútil: los especialistas se
quedan decepcionados porque echan de menos las pruebas y las referencias, y el
lector no especializado se aburre ante un libro que es excesivo para sus
necesidades.
El otro libro, El falso cosmopolitismo, de Antoni
Martí Monterde, comete un error similar, aunque con otras intenciones. La
erudición también aquí está desenfocada y se elige aviesamente el rumbo equivocado.
El rigor teórico escasea (el autor no ha entendido a Pascale Casanova; no debe
extrañarnos sabiendo el nivel teórico de la facultad en la que trabaja), pero más
grave es la raíz de su planteamiento abiertamente agresivo contra Guillermo de
Torre. Por supuesto, Martí tiene parte de razón cuando asume que el cosmopolitismo
de de Torre es engañoso y esconde una taimada defensa de la metrópoli frente a
los países periféricos. El principal problema es que Martí ignora los otros
nacionalismos y sus efectos, incluso en el mismo Borges: a ver cuándo empezamos
a admitir, por ejemplo, el desprecio del autor de El Aleph al resto de
América Latina (exceptuando su amigo Reyes y tres o cuatro más). En la lógica
de Martí, el nacionalismo españolista es, por supuesto, neocolonial y siempre
violento; el nacionalismo argentino (como el catalán), en cambio, está exento
de toda crítica.
Veremos cómo termina el libro, pero hay que recordar que el chovinismo no se combate con más chovinismo. Eso sí, imagino algunos posibles lectores: Puigdemont, sor Lucía Caram y Dante Albano Fachín.
* * *
LECCIONES BÁSICAS DE ESTÉTICA PARA FRIKIS
Los frikis (los geeks) están muy chulitos
últimamente, convencidos de que el relativismo antiintelectual de hoy juega a
su favor y pueden ir con la cabeza bien alta defendiendo que no hay alta ni
baja cultura. Siguen empeñados en defender su adanismo infantiloide, por el
cual la Historia empezó con Google y los nuevos clásicos son Indiana Jones, Batman,
Spock y Iron Man. Pero deberían aprender a tener recursos críticos como los que
modestamente algunos tratamos de enseñar y poner en práctica en esa institución
fosilizada que llamamos universidad.
El mito George Lucas es, en ese sentido, uno de los más irritantes.
La biografía de Brian Jay Jones George Lucas: una vida (Reservoir Books)
contiene algunos datos de interés desmitificador que sobre todo ayudan a entender
el sentido y valor de determinados productos creativos. El biógrafo explica la
improvisación, tan lejana a cualquier genialidad, previa a El retorno del Jedi (que, por cierto, se iba a llamar La
venganza del Jedi). No estaba claro el guion, y tampoco era segura la
continuidad de Harrison Ford. Y es ahí donde se produce la discusión esencial
entre Lucas y el otro productor de las dos primeras películas, Gary Kurtz,
discusión en la que se concentra la verdadera lección estética. Kurtz quería
seguir en El retorno del Jedi la línea de la segunda película, con su
toque de amargura: no quería que reapareciera la Estrella de la Muerte,
proponía que Han Solo muriera a la mitad y que el final fuera agridulce, con Leia
triunfando pero con Luke Skywalker eligiendo un camino solitario. Todos sabemos
qué sucedió: todo lo bueno que proponía Kurtz fue borrado, destruyendo cualquier
muestra de fuerza dramática, y el resultado fue una bazofia para niños apenas
salvada por el icono erótico de Carrie Fisher. ¿Por qué razón una película que
podía ser interesante, dentro de su género, fue abortada así? Por dinero,
obviamente; o más exactamente, por merchandising. El propio Harrison Ford
reconoció el motivo por el que su personaje no muere finalmente: nadie
compraría el muñeco de un héroe muerto.
Los frikis no sacarán conclusiones de algo así, y seguirán
con su ceguera autocomplaciente. Sólo espero que algún día se cansen del
juguete. O que el juguete se les rompa definitivamente. Y llorarán, desde luego
que llorarán.
* * *
Curiosa semblanza
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