LEJOS DEL MUNDANAL RUIDO (PERO DENTRO DEL MUNDANAL NEGOCIO)
Cualquier lector con cierto criterio sabe
que hay que desconfiar férreamente y sin lugar a la más mínima duda de los
fajines de promoción y los textos de contracubierta en las novelas de nuestro
tiempo (sobre todo conociendo a la crítica literaria española). Sin embargo,
hay ocasiones en los que es tan clamoroso el desajuste entre la burda publicidad
y los méritos intrínsecos del texto, que se vuelve urgente un contraataque
crítico y hay que ejercer el derecho de réplica. Con asombro, leo que Elogio de las manos, de Jesús Carrasco,
ganadora del premio Biblioteca Breve 2024, es una “novela tan extraordinaria
como la peripecia de sus protagonistas”. Difícil ser menos exacto y más
hiperbólico; ni siquiera está claro que sea una novela.
Estamos ante el relato de un narrador sin
nombre pero descaradamente identificable con el autor en el que explica cómo,
después del triunfo de su primera novela (Intemperie,
obviamente, aunque no se diga el título) y ya convertido en escritor
profesional, alquila una casa en el campo para pasar el tiempo con su familia,
lo que le lleva a la hipotética “aventura” de descubrir una nueva realidad
primaria, gozosa, y ajena —supuestamente— a las hipocresías e impurezas del
artificial mundo contemporáneo. A partir de ahí, la narración cubre diez años
de relación con ese espacio pintoresco, tan amable y grato para toda la familia,
y particularmente con las formas de la vida natural y con todas las actividades
manuales de arreglo y mantenimiento de la casa y su entorno. El narrador y su
familia se vinculan así con el ambiente rural y disfrutan de él hasta que
tienen que abandonar la casa. Y poco más. Que conste que no estoy adelgazando
la sinopsis: no hay spoiler posible
(lo cual, en realidad, no es necesariamente negativo).
No, el problema es otro. Desde luego, la
obra contiene páginas muy logradas cuando el autor intenta un ensayo sobre el
sentido casi antropológico de todo lo que podríamos entender como esfuerzo
artesanal. Pero el conjunto, más allá de esos aciertos y de la esperable
corrección estilística, no supera la dimensión superficial y plana, la pobreza
semántica propia de un texto tan ligero que se cae de las manos (nunca mejor
dicho) del lector. La sencillez que domina el texto no tiene pliegue oculto ni
segundo nivel y, aunque a algún lector ingenuo le cautiven las posibles sutilezas
neobucólicas y los subrayados metaliterarios, lo cierto es que no estamos ante
una obra en la que se aprovecha el potencial simbólico de lo aparentemente
intrascendente, que puede esconder sin embargo recovecos y trasfondos más o
menos inquietantes o enigmáticos (pienso en esa maravilla que es Perfect days, de Wim Wenders, o, por
poner una rápida comparación literaria, Historia
del pelo, de Alan Pauls). En ese sentido, debo decir, honestamente, que
hacía tiempo que no leía un texto tan poco interesante (desde lo último que
aguanté de Aira, me parece) y tan fácilmente olvidable. La mezcla de
autoficción (con poca ficción, en realidad), exaltación de la vida pueblerina,
ecologismo simplista y optimismo de bienestar familiar no atenúa la global
sensación de inanidad, la percepción de que se trata de un texto que no sólo es
alérgico a cualquier sentimiento trágico de la vida, sino que va poco más allá
de una apología del turismo rural. Y sí, ya sé que los pesimistas somos también
monótonos, pero al menos nadie nos premia ni se nos promociona.
Es más: se pueden sacar otras conclusiones
preocupantes de esta pseudonovela, que tienen que ver con el perfil bajo y la peligrosa
inflación de la novelística española actual. Me refiero al modo en el que las
editoriales hegemónicas caramelizan sus productos para que haya armonía entre
el confort del autor y el de sus lectores cerrando así el Circuito de la Felicidad
Editorial. En España, hace mucho que el escritor-mártir pasó de moda (puede que Aliocha Coll fuera el último), y seguramente eso fue positivo para arrinconar los
trasnochados vicios malditistas, pero temo que se está imponiendo el error
simétrico: la exaltación del escritor ufano, redimido de sus ansiedades y bien
instalado (Cercas, Vilas, Trueba… quizá La
velocidad de la luz inauguró esa tematización del éxito del escritor profesional
español que ya no se avergüenza de sus pactos con el mercado). No se trata solo de que no muerdan la mano que
da de comer, porque ese riesgo es insignificante a estas alturas; a lo que
vamos es a convertir en rutina la metabolización literaria del éxito,
convertido en material perfecto para seguir contando historias cuando hay
urgencia por publicar y no se sabe bien qué contar.
Qué duda cabe de que Elogio de las manos es un logro importante en la carrera
profesional de su autor. Pero me parece igualmente evidente que es un retroceso
en la otra carrera. Dudo que le
preocupe al autor y seguramente tiene razón. Pero ni el autor ni un simple
lector somos lo más importante en este punto: lo que está en juego es la salud
de un cuerpo mayor, eso que llamamos literatura española, cada vez más débil y al
mismo tiempo más autocomplaciente.
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