NOTAS DE HOY SOBRE LA VIOLENCIA DE SIEMPRE
Parece que la competición por el liderazgo del
boom de la literatura femenina latinoamericana la está ganando Random House por
delante de Anagrama y Planeta, pero no hay que dar la liga por ganada antes de
tiempo y la historia de la literatura dictará su propia cuenta de resultados
dentro de un tiempo. En cualquier caso, Selva Almada es otro de los activos de la editorial que lidera la liga ahora mismo y No es un
río ha sido uno los logros importantes (finalista del Booker Prize,
por ejemplo). Admito que ha sido mi primer contacto con la obra narrativa de
esta autora argentina y ahora tal vez me convendría leer la primera parte de su
trayectoria, cuando publicaba en la edición independiente, es decir, antes de
ser absorbida (gozosamente, entendemos) por el Gran Imperio Editorial.
Se trata de una novela con fogonazos de estilo
admirables, pero que, en conjunto, ofrece poco material novedoso más allá de un
ecofeminismo bastante hipotético. No intentaré una sinopsis, teniendo en cuenta
la información fácilmente disponible en la galaxia digital. Baste decir aquí que
nos presenta un mundo telúrico y violento, notoriamente patriarcal y vagamente
quiroguiano, centrado en un isla imprecisa en la que diversos personajes se
mueven sin otro horizonte que sus impulsos y sus rutinas de pescadores hasta
que la ferocidad latente se desata. La naturaleza vuelve a tener protagonismo e
impone su rigor antropológico frente a la cultura, como en otras épocas
literarias americanas. Por suerte, no hay idealización del mundo rural, a
diferencia de productos tan decepcionantes como esa reciente cursilada
paternalista que es la película La estrella azul, con una visión
absolutamente ingenua de la realidad interior latinoamericana. Pero tampoco
encontramos una retórica nueva de lo natural; es evidente que eso ya no es
fácil, y que la naturaleza de Pedro Páramo (o de Meridiano de sangre)
es literariamente difícil de igualar, pero también habría que plantearse los
riesgos de caer de nuevo en un cierto nativismo obviando la poderosa tradición
transculturadora latinoamericana, que, de hecho, incluye también la obra de
escritoras como Sara Gallardo, que en Eisejuaz (1971) ofrecía un mundo
rural argentino mucho más inesperado y sugerente que el de esta novela (al
menos) de Almada.
Naturalmente, en aquellos tiempos había otras
expectativas literarias y un crítico como el brasileño Antonio Cândido hablaba
de la importancia de la “conciencia lacerada de subdesarrollo”, entendida como
una fase de la autocomprensión del escritor latinoamericano que conllevaba un
impulso transformador a la vez en lo social y en lo estético. Más de cincuenta
años después, parece que seguimos atascados en esa conciencia de subdesarrollo,
exotizando el atraso y la violencia, pero no se ve el impulso transformador por
ninguna parte, más allá de algo que está fuera del texto: el éxito
incuestionable de la narrativa femenina como nueva vanguardia. En muchos
sentidos, América Latina parece condenada a una conciencia “fatalista” de
subdesarrollo que corre el riesgo de perderse en una reiteración de motivos y
temas finalmente inocuos fuera de las cifras de ventas.
En términos microliterarios, qué duda cabe de
que No es un río es un típico producto digerible de nuestra época:
saldrán centenares de trabajos académicos de jóvenes investigadores sobre la
obra, si no han salido ya. En términos macroliterarios, que son los realmente
importantes y están mejor manejados por las editoriales que por los críticos y
académicos, no ofrece ninguna disrupción o disidencia que altere el plácido
curso de la corriente hegemónica; en todo caso, revela la supervivencia de
viejos modelos literarios, modelos que ya no aportan respuestas imprevistas a
los problemas que deberían interesar a autores y lectores de hoy. Ni siquiera es sorprendente el toque de ambigüedad fantástica, que en No es un río provoca un
final ambiguo y demasiado confuso. Y no acaba ahí la mecanización de cierto
tipo de narrativa actual que es también visible en esta novela: algún día habrá
que hablar de la proliferación actual de narraciones simultáneas (es decir, en
presente), no muy extensas (es decir, fácilmente vendibles) y particularmente
de escritoras; sería el caso de Distancia de rescate, por ejemplo, pero
también de Boulder, de Eva Baltasar (otra finalista del Booker, por
cierto). Tengo una teoría sobre cómo esa decisión diegética tiene consecuencias
-porque se relaciona con el problema esencial del punto de vista o focalización
y por tanto de la ideología-, pero no hay tiempo de formularla aquí.
En cambio, el otro producto Random House que me
ha interesado este verano tiene más interés tanto micro como macroliterario. Se
trata de El invencible verano de Liliana, de Cristina Rivera Garza, en
el que la escritora mexicana reconstruye las circunstancias del asesinato, a
manos de un exnovio, de su hermana Liliana, ocurrido treinta años antes, cuando
ella acababa de entrar en la universidad. Es una atroz historia de duelo, por
supuesto, y parece difícil encontrarle defectos a un esfuerzo de este tipo,
bien apoyado sin pedantería en la teoría sobre la violencia de género y con una
estructura sencilla pero no monótona. Como literatura sobre el duelo, no tiene
la altura lírica y filosófica de Mortal y rosa, por ejemplo, pero el
discurso es más sofisticado y creativo que El olvido que seremos, por
establecer otra comparación más o menos fácil. Y sobre todo es una curiosa y
revitalizadora mixtura de dos géneros que (perdonen la profecía) caminan hacia
su inexorable saturación, no comercial pero sí estética: la autobiografía y el
policiaco. Frente a los vomitorios literarios en los que tanto escritor de hoy
en día recurre al desahogo y el ajuste de cuentas (familiar, literario,
afectivo) para rentabilizar calculadamente su frustración y crearse una marca reconocible
-piénsese en Ordesa o También esto pasará-, el ejemplo de Rivera
Garza implica otra moral de la forma autobiográfica, que no quiero sublimar con
el adjetivo “honesta”, pero que sí me parece al menos ajena al lloriqueo y a
los niveles de narcisismo de tanto escritor confesional de hoy (sobre todo en
la España autocomplaciente). Y el complemento policiaco, a partir de la
investigación realizada por la narradora, le aporta al texto esa narratividad fluida
y casi amena, si no fuera por lo terrible del tema trágico.
Capitalizar literariamente una tragedia
verificable puede generar debates de muchos tipos, y nunca sería mi ideal
literario, pero en realidad ese es solo un vector de los problemas que provoca
un texto como este, macabramente invencible. Porque no puedo negar que me
pareció inobjetable por su fuerza ética: es decir, no se me ocurre cómo podría
ser mejor el texto, dónde meter el escalpelo crítico para separar la condición
de documento humano y el artificio verbal. Y tampoco tengo claro cómo analizar y/o juzgar al personaje que Rivera Garza crea de sí misma. Se trata, en cierto modo, de un
pseudochantaje al lector, que puede quedar (así me sucedió) inerme ante la
urgencia de la lectura empática, que subsume todo lo demás en una especie de
hipotética perfección. ¿Diríamos que es una perfección literaria? No lo sé,
pero en cualquier caso me parece que una obra de este tipo plantea un límite,
un grado cero de la escritura actual, ante la cual no es fácil encontrar una
posición; un paradigma con visos de futuro de las relaciones entre literatura y
realidad. Es en ese sentido que me parece que su importancia, en términos
macroliterarios, es mucho mayor incluso que los propios textos anteriores de la
misma autora. Puede ser el signo de una nueva manera de plantear literariamente
la violencia, pero también puede que empiece a generar imitadores más o menos
espurios. Habrá que esperar para saberlo.
(Nota
final: ¿me iría mejor en la competición literaria si cambiara mi nombre por
algo así como Urbano Sánchez?)
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