lunes, 21 de octubre de 2024

EL MISTERIO DEL DETECTIVE CON UN OJO DE CRISTAL


En 1926, cuatro años antes de morir, Arthur Conan Doyle publicó dos de los más curiosos cuentos de los 56 de la serie de Sherlock Holmes: “El soldado de la piel descolorida” y “La melena de león”. Digo curiosos, aunque debería decir que, en cierto modo, son los más desafortunados y los que más deslucen el talento del escritor. ¿Por qué? Porque en ellos Conan Doyle, ya en la fase final de su trayectoria, intenta cambiar la fórmula que le había dado éxito y convierte al propio Holmes en narrador (Simenon también lo hace con Maigret, en una sola ocasión). No es una decisión menor; hasta entonces habíamos tenido siempre la perspectiva externa de Watson sobre el detective. La narratología (demasiado subestimada en el mundo académico de hoy) es decisiva una vez más: recordemos que el narrador de los famosos relatos no era realmente el protagonista, sino el doctor Watson, convertido en narrador-testigo (y esa sería la diferencia con el caso de Simenon). 

Con ese sencillo truco, Conan Doyle aprovechaba la restricción cognoscitiva del narrador para crear un efecto retardatorio de la solución del enigma. Pero el truco va más allá del control de la información meramente policial: la interioridad genial y casi superhumana de Holmes, vista solo externamente, contrastaba con la bonhomía y la mediocridad de Watson. El personaje del detective brillaba por fuera y era enigmático y sugerente por dentro (por eso, más adelante y hasta hoy, la ignota sexualidad de Holmes sería fuente de secuelas más o menos ocurrentes). 

Cuando Holmes es el narrador, en cambio, llega la desilusión: nos encontramos con un personaje decepcionante y más vulgar de lo previsto, incluso en su uso del lenguaje, que carece de estilización y que no delata su condición de superdotado intelectual. Nada interesante se sugiere de su vida interior, sus ideas o emociones, más allá de su conocida capacidad deductiva; las particularidades del personaje no se enraízan en ningún realismo psicológico. El misterio del personaje se deshace en esos dos cuentos y el texto desaprovecha su increíble potencial literario, que nos hubiera permitido conocer algo más de la conciencia de un ser excepcional. Cuatro años después del flujo de conciencia de Molly Bloom en Ulises, en la misma década del surrealismo y de las grandes audacias para representar el mundo psíquico, nos quedamos con las ganas de saber algo más de la soledad de Holmes, de su pasado, de sus inquietudes o deseos, de su primer violín, de su primera experiencia con las drogas, de sus fantasías eróticas. 

No se me ocurre mejor prueba de las limitaciones del género policiaco y de la necesidad, urgencia incluso, de ponerlo hoy un poco en su sitio en estos tiempos de relativismo anticanónico en los que parece que hay que cuestionarlo todo excepto las leyes del mercado y el placer del consumidor, ese placer que curiosamente es la vez democrático y sagrado. Sí, vivimos en una tiranía numerocrática más cercana al TripAdvisor que a la tradición humanística, y en ese movimiento fuertemente antiintelectual el género policiaco y sobre todo ese anglicismo, el thriller (que para mí se asocia más que nada a Michael Jackson bailando con zombis) es un instrumento decisivo de las poderosas industrias del ocio, que hoy buscan ante todo historias que puedan funcionar bien desde un punto de vista audiovisual; es decir, novelas fáciles de adaptar a otro medio, sea cine o televisión o incluso cómic, con lo que eso implica de beneficios mercantiles.

Que Pérez-Reverte ponga sus zarpas en el género debería ser ya una señal de peligro, mucho más todavía que en el caso de Javier Cercas y su vergonzoso premio Planeta, pero nadie parece tampoco sorprenderse de que un autor millonario como Don Winslow presuma de que sus novelas son subversivas y políticas; tal vez sea yo el que tiene un problema de percepción al ver un oxímoron en el concepto “millonario subversivo”. En cualquier caso, me sorprende la benevolencia predominante y la falta de discursos críticos contra la automatización evidente del género, convertido en una de las fuentes habituales de mala literatura de Amazon y pronto, quizá más pronto de lo previsto, de chat GPT. 

Inventarse policías e investigadores pintorescos, originales o redentores de colectivos y añadirle crímenes ultraviolentos no es ya una garantía de originalidad, sino todo lo contrario: la prueba de que damos vueltas en círculo mientras algunos aprovechan el yacimiento económico del policiaco gracias a las estructuras prefabricadas de barracón literario y a las ventajas de ese factor tan útil hoy en cualquier mercado que es la “etiqueta”. Pero es que además el género policiaco es responsable en gran medida de la inflación actual de la novela, sobre todo en España, y también, en mi opinión, de la pobreza del realismo contemporáneo, incapaz de plantear los problemas sociales sin acogerse a la cómoda plantilla policiaca, es decir, acomodando cualquier voluntad denunciatoria al esquema ya demandado previamente por los lectores, y reduciendo por tanto el análisis político a las condiciones comerciales de recepción de la obra. Y si a eso le añadimos la hipertrofia de productos policiales en las plataformas televisivas, tendremos un panorama asfixiante y monótono de relatos clónicos, perfectos, eso sí, para satisfacer una infantiloide demanda previa y por tanto para confirmar el triunfo del mercado sobre la autonomía de los valores estéticos.

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El error de Conan Doyle confirma que es fundamental dejar a veces que los personajes de ficción mantengan su misterio y su elipsis para no estropearlos. Hay que reconocer que algunos personajes policiacos son excesivamente caricaturescos (pensemos en Nero Wolfe, por ejemplo), pero otros son realmente interesantes —pienso en Isidro Parodi o el padre Brown—, y, entre ellos, más misterioso aún que Holmes es el teniente Columbo (Colombo en España).

La televisión, sobre todo estadounidense, ha deparado una miríada de detectives e investigadores y la lista contiene asimismo ejemplos curiosos y audaces: el neurótico Monk, el hierático devoto del bushido Martin Castillo de Miami Vice, el naif agente del FBI Dale Cooper que descubre pistas en sueños, graba mensajes para su secretaria Diane en su grabadora y es tan fanático de las rosquillas como Homer Simpson, e incluso tenemos a algún existencialista trasnochado, como el metafísico Rusty Cohle de la primera temporada de True detective, en la que escuchamos sus peroratas vagamente nihilistas en las que parafrasea de paso al escritor Thomas Ligotti. Pero ninguno de ellos, en mi opinión, ha alcanzado la extraña perfección estructural de Colombo, tanto del personaje como de la serie.

Tan misterioso es el personaje que los frikis de la serie se esforzaron al límite para descubrir por fin su nombre de pila, y lo consiguieron ampliando un fotograma de uno de los episodios, en el que se ve su placa de policía (parece que el nombre es Frank). Sin embargo, el resto sigue siendo ambiguo y confuso: su familia, su ascendencia italiana, su hogar, su propio ambiente de trabajo (en el que, a pesar de su porcentaje asombroso de éxitos, nunca asciende), la verdad sobre sus complejos y traumas. Todo es opaco, aunque inofensivo y hasta cierto punto entrañable. Por eso Colombo es perfecto como signo televisivo, con su gabardina (al parecer, de marca Cortefiel, y que usó durante 25 años para su papel en la serie), su cochambroso coche de importación, su cigarro barato, sus hábitos de lumpen y, como se ha dicho más de una vez, su “estética de cama deshecha”. Todo forma parte de su efectivo escudo semiótico, que le protege frente a los otros personajes pero que, de algún modo, lo protege de la curiosidad de los espectadores, y que resulta tan identificable por su simplicidad. Parece inmensamente solitario sin serlo, y sin embargo contiene una verdad en su interior hermético: un significado concreto e inigualable, que no necesita de veleidades metafísicas ni afectivas. Por eso seguramente el personaje funciona muy mal en algunas versiones novelísticas que he leído y que, por suerte, no han sido traducidas al español, como The Game Show Killer, de William Harrington. No, si Colombo funciona es precisamente porque no es un personaje de novela, porque no debe ser narrado por una voz como la de Watson, sino que debe ser visto, encuadrado por una cámara.

(estatua de homenaje a Peter Falk en Budapest)

 Como es sabido, el éxito internacional de Colombo, que lo ha convertido en un clásico de la televisión, se basa en el personaje pero también en el actor que lo interpretaba, el inolvidable Peter Falk, con su físico nada apolíneo y su ojo de cristal (perdió el ojo de niño a causa de un tumor). A él mismo le debemos una comparación con el detective de Baker Street: “I do think of Columbo as an American Sherlock Holmes. He uses his mind  -not bullets. Holmes was tall, Columbo is short. Holmes has a long neck, Columbo has no neck. Holmes smoked an expensive Meerschaum pipe, Columbo pufs on cheap cigars. Holmes is articulate, lucid and uses elegant words. Columbo is still working on his basic English. But both of then have this insatiable curiosity –in that sense they are like children beacuse what you and I take for granted, the find interesting. Both are obsessed with getting answers for questions” (Geoff Tibbals, The Boxtree Encyclopedida of TV Detectives, London, Boxtree, 1992, p. 98).

No obstante, tampoco todo consiste en el personaje y el actor, porque hay que tener en cuenta más factores: primero, la fórmula de los episodios, en la que —salvo en un par de excepciones— importa más, por decirlo a la inglesa, el howdunnit que el whodunnit; es decir, el cómo antes que el quién. En cada episodio hay una primera parte, de unos quince minutos, en la que conocemos la identidad de asesino y víctima y las motivaciones del crimen, casi siempre racionales; lo que viene después es la tenaz persecución del teniente Colombo, que aprovecha sus trucos de “gnomo astuto” (así se dice en el episodio piloto) para acorralar al asesino. Su intuición nunca falla, aunque en ocasiones le beneficia un golpe de suerte o un mínimo error que impide el crimen perfecto. El asesino, además, suele cometer el error fatal de subestimar al feo y desaliñado detective. Sea como sea, no hay violencia, ni disparos, ni persecuciones. Colombo (y en eso se parece a Gil Grissom, de CSI) no lleva pistola, y el criminal suele aceptar su derrota con elegancia y fair play, aunque la victoria del detective suele incluir evidentes inconsistencias jurídicas o forenses (nada que ver con el hipertecnicismo de tantas otras series actuales).

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Repetiré algunos wikidatos. El primer actor que interpretó a Colombo no fue Peter Falk, sino un actor más corpulento y de aspecto menos descuidado, Bert Freed, y sucedió en un episodio de The Sunday Mistery Hour (1961) titulado “Enough Rope”; de ahí pasó sin demasiado éxito al teatro con el título Prescription: Murder, interpretado por Thomas Mitchell. La versión televisada de esa obra se emitió el 20 de febrero de 1968 en la NBC; Peter Falk fue el elegido para interpretar al personaje, una vez que los otros candidatos (Lee J. Cobb y Bing Crosby) fueron descartados. En ese episodio piloto, los signos del personaje aún no están bien configurados: la gabardina se ve poco y el teniente no utiliza tan sagazmente como años después la estrategia del despiste y la humildad hiperbólica. Tres años más tarde, el personaje reaparece en otro telefilme, “Ransom for a Dead Man”, un telefilme que, como el anterior, no está incorporado a las habituales reposiciones televisivas españoles ni a algunas ediciones en DVD.

El siguiente episodio (“Murder by the Book”) fue dirigido por un talentoso joven llamado Steven Spielberg, antes de su ópera prima Duel. Otro joven que luego sería premiado con un Oscar, Jonathan Demme, dirigiría también un episodio más adelante. Pero entre la lista de directores encontramos otros nombres como los de Richard Quine y Jack Smight, directores de cine de nivel medio pero muy respetables. También hay directores poco conocidos que trataron de darle más complejidad a los episodios y, respetando la fórmula, evitar la mecanización excesiva, como es el caso de James Frawley. Y, sobre todo, en la lista de directores figura, bien escondido, el nombre de un amigo de Peter Falk que en 1975 sacaría de él una interpretación admirable en una película portentosa (A Women Under the Influence): John Cassavetes, que dirigió, con pseudónimo, un episodio en el que también interpretaba al asesino. Otros amigos del grupo de Cassavetes, como Ben Gazzara, Fred Draper o la sensacional Gena Rowlands (fallecida hace poco) también colaboraron en alguna ocasión en la serie.

Entre 1971 y 1978, la primera etapa de Colombo funcionó espectacularmente, alternándose con las series de otros policías como McMillan o McCloud, que hoy en día no tienen tantos devotos. La otra clave del éxito eran las estrellas invitadas, por supuesto. Hoy nadie se acuerda de Roddy McDowall o Robert Vaughn, pero eran figuras célebres incluso en España y garantizaban que cada episodio, aun siguiendo la misma fórmula al estilo Crimen perfecto, de Hitchcock, tuviera un interés intrínseco. Colombo era lo permanente y las estrellas invitadas lo variable: una dialéctica infalible. Falk consiguió así salario de estrella y ganó cuatro Emmys, pero siguió trabajando en el cine, con Cassavetes pero también en esa parodia policiaca (con un memorable papel de Truman Capote) que fue Un cadáver a los postres. A partir de 1979, cerrada la serie porque la fórmula parecía agotada, la productora Universal quiso intentar una secuela marcada por una curiosa simetría: una serie protagoniza por la esposa de Colombo, en la que el detective no apareciera nunca. La serie, con el título Kate Loves a Mistery y protagonizada por Kate Mulgrew, fue un fracaso y duró apenas unos meses. No es de extrañar: no tenía ninguna de las virtudes de la serie previa.

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En Colombo, el criminal siempre es derrotado y el orden queda confirmado. Un orden social, sí, pero en cierto modo también un orden freudiano de represión y castigo. Porque Colombo es, en cierto modo, un instrumento del inconsciente político y una alegoría social. ¿Y por qué digo esto? Porque los criminales responden a un patrón específico. Nadie, que yo sepa, ha recalado hasta ahora en algo que podría parecer políticamente incorrecto, y más en Estados Unidos, y es que, de los más de 70 asesinos a los que Colombo atrapa a lo largo de las dos épocas de la serie, ninguno es negro. Hay mujeres, sí, incluso un mexicano (Ricardo Montalbán) y un árabe, pero ninguno de los dos reside en Estados Unidos. No hay ni un solo negro, como tampoco hispano; tampoco nadie de clase popular, en realidad.

En ese sentido, la sociología de la serie es muy significativa: la mayoría de los asesinos (sobre todo en la primera etapa de la serie) pertenecen a una clase social alta. Pero pocas veces son aristócratas o grandes empresarios: la mayor parte de las veces pertenecen a lo que podríamos llamar burguesía intelectual o artística, bien instalada socialmente. Tenemos dos asesinos con un plus intelectual, el título de doctor en psicología: el Dr. Bart Keppel (Robert Culp) y el Dr. Eric Mason (Nicol Williamson). Pero muchos son también artistas famosos, reputados y casi siempre más sensibles en el arte que en el respeto a la ley o a la ética: un poeta irlandés miembro del IRA (Clive Revill), un fotógrafo artístico (Dick Van Dyke), un arquitecto (Patrick O’Neal), un pintor mujeriego con reminiscencias picassianas (Patrick Bauchau), dos famosos actores ingleses que interpretan Macbeth (Richard Basehart y Honor Blackman), otros actores de éxito en cine y televisión (Anne Baxter, Janet Leigh, William Shatner), dos novelistas del género policiaco (Ruth Gordon y Jack Cassidy, en un episodio en el que la víctima es interpretada por Mickey Spillane, el creador de Mike Hammer), un director de orquesta parecido a Leonard Bernstein (John Cassavetes), un crítico de arte que es una especie de Carlos Boyero (Ross Martin), otro crítico pero gastronómico (Louis Jourdan), un cantautor acosado por sus fans (Johnny Cash, ni más ni menos), un niño prodigio director de cine (Fisher Stevens). Y aún podríamos añadir aquí a algún genio de la magia y del ilusionismo (Jack Cassidy, en otro papel).

Sin embargo, el teniente Colombo no solo se dedica a rebajar la superioridad del artista consagrado socialmente. Muchos de sus enemigos tienen algún otro tipo de excepcionalidad no artística: un campeón del mundo de ajedrez (Laurence Harvey, en su último papel antes de morir), el mejor torero de México (Montalbán), un ambicioso político aspirante a senador (Jackie Cooper), un héroe de la guerra de Corea (Edward Albert), un importante agente de la CIA (McGoohan), el director de un think-tank (José Ferrer) o el líder de un club de superdotados (Theodore Bikel). Toda esa elite más o menos opulenta y arrogante es igualmente derrotada y sometida al orden vulgar y democratizador. Todos ellos tienen algo de nietzscheano o dostoievskiano, aunque sea en versión pop. No en vano los creadores de la serie, Richard Levinson y William Link, se inspiraron para crear a Colombo en el perseverante juez de Crimen y castigo, Porfiri Petrovich. Eso no significa que estemos ante dos creadores geniales: también son los responsables de otra serie policiaca, también muy famosa, pero ridícula en comparación: Murder, She Wrote (Se ha escrito un crimen).

Sea como sea, actor, personaje, guest star y fórmula policial forman una estructura sólida que además propicia un código hermenéutico totalmente distinto al de tantos productos policiacos. El espectador de la serie no puede reaccionar igual que en cualquier otro policiaco más o menos clásico: no hay enigma sobre la identidad del asesino o sus motivaciones. La investigación que el espectador lleva a cabo es de otro tipo y se basa no solo en el juego intelectual, sino también en aprovechar el rencor social de la diferencia de clase. Los asesinos son guapos, ricos y famosos, incluso presumen de un cociente intelectual muy superior a la media; pero son derrotados por el feo y torpe descendiente de inmigrantes italianos. La estructura policiaca, por tanto, adquiere otro sentido: no es el enigma lo importante, sino un concepto ético por el cual se castiga la hybris de artistas, intelectuales y ricachones.

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La segunda época de Colombo empezó en 1989 y se mantuvo de forma irregular hasta 2003. La vejez del actor es aquí inocultable y resulta poco convincente que el personaje siga en activo a pesar del tinte en el pelo. El nivel de los episodios es, por lo general, mucho más bajo, salvo en los dirigidos nuevamente por James Frawley, en los que, más allá de la estructura policiaca, hay un cierto interés por desarrollar la psicología de los personajes incluso secundarios, lo que da resultados interesantes desde el punto de vista dramático. Sin embargo, los intentos de renovar la fórmula suelen ser desastrosos, como la introducción de la voz en off de la asesina en Rest in Peace, Mrs. Columbo, por no hablar del peor de los 69 episodios, No Time to Die, un espantoso y vulgar ejemplo de tosca acción policial, con Colombo tratando de salvar a su sobrina de un secuestro, es decir, un episodio de acción sin duelo intelectual entre el detective y el criminal.

Tampoco los actores invitados son ya igual de célebres: repiten William Shatner, Patrick McGoohan y George Hamilton y se suman algunos nombres populares de la televisión de la época como los de Robert Foxworth, Dabney Coleman, Rip Torn o George Wendt (el Norm de Cheers, cuya esposa, como la de Colombo, nunca aparece en la serie). Quizá solo tres fichajes realmente llaman la atención: Anthony Andrews, el inolvidable actor de Brideshead Revisited junto a Jeremy Irons, Billy Connolly, en el penúltimo episodio de la serie, y Faye Dunaway, otra gloria del cine acuciada por la triste costumbre de la falta de papeles para actrices maduras.

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Dos actores tienen el curioso y envidiable honor de haber interpretado a villanos en Colombo y en películas de James Bond: Louis Jourdan y Donald Pleasence. Podríamos incorporar a Patrick Bauchau, pero no es realmente el antagonista de Bond en Live and Let Die. Lo curioso es que sí hay una chica Bond que interpreta a una asesina en la serie: Honor Blackman, la inolvidable Pussy Galore de Goldfinger.

Y el récord de interpretaciones criminales lo tiene otro clásico de la televisión: el fenomenal Patrick McGoohan, que ya había alcanzado la inmortalidad televisiva con aquella serie kafkiana y desconcertante titulada The Prisoner, tan superior a los churros de hoy de Netflix o Amazon. En Colombo, McGoohan dirigió varios episodios (no los mejores, en mi opinión), y fue antagonista en cuatro. No es, sin embargo, el rostro invitado que más se repite en la serie: la viuda de Falk, Shera Danese, aparece en seis, aunque solo es realmente asesina o cómplice de asesino en dos.

Todavía quedan varios actores vivos de la primera época de la serie: Dick van Dyke, que va camino de ser centenario, Clive Revill, George Hamilton, William Shatner, Joyce Van Patten, Hector Elizondo y Trish van Devere.

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¿Podría hacerse un remake de Colombo, ahora que la televisión abunda en resurrecciones casi siempre penosas, como las de Dallas, Twin Peaks o Expediente X (o la misma The Prisoner)? No me sorprendería una precuela horrible y afrentosa del tipo El joven Colombo, que empezara con la adquisición de su gabardina.

Habría que buscar un actor capaz de aceptar el reto de competir con el inolvidable desaliño y la falta de glamour de Falk. Joe Pesci hace unos años hubiera sido idóneo, diría yo. Hoy quizá podría servirnos Paul Giamatti. O Martin Freeman. El físico de Peter Dinklage lo determina excesivamente, en mi opinión, Y, aunque es por supuesto inviable, no niego que he soñado con Franchella o Eduard Fernández arrebujados en la gabardina.

¿Actores para los papeles de villanos? Tendrían que ser estrellas del nuevo milenio, guapos o como mínimo carismáticos. Y cerebrales, sin duda. Se me ocurren algunos con madera criminal: John Hamm, Robin Wright, Matthew McConaughey, Benedict Cumberbatch, Karl Urban, Idris Elba, Viola Davis, Brian Cox, Lena Headey, Mads Mikkelsen, Terry O’Quinn, Christopher Waltz, Gary Sinise. Y la cuota latina, con Sofía Vergara.

Colombo se enfrentaría ahora a otros perfiles sociales que seguramente revelarían de manera indirecta la evolución de la cultura actual: un influencer, un cantante de trap, un gurú de Silicon Valley, un creador de videojuegos, artistas tipo Banksy o Jan Fabre (que, por cierto, ha tenido problemas reales con la justicia), un presentador de late night, un productor de Netflix o equivalente.

Aunque, puestos a imaginar, mi mayor placer sería un crossover o un fanfiction. ¿Colombo contra Lex Luthor? ¿O contra los hipócritas ricachones como Tony Stark o Bruce Wayne? ¿Contra Don Draper o Frank Underwood? ¿Contra el Fumador de Expediente X?

Mejor aún: contra Tom Ripley.

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Los colombófilos fetichistas de la serie tienen en internet multitud de datos eruditos y listas. No quiero competir con ellos, pero sí tengo mi propia lista:

El mejor final de episodio: Colombo y el asesino disfrutando de un buen vino en Any Old Port in a Storm (muy cerca, Colombo elogiando la música del personaje de Johnny Cash en Swan Song).

El momento más visualmente vanguardista: el plano de pantalla dividida en Death Lends a Hand.

El episodio con más sentido dramático: Murder, a Self-Portrait.

El episodio con más contenido estético (sobre cine y vida): Murder, Smoke and Shadows.

El asesinato más sofisticado: el crimen que utiliza la percepción subliminal en Double Exposure.

El mejor momento de Colombo como personaje: su incomodidad con una nueva gabardina en Now You See Him.

El asesino más orgulloso en la derrota: Trish Van Devere, en Make Me a Perfect Murder (en dura competencia con Patrick McGoohan en By Dawn's Early Light).

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Just one more thing…

Ya no sé si Colombo es un mito o una idea platónica. Sea como sea, a veces siento que ha sido una sombra a lo largo de mi vida. De niño, me desconcertaban su lentitud metódica y su manera de convertir en juego algo siniestro. De adulto, se convirtió en un resumen esquizoide de muchos aspectos de mi vida: orden y rebeldía, pureza e impureza, centro y márgenes. Hoy lo veo como un misterioso oráculo.

Siento su inminencia y me preparo para el largo y fluctuante interrogatorio. Algo tiene apuntado en su bloc de notas; algo sobre mí. Soy culpable, y él lo sabe.




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