"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 24 de enero de 2016

MILENIO

Modestamente, diré que tengo algo de profeta.
Nunca en mi vida he acertado en una predicción, lo que, en cierto modo, me asegura una capacidad profética, aunque sea en negativo. Basta que yo profetice algo para que no se cumpla.
Por eso he optado, finalmente, por no aventurar hipótesis de futuro sobre política o literatura. No me atrevo, por tanto, a decir cuáles serán las consecuencias del cambio digital para la literatura y particularmente para el mundo de la ficción, que es mi campo de trabajo. Pero sí creo que es posible y necesario reflexionar sobre algunas significativas correlaciones de la cultura actual con respecto al momento histórico que vivimos. No sé si de aquí saldrán certezas ni análisis originales, pero puede que salgan otros resultados, tal vez no inanes: confesiones de lector, inquietudes de novelista, preocupaciones de profesor. Y quizá incluso una poética.
Veamos. Vivimos un tiempo abrumador de novedades, productos de todo tipo y aceleraciones múltiples. Cada año parece que adviene un apocalipsis nuevo. Pero entre tanta ansiedad, entre tanto azoramiento cognitivo, hay que buscar la jerarquía, el orden de prioridades: el que no quiera hacerlo es porque ya está en la parte alta de la pirámide social y no le conviene mirar hacia abajo. Y la prioridad se llama capitalismo. Con sus corolarios, especialmente la democracia liberal y la economía globalizada.
La tecnocracia, cada vez más fundamentalista, nos invade hoy con su jerga económica y el dinero es el Verbo; pues bien, hablemos de micro y macro, como hacen los pesados de los economistas, aún peores profetas que yo. En literatura, como en economía, lo micro serían las pequeñas batallas locales, nacionales o regionales: competencias entre escritores, hiperproducción novelística, letanías sobre la malvada mercantilización del arte, dinosaurios dispuestos a todo por defender el brillo social de su grandeza humanística frente a la masa lectora que sin embargo es la que sostiene el inmenso negocio cultural. Nunca antes se había escrito tanto, publicado tanto y leído tanto. Hay infinidad de opciones literarias, géneros, recursos, propuestas, centrales y periféricas, conservadoras y provocadoras. En ese sentido, quizá deberíamos sentirnos felices sujetos de la cultura masificada del nuevo milenio. Cualquiera puede ser escritor (o artista o intelectual), y cualquiera lo es, de hecho.
Pero hay árboles y hay bosque.
Uno de los peores efectos del desprestigio del marxismo como herramienta de análisis es que hemos perdido la capacidad de sospechar, de desconfiar, de ejercer la crítica preventiva; esa malicia intelectual de ver intereses ideológicos detrás de las bellas palabras y los conceptos elevados. Puede que antes estuviéramos así al borde de la paranoia, pero ahora, tan cultos que somos, tal vez estamos más alienados que nunca, y no nos damos cuenta. Quizá hemos llegado al punto aberrante de interiorizar que realmente Iberia quiere que lleguemos a tiempo a ver a nuestros seres queridos y Telefónica nos ayuda generosamente a no sentirnos solos. O que si la faja de un libro afirma que es una obra “comprometida”, lo es de verdad. Una especie de inconsciente consumista, vamos.
El capitalismo se ha naturalizado, y con él todas sus intrínsecas desigualdades, aceptadas pacíficamente –no entremos en ello- en las reglas democráticas. El interés, la competitividad, la eficacia, la rentabilidad, la mercantilización, se han sublimado y vuelto normales, colonizando todas las actividades, los sentimientos y por supuesto la cultura. La distopía capitalista (que llegará cuando la competencia sea definitiva) se está demorando y así nos resulta más fácil de digerir. Su programa fundamental, la democracia liberal, disminuye aparentemente los antagonismos y los conflictos basculando a partir de la aburrida mesocracia.
Si esto es, como creo, el factor macro, habría que empezar a pensar de otra manera la crisis actual, más allá de los vaivenes periodísticos, y, por ejemplo, podríamos entender la magnitud de fenómenos como el colapso mental de la socialdemocracia europea, tan importante para entender la política hoy. Pero otro día hablaré de eso. Hoy prefiero apuntar –ensayar- algunas ideas sobre la literatura. Aunque tal vez no lleguen ni a ideas y apenas sean intuiciones.
¿En qué afecta la totalización del capital y la democracia, por ejemplo, a la literatura, y particularmente a la novela? Pues en mucho más que las meras argucias editoriales y las posiciones económicas de los escritores, que son sólo tics del sistema. Afecta en términos de expectativas y valores; de, digamos, moralidad del género, de escritura barthesiana, si se me permite el afrancesamiento. La novela (ya sé: muchas novelas, no todas las novelas, pero déjenme que sea maximalista), la novela, decía, se ha desproblematizado, convertida en objeto de consumo y de disfrute, y por eso busca afanosamente guerras e injusticias lejanas (en el tiempo o en el espacio) para recuperar su raíz problemática, su convulsión esencial, su naturaleza polémica al menos desde Cervantes. Porque ha claudicado a la hora de plantear los problemas de la era democrática, o, cuando los encuentra, ofrece soluciones del siglo XX, en las que nadie cree o que son objetivamente obsoletas. El realismo crítico de base marxista, el mágico, la literatura fantástica, la autoficción, incluso la novela policiaca, la histórica o la metaliteraria, son modelos literarios de lo más inocente hoy; apenas llegan a objetos de uso confortable. El pulso del nuevo siglo está mucho más oculto y no es nada fácil percibirlo. No se encuentra, desde luego, en la caída de las Torres Gemelas.
Puede que seamos cada vez más democráticos, pero puede también que seamos cada día más aburridos y previsibles, como escritores y como lectores. Penetrar en el misterio de la era democrática, volverla extraña a nuestros ojos cada día más dóciles, es posiblemente el reto más audaz del novelista actual.
Pero ya está bien por hoy. Seguiremos más adelante.

No hay comentarios:

Publicar un comentario