MALAS NOTICIAS
Hoy, gracias a las nuevas tecnologías, padecemos un pregón
permanente y omnipresente de noticias casi siempre inquietantes, conflictos
recurrentes e irresolubles, obituarios que generan hipertrofia pública del
duelo, memes de desigual ingenio y citas a menudo falsas que encandilan a los
incautos. A eso habría que sumar los cada vez más habituales microfanatismos de
series de televisión, deportes minoritarios o cualquier otro fetiche, y las
reflexiones de todo tipo de expertos a la violeta con o sin acreditación
oficial. Se supone que nunca hemos tenido tenido tanta información a nuestro
alcance. Sin embargo, hace no mucho (yo lo recuerdo), en los tiempos del VHF y
el UHF, los lunes no había prensa en España, salvo aquel folleto llamado Hoja
del lunes.
Como estoy pasando una época de gerontocracia mental,
propongo que fomentemos la nostalgia e imaginemos un mundo en el que, al menos
los lunes, no tuviéramos que sufrir la mediocridad estética y moral de la
prensa española. Qué pureza informativa, qué ventilación para la sabiduría.
Buena parte de los problemas culturales y políticos de la España democrática se
explican claramente por la bajísima calidad de sus massmedia principales, que
además, en pleno cambio tecnológico y demográfico, están actuando a la
desesperada, rebajando aún más sus estándares y renunciando a asumir dignamente
lo que parece un interminable declive. En la sociedad audiovisual, titulares y destacados ya no pueden
esconder su intrínseca tendenciosidad, y las estrategias mercantiles son cada
vez más burdas ante la evidencia de las concentraciones empresariales y las conductas de mercenario.
Los nuevos periódicos digitales tendrán, seguramente,
bastantes de los mismos defectos, entre otras cosas porque siguen muchos de los
periodistas de antes, pero cabe la esperanza de que al menos la esfera pública
se higienice un poco y se recupere algo del decoro deontológico y aun retórico.
No se trata sólo del pasado añejamente nefasto de cabeceras como ABC y La
vanguardia, que deberían replantearse, por su propio bien, su servicio de
hemeroteca; a ello habría que sumar las delirantes portadas (de tebeo, o sea de
TBO) de La razón, las negritas hirientes de los titulares de El periódico, la
lobreguez cavernosa de El Mundo y, sobre todo, la soberbia sin fin de El país.
La falsa foto de Hugo Chávez agonizante, el editorial conjunto de los
periódicos catalanes después de la sentencia del Estatut, la lamentable portada de ABC sobre un presunto parricida y, en particular, la teoría de la
conspiración del 11-M son algunos de los rápidos ejemplos que muestran la
atrofia profunda que en España tienen los mitos liberales del periodismo
combativo, riguroso e independiente.
Mención especial merece El país en lo que me interesa, que
es la literatura, porque sus implicaciones han sido muy superiores a las de
otros periódicos, y porque su poder ha marcado notablemente las directrices en
estas décadas, amparando y propiciando la cultura socialdemócrata y
arrinconando cualquier tipo de pensamiento radical -no sólo político, sino
también literario-. Si al ABC le importaba proteger los toros y las
procesiones, El país optó por controlar la cultura de verdad como instrumento
perfecto para llevar a cabo una reconversión cultural paralela a la
reconversión industrial. En otras palabras: para sublimar la economía de mercado y legitimar un nuevo pacto entre autores, lectores y poder económico y político.
Juan Cruz, en sus memorias de Egos revueltos (inmejorable
ejemplo acerca de cómo un factótum leal a la empresa genera capital social para
la trayectoria de los escritores y para sí mismo), se indigna con la “manía
persecutoria” que durante años ha habido contra el grupo PRISA, es decir, el
holding compuesto, básicamente, por El país, la cadena SER y –entonces- la
editorial Alfaguara. ¿Manía persecutoria? No, no todos somos como Pedro J.
Ramírez o el exjuez Gómez de Liaño ni estamos en esas trincheras; algunos
simplemente creemos que, por encima de la pataleta envidiosa, la cultura
española de la democracia tiene que reescribir su relato dominante, que ha
tratado de hacer pasar gatos oligárquicos por liebres geniales e
internacionalmente valiosas. El traje nuevo del emperador, en la feliz
expresión del crítico de arte Alberto López Cuenca.
Les propongo como juego que hagan un dibujo uniendo los
diferentes puntos, que en este caso serían nombres importantes que abarcan la industria
cultural, la producción literaria, el periodismo y el mundo académico: Juan
Luis Cebrián, el mismo Juan Cruz, Francisco Rico, Javier Marías, el difunto
Javier Pradera, Fernando Savater, Antonio Muñoz Molina, Almudena Grandes, Juan
José Millás, Santos Juliá, Félix de Azúa, Antonio Elorza, Javier Cercas, José
Carlos Mainer y Jordi Gracia. Como círculo de poder, no está nada mal, desde
luego (y no incluyo a Vargas Llosa, el mismo que consagró a Cercas como
escritor comprometido). Ya me gustaría a mí formar parte de esa red: hay que
tener una buena red para poder tirarse al vacío. Ni siquiera son necesarios los
famosos seis grados de separación para terminar el juego de los contactos: no
pasan de dos grados. Cuando terminen el dibujo, les saldrá la cara de Juan
March. Digo, de Jesús Polanco. O Jesús de Polanco, para los apologetas del
libre mercado. Y el dibujo se convertirá en mapa con un poco de esfuerzo, si empezamos a incluir nombres aparentemente menos vinculados al periódico y su entorno, como Pérez-Reverte o los "poetas de la experiencia". Es el mapa de la literatura española de la democracia, en términos de ortodoxia literaria. No se trata, desde luego, del peor equipo intelectual de los posibles, sobre todo si lo comparamos con los núcleos de los diarios de la competencia, y hay que reconocer que es perfectamente legítimo defender a los amigos y cooperar con ellos; pero conviene alertar contra los peligros de ese darwinismo cultural según el cual los que triunfan son siempre los mejores (o los que mejor se adaptan).
Con todo, tampoco debemos caer en la conspiranoia anti-PRISA. El periódico aún ofrece momentos ricamente contradictorios: pienso en cómo coincide la promoción frecuente de Almodóvar con la presencia en las páginas del diario de uno de sus detractores más empecinados, el crítico Carlos Boyero. De hecho, hubo un
momento (seguramente en los años ochenta) en el que el periódico, con su
ombudsman y su libro de estilo, con su europeísmo y su cosmética moderna,
parecía representar una especie de credencial primermundista: la del periódico
“de referencia”, homologable a las cabeceras internacionales de prestigio y
capaz de reunir firmas diversas que ilusionaban con la fantasía (la quimera, en
realidad) de una cultura más intensamente democrática de lo que la tradición
librepensadora española había ofrecido. Estaba José Luis de Vilallonga, sí,
pero también el crítico de cine Ángel Fernández Santos o Manuel Vázquez
Montalbán o Moncho Alpuente. No obstante, la llamada "guerra del
fútbol" a mediados de los noventa empezó a mostrar inequívocamente la
prioridad empresarial de todo el proyecto y a hacer evidentes algunas falacias.
En 1997, el poeta Jorge Riechmann publicaba su poemario El
día que dejé de leer El país. Hoy, de forma casi tierna, el periódico se
resiste a perder la hegemonía, pero por mucho que promocione a Ciudadanos y que
Antonio Elorza machaque cada día a Pablo Iglesias, es evidente que no le llegan
las fuerzas para repetir el aplastamiento mediático al que sometió a Julio
Anguita en esos mismos años noventa, con la inestimable ayuda del troyano
Partido Democrático de la Nueva Izquierda, de Cristina Almeida (a.k.a. Rosa
Aguilar).
Da la impresión de que el cortafuegos empresarial de PRISA
está lleno de agujeros y ha empezado, por fin, el ajuste de cuentas con una
elite que ha gozado de enormes privilegios durante más de veinte años, moviendo
a destajo capitales de todo tipo y autoasignándose medallas al mérito europeo.
No todo merece el descrédito o la demolición, desde luego; pero una mínima
reescritura objetiva obliga a ajustar de nuevo los valores y a depurar los
hechos prescindiendo del autobombo sistemático de años de neoliberalismo
disimulado de civismo socialdemócrata. Además, aunque parezca asombroso, el
periódico y la cadena de radio todavía conservan un alto grado de credibilidad
para cierta izquierda bienintencionada que, de tanto miedo a los medios de
derecha, recurre a menudo a esas fuentes de información.
El grupo crítico de la Cultura de la Transición, o CT,
(Guillem Martínez, Amador Fernández-Savater y algunos otros del aparente sector
duro literario, como Echevarría o Gopegui) empezó hace unos cuatro años la
réplica, aunque parece precipitado y muy romántico sugerir, como hicieron
ellos, que el 15-M es el acta de defunción de toda esa cultura. Ahora, el
ensayo de Ignacio Sánchez-Cuenca La desfachatez intelectual se suma a la tarea
de desmitificación, según leo en el interesante adelanto del libro.
Se ha abierto la veda y parece que por fin están débiles. Algunos dirán que es el momento de atacar. ¿Lo hago?
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