NICARAGUA (y II)
Podría completar mi crónica de viaje con más detalles sobre la belleza
del país y la hospitalidad de la gente, hospitalidad que es afortunadamente muy
común en casi toda América Latina y de la que deberíamos aprender más en la
ruda España. Pero temo que se me agote la capacidad descriptiva, que nunca ha
sido mi mejor virtud retórica, y además me parece menos previsible dedicar
algún tiempo a reflexionar sobre otro nivel de experiencia turística, aunque
sea uno sin duda más pedante: me refiero a la que ha sido una primera
aproximación, lógicamente muy superficial, al mundo de la literatura
nicaragüense, más allá de las figuras reconocidas como Rubén Darío, Ernesto
Cardenal o Sergio Ramírez.
Creo que no está de más recordar a los lectores españoles la interminable
complejidad de la cultura latinoamericana, que desde España es vista como una
amalgama confusa llena de errores geográficos y antropológicos. Poco ayudan
algunas ideas estúpidas y neocoloniales, como la obsesión por hablar todos los
días de Venezuela o la política del premio Cervantes, que menoscaba vergonzosamente
la riqueza del continente al reducir más de veinte países a la mitad de
premios, cuando la otra mitad se los lleva solamente España.
En ese sentido, tener un primer contacto directo con la realidad cultural
de un país que no es dominante dentro de la propia América Latina conlleva una
inicial sensación de ignorancia a la que luego acompaña una creciente
curiosidad. Tengo cierta experiencia de inmersión en la cultura mexicana y algo
menos en la de otros países latinoamericanos, pero el caso de Nicaragua ofrece
una perspectiva muy diferente, al tratarse de un país objetivamente pequeño,
con unos códigos de comportamiento literario muy específicos y en ocasiones rígidos.
Un país, además, bastante encastillado en una tradición nacionalista y que ha
tratado de convertir su debilidad en fortaleza, reforzando muy enfáticamente su
autonomía frente a otras literaturas más expansivas y poderosas industrialmente,
como la mexicana. El resultado es en muchos sentidos curioso: si uno lee Memorial de
los 60, las memorias de juventud de uno de los críticos e intelectuales más
importantes del país, Jorge Eduardo Arellano, verá con cierta sorpresa que el
texto está escasamente permeado por los acontecimientos más destacados de una
época de fervor latinoamericanista: en los años del boom y de la euforia por la
revolución cubana, de Cien años de soledad y Rayuela, de Mundo Nuevo y Casa de
las Américas, la joven intelectualidad nica parece poco involucrada en el
fenómeno, lo que demostraría un determinado orden de prioridades, más nacional
que, digamos, bolivariano o guevariano. Quizá sea esa la fórmula para
fortalecer una tradición local, aunque no sé si los poetas fundadores, como
Rubén Darío o Salomón de la Selva, estarían de acuerdo con esa actitud
autárquica.
En realidad, estudiar la literatura nicaragüense es una práctica muy útil
para comprender las ventajas innegables de las metodologías socioliterarias
frente a los mitos románticos y místicos de la creación artística. Pocos países
ofrecen como Nicaragua la posibilidad de analizar todo un sistema literario en
una escala más o menos manejable, con sus luchas por la hegemonía literaria
(entre las elites de Granada y León, por ejemplo), con sus vínculos entre el poder
político y literario (antes Sergio Ramírez, hoy Rosario Murillo) o con el peso canonizador
de unas instituciones que son pocas y escasamente autónomas, y en las que
suelen repetirse, y no por casualidad, los mismos apellidos. Más
interesante aún quizá sea ver cómo el capital social y familiar acaba generando
capital simbólico en algunos casos: recordemos que Ernesto Cardenal es sobrino
de José Coronel Urtecho y primo de Pablo Antonio Cuadra, dos poetas decisivos
en la vanguardia nicaragüense y muy influyentes durante todo el siglo (lo que
ha contribuido a oscurecer el valor vanguardista precursor de Salomón de la
Selva, tema sobre el que yo mismo he hablado en alguna ocasión reciente).
Por supuesto, no todo en literatura se puede explicar de forma
mecanicista, y la prueba más importante sería justamente la aparición inesperada
en un pueblo remoto de ese niño superdotado que fue Rubén. Pero sí hay
relaciones de causa y efecto: la gloria rubeniana, por ejemplo, ha favorecido
la posición central que la poesía ha tenido en la tradición literaria nacional,
a diferencia de la novela y del teatro. De hecho, la revolución sandinista, con
todos sus testimonios y sus relecturas más épicas o más críticas, pudo impulsar
una tradición novelística propia sólida y exportable, pero, a pesar de Sergio
Ramírez, parece claro que ser novelista en Nicaragua no es un destino fácil y
que el repertorio de posibilidades está bastante limitado, tanto desde la
producción como desde el consumo. Eso me ha llevado a preguntarme qué parte de
la realidad nacional tematizaría y qué soluciones formales utilizaría si yo
fuera aspirante a novelista en Nicaragua. La triste paradoja es que quizás la
situación más o menos pacífica del país en las últimas décadas, en comparación
con otros países de la zona, haya impedido el surgimiento de una novela
problematizadora y crítica. No muy lejos, el salvadoreño Horacio Castellanos
Moya ha rentabilizado estéticamente la violencia de su país, lo que le ha
permitido –merecidamente- una proyección internacional, y algo parecido podría
decirse del guatemalteco Rodrigo Rey Rosa.
Espero poder dedicarle más tiempo a estos temas sin caer en la horrible obligación de escribir
artículos encorsetados con forma y sentido de churro matutino para revistas
peer-reviewed, artículos que leerán y juzgarán profesores que seguramente saben menos de
Nicaragua que yo mismo. Y así tendré la excusa perfecta para regresar al país, naturalmente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario