BALANCE DE OTOÑO
Lo más descorazonador del momento político español tal vez sea la
necesidad de admitir el asombroso triunfo de la inanidad estratégica de Mariano
Rajoy. Con su débil elocuencia y su parsimonia permanente, Rajoy ha acabado
consolidando un liderazgo inverosímil, una especie de mediocridad napoleónica, que
ha borrado incluso a la oposición interna de su partido (¿quién se acuerda
ahora de las ambiciones políticas de Ruiz Gallardón o Aguirre?). Gobernará en
minoría, sí, pero cuenta con el respaldo básico de la muleta de Ciudadanos,
cuya vacuidad ideológica garantiza el servilismo en los temas fundamentales, y
con la desesperada necesidad de ganar tiempo por parte de un PSOE desorientado
cuyo aparato no sabe cómo disimular ya el cínico acomodo en el establishment. Cualquier mínima
recuperación del empleo –gracias a la basura contractual, por supuesto- ayudará
a que la legislatura avance con pocos traumas, y el recrudecimiento de la
obsesión independentista –por ejemplo, cuando Carme Forcadell, merecidamente,
sea inhabilitada, o cuando vuelva la cantinela de otro referéndum, “esta vez el
bueno”- le dará a Rajoy la munición necesaria para satisfacer los peores
instintos de sus votantes (y de muchos de Susana Díaz).
En ese panorama no hay buenas noticias; ni siquiera la enésima
constatación de la degradación moral y deontológica de PRISA y Felipe González.
A Cebrián y sus secuaces escritores y profesores (puro canon de la cultura
española) les va perfecto un gobierno en minoría, al que puedan sermonear y
amenazar cuando se desvíe mínimamente del proyecto fundamental, que es mantener
y aumentar en lo posible ciertos beneficios materiales muy particulares. Visto
así, el Régimen del 78 languidece pero sobrevive, como sobrevive la
cleptocracia después del control de daños, y desde luego es inmune a las toscas
provocaciones de la pseudoizquierda que hoy lidera (en la burricie de las redes
sociales) alguien como Gabriel Rufián, tan bochornosamente emblemático de lo
que el independentismo quiere ser y en realidad es.
De hecho, las posibilidades de transformación sociopolítica a corto plazo
han quedado enormemente dañadas, y no sólo desde el horizonte utópico, sino
desde el más estrictamente moderado y posibilista. El único gobierno
mínimamente alternativo a la vista (PSOE-Podemos) tiene que demostrar que es
deseable pero sobre todo que es viable, cosa nada fácil a estas alturas. EL
PSOE ha perdido toda su capacidad de iniciativa: con González aprovechó la
ventaja de la modernización, y Zapatero aún supo aprovechar durante algunos
años las ventajas simbólicas de la socialdemocracia en términos de derechos y
civismo. Pero la trampa de la macroeconomía europea asfixió el discurso buenista
y al PSOE, ya fatalmente envenenado de liberalismo económico, se le ocurrió que
la última ventaja que le quedaba para distinguirse de la derecha era lograr la
victoria simbólica de una mujer como candidata a la presidencia (operación
Díaz). Mientras tanto, mientras la crisis económica la gestionaban otros, eligieron
a un candidato de transición sin carisma ni experiencia ni brillantez (algo sabemos ya de su doctorado), que encontró de manera inesperada su mejor imagen
en una improvisada tenacidad que al final le ha convertido en víctima pero que
a cambio le ha dado vigor narrativo a su flojísima trayectoria política.
De todos modos, poco se puede esperar del PSOE desde hace ya muchos años;
su embotamiento político es previsible y seguramente irremediable. Más
interesantes son los dilemas y las ambigüedades de la autoproclamada oposición
verdadera. Después de capitalizar astutamente la indignación, Podemos ha
descubierto su techo electoral y empieza a asumir que Pablo Iglesias genera
demasiado rechazo como para ser algún día presidente. La lectura positiva para
ellos es que nunca en la democracia una fuerza tan irritante para las
oligarquías había tenido tanta presencia parlamentaria y pública, y a ello hay
que añadir que han absorbido sin demasiada dificultad a Izquierda Unida, por lo
que ya pueden presumir del monopolio de la resistencia. Así, las hoces y los
martillos están cada vez más escondidos y tal vez sea adecuado para la táctica
política del podemismo: no se asaltarán los cielos pero puede que se logre
cierto margen de intervención que al menos ponga algunos límites a la voracidad
de los poderes económicos.
Sin embargo, Podemos debería tomar nota de cómo el exceso de plasticidad
ideológica ha acabado desdibujando al PSOE y desmotivando a su confundido
electorado. La disolución progresiva del Partido Comunista de España es en este
aspecto muy importante, porque afecta gravemente a la percepción que la
sociedad puede y debe tener sobre lo que es el desgarro vertical del mundo
contemporáneo en la nueva fase de capitalismo, tema el que Podemos se mueve en
la calculada ambigüedad. En otras palabras: la cuestión política fundamental de
nuestro tiempo es el debilitamiento del Estado en la era del capitalismo
financiero. Y esa cuestión es especialmente intrincada y ambivalente en el
contexto europeo.
Porque cuando los burdos intoxicadores antipodemitas de la prensa sacan
el ejemplo griego, tienen razón pero al revés de lo que creen. La lección de Varoufakis
demuestra las tristes limitaciones del margen de acción de los Estados
nacionales frente a las sombrías instituciones de la Unión Europea, y el
fracaso evidente del sueño de la Europa próspera y solidaria que nos venden
películas tramposas pero eficaces como Intocable.
El podemismo es, creo, perfectamente consciente de ello, pero también de que un
Brexit a la española es sencillamente
impensable por la inmensa deuda económica pero también emocional que España
tiene con Europa. Por ello, en este punto concreto del debate es necesario más
que nunca racionalizar la indignación, y es ahí donde la toma de conciencia
política es más decisiva, aunque sea asumiendo pública y honestamente la
derrota, porque quizá no haya otra forma depurar el lenguaje político de las
múltiples seducciones que cada día ofrece el neoliberalismo. Seguramente sin
esa toma de conciencia se puede actuar de muchas maneras todavía, pero hay que
tener mucho cuidado con el riesgo de conducir una ilusión política a una (otra
más) frustración total.
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