UN MAL QUE YA NO SE CURA VIAJANDO
Durante los primeros catorce años de mi vida, la lengua
catalana fue algo muy secundario, esporádico y casi exótico. Pocos en mi
entorno social y familiar de Barcelona hablaban en esa lengua y el único medio de
comunicación importante en catalán, el canal TV3, se veía mal (y en blanco y
negro) en nuestro hogar; de hecho, de su programación, bastante precaria
todavía, sólo nos interesaba saber quién había intentado asesinar a JR Ewing en
Dallas (una serie infravalorada pero que ilustra muy bien las corruptelas del
capitalismo avanzado que hoy son comunes en España). Yo me había educado con
los cómics de Bruguera y desdeñaba Cavall fort; había leído Tintín pero nunca Massagran.
Por supuesto, mi barrio era un barrio informe, desestructurado y mal asfaltado,
con muchos inmigrantes andaluces o gallegos llegados especialmente en los años sesenta. Es
una historia bastante común y conocida, y quien quiera familiarizarse con el
imaginario y la topografía de esa generación charnega puede documentarse bien
en los textos de Javier Pérez Andújar, que precisamente ha estado en el centro
de una lamentable polémica en los últimos tiempos.
Sin embargo, la entrada en el bachillerato me cambió radicalmente la
perspectiva sociológica: casi todos los profesores eran catalanohablantes y
muchos de los estudiantes, procedentes de otros barrios como Horta o el Congrés,
también. A partir de ahí, empecé a comprender (ya sé que a veces soy lento) la
intrahistoria lingüística de todo mi entorno; me di cuenta de que casi la mitad
de los vecinos de nuestro edificio con aluminosis eran también catalanohablantes pero siempre
nos habían hablado en castellano e incluso se habían presentado a sí mismos con
sus nombres castellanizados, fuera por simple cortesía o por miedo a los
rescoldos más o menos inconscientes de la represión franquista. Incluso fui
conociendo poco a poco casos de familiares o vecinos, siempre mujeres, que
habían renunciado totalmente al uso doméstico de la lengua catalana al casarse
con maridos castellanohablantes.
Quizá de ahí nazca un tipo de deuda moral que muchos hemos sentido hacia
la tierra de acogida (acogida siempre según normas burguesas, no lo olvidemos)
y que nos ha hecho muy difícil tener una actitud resistencialista frente al cansino fervor
patriótico desatado intensamente en los últimos cuatro años en Cataluña, en lo
que se ha llamado con solemnidad litúrgica “el proceso soberanista” y que ahora
mismo se encuentra en una posición complicadísima que sólo augura un aumento de
la frustración, la monserga mediática y el hooliganismo. Para muchos de
nosotros, cualquier reacción frente a la obsesión identitaria catalanista
suponía un riesgo mayor, el de homologarse de algún modo con la catalanofobia
fomentada descaradamente desde los medios de comunicación madrileños (y, ay, sevillanos,
también). Esa España fanática, patriotera y rancia era el polo opuesto para
toda una tradición de pensamiento izquierdista que nos atraía y que al menos
había podido encontrar en Cataluña una cierta oxigenación sazonada de modernidad pretendidamente nórdica. Hoy esa percepción (heredada de la leyenda
de la gauche divine, seguramente) es casi imposible y el nacionalismo catalán
está mostrando tenazmente su condición simétrica con respecto al nacionalismo
españolista.
La cuestión de la lengua es, evidentemente, un asunto muy sensible y más
en un país como España en el que el cosmopolitismo nunca ha sido tendencia y en
el que a la RAE sólo ha faltado sacarla en procesión. En ese sentido, la
preocupación por los problemas de la cultura catalana tiene muchísimos
respaldos históricos. Sin ir más lejos, por poner una anécdota de mi gremio, hace
poco he tenido noticia de unos memorables textos de 1884: las cartas de Benito
Pérez Galdós al novelista catalán Narcís Oller, en las que don Benito se pone garbancero de verdad y le reprocha a Oller que escriba en catalán: “Lo
que sí le diré es que es tontísimo que Ud. escriba en catalán. Ya se irán Uds. curando de la manía del catalanismo y de la “renaixença”… La novela debe
escribirse en el lenguaje que pueda ser entendido por mayor número de gente
(..). El catalán, por lo que poco que yo entiendo de él, no tiene construcción
propia (…) La sintaxis, la construcción, son las nuestras. No difiere más que
en las palabras, cuya tosquedad y dureza hieren el oído.” (William
Shoemaker, “Una amistad literaria: la correspondencia epistolar ente Galdós y
Narciso Oller”, Butlleti de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, 30
(1963-64) pp. 267 y 273). Lo más valioso de la anécdota, en mi opinión, es que
el sermón lo pronuncia el escritor que pretende ser realista (de hecho,
naturalista en esos años); es decir, un escritor realista le dice a otro que
debe reflejar en castellano la realidad de los catalanohablantes del momento.
¡Bendita ilusión mimética!
Ahora bien, la situación de perfectibilidad de la cultura catalana hoy es
un diagnóstico razonable muy alejado de las visiones apocalípticas sobre el “aniquilamiento”
de esa cultura o su extinción a medio o largo plazo, con la que el
independentismo intenta vorazmente sumar argumentos emocionales a los supuestos
agravios económicos que impiden que Cataluña tenga el nivel de vida de
Dinamarca. Conscientes de que el asunto es delicado y de que puede asustar a
muchos indecisos a los que la codicia sí les tienta, el independentismo se
muestra vago a la hora de precisar el estatuto que tendría el castellano en una
hipotética Cataluña independiente. Sin embargo, las elites académicas y los
sectores más duros lo tienen bastante claro: catalán y, en todo caso, aranés serán las únicas
lenguas oficiales. Se trata, desde luego, de un problema crucial, que el
independentismo quiere postergar para el momento utópico en el que desaparezca
cualquier injerencia del Estado español en favor de unos concretos intereses
culturales.
De todos modos, muchos de los defensores acérrimos de la teoría
apocalíptica de la cultura catalana deberían preocuparse más por los problemas
endógenos actuales y recordar que el humorista Eugenio hizo más por esa cultura
que muchos de los artistas "comprometidos" de hoy. La homogeneización estratégica
del sistema cultural catalán está propiciando una cerrada equivalencia, cada
vez más cateta, entre Catalunya, Generalitat, TV3 y Barça; una fórmula que ha
incrementado visiblemente el chovinismo y la atrofia de la
cultura entendida como ejercicio crítico o riesgo estético. El “todos somos
Messi” es la mayor aberración de una obsesiva tendencia a reforzar símbolos
identitarios y a exaltar la dimensión mágica, romántica y más simplona del
proyecto independentista. No importa que Quim Masferrer y Juan y Medio sean
casi intercambiables, como las chirigotas gaditanas y Polònia. Se trata de
encastillar un sistema para dar impresión de unidad y hacer verosímil la fantasía modelo Braveheart de “la libre voluntad del pueblo”; un pueblo más preocupado por el fútbol
que por leer, por ejemplo, al mismo Oller.
Ahí entra en juego la función decisiva de una intelligentsia cada vez más
autoconsciente y poderosa que ha encontrado una mina en los debates políticos y
las conjeturas futuristas. Igual que en Madrid se instaló hace mucho una lista
de intelectuales cortesanos que gozan de su cercanía con el gran capital y el
famoseo de la villa y corte, y que han sido los perfectos mercenarios de las
trincheras de Cebrián o Pedro J., Barcelona está consolidando su propia milicia
de patriotas intelectuales que, como tantas otras veces en este siglo y el
anterior, en España y en cualquier parte, tienden a confundir los intereses de
su clase con los de una población de la que se sienten intérpretes y a la que
arengan o amonestan con aparente convicción. Esos opinantes (que probablemente fueron los que engatusaron, por ejemplo, al conde de Godó, propietario de La vanguardia) sueñan con tener por fin un gran mercado propio nacional
de verdad en el que vender su producción simbólica con menos competencia y
acaparar la oferta, y por eso han intentado con todos sus recursos hacer
verosímil la fantasía de la independencia y la posibilidad de una “revolución
de terciopelo” que suavice cualquier trauma histórico y las feas comparaciones
con otros casos de patriotismo fanático. Así, llevan cuatro años sublimando el
diletantismo en tertulias y periódicos y gozando con la resemantización
permanente y camaleónica de los conceptos, lo que de paso garantiza una novedad
para cada Sant Jordi. Contribuyeron, con éxito, al marketing político perfeccionando
retóricamente la ambigüedad de conceptos como el “derecho a decidir”, “el soberanismo”, la “radicalidad
democrática” y el "mandato democrático"; teorizaron desde todos los ángulos sobre la democracia y la
legalidad encontrando mil salidas, incluso metafísicas (recordemos que TV3 busca a menudo a sacerdotes y monjas para la causa), a todos los dilemas, y han
dicho Diego una y otra vez sobre consultas, referendos, plebiscitos, mayorías, minorías y
hojas de ruta, todo para mantener activa la maquinaria propagandística en un
momento que parece de empate virtual entre secesionistas y unionistas. Con ello han
conseguido perpetuar su alianza con el poder político, controlar la opinión
pública catalana y consolidar el perfecto rival catalán de la famosa "Brunete
mediática" española.
En momentos como el actual, de impasse en el que los movimientos del
independentismo han de ser muy calculados, sobre todo con vistas a Europa, y en
el que tal vez hay que marear la perdiz con mucho estilo para simular
movimiento donde no lo hay, las voces de la intelectualidad (y algunos
contemporizadores que también se suman al negocio para jugar el papel de
intermediarios, que también es rentable hoy) se vuelven especialmente
importantes para mantener alta la moral de la masa y robustecer la palabrería
política en la batalla simbólica. Tienen un argumento a su favor, desde luego; y ese es la cerrazón
mental del españolismo hegemónico, que no le teme al pulso. Pero el juego de
las simetrías sólo sirve para aumentar una presión social cada vez más
agobiante, para jugar peligrosamente con las fronteras de la subversión y la desobediencia y, en
definitiva, para certificar la triste seducción religiosa que el nacionalismo
sigue manteniendo a ambos lados del Ebro.
Leerte ayer fue un lujo. Me hiciste el día ;-)
ResponderEliminarEn Carabanchel resolvíamos el asunto de la patria al modo paleolítico: la única digna de consideración era el barrio. Los más puristas, la ceñían al bar de la esquina y al parque más a mano donde disfrutar la dieta mediterránea: litrona y bolsa de pipas. El resto de mitos identitarios tipo “Castilla”, “España” o “Europa” nos la traían al pairo. Y para disfrutar del odio al enemigo nos sobraba con la gresca furbolera entre “aleti” y “madrí". Ahh.. qué buenos tiempos.
Coincido contigo. Las dos españas bélicas, no saciadas con el Barsa-Madrid, quieren joderse con el asunto del nacionalismo. Nada más español, por otra parte que esas ganas de bronca. ¿Solución creativa? Que la capital del reino se traslade a Barcelona. Madrid descansa un rato de su chulería y Barcelona puede darse un onanista baño de ombliguismo.
Ha sido un gustazo leer esta entrada. Muy bien.
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