"Yo no he muerto en México" (novela)

domingo, 2 de octubre de 2016

UN MAL QUE YA NO SE CURA VIAJANDO

Durante los primeros catorce años de mi vida, la lengua catalana fue algo muy secundario, esporádico y casi exótico. Pocos en mi entorno social y familiar de Barcelona hablaban en esa lengua y el único medio de comunicación importante en catalán, el canal TV3, se veía mal (y en blanco y negro) en nuestro hogar; de hecho, de su programación, bastante precaria todavía, sólo nos interesaba saber quién había intentado asesinar a JR Ewing en Dallas (una serie infravalorada pero que ilustra muy bien las corruptelas del capitalismo avanzado que hoy son comunes en España). Yo me había educado con los cómics de Bruguera y desdeñaba Cavall fort; había leído Tintín pero nunca Massagran. Por supuesto, mi barrio era un barrio informe, desestructurado y mal asfaltado, con muchos inmigrantes andaluces o gallegos llegados especialmente en los años sesenta. Es una historia bastante común y conocida, y quien quiera familiarizarse con el imaginario y la topografía de esa generación charnega puede documentarse bien en los textos de Javier Pérez Andújar, que precisamente ha estado en el centro de una lamentable polémica en los últimos tiempos.
Sin embargo, la entrada en el bachillerato me cambió radicalmente la perspectiva sociológica: casi todos los profesores eran catalanohablantes y muchos de los estudiantes, procedentes de otros barrios como Horta o el Congrés, también. A partir de ahí, empecé a comprender (ya sé que a veces soy lento) la intrahistoria lingüística de todo mi entorno; me di cuenta de que casi la mitad de los vecinos de nuestro edificio con aluminosis eran también catalanohablantes pero siempre nos habían hablado en castellano e incluso se habían presentado a sí mismos con sus nombres castellanizados, fuera por simple cortesía o por miedo a los rescoldos más o menos inconscientes de la represión franquista. Incluso fui conociendo poco a poco casos de familiares o vecinos, siempre mujeres, que habían renunciado totalmente al uso doméstico de la lengua catalana al casarse con maridos castellanohablantes.
Quizá de ahí nazca un tipo de deuda moral que muchos hemos sentido hacia la tierra de acogida (acogida siempre según normas burguesas, no lo olvidemos) y que nos ha hecho muy difícil tener una actitud resistencialista frente al cansino fervor patriótico desatado intensamente en los últimos cuatro años en Cataluña, en lo que se ha llamado con solemnidad litúrgica “el proceso soberanista” y que ahora mismo se encuentra en una posición complicadísima que sólo augura un aumento de la frustración, la monserga mediática y el hooliganismo. Para muchos de nosotros, cualquier reacción frente a la obsesión identitaria catalanista suponía un riesgo mayor, el de homologarse de algún modo con la catalanofobia fomentada descaradamente desde los medios de comunicación madrileños (y, ay, sevillanos, también). Esa España fanática, patriotera y rancia era el polo opuesto para toda una tradición de pensamiento izquierdista que nos atraía y que al menos había podido encontrar en Cataluña una cierta oxigenación sazonada de modernidad pretendidamente nórdica. Hoy esa percepción (heredada de la leyenda de la gauche divine, seguramente) es casi imposible y el nacionalismo catalán está mostrando tenazmente su condición simétrica con respecto al nacionalismo españolista.
La cuestión de la lengua es, evidentemente, un asunto muy sensible y más en un país como España en el que el cosmopolitismo nunca ha sido tendencia y en el que a la RAE sólo ha faltado sacarla en procesión. En ese sentido, la preocupación por los problemas de la cultura catalana tiene muchísimos respaldos históricos. Sin ir más lejos, por poner una anécdota de mi gremio, hace poco he tenido noticia de unos memorables textos de 1884: las cartas de Benito Pérez Galdós al novelista catalán Narcís Oller, en las que don Benito se pone garbancero de verdad y le reprocha a Oller que escriba en catalán: “Lo que sí le diré es que es tontísimo que Ud. escriba en catalán. Ya se irán Uds. curando de la manía del catalanismo y de la “renaixença”… La novela debe escribirse en el lenguaje que pueda ser entendido por mayor número de gente (..). El catalán, por lo que poco que yo entiendo de él, no tiene construcción propia (…) La sintaxis, la construcción, son las nuestras. No difiere más que en las palabras, cuya tosquedad y dureza hieren el oído.” (William Shoemaker, “Una amistad literaria: la correspondencia epistolar ente Galdós y Narciso Oller”, Butlleti de la Reial Acadèmia de Bones Lletres de Barcelona, 30 (1963-64) pp. 267 y 273). Lo más valioso de la anécdota, en mi opinión, es que el sermón lo pronuncia el escritor que pretende ser realista (de hecho, naturalista en esos años); es decir, un escritor realista le dice a otro que debe reflejar en castellano la realidad de los catalanohablantes del momento. ¡Bendita ilusión mimética!
Ahora bien, la situación de perfectibilidad de la cultura catalana hoy es un diagnóstico razonable muy alejado de las visiones apocalípticas sobre el “aniquilamiento” de esa cultura o su extinción a medio o largo plazo, con la que el independentismo intenta vorazmente sumar argumentos emocionales a los supuestos agravios económicos que impiden que Cataluña tenga el nivel de vida de Dinamarca. Conscientes de que el asunto es delicado y de que puede asustar a muchos indecisos a los que la codicia sí les tienta, el independentismo se muestra vago a la hora de precisar el estatuto que tendría el castellano en una hipotética Cataluña independiente. Sin embargo, las elites académicas y los sectores más duros lo tienen bastante claro: catalán y, en todo caso, aranés serán las únicas lenguas oficiales. Se trata, desde luego, de un problema crucial, que el independentismo quiere postergar para el momento utópico en el que desaparezca cualquier injerencia del Estado español en favor de unos concretos intereses culturales.
De todos modos, muchos de los defensores acérrimos de la teoría apocalíptica de la cultura catalana deberían preocuparse más por los problemas endógenos actuales y recordar que el humorista Eugenio hizo más por esa cultura que muchos de los artistas "comprometidos" de hoy. La homogeneización estratégica del sistema cultural catalán está propiciando una cerrada equivalencia, cada vez más cateta, entre Catalunya, Generalitat, TV3 y Barça; una fórmula que ha incrementado visiblemente el chovinismo y la atrofia de la cultura entendida como ejercicio crítico o riesgo estético. El “todos somos Messi” es la mayor aberración de una obsesiva tendencia a reforzar símbolos identitarios y a exaltar la dimensión mágica, romántica y más simplona del proyecto independentista. No importa que Quim Masferrer y Juan y Medio sean casi intercambiables, como las chirigotas gaditanas y Polònia. Se trata de encastillar un sistema para dar impresión de unidad y hacer verosímil la fantasía modelo Braveheart de “la libre voluntad del pueblo”; un pueblo más preocupado por el fútbol que por leer, por ejemplo, al mismo Oller.
Ahí entra en juego la función decisiva de una intelligentsia cada vez más autoconsciente y poderosa que ha encontrado una mina en los debates políticos y las conjeturas futuristas. Igual que en Madrid se instaló hace mucho una lista de intelectuales cortesanos que gozan de su cercanía con el gran capital y el famoseo de la villa y corte, y que han sido los perfectos mercenarios de las trincheras de Cebrián o Pedro J., Barcelona está consolidando su propia milicia de patriotas intelectuales que, como tantas otras veces en este siglo y el anterior, en España y en cualquier parte, tienden a confundir los intereses de su clase con los de una población de la que se sienten intérpretes y a la que arengan o amonestan con aparente convicción. Esos opinantes (que probablemente fueron los que engatusaron, por ejemplo, al conde de Godó, propietario de La vanguardia) sueñan con tener por fin un gran mercado propio nacional de verdad en el que vender su producción simbólica con menos competencia y acaparar la oferta, y por eso han intentado con todos sus recursos hacer verosímil la fantasía de la independencia y la posibilidad de una “revolución de terciopelo” que suavice cualquier trauma histórico y las feas comparaciones con otros casos de patriotismo fanático. Así, llevan cuatro años sublimando el diletantismo en tertulias y periódicos y gozando con la resemantización permanente y camaleónica de los conceptos, lo que de paso garantiza una novedad para cada Sant Jordi. Contribuyeron, con éxito, al marketing político perfeccionando retóricamente la ambigüedad de conceptos como el “derecho a decidir”, “el soberanismo”, la “radicalidad democrática” y el "mandato democrático"; teorizaron desde todos los ángulos sobre la democracia y la legalidad encontrando mil salidas, incluso metafísicas (recordemos que TV3 busca a menudo a sacerdotes y monjas para la causa), a todos los dilemas, y han dicho Diego una y otra vez sobre consultas, referendos, plebiscitos, mayorías, minorías y hojas de ruta, todo para mantener activa la maquinaria propagandística en un momento que parece de empate virtual entre secesionistas y unionistas. Con ello han conseguido perpetuar su alianza con el poder político, controlar la opinión pública catalana y consolidar el perfecto rival catalán de la famosa "Brunete mediática" española.

En momentos como el actual, de impasse en el que los movimientos del independentismo han de ser muy calculados, sobre todo con vistas a Europa, y en el que tal vez hay que marear la perdiz con mucho estilo para simular movimiento donde no lo hay, las voces de la intelectualidad (y algunos contemporizadores que también se suman al negocio para jugar el papel de intermediarios, que también es rentable hoy) se vuelven especialmente importantes para mantener alta la moral de la masa y robustecer la palabrería política en la batalla simbólica. Tienen un argumento a su favor, desde luego; y ese es la cerrazón mental del españolismo hegemónico, que no le teme al pulso. Pero el juego de las simetrías sólo sirve para aumentar una presión social cada vez más agobiante, para jugar peligrosamente con las fronteras de la subversión y la desobediencia y, en definitiva, para certificar la triste seducción religiosa que el nacionalismo sigue manteniendo a ambos lados del Ebro.

2 comentarios:

  1. Leerte ayer fue un lujo. Me hiciste el día ;-)

    En Carabanchel resolvíamos el asunto de la patria al modo paleolítico: la única digna de consideración era el barrio. Los más puristas, la ceñían al bar de la esquina y al parque más a mano donde disfrutar la dieta mediterránea: litrona y bolsa de pipas. El resto de mitos identitarios tipo “Castilla”, “España” o “Europa” nos la traían al pairo. Y para disfrutar del odio al enemigo nos sobraba con la gresca furbolera entre “aleti” y “madrí". Ahh.. qué buenos tiempos.

    Coincido contigo. Las dos españas bélicas, no saciadas con el Barsa-Madrid, quieren joderse con el asunto del nacionalismo. Nada más español, por otra parte que esas ganas de bronca. ¿Solución creativa? Que la capital del reino se traslade a Barcelona. Madrid descansa un rato de su chulería y Barcelona puede darse un onanista baño de ombliguismo.

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  2. Ha sido un gustazo leer esta entrada. Muy bien.

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