LEJANÍA DE LAS SOLUCIONES
Como se ha
podido comprobar, el plan Rajoy para aliviar la tensión en Cataluña tenía un
alcance limitado, perfectamente explicable por la mezcla constante de cobardía,
ineptitud e improvisación que ha caracterizado al presidente y su equipo de
genios a la hora de afrontar el problema. Es cierto que el despertar del Leviatán
pepero desconcertó provisionalmente al independentismo con la fuerza hidráulica
del 155 y sobre todo con la convocatoria rápida de elecciones después del
Octubre Negro, pero el resultado electoral –como algunos preveíamos- ha sido
básicamente muy similar al de 2015. Hay que admitirlo: a pesar del auge de
Ciudadanos (que, por ejemplo, ha ganado en mi barrio, Nou Barris, feudo
tradicional del PSC), los independentistas han vuelto a ganar, y
monterrosianamente el problema sigue estando ahí al despertar. El descenso en sus resultados
es real, sí, y desde luego siguen estando lejos de poder usufructuar la
voluntad popular como les gustaría, pero el descenso ha sido menor de lo
deseado por algunos, porque al final sólo se ha sustituido el voto de la
ilusión utópica o más bien quimérica por el voto visceral de la resistencia y
el orgullo herido. De poco han servido los signos de catástrofe económica, que
un buen patriota cerril y fanatizado acaba entendiendo como un chantaje inaceptable de los
que anteponen la avaricia a los valores inmateriales de la nación; del mismo
modo, el doblepensar independentista funciona a toda máquina cuando se trata de
salvar la imagen del escaqueo de su presidente, una figura cada día más virtual
y más afectada de ventriloquía (aunque se debe reconocer que la jugada de Junts
per Catalunya le ha salido sorprendentemente bien, sobre todo frente al
sacrificio -bastante más digno en términos narrativos- de Junqueras).
No olvidemos que
la esfera pública catalana, tan potente desde hace algunos años y tan mal
comprendida desde Madrid y el resto de España, sigue siendo clave hoy, porque
ahí sí que funciona el marco mental de esa desconexión nacional que todavía no
se puede sustentar administrativa o jurídicamente. Los altavoces mediáticos digitales
o en papel han conseguido en buena medida disimular para sus hooligans (que son muchos) la necesaria autocrítica por
la chapuza de independencia, tapándola con el via crucis de sus presos y sus
pseudoexiliados y con una tenaz campaña para convertir inverosímilmente el 1 de
octubre en el Tiananmen catalán. El fracaso de la vía unilateral seguramente se
ha interiorizado, pero la maquinaria propagandística no cede y parece lejano el
momento de asumir de manera cabal y sosegada la asombrosa ingenuidad del terciopelo
revolucionario con el que el independentismo creía que iba a envolver su
autoestima (su cofoisme) y regalarse
a sí mismo un destino épico y a la vez impune, y encima con todas las alfombras rojas y las
fanfarrias. Quizá habría que revisar ahora la hemeroteca y reinterpretar
algunas advertencias y/o amenazas, antes de seguir con el relato de la
¿fingida? sorpresa ante la respuesta del Estado, y sólo como ejemplo me permito
recordar cómo un oligarca como Juan Luis Cebrián, perfecto exponente del
centralismo madrileño más codicioso, ya avisaba proféticamente en febrero de
este año de que el problema del independentismo no iba a ser cuándo
conseguirían la independencia, sino cuándo recuperarían la autonomía si seguían
por el camino que llevaba traumáticamente al 155.
Parece, por
tanto, que no hay independencia en el horizonte (el 3 de octubre sí la había,
seguramente), pero en cambio habrá procesismo para rato, en espera de azares
beneficiosos para la causa (¿qué pasaría si, para complicar más la cosa, el
Tribunal Constitucional tuviera un ataque de epilepsia y anulara en todo o en
parte la aplicación del 155?) y sobre todo de errores de la derecha española
que propicien un escalón más de agravios. Las persianas de la negociación están
bajadas y tardarán mucho en volver a subirse, especialmente si Rivera aumenta sus
posibilidades electorales a nivel español. Además, el calendario judicial es
imparable y va a interponerse una y otra vez en el calendario político, lo que
limita las promesas (incluso las falsas promesas) de los políticos de Madrid. Es
decir: la generosidad no estará en la agenda al menos durante un tiempo, lo que
nos condena a otro año como mínimo de multiplicación de resentimientos y
anulación de empatías. En cuanto a la reforma constitucional, que sería la
solución más accesible al menos como gesto, parece que se va a aletargar y no pasará de su fase actual de semilla, porque el Estado está exhibiendo
músculo por fin y le gusta su imagen ante el espejo. Y es que la gran tragedia del
pésimo control del tiempo por parte del independentismo a partir del 6 de
septiembre es que la opción de dar más autogobierno de algún modo a Cataluña se
está volviendo cada vez menos viable por culpa de la impaciencia y el autoritarismo golpista de la
Generalitat, tan claramente confirmados por los hechos. Si ya en octubre fue
costosa la reinstauración del orden constitucional, ¿cómo garantizar que no
habrá nuevas deslealtades en el futuro, con más autogobierno catalán por
ejemplo fiscal o judicial? Es un embrollo de muy difícil solución, incluso
quitando de en medio a Rajoy y Puigdemont.
Además, la
renuncia estratégica a la generosidad puede ser la antesala de un problema aún
más grave: el resurgir en España de un nacionalismo excluyente, desacomplejado y
recentralizador, de nefastas resonancias históricas, que puede avalar gobiernos
de derecha para muchos años. El desgaste del PP lo está aprovechando
Ciudadanos, lo que puede suponer que la alternancia política acabe convertida
en un mero cambio de la caspa por el Nenuco, o lo que es lo mismo, de la
derecha rancia por un neoliberalismo igualmente servil con el Ibex 35 pero lleno de postureo
renovador. En cambio, la posible alternativa de izquierdas (o “izquierdas”, ya
sabemos) tal vez no sobreviva a la dinámica de resentimientos
territoriales y a la más que probable nueva estigmatización de los
nacionalismos periféricos. De hecho, el impulso descarado de algunas voces a
chorradas como la de Tabarnia puede ser el anticipo grotesco de múltiples
demostraciones de testosterona española y chulería castiza (“a por ellos”),
perfectas para, entre otras cosas, dejar la reforma laboral como estaba y esconder
los casos de corrupción en el pudoroso limbo de las noticias menores, que son
las que no afectan a la sagrada unidad de España.
Por todo ello,
pensaba terminar esta reflexión atreviéndome a decir que el año 2018 no puede
ser peor que el pasado, pero lo cierto es que tampoco creo que vaya a ser mucho
mejor. Cualquier lector dirá que ese es un final vacío, y seguramente tendrá
razón, pero qué le vamos a hacer: es lo que pasa cuando se vive en un
laberinto. “Que tercamente se bifurca en otro, / que tercamente se bifurca en
otro…”, como decía el poeta (búsquese en Google).
Bueno, a mi me parece que el hecho diferencial tabarnés pudiera ser que son catalanes con gracia. Pero en fin, aparte chistes malos, seguiremos esperando a Puiggodot y a ver qué tal. Un saludo y mis mejores deseos (editoriales y personales) para el año nuevo.
ResponderEliminarIgualmente, querido Pepe. A ver cuándo nos encontramos.
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