ARTÍCULO CASCARRABIAS (APRENDIENDO A IMITAR A JAVIER MARÍAS)
Estar
prudentemente lejos de la naturaleza es un signo de capacidad racional, y quien
lo niegue solo lo hace porque sueña con torturar a sus amistades con fotos de
viajes exóticos. La naturaleza, sin duda, hay que protegerla, pero a ser
posible desde la distancia; la ciudad es el único destino posible. A partir de
ahí, podemos ponernos nihilistas o dandis, podemos denunciar los humos cancerígenos
y la ansiedad acústica, podemos leer Poeta en Nueva York o ver Blade Runner,
podemos quejarnos de que todas las ciudades son ya no-lugares o meras franquicias
del Gran Capital. Pero el telurismo ya aportó todo lo que tenía que aportar a
la cultura.
Sin embargo, la
vida urbanita, precisamente por su interminable dinamismo, puede acabar siendo desquiciante
incluso en los comportamientos aparentemente nimios. A cada época le
corresponde su anecdotario de pestes urbanas, desde luego, aunque muchas de las
microestupideces se van superando lenta y costosamente. Por ejemplo, estamos ya
en fase de superación de la insoportable vanidad de los propietarios de perros,
que por fin empiezan a ser controlados legalmente ante la evidencia innegable
del descontrol excrementicio y de la chulería falocrática de algunos dueños. Por
desgracia, el viandante tranquilo, solitario y reflexivo tiene ahora nuevas
amenazas, aparentemente poco peligrosas pero que como todos los elementos
nocivos van dañando poco a poco las defensas del organismo. Y se trata de amenazas
que tienen además el agravante de las buenas intenciones, que como sabemos
pueden ser semillas de resentimientos muy profundos.
Los que como yo
viven en ciudades como Sevilla o Barcelona tienen que batirse diariamente con la
prepotencia permanente de los ciclistas, turba de maleducados y acaparadores
que no solamente atormenta con la gota malaya de sus timbrecitos horrísonos,
sino que cada vez se apropia de más suelo público, incapaces como son estos
ególatras faltones de ceder paso a los que no tenemos ruedas o de comprender
intelectualmente las virtudes morales del freno. Amparados en su supuesto
heroísmo anticontaminante y en otras formas de podemismo seráfico (aunque en
realidad la prioridad es ahorrar para poder aburguesarse bien en otras cosas),
disfrutan exhibiendo sus nalgas que creen prietas, sus gorras con la visera de
lado, su educación de LOGSE y sus prisas para llegar a ninguna parte.
Las esquinas
urbanas siempre han tenido riesgos de diverso tipo; hoy se añade el riesgo del
choque nada leve con algún mastuerzo atolondrado sobre dos ruedas. Los ciclistas urbanos combinan demasiado a menudo lo peor de
Mary Poppins y Lance Armstrong (que es mucho, y muy malo); disfrutan separando
madres y niños cogidos de la mano o aterrorizando a ancianas que en la calle no
tienen el servicio de teleasistencia. Porque no les bastan los carriles ya
dispuestos para las bicis, y su voracidad les lleva a serpentear y esprintar
entre los paseantes, que pronto tendremos que ir con espejo retrovisor mientras
no consigamos que por fin se ponga un examen obligatorio para los ciclistas,
como ocurre con los demás conductores. Puede que en algunas ciudades europeas
la convivencia entre peatones y ciclistas sea cómoda y respetuosa; no parece el
caso de las ciudades españolas, incluyendo las catalanas, que comparten
idéntica grosería y en la misma fase creciente.
Pero los
ciclistas no son los únicos supremacistas que en estos tiempos toman la calle y
disfrutan interrumpiendo las solitarias reflexiones de los viandantes. Uno ya no
sabe cómo guiarse con el GPS para evitar entrar en las calles que tienen el
spam insufrible de las oenegés que amagan con cerrar el paso armados con
sonrisa y carpeta. Hace tiempo, una conocida página web satírica anunciaba la
creación de un spray especial para ahuyentar a los cachorros del humanitarismo;
yo por momentos no vi sátira ahí sino una buena idea empresarial. Y es que los
efebos y las ninfas utilizados por esas instituciones han aprendido los peores
modales del capitalismo invasivo que llama por teléfono a la hora de la siesta
para ofrecerte todo tipo de trampas comerciales, y están consiguiendo en
algunos como yo sacar el mayor egoísmo posible y la insensibilidad más firme.
Todos los días tengo que evitarlos en mi rumbo diario hacia la universidad,
arraigados como están en las zonas de mucho tráfico peatonal, y de nada me
sirve ya estar mirando el móvil sin motivo real, o llevar puestos los
auriculares y tararear en mi nefasto inglés. De algún modo semióticamente
curioso que aún no entiendo, esos pesados provistos de altruismo eterno huelen
en mi soledad algún tipo de necesidad de sentirme solidario. Será que me ven
cara de víctima, o que huelen algún miedo al dilema moral; o quizá detectan mi inseguridad
ideológica, y por eso me interrumpen con su suavidad beata y el latigazo de su
benignidad, ante lo cual solamente puedo reaccionar hundiéndome en los abismos
de mi mala conciencia, que es el único espacio donde me regodeo y finalmente me
siento en casa.
No, no se puede
escapar de la ciudad. Si vuelves al campo puedes acabar convirtiéndote en
independentista, o algo peor. Pero la vida del flâneur tiene también sus
contratiempos en estos tiempos de modernidad líquida (o diarreica). Aunque se
me ocurre que tal vez sí tengo una solución fácil a mi alcance: quizá debería aprender por fin a montar en bicicleta para evitar a toda velocidad a los
humanitaristas mientras siento, como ellos, que ayudo a que el mundo sea mejor
y, de paso, sueño que vuelo como E.T. y sus amigos.
Totalmente de acuerdo!! Pensaba que era la única persona histérica a la que le molestaba caminar por el centro de Sevilla pero ya veo que no. Vivo diariamente en mis propias carnes a todos aquellos que acechan con las carpetitas dirigiéndose a mí y soportar frases como: "estoy buscando a la persona más simpática de Sevilla, ¿tienes un momentito?" E inventarte que pierdes el bus o que tienes clase y tener que dar explicaciones a un desconocido.
ResponderEliminarEs toda una odisea cruzar el centro para llegar hasta la facultad. Ah y se te ha olvidado mencionar los grupitos de turistas que acaparan el poco espacio peatonal que queda libre entre la vía del tranvía, el carril bici, los veladores y los diversos bolardos que han puesto últimamente. Y -termino ya con esto mi resentimiento- tener que ir esquivando o parándote para no estropear alguna foto de guiris que, sinceramente, soy más o menos generosa con ellos dependiendo del humor que tenga ese día. Gracias por poner todo esto por escrito, no lo has podido definir mejor.
Querida Araceli, cuánto me alegra saber que hay más gente que piensa como yo, y que no soy un bicho raro, o no lo soy en eso, al menos. Vamos a tener que formar una asociación. Un abrazo.
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