lunes, 29 de octubre de 2018


AÑO UNO

La revolución no llegó finalmente. No hubo Maidán, ni atrincheramiento entre las paredes del Parlament, ni incitación a las masas desde el balcón, ni prolongada huelga general. Ni siquiera hubo funcionarios que renunciaran a su jugoso sueldo desacatando el artículo 155 por motivos patrióticos. El farol político salió a la luz y el pulso terminó, aunque es verdad que el farol no se veía tan claro después de los atentados del 17 de agosto, momento crucial en el que por primera vez el independentismo hizo verosímil la existencia de una estructura de Estado resistente, autogestionable y preparada casi militarmente, y después del 1 de octubre, momento en que la gloriosa incompetencia del ministro Zoido condujo a que el Estado español hiciera aguas en Cataluña de un modo sin precedentes.
Hoy podemos incluso pensar con nostalgia que el artículo 155 debería haberse aplicado después del 7 de septiembre: todos nos hubiéramos ahorrado muchos problemas, hubiera bajado el consumo general de ansiolíticos (que fue intenso, y apuesto a que se podría demostrar), algunos no estarían en la cárcel o no hubieran recibido porrazos, y de paso nos hubiéramos evitado el show estilo Antiguo Régimen del Borbón. Pero parece que la orgía revolucionaria tiene una enorme capacidad de seducción todavía, y, aunque se intentó un experimento de emancipación cautelosa o de preámbulo revolucionario, el miedo final ante la cercanía del abismo dejó a la élite independentista a merced de la apisonadora estatal. Seguramente un conflicto civil era virtualmente imposible (por suerte la retórica pacifista es instrumento esencial del independentismo), pero basta imaginar otros posibles escenarios sin una gota de sangre: por ejemplo, un provisional estado de excepción en Barcelona, que sería la muerte turística de la ciudad para décadas. Algunos están pagando el precio por la apuesta temeraria, seguramente convencidos de que el sacrificio a medio o largo plazo tendrá resultados; otros hacen directamente el ridículo, como Anna Gabriel. Mientras, las masas de tuiteros enfervorizados y borrachos de utopía identitaria olvidan su responsabilidad en la inmolación de los líderes y siguen echando la culpa al Estado español, esa España (eso que burdamente llaman “Ñ”) que casi nunca habrán recorrido y que solamente conocen por las versiones radicales de los medios de comunicación más catalanófobos.
Hagamos balance rápido después de un año: la derrota fue inapelable, pero el victimismo puede ser consolador y vitamínico para almas necesitadas de trascendencia histórica. Además, el oxígeno de la justicia europea era imprevisto pero ha sido muy útil, así como la aureola Braveheart de Puigdemont escapando a la malvada justicia española. Es verdad que el independentismo parece empezar a asumir la improvisación con la que se actuó en octubre (¡qué revelador es el documento Enfo.CATS!), pero se resiste a autodiagnosticar plenamente el alcance de su ingenuidad y ha encontrado una compensación emocional en la cuestión de los presos y en la épica fundacional del 1-0 (nueva fiesta nacional en poco tiempo, a este paso), con la que pueden nutrirse durante años. Se trata de mantener la ansiedad colectiva y esperar otro momento propicio, quizás cuando baje la motivación unionista para votar (o baje el número de unionistas en el censo, cansados del monotema catalán) y el independentismo saque ese 50,1% de los votos con el que sueña. Por eso la propaganda no descansa, lo que lleva, por ejemplo, a extremos delirantes en TV3, que dedica cinco o seis horas diarias a llorar por el fracaso, a defender a los presos y a simular debate abierto con tertulias en las que yo diría que nunca ha habido una mayoría que no sea soberanista.
Sin embargo, a pesar de tanta intoxicación melancólica destinada a mantener viva la grieta entre Cataluña y España, la elección de alguien de tan poca talla política (y oratoria) como Quim Torra ha sido otra chapuza más de un movimiento incapaz de entender la realidad catalana más allá de su dogma; incapaz, en pocas palabras, de entender de una vez por todas que si España es plurinacional, también lo es Cataluña, mal que le pese a algunos. Pero por desgracia la buena noticia del torpe liderazgo de Torra, que debilita sin duda la imagen sobre todo externa del movimiento, no ha durado mucho. La llegada de otro líder nefasto, el arrogante Pablo Casado, parece la respuesta de la España profunda y aznarista a la demanda de un líder claro del “a por ellos”. Es posible que los disparates de Casado en sus discursos formen parte de una simple propaganda vociferante para desbancar con la mayor rapidez a Rivera de su hegemonía antiindependentista, pero no deja de ser inquietante la hipótesis de que algún día lleguemos a extrañar la inacción y los balbuceos de Rajoy.
En medio de este panorama lleno de estridencias, fanatismos y no poca amargura, la única buena noticia es el entendimiento sensato y efectivo de PSOE y Podemos; es un entendimiento frágil, que seguramente no durará mucho, sobre todo si no hay crecimiento electoral que garantice la estabilidad o el Ibex 35 tiene un sofocón de los suyos, pero al menos ha impuesto una cierta racionalidad frente a la obsesión de algunos (en Cataluña igual que en España) por ver golpes de Estado –clásicos o posmodernos- y democracias finiquitadas o al borde del apocalipsis.
No, la democracia liberal europea no está en peligro, al menos en su versión española. ¿Significa eso también que el régimen del 78 ha ganado la batalla y ha asegurado la supervivencia de su oligarquía, empezando por Felipe VI? Seguramente la lección del fracaso del experimento prerrevolucionario catalán solo puede entenderse cabalmente a nivel europeo; en su momento, España cedió a Bruselas toda la soberanía que le interesaba ceder, y a cambio ha obtenido inmunidad para el Estado-nación original, que ya ha cerrado indefinidamente cualquier otro cambio de soberanía. Por ese motivo parece difícil que el proyecto independentista sea viable en un escenario así de interconectado. Pero eso tampoco evitará que la masa independentista renuncie a su fantasía. En todo caso, cerrará la fase de la fantasía y la ilusión para entrar en la fase del resentimiento, que puede ser más larga y más productiva a largo plazo. Porque esto, desgraciadamente, no se arregla con películas de Dani Rovira.

2 comentarios:

  1. Pasa que cuando desmontas argumentos teórico-políticos, históricos (historicistas diría yo) y socio-económicos, ya vamos al sentimiento:-"es que yo me siento así y tal". Yo me siento un hombre irresistible para las mujeres y solo he conseguido dos denuncias por acoso y una orden de alejamiento. "Dura lex, sed lex."

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    1. En efecto, el terreno emocional es ahora mismo más decisivo que nunca. Un abrazo, querido Pepe.

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