AÑO UNO
La
revolución no llegó finalmente. No hubo Maidán, ni atrincheramiento entre las
paredes del Parlament, ni incitación a las masas desde el balcón, ni prolongada
huelga general. Ni siquiera hubo funcionarios que renunciaran a su jugoso
sueldo desacatando el artículo 155 por motivos patrióticos. El farol político
salió a la luz y el pulso terminó, aunque es verdad que el farol no se veía tan
claro después de los atentados del 17 de agosto, momento crucial en el que por
primera vez el independentismo hizo verosímil la existencia de una estructura
de Estado resistente, autogestionable y preparada casi militarmente, y después
del 1 de octubre, momento en que la gloriosa incompetencia del ministro Zoido
condujo a que el Estado español hiciera aguas en Cataluña de un modo sin
precedentes.
Hoy
podemos incluso pensar con nostalgia que el artículo 155 debería haberse aplicado
después del 7 de septiembre: todos nos hubiéramos ahorrado muchos problemas, hubiera
bajado el consumo general de ansiolíticos (que fue intenso, y apuesto a que se
podría demostrar), algunos no estarían en la cárcel o no hubieran recibido porrazos, y de paso nos hubiéramos
evitado el show estilo Antiguo Régimen del Borbón. Pero parece que la orgía
revolucionaria tiene una enorme capacidad de seducción todavía, y, aunque se
intentó un experimento de emancipación cautelosa o de preámbulo revolucionario, el miedo final ante la
cercanía del abismo dejó a la élite independentista a
merced de la apisonadora estatal. Seguramente un conflicto civil era
virtualmente imposible (por suerte la retórica pacifista es instrumento esencial
del independentismo), pero basta imaginar otros posibles escenarios sin una
gota de sangre: por ejemplo, un provisional estado de excepción en Barcelona,
que sería la muerte turística de la ciudad para décadas. Algunos están pagando
el precio por la apuesta temeraria, seguramente convencidos de que el
sacrificio a medio o largo plazo tendrá resultados; otros hacen directamente el
ridículo, como Anna Gabriel. Mientras, las masas de tuiteros enfervorizados y
borrachos de utopía identitaria olvidan su responsabilidad en la inmolación de
los líderes y siguen echando la culpa al Estado español, esa España (eso que
burdamente llaman “Ñ”) que casi nunca habrán recorrido y que solamente conocen
por las versiones radicales de los medios de comunicación más catalanófobos.
Hagamos
balance rápido después de un año: la derrota fue inapelable, pero el victimismo
puede ser consolador y vitamínico para almas necesitadas de trascendencia
histórica. Además, el oxígeno de la justicia europea era imprevisto pero ha
sido muy útil, así como la aureola Braveheart
de Puigdemont escapando a la malvada justicia española. Es verdad que el
independentismo parece empezar a asumir la improvisación con la que se actuó en
octubre (¡qué revelador es el documento Enfo.CATS!), pero se resiste a
autodiagnosticar plenamente el alcance de su ingenuidad y ha encontrado una compensación
emocional en la cuestión de los presos y en la épica fundacional del 1-0 (nueva
fiesta nacional en poco tiempo, a este paso), con la que pueden nutrirse
durante años. Se trata de mantener la ansiedad colectiva y esperar otro momento
propicio, quizás cuando baje la motivación unionista para votar (o baje el
número de unionistas en el censo, cansados del monotema catalán) y el independentismo
saque ese 50,1% de los votos con el que sueña. Por eso la propaganda no
descansa, lo que lleva, por ejemplo, a extremos delirantes en TV3, que dedica
cinco o seis horas diarias a llorar por el fracaso, a defender a los presos y a simular debate abierto
con tertulias en las que yo diría que nunca ha habido una mayoría que no sea soberanista.
Sin
embargo, a pesar de tanta intoxicación melancólica destinada a mantener viva la
grieta entre Cataluña y España, la elección de alguien de tan poca talla
política (y oratoria) como Quim Torra ha sido otra chapuza más de un movimiento
incapaz de entender la realidad catalana más allá de su dogma; incapaz, en
pocas palabras, de entender de una vez por todas que si España es plurinacional,
también lo es Cataluña, mal que le pese a algunos. Pero por desgracia la buena
noticia del torpe liderazgo de Torra, que debilita sin duda la imagen sobre
todo externa del movimiento, no ha durado mucho. La llegada de otro líder
nefasto, el arrogante Pablo Casado, parece la respuesta de la España profunda y
aznarista a la demanda de un líder claro del “a por ellos”. Es posible que los
disparates de Casado en sus discursos formen parte de una simple propaganda vociferante
para desbancar con la mayor rapidez a Rivera de su hegemonía
antiindependentista, pero no deja de ser inquietante la hipótesis de que algún
día lleguemos a extrañar la inacción y los balbuceos de Rajoy.
En
medio de este panorama lleno de estridencias, fanatismos y no poca amargura, la
única buena noticia es el entendimiento sensato y efectivo de PSOE y Podemos;
es un entendimiento frágil, que seguramente no durará mucho, sobre todo si no
hay crecimiento electoral que garantice la estabilidad o el Ibex 35 tiene un sofocón de los suyos, pero al menos ha
impuesto una cierta racionalidad frente a la obsesión de algunos (en Cataluña
igual que en España) por ver golpes de Estado –clásicos o posmodernos- y
democracias finiquitadas o al borde del apocalipsis.
No, la democracia liberal europea no está en peligro, al menos en su versión española. ¿Significa
eso también que el régimen del 78 ha ganado la batalla y ha asegurado la
supervivencia de su oligarquía, empezando por Felipe VI? Seguramente la lección
del fracaso del experimento prerrevolucionario catalán solo puede entenderse cabalmente a nivel
europeo; en su momento, España cedió a Bruselas toda la soberanía que le interesaba ceder, y a
cambio ha obtenido inmunidad para el Estado-nación original, que ya ha cerrado indefinidamente cualquier otro cambio de soberanía. Por ese motivo parece difícil
que el proyecto independentista sea viable en un escenario así de
interconectado. Pero eso tampoco evitará que la masa independentista renuncie a
su fantasía. En todo caso, cerrará la fase de la fantasía y la ilusión para
entrar en la fase del resentimiento, que puede ser más larga y más productiva a
largo plazo. Porque esto, desgraciadamente, no se arregla con películas de Dani Rovira.
Pasa que cuando desmontas argumentos teórico-políticos, históricos (historicistas diría yo) y socio-económicos, ya vamos al sentimiento:-"es que yo me siento así y tal". Yo me siento un hombre irresistible para las mujeres y solo he conseguido dos denuncias por acoso y una orden de alejamiento. "Dura lex, sed lex."
ResponderEliminarEn efecto, el terreno emocional es ahora mismo más decisivo que nunca. Un abrazo, querido Pepe.
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