REFLEXIONES SOBRE LA INTRIGA NOVELÍSTICA EN LA ERA DIGITAL
(Esta es una versión aligerada -sin notas ni bibliografía- de un trabajo de reciente aparición incluido en el volumen: María Victoria Utrera Torremocha, coord., Pensamiento, ficción e intriga literaria en la narrativa contemporánea. Sevilla, Universidad de Sevilla, 2018, pp. 133-152).
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Admitámoslo: a fecha de hoy, quizás la intriga más
importante de todas las nuevas ficciones que circulan por la cultura global, la
que más seguidores tiene pendientes en todo el mundo, es la que se centra en
saber qué pasará con los Siete Reinos de Poniente, es decir, si realmente la
casa Targaryen derrotará a la casa Lannister y la Khaleesi se unirá con el
siempre milagroso y afortunado Jon Snow. Me estoy refiriendo, naturalmente, a Juego de tronos, la famosa serie de
televisión basada en la serie de novelas de George R. R. Martin que se ha
convertido en un fenómeno mundial amparado por los medios de comunicación de
masas y las nuevas tecnologías, y que suele terminar cada temporada con una
reducción implacable de personajes y con la creación de nuevas incertidumbres a
partir de situaciones a medio camino entre lo fantástico y lo sangriento.
Hablo de términos cuantitativos y no cualitativos,
porque se trata de un producto cultural de impacto global que empequeñece, en
costes de producción y beneficios mercantiles, a cualquier best-seller literario y no digamos a la literatura con pretensiones
de exigencia estética. Las magnitudes estructurales de estas series de
televisión, además, están creando una amplificación de lo que entendemos por
intriga, puesto que la complejidad técnica de este tipo de producto obliga a
esperar prácticamente un año para conocer el desenlace, o para seguir
postergándolo, lo cual todavía es más jugoso en términos económicos. A ello hay
que añadir que la propia naturaleza comercial de las nuevas teleseries tiene
otras consecuencias menos decorosas, puesto que la dependencia de los niveles
de audiencia puede perfectamente provocar que muchas se cancelen después de una
o dos temporadas dejando sin concluir la mayor parte de sus tramas y sin
resolver los enigmas iniciales con los que se captó astutamente la atención del
espectador. Ejemplos de esa situación hay muchos y no voy a detallarlos porque
me alejaría del tema que aquí realmente me ocupa, que no es otro que los
dilemas que la intriga novelesca tiene planteados en la situación actual,
dilemas que las nuevas tecnologías y los cambios en el mercado cultural han
provocado y están provocando de forma acelerada y muchas veces imprevisible. En
otras palabras: se podría decir que hoy existe lo que llamaríamos una “presión
intermedial”, especialmente en la creación de intriga y suspense, que quizá
obligue a algún tipo de replanteamiento de los aspectos técnicos del arte de
novelar y también cambie algunos mecanismos de recepción lectora o el mismo
horizonte de expectativas.
Desde luego, no me interesa contribuir a la
dignificación de Juego de tronos,
ante todo porque para eso ya hay miles de fanáticos exhaustivos y minuciosos en
sus análisis y en sus homenajes muy a menudo fetichistas. Pero, como demuestra
el caso de Vargas Llosa, hay que ser prudente a la hora de criticar la
“civilización del espectáculo”, porque nunca se sabe cuándo vas a acabar en la
portada de las revistas del corazón. Creo por eso que incluso desde los propios
estudios literarios hay que prestar una cierta atención a la popularización de
conceptos y términos que influyen hoy en el consumo de ficciones, sean
literarias o audiovisuales, sin que esa atención suponga una vergonzosa
claudicación ante formas culturales de consumo masivo. Hablo de términos casi
siempre en inglés, como cliffhanger, mcguffin y spoiler. Independientemente de la alienación puramente lingüística,
la extensión creciente de los términos, sobre todo el último, revela la
generalización de prioridades lectoras indisolublemente vinculadas con las
nuevas tecnologías de la sociedad del ocio, pero también con la lógica
economicista de nuestro tiempo y con sus prácticas, cada vez más expandidas y
penetrantes. Podríamos pensar que la autonomía literaria se mantiene indemne
frente a esos cambios, pero me da la impresión de que eso es ya más un
desiderátum que una certeza.
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No cabe duda de que la ficción televisiva está
perdiendo su estigma subcultural hasta el punto de que incluso el filósofo
Slavoj Zizek se ha tomado la molestia de analizar una serie como The Wire. De hecho, la gran capacidad
narrativa de las series seduce cada vez más a muchos creadores de novelas,
aunque a otros más bien les preocupa, probablemente porque les está arrebatando
lectores. No es nada extraño leer en diversos medios comentarios y opiniones en
las que se ensalza, con más o menos argumentos, la vitalidad narrativa de las
series actuales de televisión y se postula su capacidad sustitutiva frente a
cierta tradición novelística caracterizada por la ambición y el poder
abarcador, que ahora estaría en decadencia, entre otras cosas por el exceso de
referencialidad y el déficit de imaginación, que conduce a “relatos reales”,
autoficciones y mezclas de literatura y periodismo.
El tema de la intermedialidad está generando, como era
de prever, un creciente debate crítico en los estudios literarios y es ya más
importante de lo que puede parecer a primera vista, sobre todo si pensamos en
la reciente polémica sobre el premio Nobel a Bob Dylan, noticia que ha
implicado un reajuste muy visible e intencionado del concepto de literatura que
a algunos les parece herético pero que inevitablemente abre nuevas
posibilidades difíciles de predecir. No faltan quienes como Alberto Olmos ya
auguran un premio Nobel de literatura para los guionistas de The Wire.
En ese sentido, habría que señalar que las
posibilidades de artificiosidad narrativa de las series, con intrigas más
audaces, imaginativas y sobre todo prolongadas, podrían desbordar algunos de
los actuales modelos novelísticos, situándose ahora en una posición dominante,
entre otras cosas por la gran cantidad de recursos económicos que generan. En
esa situación, los novelistas tienen ante sí un amplio espectro de opciones:
desde el encastillamiento desdeñoso y elitista hasta la hibridación con vistas
a fecundar nuevos modelos. Podría suceder que, de la misma manera que géneros
como el policiaco o nuevas técnicas como el cine han interferido en la
evolución de la novela “culta” del siglo XX de diversas formas y en diversos
momentos, ahora sea el turno de otro tipo de modelos ficcionales. De hecho, hay
que reconocer que la novela policiaca sí goza todavía hoy de evidente buena
salud editorial, por lo que podríamos poner en relación este dato con el
anterior y de ahí empezaríamos a deducir que en el consumo cultural de la
sociedad del entretenimiento la intriga es un recurso privilegiado en el
repertorio de opciones creativas, lo que, por ejemplo, puede acabar
perjudicando los conceptos más filosóficos o reflexivos de la creación
novelística, en franca regresión ante la presión del libre mercado y las nuevas
expectativas ideológicas, que han condenado a la obsolescencia muchas teorías
del siglo XX sobre la novela como género.
Es un panorama evidentemente conjetural y admito que
me puedo perder en vaguedades, pero algunos indicios –en España, por ejemplo–
me parecen reveladores de una situación de cambio. Hace décadas sólo algunos
pocos como Manuel Vázquez Montalbán, tan respetuoso y tierno siempre con la
cultura popular, se ocupaba en El libro
gris de Televisión Española de la importancia de los nuevos mass-media y
tomaba nota de un primer producto culto de la ficción televisiva, la olvidada
pero fascinante serie El prisionero,
creada por Patrick McGoohan a finales de los sesenta. Hoy, en cambio, Mercedes Cebrián escribe sobre Verano azul y Javier Pérez Andújar sobre Colombo, y asimismo en la llamada Generación Nocilla y sus aledaños
el interés por las series de televisión es bastante notorio, hasta el caso de
novelistas y también críticos de televisión como Jorge Carrión o Vicente Luis
Mora, a quien debemos algunos de los más lúcidos análisis del tema. La
narrativa española está produciendo textos con diversos grados de
intermedialidad que ya están siendo analizados por la crítica especializada,
como la novela Brilla, mar del Edén,
de Andrés Ibáñez, una relectura de la teleserie Lost.
En realidad, no es nada sorprendente: se trata de escritores
que reconstruyen su educación sentimental como en otras generaciones sucedió y
que por ello asimilan literariamente los repertorios simbólicos de la cultura
que les ha tocado vivir. Quizá lo más interesante sea en todo caso la reacción
de escritores más canonizados como Javier Marías, que han adoptado una cierta
posición defensiva frente al creciente poder de las teleseries y no han dudado
en menospreciar en sus artículos el valor de algunas de las joyas de HBO, como
son The Wire y True Detective.
Seguramente hay sitio suficiente en el panorama
cultural para novelas y series de televisión, como la hay para blogs, tuits y
todo tipo de expresiones digitales, pero también podríamos preguntarnos si la
creciente cultura del spoiler, es decir,
la fascinación actual por el placer narrativo del enigma y la intriga como
consumo inmediato y no repetible, puede estar contribuyendo a la pérdida quizás
definitiva de autonomía de la literatura y su inclusión en la heterodoxa
estructura de la sociedad del ocio, o incluso, si nos ponemos más
apocalípticos, a su agotamiento como lenguaje. Sí, la oferta novelística sigue
siendo abundantísima, se escribe y se publica más que nunca, y no parece que
tenga sentido volver a insistir en la cíclica certificación de la muerte de la
novela. Pero esa hipertrofia de creatividad, que ya está desbordando a críticos
e instituciones literarias, está siendo sometida cada vez más a reglas de
competencia capitalista que tienden a seleccionar y promocionar los productos
más fácilmente consumibles y por tanto sustituibles.
Como digo, el fenómeno me parece especialmente
relevante en un país como España, cuyo sistema literario ha vivido desde la
Transición un proceso evidente de industrialización basado en un nuevo pacto
entre autores, editores y lectores para generar un alto consumo; un pacto en el
que la mercadotecnia ha aprovechado eficazmente determinadas técnicas y modelos
narrativos, lo que ha supuesto una amplia lista de éxitos comerciales que van
desde Arturo Pérez-Reverte y Javier Cercas a Matilde Asensi o Ildefono
Falcones, por poner ejemplos diversos. La política de concentración empresarial
y los oligopolios editoriales generados han fomentado, con la complicidad de
una crítica literaria dócil, el triunfo paulatino de una literatura
despolitizada y desproblematizada en la que los recursos narrativos más
comerciales han funcionado como efectivo reclamo. Un caso especial sería el de
la novela policiaca con casos como los de Alicia Giménez-Bartlett o Lorenzo
Silva, aunque también habría que recordar la aproximación particular a ese
género llevada a cabo por uno de los autores que mejor ha fusionado consumo y
valor estético, como es Eduardo Mendoza. Por ese motivo, en pocos países como
en España ha sido más claro el acercamiento entre el polo comercial y el polo
estético para dar lugar a lo que algunos llaman, con acierto, “literatura de
aeropuerto”, que en este país tiene una posición que podemos calificar de
hegemónica.
Visto así, se abrirían ahora dos posibilidades hasta
cierto punto paradójicas: por un lado, esta evidencia supondría el triunfo de
la adaptación de la novela a las condiciones cada vez más absorbentes del
mercado y de la búsqueda afanosa de público lector, pero, por otro lado,
supondría el riesgo de que precisamente en este momento en el que la “alta”
literatura –tomemos el concepto cautelarmente– es más comercial, sea suplantada
o destronada como forma hegemónica de contar historias por la ficción
televisiva –como ha intuido, entre otros, Juan Francisco Ferré–, lo que la dejaría en una nueva intemperie ante la cual no
está clara la salida, ni siquiera en términos de lo que sería el medio físico,
ante la creciente importancia de internet y los smartphones.
De cualquier modo, me parece que una comprensión de
ese problema actual exige profundizar en la evolución histórica tanto de las
técnicas novelísticas como de la relación del novelista con el mercado editorial
y los lectores. Sería interesante reinterpretar, por ejemplo, qué ha
significado históricamente un recurso como la intriga para la literatura en
lengua española (entendida esa literatura como un mercado compartido, como es
ahora y fue en varias ocasiones a lo largo del siglo XX); más exactamente, cuál
ha sido la función de la intriga como
procedimiento narrativo a lo largo del tiempo. Tal vez esa relectura nos ayude
a diagnosticar mejor la función que tiene actualmente y a plantear, si
realmente es lo que queremos, una toma de posición para el futuro frente a esa
“presión intermedial”: ¿es posible y sobre todo deseable hoy una resistencia
literaria que no quede convertida en producto minoritario y elitista? ¿Es
posible, en la sociedad digital, tan veloz y estresante, preservar la
complejidad estética y alcanzar y mantener a la vez un amplio rango de
lectores? El asunto no es, desde luego, fácil, y puede ser la encrucijada
literaria de nuestro tiempo.
3
Por supuesto, podríamos remontarnos al Quijote y al famoso inicio del capítulo
IX de la primera parte, e incluso podríamos ir mucho más allá y recordar, como
hace García Márquez, que Edipo rey es
la primera historia policiaca, pero creo que sería más adecuado acotar el tema
al siglo XX y a lo que podríamos llamar la modernidad narrativa en lengua
española. Si el cuento a la manera de Edgar Allan Poe ya entra en la literatura
en lengua española con los primeros trabajos modernistas de Horacio Quiroga,
mucho más importante será la entrada de la literatura fantástica y la policiaca
por la vía argentina en la década de los cuarenta. Me refiero, naturalmente, a
la importancia crucial de Jorge Luis Borges, con sus textos críticos sobre el
género policial, con sus propios experimentos narrativos en solitario o en compañía
de Adolfo Bioy Casares y también con su labor editorial en la colección “El
séptimo círculo”. No quiero abundar en temas sobradamente conocidos, pero no me
parece viable plantear la diacronía del problema sin prestar el debido respeto
al modo en el que Borges, y en menor medida Bioy Casares y aun José Bianco
introdujeron nuevos modelos narrativos, con lo que ello significaba de afrenta
a la doxa regionalista de raíz
decimonónica que aún imperaba en la narrativa latinoamericana.
El camino abierto por Borges en su defensa del género
policiaco abrió una tradición argentina del tema muy fructífera como sabemos,
pero también anticipó la disolución de la frontera entre “alta” y “baja”
literatura que después se consolidaría con la aceptación progresiva de la dignidad
de la literatura policiaca. Como sabemos, en España correspondió ese trabajo a
Manuel Vázquez Montalbán, aunque haya que reconocer los méritos de otros
escritores del género, como el muy popular Francisco González Ledesma y el que
quizá sea el pionero olvidado, Mario Lacruz, con su novela El inocente.
Ciertamente, poco tiene que ver la práctica del género
que lleva a cabo Borges con la de Vázquez Montalbán. Si Borges prioriza el
juego intelectual, Vázquez Montalbán y tantos otros después de él incluyen una
dimensión de crítica y análisis de la realidad política, que en España fue
especialmente oportuna en el gran cambio histórico de la llegada de la
democracia. Esas diferencias evidentes, en realidad, no harían más que reforzar
la versatilidad del género policiaco y sus diversas funciones a lo largo de la
historia literaria, pero, más allá de lo que supuso como introducción de una
tradición básicamente anglosajona, la posición de Borges tiene más
implicaciones desde el punto de vista de la evolución de la narrativa en lengua
española.
Emir Rodríguez Monegal ya destacó hace mucho la
importancia del prólogo a La invención de
Morel, de 1940, como manifiesto implícito de una narrativa antirrealista
basada más en el artificio novelesco que en el valor de la mímesis. Borges defendía ahí la autonomía de la literatura frente a
la pretensión de utilizarla como transcripción de la realidad, y desdeñaba los
ideales de la novela realista o psicológica, que él consideraba carentes de rigor
e informes. La novela de Bioy Casares, en concreto, desplegaba una “odisea de
prodigios” y confirmaba que la novela del siglo XX tiene, frente a la del XIX,
más capacidad para crear argumentos atractivos sin necesidad de caer en la
presión del realismo, tan decisivo desde las ficciones fundacionales
latinoamericanas decimonónicas, por su fuerza representativa y constructora de
identidades nacionales.
Borges hablaba de los relatos policiales, fantásticos
o de aventuras como “ejercicios de imaginación razonada”, marcados por el rigor
técnico, lo que suponía, claro, el enaltecimiento de géneros menos centrales en
la tradición literaria hispánica. Pero la defensa del artificio literario
frente a la ingenuidad de la mímesis no es en absoluto una propuesta trivial o
frívola, como algunos le reprocharon a Borges, por ejemplo Ernesto Sabato, que
veía en las abstracciones policiales borgianas poco más que una literatura
evasionista. La preocupación por el rigor técnico en Borges tiene también una
justificación epistemológica, puesto que la autonomía de la literatura conduce
finalmente al triunfo total de la ficcionalidad, lo que ha tenido importantes
consecuencias incluso filosóficas. Pero además no podemos desligar la crítica
al paradigma realista de la operación global que la narrativa latinoamericana
lleva a cabo desde los años cuarenta y en la que se adelanta sustancialmente a
la española. Esa crítica al realismo conduce a la desconfianza ontológica y por
tanto a la visión problemática de la realidad. No debe extrañarnos, por tanto,
que la asimilación de que la realidad del mundo moderno es misteriosa (o
contradictoria, como en los casos magicorrealistas) produzca un aumento
cuantitativo de misterios en la narrativa, sin que ello suponga en absoluto una
concesión popularista o comercial. La clave está en la problematización, es
decir, en comprender cómo la técnica narrativa es una solución formal a un
ejercicio crítico, lo que evidentemente está lejos de ser una simple –aunque
perfectamente respetable– estrategia mercantil a la manera de la literatura más
claramente de género.
Es más: a partir de Borges, aunque no sólo por su
influencia, diversas formas de intriga y enigma entran a formar parte del
repertorio de opciones de una narrativa culta latinoamericana cada vez más
tecnificada, que, lejos de trivializarse, se convertirá en narrativa canónica y
máximo orgullo de la cultura continental. El desprestigio de la vieja
omnisciencia realista abrió el camino a diversas formas de experimentación
narrativa sobre el control de la información del narrador, las perspectivas o
el orden temporal del relato. Me parece muy importante insistir en la función
histórica de esas determinadas formas de intriga que, ciertamente, obtuvieron
el respaldo del mercado en los años sesenta, pero que siempre fueron
consideradas como parte de un proceso de modernización técnica, es decir, como
una forma de progreso: en otras palabras, América Latina tenía una economía y
una política subdesarrolladas pero una literatura desarrollada. Este desajuste
entre progreso económico y progreso literario es esencial, y me parece una
correlación muy distinta a la que ha tenido lugar en España, donde no está del
todo claro –o es muy discutible, al menos– si al progreso económico le ha
correspondido un progreso literario.
Lo cierto es que la revolución técnica que tiene lugar
a mediados del siglo XX en la narrativa de lengua española, heredada en buena
medida de los autores del modernism,
creó intrigas sorprendentes y nuevas fórmulas narrativas que no provocaron
únicamente suspense, sino incertidumbre, que es algo más significativo y
valioso. Recordemos por ejemplo el caso de Rulfo en Pedro Páramo: la obra ha sido considerada a menudo como una novela
de fantasmas, pero habría que insistir en que está plagada de misterios
narrativos gracias al brillante uso de la elipsis (es decir, al control de la
información narrativa que en ocasiones podría llegar a la paralipsis) y a la
laberíntica estructura temporal, con sus conocidas anacronías. Nadie diría que
es una novela comercial o pensada para el consumo masivo, y sin embargo recurre
de manera casi permanente al misterio o al enigma, hasta el punto de que
incluso muchos hechos narrados son confusos o ambiguos. Nada que ver, por
tanto, con la literatura de aeropuerto de hoy.
No será este el único ejemplo que rápidamente
podríamos encontrar para recordar determinadas estructuras que fomentan la
intriga en el lector y que se basan en técnicas de ocultamiento de información
narrativa que funcionaron a la vez muy bien en términos estéticos y
comerciales. ¿Acaso no podríamos incluir aquí el caso del propio Ernesto Sabato
en Sobre héroes y tumbas? Sí, Sabato
critica más de una vez en sus ensayos la condición artificiosa del género
policiaco, pero recordemos que inicia su segunda novela con una noticia
preliminar que plantea el misterio del asesinato de Fernando Vidal y el
posterior suicidio de Alejandra. Ya en El
túnel, de hecho, había jugado con las convenciones del relato policiaco,
desmontando desde los primeros capítulos el enigma sobre la víctima y sobre el
asesino, y centrando de ese modo el misterio en las motivaciones turbias,
neuróticas y algo sartreanas que llevan a Juan Pablo Castel a cometer el
crimen. Evidentemente, Sabato es seguidor de otra posible línea policiaca que
empezaría no con Poe sino con Dostoievski. En Sobre héroes y tumbas la intriga sobre la compleja relación
incestuosa entre Fernando Vidal y su hija Alejandra funciona como misterio
creciente que es esencial en el aprendizaje existencial del joven Martín del
Castillo, con lo que el enigma criminal se incorpora al bildungsroman para crear una novela compleja con pretensiones
filosóficas pero que, no hay que olvidarlo, tuvo un importante éxito de ventas.
Apenas dos años después, tenemos el caso de la primera
novela de Vargas Llosa, La ciudad y los
perros. El interés de Vargas Llosa por determinados géneros novelísticos
como el de aventuras o el policiaco, desde Alejandro Dumas a Stieg Larsson, es
bastante conocido y el novelista peruano lo ha confirmado a menudo, pero quizá
valdría la pena insistir en que su primera novela está centrada en torno a un
crimen en el microcosmos del Colegio Leoncio Prado: se trata del asesinato del
Esclavo. Sin embargo, a pesar de que cualquier lector saca sus conclusiones
detectivescas, el asesinato no queda plenamente esclarecido, porque una vez más
la información narrativa es limitada o incluso obturada en ocasiones a través
de la compleja operación estructural del discurso narrativo. Nuevamente, el
ejercicio técnico de combinación de focalizaciones, lejos de proponer una
visión objetiva y transparente de la realidad, apunta a una problematización
previa de la misma, sólo que en este caso utiliza recursos de raíz faulkneriana
y prescinde de la fantasía o de cualquier elemento mágico, a diferencia de
Rulfo o Sabato.
Y aun podríamos completar este repaso rápido
recordando otro ejemplo de virtuosismo narrativo en torno a un crimen, como es
el muy conocido de García Márquez en Crónica
de una muerte anunciada. En cualquier caso, se trata de ejemplos de una
actitud muy concreta hacia la intriga, una actitud más epistemológica,
diríamos, que encontró en la renovación técnica el utillaje perfecto para
desautomatizar la percepción de la realidad y de paso romper con una tradición
realista visiblemente agotada. En estos casos y en otros que seguro podríamos
añadir se produce por tanto una dignificación estética de los mecanismos de
intriga: el novelista capta la atención del lector con una serie de misterios
–lo que evidentemente le sirve para obtener un público potencial más amplio–,
pero la técnica está al servicio de una comprensión de la novela alejada del
arte de entretenimiento y arraigada en las necesidades de renovación interna de
la propia estética narrativa.
La posmodernidad, como sabemos, descentralizó muchas
ideas canónicas sobre la literatura culta y hegemónica y favoreció, entre otras
cosas, el prestigio creciente del género policiaco, por ejemplo, hasta llegar al
llamado neopolicial de hoy. No desapareció, por supuesto, la literatura de gran
complejidad, y ahí tendríamos a Bolaño entre otros muchos, pero me parece que
cierta comprensión del enigma como forma y contenido al mismo tiempo sí se ha
trivializado o asimilado por la fuerza del mercado, que ha atenuado la
dimensión crítica y cuestionadora que la percepción del enigma podía tener para
autores convencidos de que la novela es un oficio, sí, pero también una forma
de crear una imagen novedosa del mundo. ¿Qué hacer en estos casos? La sociedad
digital tal vez esté creando nuevos circuitos de comunicación literaria a
través de la red, pero mientras tanto el poder voraz del mercado se agiganta.
Algunos como Javier Marías potenciaron los primeros párrafos de algunas de sus
novelas para tratar de captar la atención lectora y así retenerla para sus
largas digresiones posteriores, pero no me parece que Marías represente en modo
alguno ese tipo de novela que aquí defiendo (y lo hago con una carga de
subjetividad que tampoco quiero ocultar), basado más bien en la capacidad de la
intriga para desvelar progresivamente el pulso oculto de la realidad e
introducir al lector en ese conocimiento nada fácil ni cómodo.
Debería haber otras opciones de usos legítimos de
recursos como la intriga sin necesidad de rebajar el nivel de complejidad del
texto narrativo para hacerlo más digerible y en última instancia consumible.
Creo que esa receta sigue siendo válida hoy, desde mi modesta experiencia de
novelista y profesor de escritura creativa, porque plantea una especie de
utopía literaria, de equilibrio perfecto entre el interés lector y la fuerza
crítica del texto. Por supuesto, estamos hablando de un modelo de novela que no
ha de ser el único, y que, evidentemente, puede ser compatible con otros, pero
me parece que al menos plantea la posibilidad de una literatura problematizada
que no asuste al lector y al mismo tiempo no incurra ni en el exceso de
hermetismo ni en el delirio pedante de la literatura intelectualoide pensada
para consumo y disfrute sólo de los propios profesores. Ese modelo de novela
con una moderada intriga sería, por tanto, una moral de la forma apta para
sobrevivir en el mercado pero sin incurrir en las peores servidumbres que
comporta el sistema literario actual. Ya sé que lo que planteo tiene mucho de
ideal y algo de quimera, pero creo que uno de los problemas actuales del mundo
novelístico particularmente en España está precisamente en la falta de poéticas
del género que tengan además una cierta conciencia ideológica que les permita
existir en el mercado (puesto que, al fin y al cabo, parece imposible estar
fuera de él), pero conservando una actitud crítica, contestataria o polémica.
No tenemos suficiente perspectiva para juzgar la
desbordante producción novelística actual, pero voy a intentar por lo menos
ejemplificar mi idea con algún texto reciente. Podría recurrir a la novela de
Rafael Reig Un árbol caído, que
combina de forma eficiente la intriga con la lectura política sin necesidad de
recurrir a detectives, pero optaré por una novela que es una de las más
extraordinarias de la narrativa latinoamericana de lo que llevamos de siglo, y
que sin embargo demuestra claramente tanto los riesgos como los méritos de una
intriga que no sea estrictamente policial ni fantástica. Me refiero a la novela
Grandes miradas (2003), del peruano
Alonso Cueto.
4
La novela de Cueto es una denuncia implacable de los abusos
producidos en el Perú durante la dictadura de Alberto Fujimori y orquestados
especialmente por su hombre fuerte, el macabro y despiadado Vladimiro
Montesinos, que es verdaderamente el gran protagonista de la novela. Cueto, por
tanto, trabaja con algunos personajes reales y otros ficticios, pero su obra es
una extraordinaria descripción del funcionamiento del poder absoluto, en la
mejor línea de su maestro y amigo Vargas Llosa y de tantos otros escritores
latinoamericanos. La novela es dura, explícita en torturas y crímenes y en la
presentación del horror que vivió el Perú durante la última década del siglo.
Es, en muchos sentidos, esa novela política que en España ha escaseado durante
la democracia, y no únicamente porque hayamos gozado, por suerte, de una
democracia más estable y segura que la de la mayoría de los países del otro
lado del océano.
Lo que me interesa especialmente de la novela es cómo
la intriga se convierte en una estrategia para esa denuncia política. En el
primer capítulo, el narrador explica cómo la protagonista, Gabriela Celaya, de
la que tenemos una escasa información, pasa los diferentes controles de
seguridad hasta estar en presencia del mismísimo Vladimiro Montesinos, con
quien va a tener un encuentro privado e íntimo en el que piensa asesinarlo. El
capítulo termina con la alusión a la posible arma asesina: “Baja el brazo.
Siente el borde de la navaja”. Ahí tenemos un cliffhanger televisivo clarísimo,
incluso facilón, podría decirse.
El siguiente capítulo inicia una larga anacronía y
sitúa la acción cinco meses antes, para empezar a explicar el motivo que lleva
a Gabriela a querer asesinar a Montesinos: el poderoso jefe de los servicios de
inteligencia había ordenado el asesinato de la pareja de Gabriela, el juez
Guido Pazos, que se había negado a ser cómplice de la intensísima corrupción
del gobierno fujimorista. Junto a ese relato, libremente inspirado en hechos
reales, conocemos detalles de la crueldad y la inmoralidad que dominaron en el
Perú durante ese periodo. No sabremos el desenlace del intento de asesinato
hasta el penúltimo capítulo de la novela, el vigesimosegundo, aunque en
realidad en este caso el spoiler no
es precisamente un problema, puesto que sabemos que Montesinos, para bien o
para mal, sigue vivo hoy, cumpliendo condena.
En mi opinión, la intriga con la que empieza la novela
es claramente lo peor de la misma: es una anticipación enfática,
descaradísimamente pensada para captar la atención del lector, técnicamente
simplista y que, además de esquemática, es esencialmente contradictoria, porque
sabemos que Gabriela Celaya no puede matar a Montesinos, ante todo porque este
no ha muerto en el mundo real y no es probable que Cueto se comporte como
Quentin Tarantino en Malditos bastardos
al asesinar a Adolf Hitler. Pero esa estrategia algo burda es sólo el anzuelo
inicial y, por suerte, no el procedimiento dominante del texto: la demora al
resolver el enigma le permite al novelista explorar la compleja realidad de los
deseos y las necesidades humanas sin hacer más concesiones al suspense. La
novela se compensa posteriormente con la enorme lucidez del análisis y el poder
extraordinario de un estilo conciso que practica con mucha originalidad el
sumario en términos de tiempo narrativo, pero que es al mismo tiempo capaz de
profundizar en los abismos de la conciencia humana y sobre todo en lo universal
del deseo de poder y dominio. En ese sentido,
Grandes miradas es una novela curiosamente contradictoria, que revela la
tentación del escritor actual de recurrir a una intriga muy evidente, que podría
considerarse comercial, pero que al mismo muestra la capacidad de redención de
ese mismo escritor, que una vez ha captado la atención del lector le ofrece un
relato contundente, lleno de otros hallazgos estilísticos y de capacidad
interpretativa de lo que es el plasma humano de una sociedad. Enfrentar a una
sociedad a lo peor de sí misma no es tarea fácil, y parece moral y
estéticamente perdonable, o sea, legítimo, recurrir a un pequeño truco
narrativo para garantizar que ese proceso traumático se pone en marcha.
Es decir: aunque la intriga sea a veces un recurso
previsible y hasta cierto punto precario, puede incluirse en un proyecto mayor
de gran alcance crítico y ese es el mérito de Alonso Cueto, y el que me sirve
como ejemplo más o menos actual de una forma específica de entender la novela
que puede y debe sobrevivir. La novela así, quizá resista perfectamente la
influencia de la voracidad consumista del mundo digital y mantenga indemne su
capacidad inquietante y problematizadora. En tiempos de relativismo estético y
numerocracia hedonista, de intermedialidad y transmedialidad, quizá esas son
las pequeñas victorias que podemos obtener todavía frente al poderío visual y
el desfile de actores y actrices atractivos con que nos inunda cada año Juego de tronos.
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