domingo, 9 de diciembre de 2018


DEMOCRACIAS ESTRESADAS

¿Se rompen las costuras de la democracia? ¿Se avecina un amanecer neofranquista? ¿Cuál es el tratamiento más efectivo para ese tipo de pústulas del bien común? Lo primero, sin duda, es apagar durante un tiempo prudente la televisión, sobre todo si sale García Ferreras, el mejor heredero de aquel otro García, el José María del fútbol. Y después hay que ir un rato al rincón de pensar.
Podemos recordar que hace años –antes de que empezara el procés- un partido xenófobo como Plataforma per Catalunya, hoy felizmente olvidado, ya estuvo a punto de entrar en el parlamento catalán. Y tuvimos el peligroso partido de Jesús Gil en su momento, afortunadamente a escala reducida. Además, la operación Vox no es nueva, aunque su irrupción ha sido sin duda potente. Se creó hace unos cuatro años, al mismo tiempo que Podemos y algunos experimentos extravagantes que intentaban aprovechar la crisis del bipartidismo, como el estrambótico partido del exjuez Elpidio Silva o el Partido X, hoy verdaderamente desconocido. Vox gozaba ya entonces del apoyo descarado de algunos medios de comunicación –liderados por otro ilustre exalumno de mi alma mater, Jiménez Losantos- que le han hecho propaganda permanente durante este tiempo, a pesar del espectacular fracaso inicial. Era cuestión de esperar su momento, que ha llegado gracias sobre todo a la descomposición progresiva del Partido Popular y al problema secesionista en Cataluña, que ha azuzado los agravios territoriales y el fanatismo patriotero.
Ahora habría que preguntarse por qué se le ha dado una cobertura informativa innecesaria en las últimas semanas y hasta qué punto es contraproducente estigmatizarlo como fascista sin atender su estrategia y su base sociológica, que se beneficia de esas identificaciones primarias con silogismos del tipo “soy antiPodemos porque me dan miedo; si Podemos detesta a Vox y lo llama fascista, es que no lo es, por tanto no hay peligro en votarles”. Ese tipo de lógica perversa e indocumentada es la que lleva a Trump a o a Bolsonaro a ganar, porque confirma que el voto se ejerce cada vez más como rechazo irritado o como castigo, y no como articulación racional de un proyecto constructivo y duradero. Pero así es la democracia, la causa y la solución de todos los problemas. La democracia de nuestro tiempo, claro está: llena de egoísmo y ansiedad.
Está por ver que los resultados andaluces sean imitados en el resto de España, porque el comportamiento electoral andaluz es muy particular. De cualquier modo, toca ahora aprender de los países que ya tienen instalada en las instituciones esa nueva derechona, para no cometer sus mismos errores. Y la izquierda debe hacer nuevamente la reflexión acerca de cómo es incapaz de persuadir con un discurso que escape a los infantiles antagonismos nacionalistas, de un lado o de otro. No es descartable que la desmotivación electoral de la izquierda tenga que ver también con la desilusión con el experimento Podemos, resumible en el asunto del chalé Iglesias-Montero.
El panorama no es, desde luego, alentador, pero seguramente tendremos que acostumbrarnos a convivir con este modelo de democracia sometida a constante estrés. Una democracia de cuerda tensa, siempre a punto de romperse, y en la que sufriremos a menudo lo que podríamos llamar microfascismos, visibles por ejemplo en la estúpida hipersensibilidad que algunos tienen hacia los “terribles ultrajes” a ese trapo que consideramos bandera española. Más allá de eso, es pronto para augurar rupturas apocalípticas o para establecer precipitadas comparaciones históricas con escenarios nefastos del siglo XX. Eso sí: sería bueno que los medios que miraron con lupa todo lo relativo a Podemos para desacreditarlo con rapidez, aplicaran la misma intensidad al nuevo partido parlamentario.
Lo curioso es que los alarmismos se repiten globalmente aunque sea de forma simétrica. Abundan los detectores de huevos de la serpiente: en mi querido México, también se ha desatado el estrés, esta vez liberal, ante el inicio del sexenio del nuevo presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), al que los intelectualillos paniaguados de tan larga tradición mexicana ven como un nuevo Nicolás Maduro. AMLO aglutina una esperanza de cambio seguramente histórica que llega con doce años de retraso; su momento era 2006, pero –hubiera fraude electoral o no- el cambio no se produjo en aquel momento y se ha perdido muchísimo tiempo en lamentables y trágicos errores, como la guerra contra el narcotráfico. Dos sexenios después, AMLO es un político aún carismático pero forzosamente desgastado, y no está claro si su perseverancia le redime de la megalomanía. El problema de su partido, Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), es la dependencia emocional de su líder, que es ahora mismo su mayor capital; habrá que ver si sus cuadros dirigentes son capaces de organizar un proyecto sólido, convincente y sobre todo honesto, capaz de sobrevivir a este sexenio ya garantizado. Necesitarán resultados evidentes y rápidos en la lucha contra la desigualdad y el narcotráfico, y gestionar mejor asuntos como el del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México, confusamente decidido y planteado. No será fácil en un país en el que la mayoría de los gobernadores pertenecen a partidos rivales.
El cesarismo de AMLO es, sin duda, un peligro; pero no hay que olvidar que los catastrofistas y demás oráculos del desastre comunista, siempre tan delicados y sensibles para lo que les interesa, mantienen una sospechosa indulgencia con los tres fracasados proyectos de cambio en México desde 2000. Auguran fracasos y derrumbamientos como si México fuera un país paradisiaco a punto de disolverse en el caos. No es ese el país que yo conozco, desde luego. Estoy seguro de que el nuevo gobierno conllevará un fuerte desengaño, porque la decepción es la sustancia misma de la rutina democrática de nuestro tiempo; pero en un país que ha desaprovechado a sus pocos buenos políticos (como Cuauhtémoc Cárdenas), repetir las opciones previas de presidentes ineficaces de partidos podridos era la peor de las decisiones.
Al menos, la imposibilidad de la reelección del presidente es fundamental para evitar determinados escenarios. Porque, efectivamente, siempre se puede empeorar cruzando la frontera que hunde la democracia en el autoritarismo y la brutalidad. Y eso me lleva a hablar de otro de mis países queridos, Nicaragua, de donde proceden muy buenos amigos. Nicaragua interesa poco en España, porque no hubo podemitas relacionados con el país y apenas tenemos interese comerciales allí. Hace un par de años conocí el lugar y a pesar de los evidentes signos oligárquicos la impresión general fue la de un país pobrísimo pero amable, seguro y alejado del anquilosamiento cubano. Nada de eso queda ya, y los responsables son fáciles de señalar. los dos gobernantes, la nefasta pareja presidencial de Daniel Ortega y su esposa la “vicepresidenta poeta” (sic) Rosario Murillo, que iguala en fanatismo y egolatría a su marido. El emperador y la emperatriz han impuesto su caudillismo familiar y han  pervertido de forma ya definitiva la vieja herencia sandinista. Porque los hipotéticos logros sociales no pueden de ninguna forma compensar la responsabilidad por centenares de muertos, y hay que decirlo con toda claridad. El país se hunde y ni siquiera existen posibles razones exógenas como en el caso venezolano.
¿Conclusión? No hay remedios para el estrés que nos viene encima, salvo confiar en el escepticismo, que es lo que mejor equilibra el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la razón. Pero es bueno acostumbrarse a la transitoriedad de los políticos y desconfiar de los liderazgos y los carismas. Ya nadie habla de Rajoy, y seguramente ese sea su mayor mérito. Haberse volatilizado.

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