DEMOCRACIAS ESTRESADAS
¿Se rompen las
costuras de la democracia? ¿Se avecina un amanecer neofranquista? ¿Cuál es el
tratamiento más efectivo para ese tipo de pústulas del bien común? Lo primero,
sin duda, es apagar durante un tiempo prudente la televisión, sobre todo si
sale García Ferreras, el mejor heredero de aquel otro García, el José María del
fútbol. Y después hay que ir un rato al rincón de pensar.
Podemos recordar
que hace años –antes de que empezara el procés-
un partido xenófobo como Plataforma per Catalunya, hoy felizmente olvidado, ya
estuvo a punto de entrar en el parlamento catalán. Y tuvimos el peligroso
partido de Jesús Gil en su momento, afortunadamente a escala reducida. Además,
la operación Vox no es nueva, aunque su irrupción ha sido sin duda potente. Se
creó hace unos cuatro años, al mismo tiempo que Podemos y algunos experimentos
extravagantes que intentaban aprovechar la crisis del bipartidismo, como el estrambótico
partido del exjuez Elpidio Silva o el Partido X, hoy verdaderamente desconocido.
Vox gozaba ya entonces del apoyo descarado de algunos medios de comunicación –liderados
por otro ilustre exalumno de mi alma mater, Jiménez Losantos- que le han hecho
propaganda permanente durante este tiempo, a pesar del espectacular fracaso
inicial. Era cuestión de esperar su momento, que ha llegado gracias sobre todo
a la descomposición progresiva del Partido Popular y al problema secesionista
en Cataluña, que ha azuzado los agravios territoriales y el fanatismo
patriotero.
Ahora habría que
preguntarse por qué se le ha dado una cobertura informativa innecesaria en las
últimas semanas y hasta qué punto es contraproducente estigmatizarlo como fascista
sin atender su estrategia y su base sociológica, que se beneficia de esas
identificaciones primarias con silogismos del tipo “soy antiPodemos porque me
dan miedo; si Podemos detesta a Vox y lo llama fascista, es que no lo es, por
tanto no hay peligro en votarles”. Ese tipo de lógica perversa e indocumentada es
la que lleva a Trump a o a Bolsonaro a ganar, porque confirma que el voto se
ejerce cada vez más como rechazo irritado o como castigo, y no como articulación
racional de un proyecto constructivo y duradero. Pero así es la democracia, la
causa y la solución de todos los problemas. La democracia de nuestro tiempo,
claro está: llena de egoísmo y ansiedad.
Está por ver que
los resultados andaluces sean imitados en el resto de España, porque el comportamiento
electoral andaluz es muy particular. De cualquier modo, toca ahora aprender de
los países que ya tienen instalada en las instituciones esa nueva derechona, para
no cometer sus mismos errores. Y la izquierda debe hacer nuevamente la
reflexión acerca de cómo es incapaz de persuadir con un discurso que escape a
los infantiles antagonismos nacionalistas, de un lado o de otro. No es
descartable que la desmotivación electoral de la izquierda tenga que ver
también con la desilusión con el experimento Podemos, resumible en el asunto
del chalé Iglesias-Montero.
El panorama no
es, desde luego, alentador, pero seguramente tendremos que acostumbrarnos a
convivir con este modelo de democracia sometida a constante estrés. Una
democracia de cuerda tensa, siempre a punto de romperse, y en la que sufriremos
a menudo lo que podríamos llamar microfascismos, visibles por ejemplo en la
estúpida hipersensibilidad que algunos tienen hacia los “terribles ultrajes” a
ese trapo que consideramos bandera española. Más allá de eso, es pronto para
augurar rupturas apocalípticas o para establecer precipitadas comparaciones
históricas con escenarios nefastos del siglo XX. Eso sí: sería bueno que los
medios que miraron con lupa todo lo relativo a Podemos para desacreditarlo con
rapidez, aplicaran la misma intensidad al nuevo partido parlamentario.
Lo curioso es
que los alarmismos se repiten globalmente aunque sea de forma simétrica. Abundan
los detectores de huevos de la serpiente: en mi querido México, también se ha
desatado el estrés, esta vez liberal, ante el inicio del sexenio del nuevo
presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), al que los intelectualillos
paniaguados de tan larga tradición mexicana ven como un nuevo Nicolás Maduro.
AMLO aglutina una esperanza de cambio seguramente histórica que llega con doce
años de retraso; su momento era 2006, pero –hubiera fraude electoral o no- el cambio no
se produjo en aquel momento y se ha perdido muchísimo tiempo en lamentables y
trágicos errores, como la guerra contra el narcotráfico. Dos sexenios después,
AMLO es un político aún carismático pero forzosamente desgastado, y no está
claro si su perseverancia le redime de la megalomanía. El problema de su
partido, Movimiento Regeneración Nacional (MORENA), es la dependencia emocional
de su líder, que es ahora mismo su mayor capital; habrá que ver si sus cuadros
dirigentes son capaces de organizar un proyecto sólido, convincente y sobre
todo honesto, capaz de sobrevivir a este sexenio ya garantizado. Necesitarán
resultados evidentes y rápidos en la lucha contra la desigualdad y el
narcotráfico, y gestionar mejor asuntos como el del nuevo aeropuerto de la
Ciudad de México, confusamente decidido y planteado. No será fácil en un país
en el que la mayoría de los gobernadores pertenecen a partidos rivales.
El cesarismo de AMLO es, sin duda, un peligro; pero no hay que olvidar que los catastrofistas y demás oráculos del desastre comunista, siempre
tan delicados y sensibles para lo que les interesa, mantienen una
sospechosa indulgencia con los tres fracasados proyectos de cambio en México
desde 2000. Auguran fracasos y derrumbamientos como si México fuera un país
paradisiaco a punto de disolverse en el caos. No es ese el país que yo conozco,
desde luego. Estoy seguro de que el nuevo gobierno conllevará un fuerte
desengaño, porque la decepción es la sustancia misma de la rutina democrática
de nuestro tiempo; pero en un país que ha desaprovechado a sus pocos buenos
políticos (como Cuauhtémoc Cárdenas), repetir las opciones previas de
presidentes ineficaces de partidos podridos era la peor de las decisiones.
Al menos, la imposibilidad
de la reelección del presidente es fundamental para evitar
determinados escenarios. Porque, efectivamente, siempre se puede empeorar cruzando la frontera que hunde la democracia en el autoritarismo y la brutalidad. Y eso me lleva a hablar de otro de mis países queridos, Nicaragua, de
donde proceden muy buenos amigos. Nicaragua interesa poco en España, porque no
hubo podemitas relacionados con el país y apenas tenemos interese comerciales
allí. Hace un par de años conocí el lugar y a pesar de los evidentes signos
oligárquicos la impresión general fue la de un país pobrísimo pero amable,
seguro y alejado del anquilosamiento cubano. Nada de eso queda ya, y los
responsables son fáciles de señalar. los dos gobernantes, la nefasta pareja
presidencial de Daniel Ortega y su esposa la “vicepresidenta poeta” (sic)
Rosario Murillo, que iguala en fanatismo y egolatría a su marido. El emperador
y la emperatriz han impuesto su caudillismo familiar y han pervertido de forma ya definitiva la vieja
herencia sandinista. Porque los hipotéticos logros sociales no pueden de
ninguna forma compensar la responsabilidad por centenares de muertos, y hay que
decirlo con toda claridad. El país se hunde y ni siquiera existen posibles
razones exógenas como en el caso venezolano.
¿Conclusión? No
hay remedios para el estrés que nos viene encima, salvo confiar en el
escepticismo, que es lo que mejor equilibra el optimismo de la voluntad y el
pesimismo de la razón. Pero es bueno acostumbrarse a la transitoriedad de los
políticos y desconfiar de los liderazgos y los carismas. Ya nadie habla de
Rajoy, y seguramente ese sea su mayor mérito. Haberse volatilizado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario